Por Carlos Esteban
InfoVaticana, 05
octubre, 2023
La reciente
exhortación Laudate Deum, anunciada como segunda parte de la encíclica
ecológica Laudato sì, suscita, al menos en quien esto escribe, ciertas dudas
que expongo a continuación.
Las dubia, como
las sometidas recientemente al Papa por cinco cardenales sobre asuntos que
conciernen al sínodo de la sinodalidad, son un procedimiento formal, previsto aunque
excepcional, por el que se ruegan aclaraciones sobre un texto pontificio. Sus
protagonistas suelen ser prelados, pero el propio Papa Francisco ha expresado
en incontables ocasiones, y muy especialmente con el presente sínodo, su
voluntad de que los laicos transmitamos nuestras preocupaciones y sugerencias,
lo que me ha animado a exponer las presentes ‘dubia’.
Primum dubium. Incluso si la teoría del cambio climático
antropogénico se revela como no solo cierta, sino incluso como una catástrofe
de proporciones apocalípticas para todo el planeta, ¿es competencia del Santo
Padre? La misión estricta del sucesor de Pedro es, según las Escrituras y la
Tradición, “confirmar en la fe a los hermanos” como custodio del Depósito de la
Revelación. ¿Pertenece a la Revelación el Cambio Climático y sus consecuencias?
Una vez más,
partamos de la hipótesis (más que discutible, como veremos más adelante) de
que, en efecto, la actividad humana está contribuyendo a un dramático cambio en
el clima planetario. ¿Qué autoridad tiene la cabeza de la Iglesia Católica para
disertar sobre el mismo, urgiendo a adoptar ciertas medidas sobre las que no es
un experto? Incluso el más fiel de los católicos, si acepta las premisas de
esta teoría, prestará naturalmente más atención a los mensajes de
investigadores de primera línea y autoridades científicas.
Porque una cosa es
incidir desde la Cátedra de Pedro en la obligación de todos los hombres, no
solo los cristianos, de cuidar la Creación -un aspecto de la teología moral
sobre el que, en cualquier caso, ni el Evangelio ni los Padres han dedicado
especial atención-, y otra muy distinta es abrazar una hipótesis científica
concreta que no guarda relación alguna con la fe.
Y esto me lleva
directamente a la segunda cuestión:
Secundum dubium. En nuestra primera cuestión hemos partido, ex
hypothesi, de que existe una certeza sobre la realidad de la teoría del cambio
climático antropogénico. Pero eso está lejos de ser cierto. ¿Es prudente que el
Santo Padre comprometa, como mínimo, el prestigio de la Sede Petrina, abrazando
autoritativamente una hipótesis científica que bien podría revelarse errada en
todo o en parte? ¿Tiene sentido dar la apariencia de un respaldo casi dogmático
a un saber científico, por claro que aparezca a ojos humanos?
Antes de continuar
conviene aclarar qué comporta la teoría del cambio climático antropogénico
dominante ahora en el panorama internacional. Para no ser tachado de
negacionista y arrojado a las tinieblas exteriores es necesario creer con fe
cierta todas y cada una de las siguientes afirmaciones:
1. No basta
afirmar que existe el cambio climático, que equivale a hablar del agua mojada o
del fuego ardiente, porque la naturaleza del clima es el cambio. No: hay que
creer en un cambio significativo y permanente del clima a escala planetaria,
evidenciado sobre todo por un aumento de la temperatura media, mediante un
mecanismo que implica el aumento de emisiones de determinados gases, muy
especialmente el dióxido de carbono.
2. Asimismo hay
que creer que este cambio de paradigma climático es debido a la actividad
humana, muy especialmente a la actividad industrial.
3. Es también
necesario creer que las consecuencias de este cambio son un mal sin mezcla de
bien alguno. No es aceptable argumentar que el planeta ha vivido periodos
bastante más cálidos que el actual, incluso en épocas históricas, y que las
consecuencias han sido, en general, bastante positivas, como en el Óptimo
Medieval, o que la tierra ha salido solo recientemente (en el siglo XIX) de una
Pequeña Glaciación que ha durado siglos, por lo que podría considerarse, en
forma impropia, que se está volviendo “a la normalidad”.
4. Por último, hay
que creer que el fenómeno es reversible. Este último punto es de los más
delicados, pero también de los más cruciales. Desde que se anunció este
proceso, allá por los años ochenta del pasado siglo, se nos ha venido
advirtiendo regularmente que nos quedaban X años para que no hubiera marcha
atrás, pero en cada caso la fecha ha llegado, la catástrofe no se ha
materializado y, como en las sectas milenaristas, los profetas han vuelto a
atrasar la fecha del apocalipsis. La razón que aducen los negacionistas es que
si alguna vez se declarara la irreversibilidad, las medidas draconianas que se
nos quieren imponer no tendrían razón de ser.
Pero pese a que el
Papa afirma que el consenso científico es casi absoluto, que los disidentes son
una minoría ínfima y, sugiere, irrelevante, lo evidente es que ese no parece
ser el caso.
La ciencia es un
saber que avanza por confirmación física. Si las previsiones que se hacen a
partir de una hipótesis no se cumplen, la hipótesis es falsa, al menos en
alguna medida. Y muchas profecías se han incumplido; todas, de hecho.
Por otra parte,
recientemente se hizo pública una declaración firmada por más de un millar de
científicos asegurando que no estamos ante una emergencia climática. No
hablamos de opinadores o aficionados: son investigadores de primera línea, y
entre los firmantes figuran dos premios Nobel.
¿Pueden estar errados?
Naturalmente. Pero eso no puede saberlo el Papa, que con esta exhortación se
arriesga a comprometer el prestigio de la Sede Apostólica.
No está lejos en
absoluto el repetido mensaje papal exhortando a la vacunación contra el covid,
que declaró como un ‘deber moral’ y calificó de ‘acto de amor’. Las
intenciones, incluso la lógica, de ese mensaje es impecable, pero solo si el
tratamiento recomendado funcionaba exactamente como se anunció universal y
repetidamente. No fue el caso. Los propios fabricantes confesaron que la
‘vacuna’ no pretendía detener la transmisión de la enfermedad -de hecho, no lo
hacía-, negando así lo que la podía convertir teóricamente en un ‘acto de
amor’. Por otra parte, aún es pronto para analizar todos los datos que van apareciendo
sobre sus efectos secundarios en una minoría de sujetos, que quizá podrían
hacerla poco aconsejable para una campaña universal.
Y, por último:
Tertium dubium. La Iglesia vive objetivamente un momento de crisis y
confusión. La crisis es perfectamente medible con parámetros usados para
cualquier realidad humana: número de católicos en Occidente, apostasías,
vocaciones sacerdotales y religiosas, práctica de los sacramentos, desacuerdos
doctrinales. Se mida como se mida, todos los factores apuntan no solo a una
reducción de la Iglesia, sino a su irrelevancia como ‘sal’ de las sociedades
donde habitan los cristianos.
Por otra parte,
los principios de nuestra fe están en continua y ruidosa discusión, y la
palabra ‘cisma’ aparece cada vez más a menudo en boca de los comentaristas, e
incluso del propio Santo Padre.
Así las cosas,
¿tiene sentido, en este panorama, que el Papa dedique dos documentos
magisteriales al ‘cuidado de la casa (material) común’, ignorando aparentemente
la angustia de tantas almas? Al fin, el objetivo último de toda la estructura
eclesial, la razón de ser de cada uno de sus elementos, es la salvación de las
almas, no la supervivencia del planeta.
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