martes, 19 de mayo de 2009

Religiones y razón en el debate público


P. Ramiro Pellitero
El discurso de Benedicto XVI ante la mezquita nacional jordana –a la que calificó de estupendo espacio sagrado para adorar al Dios Omnipotente–, responde a una pregunta de singular importancia en nuestro tiempo: ¿Son las religiones causa de división en nuestro mundo y por tanto deben ser apartadas de la esfera pública?

En su argumentación, el Papa recorrió dos pasos. Primero, mostrar que las religiones de por sí no son nocivas, sino beneficiosas para la sociedad civil. Segundo, señalar que la fe no manipula ni restringe a la razón, sino que la purifica y la ensancha. En conclusión, las religiones pueden y deben estar presentes en el debate público para proteger a la sociedad de los egoísmos individuales o grupales, garantizando así la auténtica libertad. Veámoslo más despacio.

La primera cuestión –las religiones como factores de tensiones, divisiones y violencia– debe tener en cuenta, según el Papa, que el problema no está en las religiones. “¿Acaso –se preguntaba– no sucede con frecuencia que la manipulación ideológica de las religiones, en ocasiones con objetivos políticos, se convierte en el auténtico catalizador de las tensiones y divisiones y con frecuencia también de la violencia en la sociedad?” . Por el contrario, y en concreto, musulmanes y cristianos juntos son capaces de “dar testimonio de todo lo que es justo y bueno, recordando siempre el origen común y la dignidad de cada persona humana, que constituye la cumbre del designio creador de Dios para el mundo y la historia”. Se hace así patente “la contribución constructiva de la religión en los sectores educativo, cultural, social, y en otros sectores caritativos”.

En el diálogo interreligioso –seguía explicando el obispo de Roma– se profundiza de hecho sobre “la relación esencial entre Dios y su mundo, de manera que juntos podamos movilizarnos para que la sociedad esté en armonía con el orden divino”. De esta forma, el ilustre visitante proponía el segundo paso de su argumento, nada teórico: el desafío que también juntos, los musulmanes y cristianos, pueden y deben afrontar, en el sentido de “cultivar para el bien, en el contexto de la fe y de la verdad, el gran potencial de la razón humana”. El motivo es palmario: en la perspectiva creyente, la razón humana es don de Dios. Y cuando la razón se deja iluminar por la fe, no se debilita, sino que se refuerza en su capacidad de servir. Cuando las religiones pueden manifestar libremente las más hondas aspiraciones humanas, el debate público no se restringe sino que se amplía en su horizonte. “Esto protege a la sociedad civil de los excesos de un ego incontrolable, que tiende a hacer absoluto lo finito y a eclipsar lo infinito; de esta manera, asegura que la libertad se ejerza en consonancia con la verdad y enriquece la cultura con el conocimiento de lo que concierne a todo lo que es verdadero, bueno y bello”.

Se sobrentiende que, como sugirió en su día el cardenal Ratzinger en su diálogo con el filósofo Jürgen Habermas (Munich, 19-I-2004), también las religiones deben beneficiarse de la crítica constructiva desde una razón abierta a la trascendencia. De esta manera, por usar la terminología que en aquél diálogo surgió, tanto las “patologías de las religiones” como las “patologías de la razón” –no menos peligrosas–, podrían corregirse recíprocamente: “¿No deberían quizá religión y razón limitarse mutuamente y señalarse en cada caso sus propios límites y traerse de esta forma la una a la otra al camino positivo?”. No hay que olvidar el final de aquella intervención de Joseph Ratzinger: la interrelación entre la fe y la razón no se encierra en la cultura europea, y por tanto, es importante escuchar a las otras culturas en su “interrelación polifónica”. Ya se ve que el Papa sigue dando pasos en esa dirección.

En resumen. Como quiera que las religiones son el corazón de las culturas, el debate público, si se realiza sobre la base de una racionalidad verdaderamente humana, por decirlo a la manera italiana, no puede no contar con las religiones.




Ver desde lo alto y seguir trabajando

Me quedó grabada, hace años, la afirmación de que nadie merece ser escuchado si no ha esperado, trabajado y sufrido largo tiempo para mostrar la verdad de sus convicciones.
Muchos de nuestros abuelos murieron, tras una vida difícil para sacar adelante a su familia, sin poder ver plenamente los frutos de su gustoso sacrificio. Nuestros padres han luchado con frecuencia por lo mismo y, si eran buenos cristianos, nos transmitieron la fe; no con demasiados argumentos, sino con su vida coherente. Nosotros tenemos que seguir en la brecha para “pasar el relevo” a las generaciones que nos siguen, sin pensar que hacemos nada extraordinario.
Estos pensamientos me invadían al leer el reciente discurso de Benedicto XVI desde el monte Nebo, que está situado a pocos kilómetros al nordeste del Mar Muerto. Desde allí Moisés divisó la Tierra Prometida hacia la que había guiado a su pueblo, tras sacarlo de Egipto, a través de no pocas penalidades. Aquella tierra donde, muchos años después, vivió y murió Jesús de Nazaret, Hijo del Dios vivo, dejando un rastro de luz y vida que sigue presente y actuante en la historia de la humanidad.
“Aquí, desde la altura del monte Nebo –¬dijo el Papa en la parte central de su alocución, con palabras que merecen ser recogidas íntegramente¬– la memoria de Moisés nos invita a ‘levantar nuestros ojos’ para abarcar no sólo las obras poderosas de Dios en el pasado, sino también para mirar con fe y esperanza hacia el futuro que Él nos presenta y también a nuestro mundo”. Y mirando interiormente hacia sí mismo y los cristianos, continuó: “Como Moisés nosotros hemos sido también llamados por nuestro nombre, invitados a emprender un éxodo diariamente desde el pecado y la esclavitud hacia la vida y la libertad, y hemos recibido una inquebrantable promesa que guía nuestro camino”. El Papa se refería concretamente a la vida cristiana. “En las aguas del Bautismo, hemos pasado desde la esclavitud del pecado a una nueva vida y esperanza. En la comunión de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, anhelamos la visión de la ciudad celestial, la nueva Jerusalén, donde Dios será todo en todos. Desde esta montaña santa, Moisés dirige nuestra mirada hacia lo alto, hacia el cumplimiento de todas las promesas de Dios en Cristo”.
El ejemplo de Moisés, que veía todo aquello desde lejos, al final de su larga peregrinación –¬seguía explicando el sucesor de Pedro¬–, nos recuerda que también nosotros somos parte de la peregrinación del Pueblo de Dios a través de la historia. Y esto, siguiendo las huellas de los profetas, los apóstoles y los santos; los cristianos estamos llamados a caminar con el Señor, llevar adelante su misión, dar testimonio del Evangelio del amor universal y de la misericordia de Dios. “Estamos llamados a promover la acogida del Reino de Cristo por medio de nuestra caridad, nuestro servicio a los pobres y nuestros esfuerzos para ser levadura de reconciliación, perdón y paz en el mundo que nos rodea”.
Y como en una apelación al realismo, también para su caso personal, añadía Benedicto XVI: “Sabemos que, como Moisés, quizá no veremos el cumplimiento total del plan de Dios durante el espacio de nuestra vida. Sin embargo confiamos en que, realizando la pequeña parte que nos toca, en fidelidad a la vocación que cada uno ha recibido, ayudaremos a allanar los caminos del Señor y facilitar que sea bien recibida la aurora de su Reino”. “Y sabemos –concluía– que el Dios que reveló su nombre a Moisés como una garantía de que siempre estaría a nuestro lado (cfr. Ex 3. 14), nos dará la fortaleza para perseverar en una gozosa esperanza incluso en medio del sufrimiento, la prueba y la tribulación”.
Estas últimas palabras –bien coherentes con lo que conocemos de la vida y el pensamiento del Papa–, pueden aplicarse a tantas personas, a tantos cristianos. Ver desde lo alto de una vida cumplida sencillamente en la fidelidad y en el trabajo. Contemplar las cosas, cada día, desde lo alto y lo profundo de una oración cuajada en obras de servicio. Ver desde lo alto de una vida, quizá no exenta de errores, pero que, hasta el final, confía en las promesas de Dios. Mirando a lo lejos, pero siguiendo en la brecha. Ver desde lo alto y seguir trabajando.
(publicado en www.cope.es, 14-V-2009)

Ramiro Pellitero, profesor de Teología pastoral, Universidad de Navarra


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