el Papa no puede actuar como gobernante
absoluto
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
09_01_2025
El despido de
monseñor Rey y el nombramiento de sor Brambilla como prefecta, ambos por parte
del Papa Francisco, violan las normas de la Iglesia y exigen reafirmar la
naturaleza y los límites del poder papal. Porque la Iglesia está confiada al
primado, no al capricho de Pedro.
El Papa “en virtud
de su oficio, tiene potestad ordinaria suprema, plena, inmediata y universal
sobre la Iglesia, potestad que siempre puede ejercer libremente” (Código de
Derecho Canónico, canon 331). Suprema, plena, inmediata y universal: cuatro
adjetivos que expresan la fe católica respecto al poder transmitido al sucesor
del apóstol Pedro, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal. Ningún
eventual abuso cometido por los elegidos para ejercer el primado petrino puede
conducir al sacrificio, teórico o práctico, de esta verdad de fe.
Sin embargo, hay
que cuidarse de entender esta potestad según los cánones del absolutismo o
incluso del despotismo, como si se tratara de un poder ilimitado. La autoridad
del Sumo Pontífice es verdaderamente plena y suprema porque está fundada por
Cristo y ejercida como Vicario de Cristo; lo que significa que la plenitudo
potestatis es por definición limitada, siempre que se entienda como una
limitación no desde abajo, sino desde arriba. El Papa quien más tiene que mantenerse
alejado de toda arbitrariedad, de todo capricho, para estar plenamente
disponible a ejercer su función de vicario de Cristo, y no como siervo de su
parecer personal o de las lógicas desviadas de este mundo. Por tanto, es el más
vinculado de todos a lo que procede de la voluntad divina: la ley divina
natural, la ley divina positiva, la constitución divina de la Iglesia, la
salvación de las almas.
El poder del Papa
tiene límites: ante esta verdad se derrumban tanto las delirantes olas
absolutistas, que conciben la autoridad como libre de toda norma superior, como
aquel relativismo y democratismo que ve en la autoridad del Papa la ejecución y
representación de una vaga soberanía popular. Pero está claro que ante las nuevas decisiones del
Papa Francisco es más urgente reiterar la primera parte del dilema, y en
particular que el Papa puede actuar contra legem (humano), pero no contra
iustitiam. Nos referimos, en particular, del nombramiento de sor Simona
Brambilla como prefecta del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y
las Sociedades de Vida Apostólica y de la “destitución” de monseñor Dominique
Rey, obispo de la diócesis de Fréjus-Toulon.
Ya se había
establecido en la Constitución Apostólica Prædicate Evangelium que “cualquier
fiel” podía “presidir un Dicasterio u Organismo, en atención a su particular
competencia, gobierno y función” (II. 5). El cardenal Ghirlanda había
justificado la novedad explicando que la presidencia de un órgano curial
dependía directamente del poder conferido por el Sumo Pontífice,
independientemente de haber recibido las órdenes sagradas. En el nombramiento
del nuevo Prefecto, la potestas regimini aparece completamente independiente
del sacramento del orden, señal de que la línea que el cardenal Ghirlanda venía
desarrollando desde su tesis doctoral se ha consolidado durante este
pontificado.
El punto en
cuestión es importante. En efecto, la potestad de orden y la potestad de
jurisdicción son distintas: la primera es conferida sacramentalmente para
realizar actos sacramentales y no puede revocarse (aunque sí limitarse); la
segunda es conferida por la Iglesia no sacramentalmente para realizar actos de
gobierno y puede ser revocada. Tampoco es un misterio que algunos laicos que
han recibido la facultad pueden realizar ciertos actos de gobierno, como los
actos judiciales.
Sin embargo, el
canon 129 § 1 sigue afirmando que “de la potestad de régimen, que existe en la
Iglesia por institución divina, y que se llama también potestad de
jurisdicción, son sujetos hábiles, conforme a la norma de las prescripciones
del derecho, los sellados por el orden sagrado”. En una respuesta del 8 de
febrero de 1977, la Congregación para la Doctrina de la Fe precisó que
“dogmáticamente, los laicos sólo están excluidos de los oficios intrínsecamente
jerárquicos, cuya capacidad está ligada a la recepción del sacramento del
Orden”. Esto significa que la atribución de ciertos oficios jerárquicos a los
laicos supondría una contradicción de la estructura jerárquica de la Iglesia,
ya que surgen precisamente de la estructura jerárquica de la Iglesia, querida
por el Señor mismo. La respuesta añadía que la determinación de cuáles son
estos oficios “corresponde a los organismos instituidos ad hoc por la Santa
Sede” y recomendaba también “la máxima prudencia para evitar la creación de una
pastoral laical en competencia con el ministerio de los clérigos”. Huelga decir
que esta determinación no es un acto arbitrario, sino el resultado de una
adecuada investigación teológica.
Es legítimo
preguntarse cuál de estos “institutos ad hoc” ha identificado estos oficios
intrínsecamente jerárquicos y a través de qué documento se han dado a conocer.
Del mismo modo, es legítimo preguntarse si el nombramiento de una monja como
Prefecto de un importante Dicasterio, así como los nombramientos de mujeres
laicas como delegadas episcopales, que de hecho ejercen todos los poderes de un
vicario episcopal (ver aquí), no han alcanzado ya no sólo sino que han
traspasado abundantemente la frontera de la competencia con el ministerio de
los clérigos, ya que es incomprensible qué irresoluble y grave necesidad podría
haber impulsado al Papa a nombrar a una “monja prefecta”, si no es para rendir
homenaje a la ideología de la “ministerialidad” y del “feminismo católico”.
No menos desconcertante
es la dimisión forzada de un obispo, monseñor Dominique Rey, que suena a todos
los efectos como otra destitución injustificada. Monseñor Rey, tras ver
suspendida su autoridad e incluso las ordenaciones sacerdotales y diaconales en
su diócesis, prefirió aceptar la petición de renuncia del Papa Francisco a
través del Nuncio, diferenciando así su situación de la de monseñor Joseph
Strickland, que se negó a dimitir y forzó al Papa Francisco a destituirlo
injustamente. Es probable que el obispo francés quisiera evitar represalias más
graves contra la diócesis de Fréjus-Toulon y su clero. Una posible -y quizá
deseable- negativa de Rey habría llevado muy probablemente al Papa a cometer un
nuevo abuso de su autoridad, autoridad utilizada para cometer una injusticia.
Y aquí volvemos al
punto de partida: el Papa no puede hacer lo que le venga en gana, no puede
actuar contra el bien común, no puede destruir la Iglesia, no puede actuar
contra la justicia. El hecho de que nadie en la Iglesia tenga el poder de juzgar
al Papa reinante no significa que no se pueda y se deba juzgar su actuación o
incluso resistirse a ella, si contradice las disposiciones divinas. Del mismo
modo que es lícito y propio que quienes comparten con él el gobierno de la
Iglesia le corrijan y amonesten. Puede desanimar el hecho de que la Iglesia
no disponga de medios para destituir y castigar al Papa, pero hay que recordar
siempre que la realidad de la Iglesia es completamente incomprensible fuera de
una perspectiva de fe, la fe que llevó a santo Tomás a indicar el recurso a
Dios como resolución eficaz de aquellas situaciones en las que no es posible
apelar a un superior: “si no hay superior, que recurra a Dios, que lo corrige o
lo quita de en medio” (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, IV, d.
19, q. 2, a. 2, qc. 3, ad 2).
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