la pena que nos
acerca a Dios
Brújula cotidiana,
14_02_2024
El autor es un
monje del monasterio de San Benedetto in Monte de Norcia, que permanece en el anonimato
por deferencia a una antigua costumbre benedictina.
***
“Al igual que
existe un celo malo, lleno de amargura, que se aparta de Dios y conduce al
infierno, también hay uno bueno, que se aparta del pecado y conduce a Dios y a
la vida eterna” (Regla de san Benito, 72). Con estas palabras san Benito
introduce el penúltimo capítulo de la Regla. En nuestro esfuerzo por comprender
qué es la compunción, podríamos simplemente sustituir la palabra “celo” por
“tristeza”: así como hay una tristeza mala y llena de amargura que se aparta de
Dios y conduce al infierno -y la llamamos melancolía-, también hay una tristeza
buena que se aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna: la
compunción. [...]
San Gregorio
distingue dos tipos básicos de compunción: una por temor y otra por amor. La
primera es una purificación del pecado y una protección contra él; la otra es
una fuerza de deseo espiritual que nos atrae hacia el Cielo. Dos tipos y cuatro
motivos: “Cuando recuerda sus propias faltas, considera dónde estaba (ubi
fuit); cuando teme la sentencia del juicio de Dios y se interroga, piensa dónde
estará (ubi erit); cuando examina seriamente los males de la vida presente, con
tristeza considera dónde está (ubi est); cuando contempla los bienes de la
patria eterna que aún no ha alcanzado, llorando se da cuenta de dónde no está
(ubi non est)” (Moralia, XXIII, 41).
Las dos primeras
surgen del temor de Dios, que es el don primero y fundamental del Espíritu
Santo. Pero la compunción por temor madura y crece en nosotros sobre todo a
través del don del conocimiento, porque nos permite vernos tal como somos, con
los pecados que nos alejan de Dios, pero también creados a su imagen y
semejanza, redimidos por la sangre de su Hijo y llamados en el amor a ser
santos como Él. Viendo nuestra pecaminosidad e ingratitud hacia Dios, nos
llenamos de odio hacia nosotros mismos y llegamos a odiar nuestros pecados;
pero viendo el precio que el Hijo de Dios ha pagado por nuestra salvación, se
nos da la esperanza de cambiar nuestras vidas y llegar a ser santos como Él es
santo.
Así, el don del
temor del Señor nos inspira a “tener siempre presente todo lo que Dios ha
mandado” y lleva a nuestros pensamientos a “meditar constantemente sobre el
fuego del infierno donde arderán por sus pecados todos aquellos que desprecian
a Dios”; y así nos protege en todo momento “de los pecados y de los vicios”.
Este santo temor nos da la certeza de que “Dios nos vigila siempre desde el
Cielo y que nuestras acciones son visibles en todas partes a los ojos divinos y
son constantemente señaladas a Dios por los ángeles”; nos hace sentir “en todo
momento la culpa de nuestros pecados de tal manera que nos consideramos ya ante
el terrible Juicio y decimos constantemente en nuestro corazón lo que decía el
publicano del Evangelio con los ojos fijos en la tierra: Señor, soy un pecador
y no soy digno de levantar los ojos al cielo” (Regla de San Benito, 7).
Las almas
invadidas por esta doble compunción por temor sienten una profunda contrición
por sus pecados y temen acabar con los condenados a la izquierda de Cristo.
Hacen suyas las peticiones del Miserere, la insuperable oración de
arrepentimiento y contrición; y piden misericordia como si estuvieran ya ante
el Juicio Final, en sentimientos que se expresan perfectamente en el Dies Irae,
esa poética obra maestra de la Misa de Réquiem. En estas oraciones, vemos por
una parte un temor servil al castigo, y por otra un temor filial que se
estremece ante la idea de ofender a Dios. El primero disminuye a medida que
aumenta el segundo, ya que el temor filial es expresión de la caridad, de “ese
perfecto amor de Dios que expulsa el temor servil” (RB 7; 1 Jn 4,18).
A medida que crece
el temor filial, entramos en la tercera compunción: nuestro amor a Dios y nuestro
deseo de estar con Él dan lugar a una disposición a sufrir en esta vida para
merecer la bienaventuranza eterna en la otra. Una gran fuente de consuelo para
quienes se encuentran en este estado es la hermosa oración de la Salve Regina,
en la que nos dirigimos a la Virgen para que nos consuele en medio de las
inevitables aflicciones de esta vida. Nuestros ojos vuelven de nuevo a este
mundo desde su rostro materno. Y lo ven como lo que es: un lugar de exilio y
tentación, de trabajo y sufrimiento, justa penitencia por el pecado original y
por nuestros muchos pecados personales. Pero Dios, en su misericordia, nos
permite ver estos sufrimientos como bienaventurados, porque con ellos
“participamos de los sufrimientos de Cristo y merecemos tener también parte en
su reino” (RB, Prólogo). Y así comprendemos la “ley” de los santos: “Cuanto más
se siente afligida por la adversidad el alma del justo en este mundo, tanto más
aguda se hace su sed de contemplar el rostro de su Creador” (Moralia, XVI, 32).
Habiendo llegado a
ser tan queridos por Dios a través de nuestros trabajos, podemos instalarnos en
la cuarta compunción, en la que ya no hay dolor sino sólo una alegría
penetrante, porque sentimos a Dios cercano y disponible cada vez que rezamos.
San Benito nos dice que esto también nos puede suceder a nosotros, porque
“cuando hayáis hecho estas cosas, los ojos de nuestro Padre celestial estarán
sobre vosotros y sus oídos estarán abiertos a vuestras oraciones; y antes de
que le invoquéis, os dirá: aquí estoy” (RB, Prólogo).
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