lunes, 28 de junio de 2021

COHERENCIA EUCARÍSTICA

 


a la americana: Y la montaña parió un ratón

Por Carlos Esteban

Infovatidana, | 28 junio, 2021

Después de tanta polémica y tantas idas y venidas de Roma a Washington y vuelta, la nota de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos ha acabado no diciendo nada que pueda molestar a nadie. Triunfo para la cobardía.

 

Seguro que todo lo que dicen sobre la Sagrada Eucaristía los obispos norteamericanos reunidos en asamblea virtual es cierto, acorde a la doctrina de la Iglesia y precioso. Pero no es como si los católicos no tuviéramos veinte siglos de maravillosos textos -encíclicas, pronunciamientos conciliares, documentos teológicos, obras de santos- glosando el inefable milagro del Santísimo Sacramento.

 

¿A quién quieren engañar? Sencillamente, no es creíble que todo tratase de explicar la belleza de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía. Es improbable que semejante intención provocara tanto tira y afloja, viajes de cardenales norteamericanos a Roma para presionar a Doctrina de la Fe, una carta de Ladaria al episcopado gringo aconsejando ‘prudencia’, una sesentena de obispos progresistas pidiendo que no se tratara el asunto, políticos desafiando a los obispos en los medios de comunicación…

 

Pero es lo que leemos en el apartado de Preguntas Frecuentes de la Asamblea: “Nunca fue la intención de la Conferencia Episcopal Americana votar o incluso discutir la posibilidad de prohibir la comunión a algunos políticos”. ¿Nunca, de verdad? ¿Tan mal informados estaban Cupich y Tobin cuando volaron de urgencia a Roma, y los periodistas de la CNN cuando entrevistaron a Biden? ¿De qué va a hablarse, entonces?

 

Se trata de “una invitación especial para que los católicos en posiciones de liderazgo para que den testimonio de la fe”. Y, además, los obispos “quieren concienciar a los fieles sobre qué es la Eucaristía y de su capacidad para acercarnos a Dios”.

 

El objetivo de concienciar a los fieles para que den importancia al Santísimo Sacramento es muy loable, sobre todo cuando se tiene en cuenta que, según los estudios demoscópicos recientes, una minoría de sedicentes católicos cree en la Presencia Real. Qué creen estar haciendo cuando comulgan, lo ignoro.

 

Pero no se me ocurre mejor modo de reafirmar a los incrédulos en su incredulidad que acoquinarse ante la idea de aconsejar que no se colabore con un terrible sacrilegio, por mucho que eso pueda molestar a los poderosos. ¿Cómo puede nadie creer que creen que la Sagrada Hostia es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismo Cristo, que quien come Su Carne en pecado mortal come su propia condenación, si ni siquiera se atreven a negarle la comunión a un abortista activo, entusiasta e impenitente? Y no es como si Biden fuera Diocleciano, y pudiera arrojarles a los leones.

CATALINA DE BOLONIA

 


un cuerpo que da testimonio de santidad

Liana Marabini

Brújula cotidiana, 28-06-2021

 

Intacto, colocado en una capilla de cristal en el monasterio de Corpus Domini en Bolonia, el cuerpo de Santa Catalina de’ Vigri († 1463) sigue segregando un aceite perfumado, por lo que su ropa se cambia periódicamente. Muchos fieles han tenido gracias y curaciones al rezar en su tumba. Era abadesa y vivía de forma austera, aunque amaba la gastronomía de su tierra. Las Clarisas que ella dirigió eran famosas por su fresca pasta rellena.

 

27 de marzo de 1463: Severino es un muchacho de 20 años fuerte y trabajador. Trabaja como sepulturero para la arquidiócesis de Bolonia, un trabajo en general satisfactorio, que no le exige mucho y lo hace a conciencia. Hoy tiene que ayudar a las Clarisas a trasladar el cuerpo de una de sus hermanas que falleció el 9 de marzo. Las monjas se encargarán de cavar, según su regla, y pasar las correas por debajo del cuerpo, pero será él quien tendrá que levantarlo del sepulcro y luego colocarlo en la camilla blanca ya preparada para tal fin, para transferirlo hasta la nueva tumba con la carreta tirada por el caballo Anselmo, su compañero de trabajo. Severino se pregunta fugazmente por qué debería mover un cuerpo enterrado menos de tres semanas antes, pero luego descarta la idea: hace tiempo que aprendió a no hacerse preguntas sobre la lógica de los religiosos.

 

Aún se sienten los vestigios del invierno que acaba de terminar. El aire es penetrante y el cielo de un delicado gris, como hielo suspendido y algunos raros copos de nieve flotan con gracia. A Severino le gusta ese momento en el que sientes el amanecer de la primavera y el frío ya no es tan fuerte. Las Clarisas cavan vigorosamente, la tierra aún está fresca, la monja fue enterrada directamente en la tierra y sin ataúd, como exige su regla. El joven se ha protegido la nariz y la boca con un pañuelo que usa cuando tiene que hacer este trabajo. No es que le parezca difícil, es parte de sus deberes, pero prefiere defenderse de los olores desagradables que emanan los cuerpos en descomposición cuando son exhumados.

 

Ya estamos, la tabla que cubre el cuerpo ya es visible: las monjas la agarran y se la pasan a Severino, quien la saca de la tumba. Aparecen las solapas de tela de lino crudo con el que el cuerpo fue envuelto. El joven espera sentir el olor que conoce tan bien, pero ¡cuál es su asombro cuando de la tumba sale un aroma de flores! ¿Cómo es posible? A finales de marzo no floreció nada, salvo unas pocas campanillas de invierno dispersas, lejos de allí, en el borde del cementerio. Las cuatro Clarisas que lo acompañan miran el cuerpo que poco a poco aparece debajo de la tierra oscura. Ellas también huelen el perfume, pero no se sorprenden para nada, saben que ese cuerpo huele a flores, ha sido así desde el momento del entierro. A menudo venían aquí y olían el aroma todos esos días. Es la razón por la que se arrepintieron de haberla enterrado así, directamente en la tierra, intuyendo que ese cuerpo pertenecía a una santa. Por tanto, habían decidido darle una sepultura mejor y más digna.

 

Severino agarra las correas unidas en el medio y levanta el frágil cuerpo sin esfuerzo aparente, luego lo deposita suavemente en la camilla fijada sobre una pequeña carreta. El perfume ya es muy fuerte y emana de la difunta. Las monjas mueven un trozo de tela y le descubren la cara. Está serena, solo su nariz está un poco achatada, pero milagrosamente su rostro vuelve a recomponerse. Las monjas hacen la señal de la cruz y Severino se agarra al sombrero deformado que se había quitado de la cabeza. El caballo Anselmo se pone en marcha, sostenido por el joven que camina a su lado. Las monjas siguen la carreta hacia la nueva tumba.

 

La defunta es Catalina (8 de septiembre de 1413 - 9 de marzo de 1463), abadesa y fundadora del monasterio de las Clarisas de Bolonia. Nacida en una familia de clase alta, hija de Benvenuta Mammolini de Bolonia y Giovanni de’ Vigri, un prestigioso notario de Ferrara que trabajó para Niccolò III d'Este, marqués de Ferrara (1383-1441). Catalina creció en la corte de Niccolò III como dama de compañía de su esposa Parisina Malatesta (1404-1425) y se convirtió en amiga de toda la vida de su hija natural Margherita d'Este († 1478). Durante este período recibió una buena educación en lectura, escritura, música, tocaba la viola y tuvo acceso a los manuscritos iluminados en la biblioteca de la Corte d'Este.

 

En 1426, se escribió una de las páginas más oscuras de la historia de estense: Niccolò III, descubrió la infidelidad de su joven esposa Parisina, quien había tomado como amante nada menos que a Ugo, uno de los hijos ilegítimos de su marido, fue condenado a muerte junto con él. Después de la decapitación de Parisina d'Este y Ugo, Catalina abandonó la corte y se unió a una comunidad secular de beguinas que llevaron una vida semi religiosa y siguieron la regla agustiniana. Las mujeres eran indecisas a adherirse a la regla franciscana, lo que finalmente ocurrió.

 

En 1431 la casa de las beguinas se transformó en el convento de las Clarisas Observantes del Corpus Domini, que pasó de 12 mujeres en 1431 a 144 hacia 1450. Catalina, que había sido muy amiga de Margherita d'Este, y recibió como regalo de ésta el edificio que luego se convirtió en monasterio, vivió en el Corpus Domini de Ferrara de 1431 a 1456, ejerciendo como maestra de novicias. Fue un modelo de piedad y relató haber experimentado milagros y diferentes visiones de Cristo, la Virgen María, Santo Tomás Becket y San José, así como de eventos futuros, como la caída de Constantinopla en 1453. Escribió numerosos tratados religiosos, alabanzas, sermones y copió e ilustró su breviario (ver foto).

 

En 1455, los franciscanos y los gobernantes de Bolonia le pidieron que se convirtiera en abadesa de un nuevo convento, que se establecería con el nombre de Corpus Domini en su ciudad. Dejó Ferrara en julio de 1456 con 12 monjas para comenzar la nueva comunidad y permaneció allí como abadesa hasta su muerte el 9 de marzo de 1463.

 

Y con su muerte, Catalina se convirtió en un caso único en la historia de la Iglesia. También tenemos un testimonio, hecho por uno de los presentes, sor Illuminata Bembo, una beata, que había asistido a la sepultura inicial:

 

“Cuando la fosa estuvo lista y cuando bajaron el cuerpo, que no estaba encerrado en un ataúd, desprendió un olor de dulzura indescriptible, llenando el aire alrededor. Las dos hermanas, que habían descendido al sepulcro, conmovidas con compasión por su bello y radiante rostro, lo cubrieron con un paño y colocaron una tosca tabla a unos centímetros por encima de su cuerpo, para que los terrones de tierra no lo tocaran. Sin embargo, lo miraron con tanta incomodidad que cuando la fosa se llenó de tierra, la cara y el cuerpo todavía estaban en contacto con el terreno. Las hermanas venían a menudo a visitar la tumba y siempre notaban el dulce olor que la rodeaba. Como no había flores ni hierbas aromáticas junto a la fosa, sino solo tierra árida, se convencieron de que el perfume venía de la tumba”.

 

Vivida en ese maravilloso siglo del humanismo renacentista, Catalina es una mujer de su tiempo: es monja, escritora, maestra, mística, artista y Santa, cualidades que la hacen entrar por derecho en ese concepto del hombre (en este caso mujer) universal tan querido por el Renacimiento. Es la Santa patrona de los artistas, junto con Beato Angelico. Fue venerada durante dos siglos y medio antes de ser canonizada oficialmente en 1712 por el Papa Clemente XI (1649-1721).

 

El Corpus Domini de Bolonia es uno de los santuarios más apreciados por la devoción popular, también conocido como “Chiesa della Santa” (Iglesia de la Santa) precisamente porque aquí se conserva el cuerpo de Catalina de' Vigri. Intacto, colocado en una capilla de cristal, donde se puede ver. Su cuerpo sigue segregando un aceite perfumado, por lo que la ropa se cambia periódicamente. Muchos fieles han recibido diversas gracias y curaciones, rezando ante el cuerpo de Santa Catalina.

 

Habiendo vivido toda su vida en Emilia, entre Ferrara y Bolonia, Catalina amaba la cocina de su tierra. Había conocido las glorias de la corte estense, pero también la austera vida monástica. Las Clarisas, que vivían en semi clausura, además de rezar, también vendían pastas, dulces, bizcochos, miel y caramelos que producían en el monasterio. Para las fiestas eran famosas por su fresca pasta rellena.

 

El erudito Ludovico Marescotti (1414-1474), miembro de una noble familia boloñesa, escribió en sus memorias: “El período de Pascua fue mi favorito. Familiares de otras ciudades vinieron y se sentaron durante horas alrededor de la gran mesa puesta, en la que sobresalían platos cargados de tortelli, lasaña, pescado al horno, cordero asado, brazadelle [rosquillas], frutas confitadas y nueces. Pero sobre todo los Cofres de Venus, que el cocinero encargaba meses antes a las Clarisas del Corpus Domini y que yo esperaba con impaciencia. Cada comensal tenía derecho a uno, pero si pedías un segundo te lo daban. Y yo lo pedía”.

miércoles, 23 de junio de 2021

LA IGLESIA DE LA PROPAGANDA

 


Quienes molestan son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente.

 

Monseñor Héctor Aguer

Infocatólica – 22/06/21

 

Si no recuerdo mal fue a mi querido maestro el Padre Julio Meinvielle a quién escuche por primera vez la expresión que encabeza como título esta nota. Se refería a la situación en que la Iglesia, mundanizada, se atiene ante todo a lo que es cultural o políticamente «correcto», con la intención de no disgustar al mundo. En el diccionario de la Real Academia Española encontramos esta acepción del término propaganda, en referencia a la antigua Congregación romana De propaganda Fide (que actualmente se llama «Para la Evangelización de los Pueblos»); por extensión se dice de una «asociación que tiene por fin propagar doctrinas, opiniones, etc., y de dar a conocer algo para atraer adeptos». Cabe entonces el sentido y se lo damos en este trabajo.

 

El Concilio Vaticano II (1962-1965) ha promovido decididamente la renovación de la Iglesia. Como repetidas veces lo señaló Benedicto XVI, los documentos aprobados en esa importantísima Asamblea eclesial, deben ser leídos a la luz de la gran Tradición católica. La consigna ha sido la adaptación de las realidades de la Iglesia a la situación del mundo entonces contemporáneo, lo que más temprano o más tarde se ha hecho en otros momentos de la historia. Este es un aspecto de la cuestión, el histórico, de lo más interesante, pero no me es posible detenerme ahora en su consideración. Lo que pudo llamar la atención en el Concilio de los papas Juan XXIII y Pablo VI es la insistencia en ese propósito; que en algún caso llegó a los límites de la obsesión. Como ejemplo, me limito al Decreto Perfectae caritatis, sobre la vida religiosa, si no he contado mal ese designio se reitera 21 veces. Anoto: «según lo aconsejan nuestros tiempos», «en las circunstancias del tiempo actual», «adecuada renovación», «para la adecuada renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir ha de revisarse» (se refieren a los monasterios puramente contemplativos), «adaptación a las cambiadas condiciones de los tiempos», «a la luz de las circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las circunstancias de nuestro tiempo», «suprimiendo las ordenaciones que resulten anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestro tiempo», «acomódense a las necesidades de tiempos y lugares» (las obras propias de los institutos religiosos), «adáptense a las condiciones actuales», «estas normas de adecuada renovación», «renuévense las antiguas tradiciones y adáptense a las actuales necesidades», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomodado a las circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito), «acomódese a las circunstancias de tiempos y lugares» (la clausura de las monjas).

El Decreto contiene, obviamente, muchos elementos propios de la Gran Tradición de la Iglesia acerca de las diversas formas de vida religiosa -no podría ser de otra manera- pero llama la atención esa apelación tan repetida al aggiornamento, como se lo llamaba entonces, «la puesta al día». Además, en ningún momento, se menciona cuáles eran esas «necesidades de los tiempos». Lo cierto es que aún admitiendo que era necesaria y oportuna una renovación, en el posconcilio la identidad de la vida religiosa, la identidad -digo- no solamente ciertas circunstancias, ha sido gravemente dañada. Se desencadenó una crisis inédita de la cual nadie se ha hecho responsable, congregaciones beneméritas han quedado al borde de la extinción, y las vocaciones a la vida contemplativa claustral disminuyeron ostensiblemente. Esto ha llevado al cierre de no pocos monasterios de monjas, o su caída en un estado de anemia; lo mismo se puede lamentar de los monasterios masculinos. El Espíritu Santo que provee a la vida del Iglesia, ha suscitado reacciones y reemplazos. Pero en estos últimos años otras intervenciones desafortunadas han vuelto a suscitar el peligro. Me refiero a la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere y la Instrucción aplicativa Cor orans. De estos dos documentos me he ocupado recientemente. Aquella crisis sucedió para beneplácito del mundo, que se regocija -aún de manera silente- cuando la Iglesia decae.

 

Pareciera que los pastores no advierten, en su afán de ayudar al mundo, esa inclinación a lo cultural y políticamente «correcto». Lo que la propaganda difunde constituye un peligro de identificación con él; es el peor servicio que le podrían brindar. Se insiste en elogiar medidas absurdas, y en copiar las orientaciones seculares que se universalizan prescindiendo de Dios. Se omite la función profética de denunciar y reprobar lo que lleva a la perdición de muchas almas. Los fieles bien formados y fervorosos no pueden menos que escandalizarse de tal defección.

 

Lo que he advertido acerca de la vida religiosa, se ha convertido en una manía del cambio en todos los órdenes, lo que ha llevado a la devastación de la liturgia y a la incertidumbre acerca de la verdad doctrinal. Todo se mueve, debe moverse, la estabilidad del idéntico es arrollado por el ímpetu del río, que según se dice constituye hoy en día la realidad de la Iglesia.

 

Otra cuestión que yo adscribo a la Iglesia de la Propaganda es la «jubilación» de los obispos a los 75 años; tema que en mi opinión puede relacionarse con la moderna adoración de la juventud, que en la Iglesia se asume con ánimo oportunista. Vale este juicio aun cuando no puede considerarse joven a quien ha entrado ya en la octava década de su vida. Digamos de paso que se incurre en una curiosa contradicción cuando se eligen papas, o sea, Obispos de Roma y de la Iglesia universal de 76 ó 77 años. El Concilio planteaba correctamente la cuestión en el Decreto Christus Dominus, 21: «Si por el peso de la edad o por otra causa grave, se hicieren los obispos diocesanos menos aptos (no incapaces, inútiles) para desempeñar su oficio, con encarecimiento se les ruega (enixe rogantur) que espontáneamente o invitados (entonces, no obligados) por la autoridad competente, presenten la renuncia a su cargo». Pero Pablo VI estableció, en 1969, la obligatoriedad de renunciar a los 75 años. La conclusión de ese número 21 de Christus Dominus me parece de máxima importancia: «de aceptarla, la autoridad competente (¿Cuál es esta, la Santa Sede o la diócesis que el obispo abandona, es decir, su sucesor?) proveerá a la congrua sustentación de los renunciantes y a que se le reconozcan peculiares derechos».

Conozco varios casos de obispos eméritos que fueron abandonados a su suerte. Venciendo un cierto pudor me permito referirme aquí a mi propio caso. Dos días hábiles después de cumplir 75 años, el Encargado de Negocios de la Nunciatura Apostólica (el Nuncio había sido trasladado recientemente) me comunicó que había sido «misericordiado»: mi renuncia había sido aceptada. Mi sucesor debía asumir inmediatamente y yo debía dejar el palacio arzobispal. Mi sucesor no estuvo de acuerdo con que yo residiera en el lugar que había elegido, el Seminario Mayor; al cual durante veinte años había concurrido todos los sábados. Además mis vacaciones, durante ese tiempo, eran con los seminaristas; durante su período de descanso, en Tandil. Era lógico: quien me sucedió traía el designio de cambiar radicalmente la orientación del seminario; yo no podía estar allí. Tuve que retirarme entonces a una Casa Sacerdotal, que yo había erigido en una parroquia de la periferia, donde el antiguo Seminario Menor había sido reemplazado por un colegio. Durante los dos años y ocho meses que siguieron no recibí ninguna información ni invitación de la arquidiócesis. Fue un tiempo de «inexistencia eclesial», de «exilium in patria», hasta que decidí mudarme a Buenos Aires, donde resido actualmente.

 

Los avatares que he recordado son cosa secundaria. En mi opinión, la obligación de renunciar a los 75 años es contraria a toda la historia de la Iglesia, es algo insólito en ella, contradice asimismo a una elemental teología del Episcopado. Basta recordar que, según San Ignacio de Antioquía, el Obispo representa en su Iglesia a Dios Padre, nada menos. El obispo contrae con su diócesis un vínculo misterioso, sobrenatural, el cual implica que debe vivir en ella; y vivir en ella siendo su pastor; se trata de una realidad teológica, no meramente canónica. Este mismo criterio invita a repensar el hecho -tan común actualmente- que un obispo pase por dos, tres y hasta cuatro diócesis sucesivas. Además, se trata de un arbitrio desactualizado, ya que un hombre de 75 años suele estar hoy en día en condiciones de salud, y en capacidad personal para la actividad mucho mejor que medio siglo atrás. Pero la «jubilación» de los obispos brinda la oportunidad de designar otros con la orientación que en el momento se prefiere, y queda bien para el mundo; es otro rasgo de la Iglesia de la Propaganda. A propósito de este asunto, me parece oportuno mencionar lo que ocurre en la Argentina. Son designados numerosos Obispos Auxiliares, que en poco tiempo se convierten en coadjutores, diocesanos o arzobispos. Llama también la atención cuántos de estos nombramientos proceden de las misma diócesis del Gran Buenos Aires.

 

En estos días nuestros, muchos temen la división de la Iglesia. Desde una perspectiva relativista se apunta como responsables a los grupos de conservadores y progresistas, como si fueran igualmente ideologizados; ambos deberían sumergirse en el gran río que es la Iglesia, donde caben todos (no nos engañemos: en realidad, para el relativismo unos más que otros), o considerarse cada uno cara de gran poliedro, que es la figura eclesial. En esa visión quienes molestan son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente. Conservadores y progresistas (quizás estos nombres no sean los adecuados), si no endurecen e ideologizan su posición, podrían ser matices respetuosos de la ortodoxia doctrinal, y compartir pacíficamente la tarea pastoral.

La división de la Iglesia ya está en curso de realización con las posturas de la Iglesia de Alemania y sus Sínodos que «huelen» a cisma y a herejía; y cuyos errores son proclamados públicamente. Exagerando un poco, pero no demasiado, diré que Martín Lutero, allí donde se encuentre, estará disgutado y pensará «¿por qué a mí me tuvo que tocar un León X?». Recordemos que fue ese pontífice quien, en 1520, condenó las tesis luteranas en la Bula Exsurge Domine, que el heresiarca quemó públicamente. Al año siguiente el Papa Medicis ratificó la reprobación mediante la Bula Decet Romanum Pontificem. Ahora Lutero es «comprendido». Son muchos los fieles católicos que esperan una orientación de la Santa Sede, para saber a qué atenerse acerca de lo que se trama en tierra germánica. Es preciso orar mucho, pidiendo al Esposo de la Iglesia que la libre del cisma y de la herejía; invocando la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y de San José, su Patrono, en este año que le está dedicado. El relativismo se inquieta por escaramuzas menores, e ignora la gran batalla que el demonio libra contra la Catholica, difundiendo en ella la indiferencia ante la Verdad y una preocupación horizontalista por los problemas del mundo; que necesita de ella, ante todo, sin disimulos y tapujos, la predicación del Nombre Salvador de Jesucristo.

 

En este mismo contexto se ubica el hallazgo o redescubrimiento de la antiquísima institución de los sínodos. Se habla entonces de sinodalidad como modelo de organización y gobierno eclesial: hacer juntos (syn) el camino (hodós). Es así como se ha promovido la realización de sínodos en las diócesis. Más aún, algunos proponen un sínodo general de toda la Iglesia, un parlamentarismo general, que dejaría desubicadas o «aplanadas» a las autoridades de cada unidad eclesial. ¿A dónde llevaría el camino de una «Iglesia en salida»? ¿Qué es lo que juntos (syn) deberíamos dejar? La consecuencia sería el desorden, la confusión, el abandono de la tradición eclesial en pos de los «nuevos paradigmas». Estas fantasías (mitos los llamaba el Apóstol) intentan cubrir el fracaso de la pastoral concreta en todos los niveles; y los problemas gravísimos en el clero de muchos países. La respuesta verdadera a la situación de un mundo alejado de Dios está en el trabajo pastoral intenso y correctamente orientado; y en el cultivo de la vida de oración, que nos sitúe en manos del Señor. La solución no es reformista de las dimensiones organizativa y económica. Pobreza a la fuerza: los prelados no podrán recibir obsequios que cuesten más de 40 euros. Confieso que durante mi episcopado recibí varios muy importantes, que me pemitieron edificar varias capillas en las zonas periféricas; actualmente son parroquias. No he guardado ni un centavo para mí; puedo decir con sencillez que soy pobre, y que me basta con la asignación mensual que todos los obispos tienen en el país. No tengo casa propia, ni auto, ni bienes, vivo en un Hogar para sacerdotes de la arquidiócesis de Buenos Aires. Es más que suficiente.

 

La unidad de la Iglesia ha sido puesta a prueba duramente por la difusión del comunismo. No sólo ha sido perseguida directamente, si no que ahí donde se imponía procuraba la creación de una Iglesia Nacional, separada de Roma, que es el centro de la unidad. El caso emblemático de este propósito es China. Los obispos fieles resistieron martirialmente a la constitución de la «Iglesia Patriótica», para la que se consagraron obispos sin el nombramiento de la Santa Sede. En las últimas décadas China se ha convertido en un verdadero gigante económico, y esta condición, tan apreciada por el mundo, oculta el drama de la negación de una plena libertad religiosa.

 

La iglesia de la propaganda ha adherido con entusiasmo a esa importancia que China ha adquirido en el mundo, y dando la espalda a los obispos que mantuvieron la fidelidad a la unidad católica, los ha desplazado para legitimar a los patrióticos. Es un movimiento típico de acomodo político y cultural. La Iglesia se debe todavía plantear seriamente la misión para la conversión de China; y tendría que aprovechar para ello los cambios registrados en el orden económico y social, a partir de la fe vigorosa de los católicos chinos. Y procurar el crecimiento de las comunidades eclesiales, y su expansión en el vasto territorio. El éxito de la combinación del capitalismo con el totalitarismo estatal no puede ocultar el menoscabo, y la falta de libertad. Cabe señalar aquí las declaraciones de un arzobispo, Académico de las Ciencias Sociales de la Santa Sede, de cuya amistad guardo lejanos y bellos recuerdos, que ha dicho que el régimen chino es un modelo de aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia. Si tales dichos expresaron su convicción personal, o si se los han inspirado oficialmente, constituye un ejemplo precioso de lo que es capaz la Iglesia de la Propaganda. En los últimos años han abundado tales modelos, para tristeza de muchísimos católicos e indignación de no pocos.

 

Sin embargo de lo expresado, hay un tema en el cual China es un modelo a comprender e imitar. Después de imponer durante muchos años la política del hijo único, se advirtieron las consecuencias: disminución de la población y envejecimiento de la misma, por eso se intentó sin mucho éxito promover que en la familia tuvieran dos. Ahora se reconoce la importancia de una población numerosa para sostener el crecimiento del país, y su intención de destacarse como gran potencia mundial. Noticias recientes dan cuenta de que ahora en China se permitirá tener un tercer hijo para lograr una mejor «estructura poblacional», superando los actuales 1400 millones de habitantes. No se trata solamente de una permisión o consejo, sino de un estímulo eficaz. Los especialistas hacen hincapié en propuestas políticas concretas, cómo «reducir el gasto de las familias en educación», «mejorar las bajas por natalidad», «mejorar los servicios en atención prenatal y posnatal», «desarrollar un sistema universal de servicios de cuidado infantil». Se trata entonces de «abordar algunos de los obstáculos que impiden a las familias tener más hijos». La alarma saltó porque la cifra de nacimientos descendió por cuarto año consecutivo, y se tomó cuenta que la tasa de fertilidad, quedó en 1,3 hijos por mujer, cuando las Naciones Unidas estima que ha de ser 2,1 para mantener una población estable.

 

La Argentina es un territorio muy extenso, apenas semipoblado. La consigna de Juan Bautista Alberti «gobernar es poblar» debería ser asumida según una interpretación original, y de acuerdo con las circunstancias actuales. Desdichadamente, en la historia Argentina del siglo XX se han registrado desprecios y atentados contra el don de la vida, que han marcado a la sociedad. Nos amenaza, como a las viejas naciones de Europa, la triste perspectiva del invierno demográfico. La Iglesia de la propaganda boicoteó siempre, con designios burgueses, la aplicación concreta de la Encíclica Humanae vitae, documento profético de Pablo VI. Aun la pastoral popular que tiene como objeto a los pobres, no ha sabido instrumentar correctamente el tema de la natalidad; y exigir a los gobiernos que renuncien a sus planes clientelistas, y pongan el dinero allí donde corresponde para promover y asegurar la grandeza del país. No se puede negar que la corrupción de la Teología Moral en los años posconciliares apuntó siempre contra la Humanae vitae; y varias generaciones sacerdotales se deformaron, y difundieron esos errores entre los fieles. La reacción de San Juan Pablo II Y Benedicto XVI atenuó un tanto ese proceso; pero es tarea de los obispos y formadores de Seminario aplicar la Doctrina del Iglesia con serenidad y sin fisuras.

 

El Vaticano posee un servicio diplomático de alta calidad técnica, y extendido a muchas naciones del mundo. Se supone que sin alterar su identidad propia debe servir a la obra evangelizadora de Iglesia. Sus características lo exponen a mundanizarse y olvidar esa referencia. Lo ideal sería que quienes se preparan para ofrecer ese servicio se santifiquen, y lo ejerzan con una conciencia verdaderamente eclesial. Lamentablemente, por acción u omisión, pueden servir a los designios de la Iglesia de la Propaganda: «todo bien, no hay problema». Me parece que esto es lo que ha ocurrido en ocasión de la visita del presidente argentino a la Santa Sede. El doctor Alberto Fernández es el principal responsable de la reciente legalización del aborto. Los medios de comunicación han señalado que el sumo Pontífice le otorgó una entrevista de sólo 25 minutos, y le puso mala cara ya que las fotos no registran sonrisa alguna. Pero, a continuación, el Presidente se reunió con el Secretario de Estado, Cardenal Parolín y Monseñor Gallagher, encargado de las relaciones diplomáticas. La Oficina de Prensa (Sala Stampa) publicó una nota sobre esta segunda reunión, que es un elogio desmedido de las relaciones entre la Argentina y la Santa Sede, como si estas pasarán por su mejor momento. Una mano de cal y otra de arena.

De la tragedia que el Doctor Fernández ha desencadenado en el país, ni media palabra. Esta actitud de la Santa Sede confirma las reticencias del Episcopado Argentino en la lucha a favor del niño por nacer. Ya no vivimos en los tiempos de San Juan Pablo II. La Conferencia Episcopal ve con malos ojos a las asociaciones y movimientos provida. El 28 de Diciembre pasado, cuando el Senado de la Nación se reunía para tratar el proyecto de ley abortista, que tenía ya media sanción de la Cámara de Diputados, se agolpó una multitud ante el Palacio del Congreso, en vigilia expectante y para reafirmar la oposición al proyecto que finalmente sería aprobado. Asistí yo, que no soy, en cuanto emérito, miembro de la Conferencia Episcopal Argentina. Fui recibido con alborozo, que expresaba la gratitud de los presentes por mi continuo trabajo sobre el tema. En esa ocasión pude departir con una delegación de pastores evangélicos, que se han destacado en la defensa de la vida inocente. Les agradecí su trabajo y los felicité por las declaraciones de la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA), que han sido más claras y contundentes que las oficiales católicas.

 

No sé si habida cuenta de la degradación política del país hubiera sido posible evitar la sanción de esa ley inicua, pero ese claro testimonio de resistencia era lo que muchísimos fieles, y aun no católicos esperaban; y que lamentan la lastimosa ausencia que se ha dado. La Iglesia de la Propaganda puede estar satisfecha. Por ahora, concluyo aquí: los lectores, según su conocimiento e interés, pueden completar el panorama que aquí les ofrezco.

¿A QUIÉN BENEFICIA

 


 el "no" de los obispos estadounidenses al pecado público?

Luisella Scrosati

Brújula cotidiana, 23-06-2021

El pecado público del soberano nunca es sólo un asunto “personal” y los pastores de la Iglesia tienen el deber de proteger al pueblo de los fieles del escándalo. No sabemos lo que la eventual posición clara de los obispos norteamericanos puede provocar en el plano político pero una cosa es cierta: reiterar la enseñanza de la Iglesia sobre la necesidad de negar la Eucaristía “a los que se obstinan en el pecado grave manifiesto” provocará una sana reflexión sobre Quién está sustancialmente presente en este sacramento.

 

“Promover la enseñanza de la Iglesia y proteger la integridad del Santísimo Sacramento”: en estas afirmaciones del arzobispo Salvatore J. Cordileone, arzobispo de San Francisco, hablando el jueves pasado en el programa The World Over de EWTN, encontramos la profunda razón que llevó a los obispos estadounidenses a pedir, por abrumadora mayoría (cerca del 75%), que el tema de la coherencia eucarística se produjera dentro de un documento sobre la Eucaristía. Evidentemente habrá que esperar al contenido real del documento anunciado, pero ciertamente la señal que llega desde Estados Unidos es una fuerte y saludable llamada de atención para estos tiempos en los que la Eucaristía se ha convertido en un mero medio para reivindicaciones de todo tipo.

 

Los 168 obispos que votaron a favor se resistieron con inteligencia y valentía a la trampa difundida por los medios de comunicación de querer utilizar la coherencia eucarística como arma política anti-Biden; y tuvieron bien presente, como recordó el propio Cordileone, que decidir sobre problemas morales que necesariamente tienen también implicaciones políticas, no significa que todo sea política.

 

Dentro del debate no faltaron las objeciones que ya estaban en el aire. El obispo de San Diego, Robert McElroy, que fue llamado hace sólo dos meses al Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral del Vaticano, advirtió que la exclusión de la Comunión de quienes apoyan públicamente el aborto y la eutanasia socavaría la integridad de la doctrina social de la Iglesia y restaría importancia a otras cuestiones como el racismo, la pobreza o los ataques al medio ambiente.

 

Otros oradores hicieron hincapié en el riesgo de provocar divisiones. El cardenal Blase Cupich expuso la perplejidad de muchos sacerdotes “al escuchar que ahora los obispos quieren hablar de la exclusión de las personas en un momento en que el verdadero reto que tienen por delante es acoger a las personas de nuevo en la práctica regular de la fe”. Evidentemente, deben haber pasado por alto algunas líneas del Derecho Canónico y algunos puntos esenciales de la teología sacramental y moral.

 

Está claro que lo que ha provocado el debate en el seno de la reunión de los obispos norteamericanos son las posibles consecuencias que suscitará una postura sobre este tema, ya que, por primera vez en la historia de los EE.UU., reside en la Casa Blanca un católico proabortista. Sin embargo, sería más correcto decir pro derecho a abortar, como señaló el arzobispo de Kansas City, monseñor Joseph F. Naumann, quien señaló que Biden y los demócratas no hablan de derecho a decidir, sino del derecho al aborto. Por lo tanto, por un lado están quienes se preocupan por las repercusiones políticas, con el riesgo de no poder aprovechar plenamente -con qué fin está por ver- la presencia de un Presidente católico; pero por otro lado hay otros que, en cambio, han comprendido que otras consecuencias muy distintas, decididamente más importantes en una lógica auténticamente pastoral, podrían derivarse de no posicionarse sobre la comunión a quienes apoyan pública y obstinadamente posiciones radicalmente contrarias a la fe católica en cuestiones particularmente graves.

 

Poco se dice al respecto, pero el problema del escándalo no puede despacharse rápidamente dando la culpa a la pedantería de un puñado de devotos piadosos. En la mayoría de las situaciones, son precisamente los malos ejemplos los que llevan al prójimo al mal; y cuanto más visibilidad, aprobación y autoridad tenga la persona que comete el mal, más puede la malicia de sus acciones generar una plaga moral para toda una nación e incluso para el mundo entero.

 

Las Escrituras hablan con extrema claridad de cómo un rey que comete y protege el pecado, arrastra a toda la nación al abismo: “El Señor entregará a Israel a causa de los pecados que cometió Jeroboam y que hizo cometer a Israel.” (1 Reyes 14,16). Y de nuevo: “Haré tu casa como la casa de Jeroboam hijo de Nabat, y como la casa de Baas hijo de Acías, porque me has irritado y has hecho pecar a Israel” (1 Reyes 21,22). Peor aún fueron las cosas en la época de la helenización de Israel, que suscitó la reacción de los hermanos macabeos.

 

El pecado público del soberano no es nunca un asunto meramente “personal”, y los pastores de la Iglesia tienen el deber de proteger al pueblo de los fieles del escándalo y, de este modo, proteger a la nación de las calamidades que la aceptación sistemática y generalizada del pecado -y en nuestro caso, del más abominable de los pecados- atrae sobre la nación.

 

La predicación del Evangelio de la vida por parte de toda la Iglesia, pero particularmente de los pastores, es sencillamente incompatible con la idea de que quienes se separan consciente, obstinada y públicamente de la fe de este mismo Cuerpo Místico puedan ser recibidos en el sacramento de la más íntima comunión entre los fieles y el Cuerpo Místico de Cristo, en el Cuerpo sacramental del Señor.

 

Tampoco hay que dejar de mencionar la verdadera blasfemia de acercarse al Pan de la Vida Eterna por parte de quienes apoyan, promueven y realizan acciones mortificantes contra el prójimo, especialmente ese prójimo que está más indefenso que cualquier otro, pues su vida depende totalmente de los demás. La Eucaristía es la vida de Cristo, el Inocente, entregada a nosotros, para arrancarnos de las ataduras de la muerte -¡futurae gloriae nobis pignus datur! (“y se nos da la prenda de la gloria futura”)-. El aborto provocado, en cambio, supone la pretensión de arrebatar la vida a otros, a niños inocentes: ¿Hay algo más dramáticamente opuesto?

 

No sabemos qué provocará en el plano político una posición tan clara de los obispos norteamericanos; pero una cosa es segura: reiterar la enseñanza de la Iglesia sobre la necesidad de negar la Eucaristía “a quienes se obstinan en el pecado grave manifiesto” (can. 915), provocará una sana reflexión sobre Quién está sustancialmente presente en este sacramento.

sábado, 19 de junio de 2021

¿CLAUSTROFOBIA?

 


¿Qué pensar de estos hechos insólitos y de la severa invectiva contra la conducción romana de la vida monástica?

Monseñor Héctor Aguer

Infocatólica – 15/06/21

 

El título de este artículo reproduce, añadiendo los signos de interrogación, el de un libro del periodista italiano Aldo María Valli: Claustrofobia. La vita contemplativa e le sue (D) Istruzioni. En esta obra denuncia «el ataque conducido desde los vértices de la Congregación que se ocupa de los religiosos… a esa joya de espiritualidad que son los monasterios de clausura». Responsabiliza de ese ataque a la jerarquía católica, y afirma que el mismo tiene su fuente en la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere y en la Instrucción aplicativa Cor orans. Según su interpretación, se ha armado «un aparato normativo que amenaza la autonomía de los monasterios y, con la excusa de la renovación y de la formación, se pone en discusión la idea misma de aislamiento y de vida de clausura».

Considera que el fundamento se encuentra en una espiritualidad totalmente horizontal, completamente afincada en lo social, incapaz de discernir la belleza y la grandeza de una relación exclusiva con Dios. Señala el autor «el eslogan que recomienda obsesivamente evitar el aislamiento», y descubre en esa inclinación la voluntad de crear un nuevo monarquismo, en el que todas las monjas sean puestas bajo idéntica forma de aggiornamento y adoctrinamiento, hasta cambiar las reglas de vida». Las monjas, dice, porque los documentos mencionados tratan acerca de los monasterios femeninos de clausura, y a ellos se refieren sus disposiciones. Además, denuncia Valli que «el exterminio silencioso del monaquismo» se extiende, más allá de las dimensiones espiritual y cultural, al orden material mediante el control de los bienes de los monasterios.

 

  ¿Qué pensar de estos hechos insólitos y de la severa invectiva contra la conducción romana de la vida monástica?

 

  A modo de proemio, me parece oportuna y útil una sumaria exposición de la doctrina tradicional acerca de las relaciones entre vida contemplativa y vida activa, que tiene su raíz evangélica en la comparación de la figura de Marta con la de su hermana María (cf Lc. 10, 38 ss.). Marta estaba solícitamente ocupada (periespâto) en las múltiples tareas de la casa, dispersa en ellas, para servir a Jesús; María, en cambio, sentada en los pies del Señor, escuchaba (ēkouen) su palabra. La primera, fastidiada, no comprende esa actitud pasiva y protesta. Bondadosamente, Jesús le hace ver que ella se disipa en muchas cosas; los términos registrados por el evangelista son bien elocuentes: el verbo merimnáo significa inquietarse, estar preocupado; thorybéo vale por turbarse, agitarse, estar desconcertado, perder la cabeza; es decir, Marta perdió el centro de la atención y se entregó ansiosamente a lo que no dura, aún con la mejor intención. María eligió la parte mejor (tēn agathēn merída), la más noble y propicia, que nunca perderá; es la contemplación, inicio y pregusto de la eternidad. Soeren Kierkegaard escribió en su Ejercitación del cristianismo: «Lo absoluto consiste únicamente en escoger la eternidad». Mediante el trabajo servicial podemos obtener la vida eterna, pero con la contemplación se la anticipa y goza.

 

  La tradición patrística teológica ha desarrollado ampliamente estos conceptos, que encuentran expresión admirable en los místicos de todas las épocas y en los escritos de los grandes reformadores de la vida religiosa. Es imposible, en los límites del artículo, acoger muchas de esas exactas y bellísimas formulaciones, que han sido expuestas escolásticamente en los tratados clásicos de Teología Ascética y Mística y en los que se refieren a la perfección cristiana. Bastan las siguientes referencias a Santo Tomás de Aquino -que por cierto no son exhaustivas-; el insigne Doctor de la Iglesia resume: Toda operación humana se ordena a la contemplación como su fin, ya que «el conocimiento de las realidades divinas es el fin último de todo conocimiento y operación» (Summa contra Gentiles, L. III, cap. 25, Item).

Afirma, además, que al reposo de la contemplación se accede más fácilmente en la consagración religiosa que en el estado secular (Quodl. 4, 23 c, 16 m). Las raíces de esta convicción están arraigadas en una sana antropología, luego confirmada por el Evangelio. El Doctor Angélico asume las ocho razones que Aristóteles presenta en su Ética a Nicómaco, Libro X, capítulos 7 y 8, y las desarrolla en su comentario a ese texto, en las lecciones 10, 11 y 12. La afirmación general se formula así: «La vida contemplativa es, en absoluto (simpliciter), mejor que la activa». Incluye, también, esas razones en la comparación de ambas ofrecidas por la Suma Teológica (II-II q. 182, 1c); la primera de las dos formas de vida es más divina (tò theiótaton) decía ya Aristóteles; es la mejor actividad (enérgeia) por ser ejercicio del alma y puede persistir más allá de la muerte ya que no se trata de trabajo corporal. Sigue la exposición de las razones:

 

1.- Conviene al hombre según lo que es óptimo en él, a saber, el intelecto (ho noûs) y sus objetos propios (tón gnóstón, intelligibilia) que son las realidades espirituales, del orden inteligible; en cambio, la vida activa se ocupa de las realidades exteriores.

 

2.- La vida contemplativa tiene mayor continuidad, es synejestáte, aunque en esta condición no se verifica el grado supremo de la contemplación, que es una cima en la cual no se puede permanecer sin límites.

 

3.- En ella hay mayor deleite, dulzura, recreo, contento, gusto especial (hédoné, delectatio). San Agustín recurría a las figuras evangélicas clásicas para la interpretación: Marta se inquietaba (turbabatur), mientras que María disfrutaba como convidada a un banquete (epulabatur).

 

4.- En la vida contemplativa el hombre se basta más a sí mismo (es sibi sufficiens, tiene autárkeia, autarquía) Tomás cita aquí el reproche de Jesús: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas»; es decir, depende de ellas (Lc. 10,41).

 

5.- La vida contemplativa es apreciada por ella misma, es un fin digno de ser amado, mientras la activa se ordena a otra finalidad (di autén agaspásthai, magis propter se diligitur). Cabe aquí la cita del salmo 26, 4: «Una cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la casa del Señor y contemplar su templo todos los días de mi vida, para gozar de su dulzura». Se expresa así una inefable experiencia de Dios.

 

6.- La vida contemplativa consiste en una cierta vocatio; Aristóteles llama esta dimensión sjolé, ocio. Que no es ociosidad, pereza, vagancia, si no tregua en lo penoso del trabajo, ocupación estudiosa en las realidades espirituales, tiempo del cual se puede disponer libremente; equivale a la libertad. Santo Tomás cita el salmo 45,9: «Vengan a contemplar las obras del Señor; en el texto hebreo del salmo se lee jadzá, y con esa misma raíz se dice jodzé, el que contempla lo que Dios le ha revelado y por eso mismo es un vate, un profeta.

 

7.- La vida contemplativa se refiere a las realidades divinas; la activa a cosas humanas. Según Aristóteles, «tal vida sería demasiado excelente para el hombre; en cuanto hombre no vivirá de esta manera, si no en cuanto que en él hay algo divino (theîon). Agustín comentaba: María oía «en el principio era el Verbo»; Marta servía al Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 1. 14).

 

8.- Esta razón retoma la primera. Vernos en la ética aristotélica: «Lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para él». Eso es la vida según el espíritu, el orden de la inteligencia y de la sabiduría (ho katá tòn noûn bíos), es la fuente de la mayor felicidad (eudaimonéstatos).

 

  El Estagirita se refería a la theoría o contemplación filosófica, a una sabiduría (sophía) humana; Santo Tomás a la contemplación cristiana de Dios, obra de la gracia y su dinamismo sobrenatural, la fe y la caridad, potenciada por los dones de sabiduría y entendimiento, que asume y supera aquellas disposiciones naturales. Por eso añade una novena razón tomada de los personajes evangélicos de Marta y María, que como se ha señalado repetidamente son las figuras asumidas por la tradición para ejemplificar las vidas activa y contemplativa. Agustín puntualizaba que Marta no era mala, que no consistía en eso el desbalance de la comparación.

 

  Desde los inicios del monaquismo cenobítico, la celda, el claustro, han sido los sitios correspondientes al abandono del mundo para entregarse a Dios en la contemplación. En ese ámbito, la soledad y la fraternidad han procurado siempre armonizarse. El Concilio Vaticano II decidió en su momento impulsar una renovación (renovatio) que debía ser ante todo espiritual, pero entendida como «acomodación a las necesidades de nuestro tiempo»(optimas accomodationes ad necessitates temporis nostri, Decreto Perfectae caritatis, 2 e).

Esta idea se repite machaconamente en el texto conciliar: «según lo aconsejan nuestros tiempos»,«en las circunstancias de tiempo actual», «a la luz de las circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las necesidades de nuestro tiempo», «suprimidas las ordenaciones que resulten anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «para la adecuada renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir (se refiere a los institutos puramente contemplativos) ha de revisarse», «su adecuada renovación», «la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestro tiempo», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomódese a las circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito); «acomódese a la circunstancias de tiempo y lugares» (la clausura de las monjas). ¡Si no he contado mal, son veintiuna veces! Se me ocurre introducir aquí la cuña de una modesta digresión bíblica: una frase de San Pablo (Rom. 12, 2). Las traducciones varían levemente, pero el sentido es unívoco: «no tomen como modelo a este mundo», «no se acomoden a este siglo», «no sigan la corriente del mundo en que vivimos». El texto griego dice: mē synschēmatizesthe tō aiōni toutō; aiōn (eón) equivale a «tiempo presente», «esta edad» o «esta generación»; el verbo griego sysjematídzo significa «conformarse», «modelarse», «asumir esa posición (sjéma, esquema) de conformidad.

La Vulgata latina lee: nolite conformari huic saeculo. En su clásico comentario, M. J. Lagrange apunta: No adoptar las maneras de este mundo, por su naturaleza son de lo más pasajero que hay, ya que sigue la moda, algo caduco e imperfecto. Este tiempo que pasa no tiene forma sólida, es un esquema (sjéma), bien alejado de la forma (morphé) de Cristo. La razón la subraya el Apóstol en 1 Cor. 7, 31: «La apariencia de este mundo es pasajera» (paragei gar to schēma tou kosmou toutou); otra vez: sjéma es la figura exterior, apariencia que no dura. No hay nada que resulte más rápidamente anticuado que una adaptación; si uno se interna por ese camino, se ve obligado a adaptarse o acomodarse sin cesar. La renovación (renovatio) es otra cosa, es transformación interior, conversión (metamorphoûste, Rom 12, 2). Quizá en este planteo se encuentre la clave de la crisis posconciliar. El parámetro que identifica la realidad cristiana es mirar, escoger la eternidad; el aggiornamento se agota en el giorno.

 

  El Decreto Perfectae caritatis contiene, obviamente, muchos elementos propios de la tradición de la Iglesia acerca de diversas formas de vida religiosa; no podía ser de otra manera, pero llama la atención esa apelación tan repetida al aggiornamento, que se clavó hace medio siglo en el Cuerpo de la Iglesia y que alcanzó la fuerza de una verdadera obsesión. Desconcierta también que en ningún momento se mencione cuáles son esas «exigencias de los tiempos». Por más «adecuada» que haya sido deseada la renovación, es innegable que al socaire de un pretendido «espíritu del concilio» se cometieron numerosas tropelías que dañaron la identidad de la vida religiosa. Para este ámbito, como en general para toda la vida de la Iglesia, cabe la dolorosa constatación de San Pablo VI: un crudo invierno se impuso a la floreciente primavera que se esperaba, y por una rendija penetró el humo de Satanás.

 El principio de toda adecuada renovación lo expresó ya en el siglo V San Vicente de Lerins: es la homogeneidad en el desarrollo de la doctrina y las instituciones eclesiales: in eodem scilicet dogmate, eodem sensu eademque sententia: se conserva la identidad, sin alteración. El mismo padre de la Iglesia deploraba las novedades del lenguaje, que consideraba más propias de los herejes que de los católicos. El Cardenal Robert Sarah, ex Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha analizado ampliamente la actual crisis, y señala entre sus múltiples componentes el de «una visión horizontalista de la Iglesia, que conduce inevitablemente al deseo de alinear sus estructuras con las de las sociedades políticas». ¿Es esta la inclinación de las recientes normas sobre los monasterios femeninos de clausura?

 

  No puedo compartir el proceso de intenciones que entabla Valli en su libro. Lo que sí me parece puedo hacer, con el máximo respeto, con libertad de espíritu y, por supuesto, no sin timor errandi, es presentar algunas observaciones que me sugiere la lectura de la Constitución Apostólica y de la Instrucción aplicativa.

 

  El texto pontificio contiene una elocuente sección en la que se expresa, con entusiasmo y afecto, el «aprecio, alabanza y acción de gracias por la vida consagrada y la vida contemplativa monástica». Es muy importante y valioso este reconocimiento. Hace ya años he conocido responsables de la Iglesia, obispos, que no comprenden el sentido de una vida dedicada exclusivamente a la contemplación, en la estabilidad del claustro. Un detalle: les espanta la reja, por ejemplo. Se trata de una carencia bien actual, con perfiles ideológicos. Piensan que las monjas deberían salir cada tanto para recrearse y ejercer alguna actividad, como si no se recrearan -con mucha y fraterna alegría- y no trabajaran -¡y cuánto!- dentro del monasterio, además de atender visitas y recibir huéspedes, que desean pasar algunos días de retiro y crecer en la vida interior. Paralelamente, esas mismas personas a las que he aludido, en el caso del sacerdote diocesano, oponen estudio y pastoral. La dedicación exclusiva a estudiar, publicar el fruto de sus trabajos y enseñar, no sería «pastoral». En virtud de este prejuicio, implícitamente se descalifican los aportes intelectuales, la sabiduría y el servicio educativo de insignes sacerdotes, se obstaculiza la preparación de jóvenes presbíteros para continuar la obra de aquellos y se resiente la formación de los seminaristas.

 

  En la sección mencionada (nn 5-6) se destaca, sobre todo, que la elección de una existencia dedicada a la búsqueda del rostro de Dios sitúa a las monjas «en el corazón del mundo», «en el corazón de la Iglesia y del mundo». Recuerdo cómo definía su vocación Santa Teresita del Niño Jesús: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor». Algunas formulaciones llaman la atención, por ejemplo, en el nº 1 el párrafo en que se asume el nº 169 de la Encíclica Evangelii gaudium: la dinámica de la búsqueda impone encaminarse a la luz de la fe, por un éxodo del propio yo auto-centrado, atraídos por el rostro de Dios santo, y al mismo tiempo por la tierra sagrada del otro».

También se cita Perfectae caritatis, 2: «fidelidad a Cristo, al Evangelio, al propio carisma, a la Iglesia, al hombre de hoy». ¿Qué significa este último capítulo de fidelidad? ¿No habrá sido, en cada época, fiel al hombre esa época? Estos son -se dice- criterios irrenunciables de renovación; sería útil una explicitación del último de los criterios elencados. En el nº 8 de la Constitución Apostólica expone una justificación de la necesidad de promulgarla: «El intenso y fecundo camino que la Iglesia misma ha recorrido en las últimas décadas a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, como también las nuevas condiciones socio-culturales»; se menciona asimismo el «rápido avance de la historia humana con la que es oportuno entablar un diálogo». Es una observación que se refiere a hechos innegables. Faltaría, en mi opinión, una referencia a la crisis posconciliar que, como lo señalaron voces más autorizadas que la mía, se extiende a los días que estamos viviendo, a pesar de todas las instancias de corrección y remedio, que no faltaron ni faltan. La mención de la crisis es más que pertinente en este caso: ¿Cuántos conventos de monjas han desaparecido en los últimas cinco décadas?; ¿Cuántos nuevos se fundaron?; ¿Cuántos han visto reducido el número de sus miembros a una cantidad insignificante? En los días que corren los conventos de varones continúan diezmándose en algunas regiones.

 

  Por otra parte, me parece que la insistencia en la actualización tendría que tomar en cuenta el influjo arrollador del secularismo en la cultura vigente, sobre lo cual advirtió San Juan Pablo II en la Encíclica Tertio millennio adveniente, donde afirmaba que la confrontación con él era un compromiso ineludible y principal. Asimismo, Benedicto XVI dejó en claro que el secularismo «se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno mismo de la Iglesia».

 

  En la descripción de los elementos esenciales de la vida contemplativa se cuentan varias repeticiones. Algunas expresiones son muy gratas, otras novedosas, por ejemplo: «una historia de amor apasionado por el Señor y por la humanidad», «la apasionada búsqueda del rostro de Dios». Si recordamos a Santa Catalina de Siena, el adjetivo no me parece inadecuado, pero como no estamos en el siglo XIV nos podríamos preguntar: ¿Se está pensando en términos místicos o psicológicos? ¿La pasión mística puede ser interpretada como sensualidad? Algunos autores lo han pretendido. Otra justa referencia es el ejemplo de la Virgen Madre, llamada summa contemplatrix (título debido a Dionisio el Cartujo): «el contemplativo es la persona centrada en Dios, es aquel para quien Dios es el unum necessarium (cf. Lc. 10,42)». El texto papal advierte sobre diversas tentaciones que pueden insinuarse, entre las que destaca la apatía, la rutina, la desmotivación, la desidia paralizadora, la psicología de la tumba «que poco a poco convierte a los cristianos en momias del museo»; es curiosa esta expresión familiar en un texto normativo de la máxima autoridad eclesial, también está tomada de Evangelii gaudium.

Se describe muy bien, sin usar el nombre, la acedia, que Santo Tomás estudia en la Suma entre los vicios opuestos al gozo de la caridad (II-II q. 35): una tristeza que deprime el ánimo, lo retrae de hacer el bien, una especie de torpor espiritual; es pecado venial -dice el Angélico- si sólo afecta a la sensibilidad, como repugnancia de la carne al espíritu, pero mortal cuando llega al alma, que «consiente a la fuga, horror y estación del bien divino, porque la carne prevalece totalmente sobre el espíritu (art 2 c). Más aún, es un vicio capital (a. 4c), del que se siguen desesperación, pusilanimidad, indolencia para cumplir los preceptos, rencor, malicia, andar vagando entre cosas ilícitas (ib. ad 2 m). Buena cautela es advertir contra esta tentación. El cardenal Sarah, en su libro Le soir approche et dèjá le jour baisse dedica un capítulo a este problema, que relaciona con la crisis de identidad en la Iglesia.

 

  La Constitución señala doce «temas objeto de discernimiento y de revisión dispositiva». Sólo destaco la exacta observación, de raíz bíblica, que «las suertes de la humanidad se deciden en el corazón orante y en los brazos levantados de las contemplativas», pero quedo perplejo cuando se postula «una espiritualidad que os haga llegar a ser hijas del cielo e hijas de la tierra». Pienso: ¿cómo entenderían esta aplicación San Benito -antes incluso otro padre del monaquismo de Oriente y Occidente-; San Bernardo y Santa Teresa de Jesús, tan vagabunda ella?

En el tema de la autonomía del monasterio, señala la indicación de preservarse «de la enfermedad de la autorreferencialidad», porque ella prepara lo que se dice brevemente en el nº 30 sobre las Federaciones, presentadas como estructuras importantes para que los monasterios «no se queden aislados». Este punto es ampliamente desarrollado en las Normas Generales y en el capítulo 2 de la Instrucción Cor orans. Muy bien lo que se dice sobre la ascesis para «liberarnos de todo aquello que es típico de la mundanidad». Solo que habría que compaginar esta óptima cautela –si es posible sin incoherencia- con tantas iniciativas de adaptación a la actualidad que se multiplican desde el Decreto Conciliar Perfectae caritatis y que podrían ser sospechosas de mundanización. Subrayo también la mención del sentido profético de la vida de entrega, el valor de la estabilidad y la exigencia de las relaciones fraternas en la comunidad claustral.

En cambio, no considero muy feliz la iniciativa de favorecer la asociación, inclusive jurídica, de los monasterios con la orden masculina correspondiente -que en muchos casos puede resultar fatal-, y la creación de confederaciones y Comisiones internacionales de varias órdenes, sobre todo si estas estructuras tendrán algún poder de decisión. Inversión innecesaria de tiempo, viajes y dinero. La Iglesia es, por cierto, una comunión, primeramente de carácter espiritual y sobrenatural, es la amistad divino-humana del ágapé en el corazón de Cristo; la proyección de la misma al plano de la organización institucional debe evitar - me parece- el escollo mundano de asemejarse a la ONU u otras estructuras semejantes.

 

  Deseo ahora comentar el Capítulo Segundo de la Instrucción Cor orans, emitida por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, como aplicación de la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere. En las Normas Generales ya se mencionan los organismos a crearse: federaciones de monasterios, asociaciones, conferencias, confederaciones, comisiones internacionales, congregaciones monásticas (n 7-12). La intención expresa es que los monasterios «superen el aislamiento». Obsesión que conduce a la fabricación de una enorme burocracia con su costo -como ya lo he indicado- de tiempo, viajes, distracción y dinero.

 

  El Capítulo Segundo comienza determinando la naturaleza y fin de las federaciones, para que los monasterios «no permanezcan aislados» y para promover la vida contemplativa. En principio, la incorporación a estos organismos es obligatoria para todos los monasterios, aunque felizmente se deja abierta la posibilidad de una excepción: «Un monasterio, por razones especiales, objetivas y justificadas, con el voto del capítulo conventual puede pedir a la Santa Sede (léase: a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica) ser dispensado del tal obligación»; es decir, no pertenecer a una Federación (n 94). ¿Serán muchos los monasterios que lo soliciten? ¿Se les concederá la excepción?.

Las Federaciones pueden constituir entre ellas una Confederación, «para dar dirección unitaria y una cierta coordinación a la actividad de cada una de las federaciones» (n 95). Se trata de uniformar bajo una voz de mando, con poder económico (n 99-101), la formación de las monjas y otras finalidades. Habrá un Consejo Federal, una Asamblea, una Presidenta y una Ecónoma federales. La Presidenta será covisitadora junto al visitador regular; la vigilancia está perfectamente organizada: Ella «vigila particularmente sobre la formación inicial y permanente de los monasterios» (n 117); y está llamada «a exigir la participación de quienes ejercen el servicio de la formación» (n 118).

Uno puede preguntarse: ¿Esta uniformidad de la formación se ha de referir al cuidado de la doctrina de la fe y a las características esenciales de la vida contemplativa claustral, o a la imposición de un pensamiento único ajeno a la Gran Tradición eclesial, y como suele decirse -con perdón de la palabra-progresista? El parlamentarismo de la organización se expresa en la labor del Consejo Federal, elegido por la Asamblea Federal (n 123 ss); este asume las funciones del Consejo del monasterio autónomo que, mediante la afiliación, «es confiado a la Presidenta de la Federación en el proceso de acompañamiento para la revitalización o para la supresión del monasterio» (n 132). Eufemismos. Omito referirme a las numerosas normas sobre «la tarea de tutelar el patrimonio carismático de los monasterios federados» y «promover una adecuada renovación» (n 133-141). Vigilar, tutelar, dar dirección unitaria; todos los monasterios del mundo quedan virtualmente intervenidos. Se establecen «Oficios Federales»: Ecónoma, Secretaria, Formadora.

 

  El Capítulo Tercero de Cor orans contiene desarrollos exactos, bien dichos, sobre la separación del mundo y la vida de clausura. Con todo, no puedo dejar de pensar, con perplejidad, en las consecuencias efectivas que tendrá la movilización exigida por la organización que se ha decidido, aunque ahora contemos con recursos informáticos que pueden suplir en parte los desplazamientos y reuniones presenciales. Es verdad que las circunstancias históricas y culturales han cambiado mucho, y aceleradamente, pero la cuestión es con qué espíritu se intenta tomar debida cuenta de ellas y reflejar esa evolución en la vida monástica sin alterar su esencia. Me resulta sospechoso, como ya lo he indicado, y lo reitero, esa obsesión por evitar la autorreferencia, y el presunto «aislamiento» de los monasterios; que lleva al intento de imponer estructuras que, después de todo, son mundanas.

 

  Para concluir, se me ocurre que sería posible señalar una analogía entre la organización de que se quiere dotar a la vida de los monasterios y la estructura de las Conferencias Episcopales. Éstas han sido pensadas como organismos de comunión, y medios para otorgar unidad y eficacia al ministerio apostólico de los obispos. Además, las conferencias se agrupan en organismos englobantes (el CELAM, por ejemplo, y los similares de otros continentes). Mi experiencia de 25 años de Episcopado (como emérito ya no soy miembro de la Conferencia Episcopal) me invita a interrogarme: ¿Es este el mejor tipo de organización? Encontramos un fundamento diverso esbozado a fines del siglo I, o comienzos del siguiente, en las cartas de San Ignacio de Antioquía, que toma forma en la tradición antigua posterior. Según el discípulo del Apóstol Juan, la Iglesia son las iglesias particulares, en las que el Obispo representa a Dios Padre, el Presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los Diáconos a Jesucristo.

La Iglesia Romana es la que preside el ágapé, el misterio de la comunión eclesial; es esto una primitiva afirmación de su primacía. Más tarde la organización se concreta en las provincias eclesiásticas, presididas por el Metropolitano. Esta realidad, connatural a la Iglesia, ha sido borroneada con la reciente fabricación de Regiones Pastorales que, de acuerdo con mi experiencia en Argentina, son ámbitos gratísimos de encuentro fraterno, pero ineficaces en el orden pastoral. La Conferencia Episcopal es un parlamento del cual el pastor diocesano queda democráticamente absorbido en un conjunto, en el cual su voz muchas veces, y su voto resultan frustrados en decisiones que no podría compartir.

Hay ejemplos actuales, y antes históricos de despiste: recordemos la oposición de varias conferencias episcopales a la Encíclica Humanae vitae tradendae, de San Pablo VI, y las pretensiones anticatólicas de la Conferencia Episcopal Alemana, en la reunión populista de su Sínodo, cuyas aspiraciones desmedidas no sabemos aún cómo acabarán. Volviendo a mi experiencia vivida, debo recordar, con indiferencia o con pena, declaraciones discursivas para uso de los periodistas sobre asuntos coyunturales sociales y políticos. Sólo cada tanto se elabora y publica un documento sustancioso sobre cuestiones religiosas, y un diagnóstico veraz sobre el influjo de la cultura secularista, descristianizada, sobre la fe de los fieles. Pareciera que se teme denunciar errores y señalar el peligro de la paganización de muchísimos bautizados.

 

  Quizá otra organización, más tradicional, podría recrearse: las diócesis articuladas en las provincias eclesiásticas, y la Asamblea de los Metropolitanos de cada nación. Es una hipótesis. Alguien puede pensar, con todo derecho, que una propuesta semejante es un disparate. Lo es sobre todo si se considera irreversible una mentalidad y una organización montada, que concibe como visión actualizada de la Iglesia principalmente alertar sobre el cambio climático, la deforestación, el peligro de la proliferación de las armas nucleares, la violación de los derechos humanos y las injusticias sociales; temas sin duda ineludibles de nuestra Doctrina Social.

Pero ¿qué lugar le destinamos al clarísimo mandato del Señor registrado en el final de los evangelios de Mateo y de Marcos, que señala otras prioridades, cada vez más urgentes en un mundo que ha desplazado a Dios? Las palabras de envío pronunciadas por Jesús dirigen la misión de los apóstoles a todos los pueblos – panta ta ethnē, Mt 28, 19- para hacerlos discípulos, cristianos, bautizarlos y enseñarles a cumplir los mandamientos que Él hay establecido. Son enviados a todo el universo – eis ton kosmon apanta, Mc 16,15- para anunciar el Evangelio a todas las criaturas –pasē tē ktisei, ib-. Con la previsión del posible resultado: «el que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 16).

 El caso es serio, es der Ernstfall, al que se refería Hans Urs von Balthasar, en su libro Córdula o el caso auténtico. Ciertamente, el tenor del envío no fue: «Todos los hombres son cristianos anónimos –Rahner dixit- ustedes háganles mejor, más feliz, la vida en este mundo».