a la peregrinación interior, con los Magos
Discurso del papa
Benedicto XVI a los jóvenes en Colonia, donde se encuentran las reliquias de
los Reyes Magos, 20 de agosto de 2005.
Benedicto XVI
Brújula
cotidiana, 06_01_2025
Queridos jóvenes:
En nuestra
peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado al
momento que san
Mateo describe así en su evangelio:
"Entraron en la casa (sobre
la que se
había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de rodillas
lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos hombres terminó.
Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una
peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían
imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido
precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey
prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso
estaban inquietos.
Estaban
convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez
habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de
Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en
su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto
en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el
derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey,
postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo.
Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5,
6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos
para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio.
Aunque otros se quedaran
en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los
pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de
poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del
Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto
se enterarán de que Herodes —el rey al que habían acudido— le acechaba con su
poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el
exilio. El nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de
lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como
acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su
camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño
y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos
gozosos gestos.
Debían cambiar su
idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos
mismos. Ahora habían visto: el poder de
Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es
distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él.
En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder.
No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto
de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt
26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder
inerme del amor, que en la cruz —y después siempre en la historia— sucumbe y,
sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia
e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y
eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender
el estilo de Dios.
Habían venido para
ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este
era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que
comprendía también sus presentes —oro, incienso y mirra—, dones que se hacían a
un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también
una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración,
querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder
y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y
siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en
el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer
simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden
que deben entregarse a sí mismos: un don
menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a
este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de
convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de
la misericordia. Ya no se preguntarán:
¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente
en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a
encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del
verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.
Queridos amigos,
podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que
acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar
nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos
ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una
larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con
los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de
nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino.
Es la muchedumbre
de los santos —conocidos o desconocidos— mediante los cuales el Señor nos ha
abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está
haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un
gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el
transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa
Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó
a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con
estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se
logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los
beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su
propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido
alcanzados por la luz de Cristo.
De este modo, nos
indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas
verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los
verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles
oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado
siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar —tal vez en
el dolor— la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en
figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san
Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes
religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en
los santos de nuestro tiempo:
Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando
estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere
decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.
Los santos, como
hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de
manera más radical aún: sólo de los
santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del
mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar
nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo
para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se
tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación.
La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama
totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo
esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la
mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra
libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución
verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es
justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el
amor?
Queridos amigos,
permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre
de Dios se predica también el odio y se practica la violencia. Por tanto, es
importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo
encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto
a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14, 9). En Jesucristo,
que por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el
verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos
han precedido. Entonces iremos por el camino justo.
Esto significa que
no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran
las sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia
se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante
nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo
nos lo dijo: es una red con peces buenos
y malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el
verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó,
también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las
palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros
nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con
todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que
comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista
la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos
esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a
los pecadores.
La Iglesia es como
una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios,
mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los
continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta
gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo
aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan
grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el
presente y el futuro de todas las
partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos
junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia.
"Entraron en
la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de
hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está
ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un
santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro
de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da
fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en
Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración.
Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos
guíe.
Amén.
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