la Pontificia Academia para la Vida
“anestesia” la Redención
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
17_08_2024
Primero una cita
de Salvifici doloris de San Juan Pablo II y posteriormente una clara
tergiversación del sentido de esas palabras negando que el dolor pueda ser un
instrumento de redención. Así, el ya de por sí problemático Pequeño léxico del
final de la vida, bajo el epígrafe “Dolor, sufrimiento, terapia del dolor”
(pp. 37-40), opta por explicar que el camino elegido por el Hijo de Dios para
nuestra salvación es en realidad expresión de una errónea “perspectiva
dolorista que se encuentra en cierta tradición cristiana” y que “ha sido
superada en muchos documentos de la Iglesia católica” (p. 39). Sobra decir que
el autor ni siquiera se molesta en dar el nombre de uno solo de esos “muchos
documentos”.
Pero vayamos por
orden. El texto de Salvifici doloris citado es el siguiente: “La revelación del
sentido salvífico del sufrimiento por parte de Cristo no se identifica en modo
alguno con una actitud de pasividad. Todo lo contrario. El Evangelio es la
negación de la pasividad ante el sufrimiento. Cristo mismo, en este campo, es
ante todo activo (...) Él pasa 'haciendo el bien' (Hch 10,38), y el bien de sus
obras ha cobrado relieve sobre todo ante el sufrimiento humano” (n. 30). Un
texto que simplemente dice una cosa: ante el sufrimiento ajeno no se puede
simplemente extender los brazos y abandonar a la persona a su dolor, sino que
hay que, en la medida de lo posible, trabajar para su recuperación, o al menos
para aliviar la carga del sufrimiento.
En cambio,
increíblemente, el Pequeño Léxico ofrece una interpretación del texto que, por
respeto, nos limitamos a calificar de “singular”: “Se desmiente así una visión
que celebra el dolor como instrumento de redención y que a veces se ha
defendido erróneamente incluso en la tradición cristiana. Por el contrario,
bienvenidos sean los instrumentos cada vez más eficaces que la medicina ha
desarrollado para la terapia del dolor” (p. 38). Estas consideraciones
constituyen un doble non sequitur: en primer lugar, porque, como se ha dicho,
las palabras del Papa no tienen nada que ver con la negación del valor redentor
del sufrimiento, que por el contrario se afirma -como veremos- a lo largo de
toda la encíclica. Además, también es evidente la inconsecuencia interna del
párrafo: al dolor entendido como instrumento de redención se contrapone la
terapia del dolor; contraposición que se manifiesta con la expresión de
negación utilizada que representa precisamente una sustitución (por el
contrario, in-vece en italiano= a cambio de, en lugar de), como queriendo decir
que las terapias del dolor son la verdadera respuesta al sufrimiento, y por el
contrario, no la idea de su valor redentor.
Estas afirmaciones
constituyen una negación muy grave del sentido de la Redención que se realizó
precisamente mediante la asunción del sufrimiento por el Hijo de Dios. Y éste
es un hecho que tiene un significado teológico y no meramente histórico. Porque
la pasión de Cristo, con toda su carga de sufrimiento espiritual, psíquico y
físico, no fue un “accidente en el camino” quizá evitable si las cosas se
hubieran aclarado mejor con las autoridades judías, sino una elección muy
precisa de la Trinidad divina. Una elección que le convenía (en su sentido
teológico de armonía y proporción) al hombre debido a la situación en la que
había quedado tras el pecado original, causa primera del sufrimiento humano.
Juan Pablo II explica: “El mal, en efecto, permanece unido al pecado y a la
muerte. Y aunque hay que juzgar el sufrimiento humano como consecuencia de
pecados concretos con gran cautela (así lo indica precisamente el ejemplo del
justo Job), no puede sin embargo desligarse del pecado de los orígenes, de lo
que en San Juan se llama 'el pecado del mundo', del trasfondo pecaminoso de las
acciones personales y de los procesos sociales de la historia humana” (n. 15).
Ni que decir tiene que en el Pequeño Léxico no se menciona para nada el pecado,
una autoceguera que lleva a los autores a no ser capaces de discernir el
sentido redentor del dolor.
El Señor, por
tanto, quiere salvar al hombre del pecado precisamente tomando sobre sí esa
incesante acumulación de sufrimiento (y la muerte misma) que el pecado ha
derramado sobre los hombres de todos los tiempos y latitudes. Cristo -continúa
el Papa- va, por tanto, al encuentro de su pasión y de su muerte con toda la
conciencia de la misión que debe cumplir precisamente de este modo. Es
precisamente a través de su sufrimiento que consigue 'que el hombre no muera,
sino que tenga la vida eterna'. Precisamente mediante su Cruz debe tocar las
raíces del mal, plantadas en la historia y en las almas humanas. Precisamente a
través de su Cruz debe realizar la obra de la salvación. Esta obra tiene un
carácter redentor en el plan del Amor eterno” (n. 16). De este modo, el nexo
pecado-sufrimiento-redención queda firmemente establecido: el Señor Jesús,
“aunque inocente, carga con los sufrimientos de todos los hombres, porque carga
con los pecados de todos” (nº 17).
Toda la historia
que sigue al acontecimiento salvífico, con su carga de sufrimientos, no es otra
cosa que la gran oportunidad de participar en el mismo sufrimiento redentor de
Cristo, uniendo los propios sufrimientos a los Suyos, para completar en la
propia carne lo que falta a Sus aflicciones (cf. Col 1, 24): “Cristo realizó la
redención por completo y hasta el final; al mismo tiempo, sin embargo, no la
cerró: en este sufrimiento redentor, mediante el cual se realizó la redención
del mundo, Cristo se abrió desde el principio, y se abre constantemente, a todo
sufrimiento humano. Sí, parece formar parte de la esencia misma del sufrimiento
redentor de Cristo el que éste exija ser completado sin cesar (...). Esta
redención, aunque completada en toda su plenitud por el sufrimiento de Cristo,
vive y se desarrolla a su manera en la historia humana. Vive y se desarrolla
como cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y en esta dimensión todo sufrimiento
humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de
Cristo” (n. 24).
Por tanto,
obviamente el dolor en sí mismo no es redentor, pero es indudable que, puesto
que Cristo ha elegido el sufrimiento como instrumento de redención, el
sufrimiento humano mismo se convierte en instrumento privilegiado de redención,
en la medida en que se experimenta como una manera de completar sus
sufrimientos en el Cuerpo místico de la Iglesia. No se trata de una perspectiva
“dolorista”, sino exquisitamente cristiana, enseñada siempre por el Magisterio,
los Doctores y vivida por todos los Santos, canonizados y no canonizados.
La Unción de los
enfermos expresa y realiza precisamente esta incorporación a los sufrimientos
de Cristo, mediante la “configuración con la pasión redentora del Salvador”
sacramental (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1521), que además se “sella”
con el Santo Viático. No es de extrañar, pues, que el libro no haga más que una
somera mención de estos sacramentos (véase la entrada sobre el
“Acompañamiento”), que se definen -y se descartan rápidamente- como una mera
“contemplación de Cristo sufriente” que procura consuelo y permite experimentar
la prueba como “una gracia que transfigura” (p. 21). No se menciona la
participación fundamental en las aflicciones de Cristo Redentor y la configuración
con Él crucificado.
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