de Francisco
Por Mario
Caponnetto y Miguel de Lorenzo
La Prensa,
11.02.2024
Especial momento
atraviesa hoy la Iglesia Católica; especial y en varios aspectos de una
gravedad casi inédita. A lo largo de la segunda mitad del siglo veinte y de lo
que va del veintiuno, hemos visto como se esparcían (y continúan esparciéndose)
los estragos pos conciliares, graves errores doctrinales cuyo origen no hay que
buscarlo tanto en los documentos del Vaticano II, sino que se sostienen en una
interpretación libérrima y abstrusa, acorde a lo que llamaron y se insiste en
llamar el “espíritu del concilio”.
En todo este
tiempo la Barca de Pedro se ha visto sacudida por fuertes vientos y torbellinos
de confusión; son los vientos del libre examen de raíz protestante, de la
ideología materialista de la historia, de aberrantes distorsiones teológicas
que han pretendido oponer el llamado Cristo de la historia al Cristo de la fe.
Falsas teologías que poco a poco han enturbiado el agua límpida de la Fe
Apostólica, de la Tradición y del Magisterio auténtico con la vana pretensión
de erigir en su lugar una nueva fe, una nueva Iglesia.
ESPIRITU CONCILIAR
Al cabo hemos
comprobado que el famoso “espíritu conciliar” no era algo diferente de la
teología de la liberación, en sus diversas acepciones, de la revolución, o de
la teología del pueblo. Dios resultó desplazado de las cuestiones centrales de
la fe y en su lugar se entronizó desde entonces una tan nueva como extraña
teología que, claramente, no es una teología más sino una herética que pretende
un cambio substancial, una categórica vuelta de tuerca del catolicismo en todos
los sentidos.
Por lo pronto
desde esas tendencias progresistas se ha impuesto un falso ecumenismo que
tiende a abolir cualquier tipo de separación y distinción entre las diversas
Confesiones e Iglesias cristianas y aún de las demás religiones. Todas
representan lo mismo, un idéntico deseo de alabar a Dios, todas son iguales
porque ninguna prevalece dado que ninguna es la verdadera. En consecuencia,
Cristo ya no es el único Salvador sino uno más entre los múltiples supuestos
salvadores del hombre.
La confusión se
agudiza aún más porque se utilizan las palabras habituales del lenguaje
católico, aunque desfiguradas, minuciosamente apartadas de su significado
original y genuino, hasta el punto de ser ya irreconocibles. Así, por ejemplo,
la esperanza teologal se interpreta como mera confianza humana en el futuro o
una cierta manera de trabajar en vistas a ese futuro absolutamente inmanente,
entendido como la posibilidad de alcanzar una felicidad alejada de la
trascendencia que no se eleva ni un centímetro del nivel del suelo. De igual
manera el reino que se propone no debe ser entendido espiritualmente; por el
contrario, se trata de trabajar sobre la realidad histórica, eso sí, pensada de
acuerdo a la hermenéutica marxista.
Los resultados de
implementar la llamada teología del pueblo (indisimulado intento de maquillar
la vieja teología de la liberación) los vemos ahora resplandecer oscuramente
sobre la Iglesia. No es difícil advertir como van poniéndose en práctica las
teorías de Scannone y demás “teólogos del pueblo”: su vigencia es cada vez más
notoria sobre todo en los últimos diez años a partir del Pontificado del Papa
Francisco. Éste, por su parte, insiste en difundir entre los fieles una forma
mentis que hace de las relaciones entre los hombres, el único valor: la única y
suficiente posibilidad de hacer un mundo mejor reside en el hombre mismo, en
curiosa sintonía con una antropología post cristiana. El hombre como creatura,
va cediendo su sitio ante el hombre nuevo el que sin rumbo recorre “la casa
común” mientras “discierne” qué hacer sobre la tierra a la espera que algunos
iluminados por obra de la “sinodalidad” le indiquen qué cosa es el cristianismo
y principalmente, cómo evitar el cambio climático, cómo cuidar los bosques y
los pajaritos.
Estamos, sin duda,
ante una propuesta que hace al hombre un enfermo de sí mismo. Coincide Pieper
-y lo destaca- con el testimonio de Hermann Rauschining al afirmar que: “El
mundo apunta en dirección de un centro absoluto de poder, un absolutismo
universal, de disfrute material de la vida sobre una progresiva
deshumanización, todo bajo el control total del Gran Inquisidor”. Y en este
mundo, donde Dios ya es alguien lejano y de hecho ajeno, se propone una
fraternidad universal (fratelli tutti), remedo de la verdadera fraternidad
cristiana. Es la misma fraternidad que desde la Revolución Francesa, tal vez
antes, se proclama con grandilocuencia vana como una gastada apelación al
fraternal “seamos buenos”. Otra vez el relato, que -digámoslo todo- no va más
allá de un intento de adular al mundo, cuando la necesidad suprema del momento,
y en cualquier circunstancia, es la de dar testimonio de la verdad.
DESACIERTOS
El testimonio de
la verdad, sí. Pero todo induce a pensar que Roma hace ya tiempo declinó ese
testimonio y se conduce a los bandazos en los variopintos laberintos
ideológicos: idas y vueltas, casi afirmaciones y casi negaciones, confusiones y
equívocos, contradicciones y justificaciones penosas, revelan el borroso
itinerario intelectual por donde transita la actual Jerarquía Suprema de la
Iglesia, atada a esa ya mencionada extraña teología donde Dios cede paso al
hombre y la esperanza de la vida eterna a la mera expectativa de una felicidad
demasiado humana.
Es lo que vemos
día a día. No pasa una semana sin que se vaya derogando, relativizando o
tergiversando alguna parte de los mandamientos de la ley de Dios y aún la
propia ley natural. Al respecto, no resulta inoportuno recordar algunos de los
planteos y de las reformas doctrinales que, en pos de la fraternidad universal,
de la igualdad de todas las religiones y del relativismo, viene alentando y
promoviendo el mismo Francisco desde los días iniciales de su Pontificado.
¿Cómo no recordar
con dolor la celebración oficial del V Centenario de la Reforma protestante
cuyo solo propósito fue el de presentarnos un nuevo Lutero, no ya un hereje ni
mucho menos, sino un “testigo del Evangelio”, hombre merecedor un desagravio y
homenaje? ¿O la entronización de aquel penoso altar, en medio de Roma, en honor
a la pachamama y las demoradas ceremonias casi litúrgicas que con su aprobación
se llevaron a cabo? ¿Cómo pasar por alto la designación en la Academia
Pontificia por la Vida de notorios ateos y partidarios del aborto?
Recordamos aún, y
nos cuesta olvidar, el fervor con que se dio la bienvenida a Biden y a sus
funcionarios, todos ellos tenaces defensores del aborto y la ideología de
género, al mismo tiempo que se negaba casi hasta el saludo a Trump: el Papa
prefirió recibir al representante de la agenda 2030, la agenda del más crudo
materialismo y del ateísmo anti humano, que degrada la dignidad del hombre.
Pero recordemos
que Biden no fue el único “católico” que tuvo el privilegio de una audiencia
privada con el Papa. Superando esta “hazaña” nada menos que el mismo Alberto
Fernández viajó al Vaticano, recibido por Francisco con misa y comunión
incluidas no sólo a él sino también a su pareja y a sus acompañantes todos
rigurosamente alejados de la Iglesia. Visto con otra perspectiva no fue otra
cosa que un sacrilegio: la celebración del santo sacrificio de la Misa en el
marco de una escenografía impía, en un lugar santo, por un fin miserable.
Fue en esa
ocasión, quizás la única en su vida, en la que Alberto habló claro y sostuvo
sus dichos por veinticuatro horas: el aborto se impondría en la tierra natal
del Papa. Se podría pensar que esto fue planeado para mostrar que supuestamente
hay católicos abortistas; que no solo los hay, sino que van a misa y comulgan,
hasta en el mismo Vaticano y al lado del Papa. ¿Que se propuso demostrar
Francisco con ese acto en una ceremonia oficial y en una capilla en el
Vaticano? Nunca lo dijo. aunque en realidad no hacía falta agregar mucho más
nada.
Lo que sí quedó
claro, a curas y obispos criollos fue el mensaje que acompañó a esa perversa
maniobra: que el aborto no solo tenía la venia de Roma, sino que se alineaba
con la agenda 2030. A los obispos, les dejaba -si les quedaba algo de
vergüenza- un tibio documento de protesta, y a los laicos gritar al viento. La
aprobación de la ley se había consumado en Roma. Eso sí, todos recuerdan que
Francisco dijo: “el aborto es un crimen”.
No podemos dejar
fuera de esta enumeración de desaciertos la creación de las Scholas
Occurrentes; hay que recordar el ímpetu puesto en esa pretensión de dar forma
al sincretismo babélico, porque lo que se busca y se proclama con esas
“escuelas”, es la igualdad de la enseñanza de todas las religiones, bajo el
paraguas no ya de la iglesia sino del mismo Papa en persona, pues se trata de
una antigua y directa obra suya, una obra maestra de adulación al mundo.
En la misma línea
se inscribe la Encíclica Fratelli tutti, publicada en octubre de 2020. Se trata
de una hueca llamada a la fraternidad universal, un humanismo hecho de
claudicaciones y componendas, sin oración a Dios, una moralidad de manada, un
espiritualismo que encierra al hombre sobre sí mismo, alejándolo de la
trascendencia y que no puede sino desembocar trágicamente, ya lo sabemos y lo
vimos, en las impiedades del mundo actual, no menos caótico que inhumano, en
las múltiples guerras y terrorismos que en este mismo momento nos estremecen y
que evidencian lo terrible del odio.
Es, que además de
las falencias propias del documento, ahora nos encontramos ante la insoslayable
realidad: una realidad que muestra a las claras que las relaciones entre las
personas y las naciones, los modos de vida y la cultura en general, no solo no
se renovaron después de Fratelli tutti, sino que, más bien, daría la impresión
de que los hubiese agravado. Está a la vista que al mundo le importa nada, son propuestas
de un humanismo irrisorio, tragicómico, a través del que se insiste acerca de
la no necesidad de Dios, como si desde lo puramente humano fuera posible
construir el reino, pero no el de los cielos, ciertamente, sino otro bien
terrenal.
Todo esto sin
contar el interminable desfile de personajes dudosos a los que no solo se los
recibe, sino que se los distingue otorgándoles cargos y honores. Es el caso,
entre muchos, de Zaffaroni (el mismo, el escabroso ex juez propietario de los
burdeles, sobre los que nunca explicó nada) a quien se le ha confiado un puesto
de suma responsabilidad en la justicia vaticana, una especie de juez universal
con la misión de ordenar el bien y la justicia en el mundo.
Es que la
confusión parece no encontrar límites: de repente es posible descubrir a
Marcusse junto a san Ignacio, o a Grabois y Toni Negri corrigiendo a Ratzinger.
LA CULMINACION
Después de cuanto
hemos venido reseñando no eran pocos los que decían que estaba todo hecho, que
el riesgo de superar esta procacidad no podía suceder, que ni el propio
Francisco podría. Pero no fue así. La reciente Declaración Fiducia supplicans,
dada a conocer el pasado 18 de diciembre por el Prefecto del Dicasterio para la
Doctrina de la Fe y refrendada por el Papa, vino a demostrar que nuestra
capacidad de asombro (y de tristeza) no estaba colmada.
No es este el
momento de hacer un pormenorizado análisis de un texto que no dudamos en
calificar de tortuoso y sofístico. Por otra parte, voces muy autorizadas ya se
han pronunciado al respecto. Lo que nos interesa es subrayar dos cuestiones
vinculadas con este documento.
En primer lugar,
su absoluta e insanable incompatibilidad con la moral católica respecto de la
homosexualidad y del matrimonio; incompatibilidad que alcanza, incluso, a las
mismas directrices pastorales respecto de estas cuestiones ya establecidas
claramente por papas anteriores en plena conformidad con la auténtica doctrina.
Es bueno recordar que ya San Agustín, hace diecisiete siglos, enseñaba que se
debe odiar el pecado, pero amar al pecador. Para Fiducia supplicans el pecado
parece que no existe (jamás se lo menciona a lo largo del extenso y fatigoso
texto) y el amor a los pecadores no consiste ya en lograr que se arrepientan y
vivan sino en palmearles el hombro y decirles que, después de todo, Dios es
bueno.
Lo segundo que nos
interesa destacar es el inusitado nivel de rechazo que ha producido el
documento. Episcopados enteros se han opuesto de manera expresa y tajante;
multitud de obispos, sacerdotes y laicos han levantado, con inusual energía, su
voz de protesta. Esto es de una extrema gravedad. Roma, esta Roma infeccionada
de modernismo, herética y mundana, comienza a ser formal y explícitamente
rechazada. No es aventurado vislumbrar el fantasma de un cisma (ya de hecho
existente) pero ahora visible y declarado. A tal punto nos ha conducido este
Pontificado.
En este sentido,
hay que estar muy atentos a los próximos pasos vaticanos. No sabemos cuánto
tiempo más ocupará Francisco el trono de Pedro; pero todo indica que no está
lejano su fin. Algunos, habitualmente bien informados, ya están hablando de un
“clima de cónclave”. Todo esto nos sume más en la incertidumbre. Sólo nos queda
aferrarnos a la palabra de Cristo: No temáis, yo he vencido al mundo (Juan, 16,
33).
Post scriptum. Con
las últimas líneas de esta nota, se difundió un nuevo escrito del Dicasterio
para la Doctrina de la Fe que pretende formular algunas precisiones (sic) sobre
Fiducia supplicans. El Cardenal Fernández se supera así mismo: en estas
precisiones (que no aclaran ni precisan nada) desborda todos los límites no ya
de la Teología sino del más elemental sentido común y evidencia una vez más que
la confusión es su territorio. Reitera, en efecto, que hay diversos tipos de
bendiciones e introduce la absurda tesis según la cual se trata de bendiciones
breves, de apenas unos segundos, algo así como un cronómetro condicionante de
la bondad moral de una acción. En conclusión, para el Prefecto, la clave
estaría en lo que demore la ceremonia, teniendo en cuenta que requiere no más
de diez, quince o veinte segundos: siendo así de breve, la bendición no se le
debe negar a nadie.
Sabemos que si
bien en ningún siglo faltaron envenenadores y canallas, tal vez como nunca
están presentes en el mundo del siglo XXI, en el que es inocultable la
decadencia de Occidente, de un Occidente que niega a Cristo y renuncia a la
verdad y que en su decadencia arrastra, en cierto modo, a la Iglesia: una
Iglesia que, “en salida” quiere “actualizar” lo que nunca cambia, adoptando las
modas de una época vil y cansada; ir a las “periferias” y desde ahí abrazarse
al mundo, adoptando sus egoísmos y podredumbres; y claro está, finalmente se va
extraviando junto con el mundo. Entonces no sorprende que nuevos sofistas y
renovados falsarios ocupen sitios prominentes dentro de la Iglesia.