viernes, 29 de abril de 2022

¿SERÁ BEATIFICADO PÍO XII?

 

 

Monseñor Héctor Aguer


Infocatólica, 27/04/22

 

Llama poderosamente la atención algo que ocurre en la Iglesia desde 1958. Los Papas que se sucedieron desde esa fecha han sido canonizados: Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II; y Juan Pablo I, el Pontífice de los 33 días (de mediaetate lunae), será beatificado próximamente. ¿Y Pío XII? Aún aguarda su turno. Claro, Juan XXIII fue llamado el «Papa bueno»; se lo distingue de su antecesor que entonces podría ser considerado el «Papa no-bueno», es decir, el «Papa malo».

 

Hace un par de años escribí al Cardenal Angelo Amato, que era por entonces el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, para preguntarle por el estado de la Causa del Papa Pacelli. Reconozco ahora que mi intervención incluía una suspicacia insolente. Tuve el atrevimiento de opinar que difícilmente Pío XII alcanzaría el honor de los altares, porque el Vaticano progresista de hoy no le perdonaría haber canonizado a Pío X, el desvelador del modernismo con la Encíclica Pascendi dominici gregis, y las decisiones canónicas que la acompañaron. Tampoco podría disculparlo de haber publicado la Encíclica Humani generis. El Cardenal me respondió inmediatamente y con serena comprensión. Me informó que ya había sido aprobado que el Siervo de Dios practicó todas las virtudes cristianas en grado heroico, pero que faltaba un milagro obtenido por su intercesión para proceder a la beatificación. También me exhortaba a rezar y hacer rezar, lo mismo que a difundir la figura del gran Pontífice; me arrepiento de no haberlo hecho hasta ahora. He aquí, después de todo, la razón del presente artículo.

 

Eugenio Pacelli fue elegido Papa el 12 de marzo de 1939, en uno de los conclaves más breves de la historia. Diríamos que era «número puesto». Había sido Secretario de Estado de su inmediato predecesor, Pío XI, quien lo preparó cuidadosamente, estaba seguro de que lo sucedería. El Papa Ratti fue un hombre de fe intrépida (Fides intrepida es, precisamente el título que le corresponde en la pseudo profecía de Malaquías), se opuso férreamente al nazismo con la Encíclica Mit brennender Sorge, y al comunismo con la Divini Redemptoris promissio. En el mismo orden de cosas hay que mencionar la Encíclica Firmissimam Constantiam (o en el texto castellano Nos es muy conocida) acerca de la persecución religiosa en Méjico. Él envió al Cardenal Pacelli como Legado Pontificio a América del Norte, y al Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires, en 1934.

 

Varios testimonios aseguran que Pío XI daba por descontado que su Secretario de Estado lo sucedería. Por ejemplo, Monseñor Domenico Tardini, que luego se desempeñó como Cardenal Secretario de Estado de Juan XXIII, escribió en una de sus notas: «Varias veces Su Santidad me habló de su sucesor; para él no cabía duda: el futuro Papa debía ser su Secretario de Estado. Me dijo que, precisamente, para prepararlo a la tiara (la triple corona que fue depuesta ya por Pablo VI, y que ha sido reemplazada por la mitra, que usan todos los obispos), lo envió a menudo el extranjero. Un día en que Su Eminencia se encontraba en Estados Unidos, en octubre de 1936, después de hacer un gran elogio de su Secretario de Estado, concluyó mirándome bien con sus ojos escrutadores: Será un Papa magnífico. No dijo «sería» o «podría ser», sino «será», sin admitir incerteza alguna. Estas palabras fueron pronunciadas el 12 de noviembre; así se explica la alusión: en medio de ustedes se encuentra alguien a quien ustedes no conocen. Fue en el discurso pronunciado para la imposición de la birreta a los cardenales en su último consistorio». Hasta aquí la elocuente anotación de Tardini.

 

La formación teológica y canónica de Pacelli era óptima; poseía, una amplia cultura, que fue adquiriendo y profundizando desde muy joven. Su padre lo hizo cursar en el Liceo Visconti, una institución laicista, pero de óptimo nivel. Por otra parte, su cercanía con Pío XI y la colaboración con él, en su función de Secretario de Estado, le permitió conocer el oficio pontifical y las alternativas religiosas, culturales y políticas del siglo XX. Benedicto XV le había encomendado anteriormente la Nunciatura en Alemania, lo cual lo impulsó a adquirir conocimiento y un amor muy grande por el pueblo alemán (hablaba perfectamente esa lengua).

 

La obra de Pío XII muestra su capacidad extraordinaria y su espíritu de fe. El Padre Pierre Blet, SJ, un especialista en el tema, en su libro sobre el Papa, cita una definición pronunciada por la radio de Stuttgart, pocos días después de su muerte: se comparó al Papa difunto con dos genios, uno religioso, Francisco de Asís, y otro político, Napoleón. Pío XII, se decía, ha reunido en él los dos genios, el religioso y el político. (Quizás a nosotros esa comparación puede parecernos exagerada, pero así consideraban al Papa algunos contemporáneos suyos, que tuvieron la oportunidad de evaluarlo de cerca). Apunto otras dos declaraciones por demás significativas, sobre todo teniendo en cuenta quienes son sus emisores. Juan XXIII, que muchas veces le ha sido opuesto por los comentaristas de la vida eclesial, aplicaba a su predecesor la antífona de vísperas del oficio de doctores de la Iglesia: Doctor optime, Ecclesiae lumen, divinae legis amator (Doctor óptimo, luz de la Iglesia, amante de la ley divina). El Cardenal jesuita Agostino Bea, en una conferencia suya afirmaba: «Tendrán que pasar decenas de años, por no decir siglos, antes de que la obra gigantesca de Pío XII sea estimada en su valor. Él ha sembrado una simiente increíble. Se puede decir que la doctrina de Pío XII ha transformado el aire que respiramos sin que hayamos sido siempre conscientes. Esta doctrina ha constituido el fundamento mismo del Concilio, abriéndose a todos los problemas de la humanidad de hoy. Procura resolverlos a la ley del Evangelio a fin de ganar al hombre moderno para la fe, para la Iglesia, para Cristo, para Dios».

 

Es importante insistir afirmando que fue un Papa renovador. Sobre este aspecto de su personalidad y su obra podrían exponerse múltiples pruebas. Bastan unas pocas, pero decisivas. En primer lugar su acción de renovación litúrgica. El devolvió a la Iglesia la Vigilia Pascual; desde la Edad Media la Resurrección del Señor se celebraba el Sábado Santo por la mañana. Así desapareció el sentido del día de profundo silencio, cuando el Hijo de Dios estuvo muerto. La hora indicada para la Santa Vigilia de la Resurrección, en el motu proprio Maxima Redemptionis nostrae mysteria, fue la medianoche, es decir, las primeras horas del Domingo de Pascua, cuando todavía reina la oscuridad. Actualmente se entiende anticipar esa hora porque la gente teme salir tarde, habida cuenta de los peligros que acechan (aquí en la Argentina, por lo menos). Pero el ritual exige que ya haya anochecido; ¡no acabemos nuevamente a la mañana! También debemos a Pío XII las misas vespertinas, con un nuevo régimen para el ayuno eucarístico. Otra realización importante fue encargar al Pontificio Instituto Bíblico una nueva traducción latina de los salmos, para incluirla en el Breviario. La versión es extraordinaria, realizada según los métodos histórico-críticos actualmente empleados; entonces en ella se entiende bien qué querían decir los autores sagrados del Salterio. He disfrutado de ella, comparándola con la Vulgata. Pero al clero le «sonaba» como algo extraño; prefería los términos a los que estaba acostumbrado (aunque no entendiera el significado), de manera que no prosperó la inclusión de la versión reciente en el Oficio. En cuanto a la teología litúrgica, es preciso estudiar la Encíclica Mediator Dei et hominum (20 de noviembre de 1947), que fue un buen antecedente de los desarrollos posteriores.

 

Los discursos y radiomensajes de Pío XII se multiplicaron sobre las materias más diversas. Me permito señalar la catequesis (eso fueron tales discursos) a los recién casados, a los que recibía en audiencia regularmente, en grupos. Se me ocurre una comparación --por supuesto, mutatis mutandis, ya que hay entre ambos una diferencia temporal de varias décadas- con los ciclos dedicados por San Juan Pablo II al amor humano, el matrimonio y la familia.

 

Fue asimismo muy importante la exposición que hizo el Papa Pacelli de temas sociales de distinto calibre, sobre todo los referidos a la situación de los obreros, a quienes encomendaba a la intercesión de San José. Fue decidida su oposición al comunismo; que avanzaba y se extendió rápidamente una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. Evoco en mi memoria la célebre foto que reúne a Churchill, Roosevelt y Stalin, aliados contra la Alemania nazi, alianza bien aprovechada por el régimen soviético para ir ocupando lugares en Occidente.

 

Las encíclicas de Pío XII constituyen un Corpus doctrinal impresionante. La primera, Summi Pontificatus fue publicada en Castelgandolfo, el 20 de octubre de 1939. El Papa ofrece una etiología de la situación entonces contemporánea, pero que como fenómeno cultural y político se extiende hasta nuestros días. El agnosticismo religioso es la raíz profunda de los males que afectan a la que podemos seguir llamando «sociedad moderna»; de esa raíz brotan el positivismo jurídico, el utilitarismo subjetivista en la moral, el olvido de la solidaridad humana, y el totalitarismo o absolutismo del Estado. El análisis que el Papa ofrece abarca dos planos: el nacional, con la destrucción de los derechos de la persona humana y de la familia; y en el internacional, el gran error del Estado totalitario es la negación de la comunidad de los pueblos, con la consiguiente y continua amenaza de la guerra, o por lo menos la alteración de la paz verdadera. Los temas señalados fueron retomados continuamente en las más diversas intervenciones.

 

Continuidad de la serie de Encíclicas: Sertum laetitiae (1º de Noviembre de 1939), dirigida al Episcopado de los Estados Unidos, al celebrar el sesquicentenario del establecimiento de la jerarquía eclesiástica en ese país. La Saeculo exeunte octavo (13 de junio de 1940) recuerda los ocho siglos de la independencia de Portugal; país al que recomienda continuar empeñándose en las obras misionales. El 29 de junio de 1943, Pío XII publicó un texto de gran valor sobre la Teología de la Iglesia, Mystici Corporis Christi, en el que adoptando la inspiración Paulina habla sobre la Iglesia, y nuestra unión en ella con Cristo. Casi contemporáneamente apareció la Encíclica Divino Afflante Spiritu (30 de septiembre), sobre el estudio de la Sagrada Escritura, que abre con audacia y prudencia el camino a los desarrollos ulteriores de la exégesis bíblica, los estudios históricos-críticos, y el descubrimiento del texto original. El 15º Centenario de la muerte de San Cirilo, Patriarca de Alejandría, que luchó férreamente contra la herejía de Nestorio, mereció la Encíclica Orientalis Ecclesiae Deus (9 de abril de 1944). Con la mirada todavía dirigida a la Anatolé eclesial, el Papa Pacelli publicó la Encíclica Orientales omnes Ecclesias. En este caso deseaba conmemorar los 350 años de la unión de la Iglesia Rutena con la Romana; es una evocación histórica, pero destaquemos un párrafo: «Los orientales no tienen que temer de modo alguno el ser constreñidos, por el retorno a la unidad de fe y de gobierno, a abandonar sus legítimos ritos y usos». Admirable observación esta, que resulta para nosotros, latinos, de máxima actualidad, cuando el motu proprio Traditionis custodes ha eliminado la Forma Extraordinaria del Rito Romano.

En 1947 se cumplían también 14 siglos de la muerte de San Benito, que puede ser considerado no sólo Patrono de Europa, sino también Padre de la cultura occidental. Pío XII, que observaba con admiración a los personajes insignes de la tradición católica, publicó para conmemorar ese aniversario, la Encíclica Fulgens radiatur (21 de marzo). El 24 de noviembre de ese mismo año, apareció la Encíclica Mediator Dei et hominum, en la que se valoran los importantes estudios debidos al movimiento litúrgico, que tenía entonces plena actualidad. Destaco el prudente equilibrio del juicio del Pontífice: advierte los peligros tanto de las deficiencias de aquellos que se oponen a toda renovación, y desprecian los estudios que publican los miembros del movimiento, como asimismo la avidez de novedades de otros, que se alejan de la sana doctrina y carecen de prudencia. Una observación que vale para siempre. El texto contiene una descripción de los principales fundamentos de la liturgia y expone la relación del culto público de la Iglesia con las devociones populares de los fieles.

La Encíclica Optatissima Pax (18 de diciembre de 1947) enfoca los problemas suscitados después de la espantosa guerra, cuyo fin parecía todavía reciente; la Paz es, en efecto, la máxima aspiración de los pueblos. La devoción al Santo Rosario sirve de argumento a la Encíclica Ingruentium malorum, publicada el 15 de septiembre de 1951. La expansión del comunismo soviético en la Europa oriental provocaba persecuciones atroces contra los cristianos. El 15 de diciembre de 1952, Pío XII dirigió una carta al Episcopado de las Iglesias Orientales de Rumania, Ucrania y Bulgaria, para confortarlos y animarlos a continuar ofreciendo su testimonio martirial; llevaba por título las primeras palabras del texto, según es la costumbre: Orientales Ecclesias. La Encíclica Doctor Mellifluus, del 24 de mayo de 1953, recordaba el octavo centenario de la muerte de San Bernardo (Doctor melífluo es el título que la Tradición atribuyó a quien es considerado el «último de los Padres»).

 

La Encíclica Fulgens corona (8 de septiembre de 1953), tuvo por finalidad conmemorar el Primer Centenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María Santísima, realizada, empeñando el carisma de la infalibilidad, por el Beato Pío IX. Al año siguiente, el 25 de Marzo, el Papa Pacelli publicó la Encíclica Sacra Virginitas, sobre la virginidad, en la que reafirma la doctrina tradicional, que se remite a San Pablo, y que sostiene la mayor excelencia de la virginidad sobre el matrimonio. Estos términos, típicamente católicos, podemos aventurar que hoy han quedado descolocados en la cultura y vida de los pueblos: ni el matrimonio ni la virginidad -ésta mucho menos que aquel- tienen demasiado sentido, si es que tienen alguno. A los obispos de Gran Bretaña, Alemania, Austria, Francia, Bélgica y Holanda fue dirigida, el 5 de junio de 1954, la Encíclica Ecclessiae fastos, en el duodécimo centenario de la muerte de San Bonifacio, Obispo y Mártir, Apóstol de aquellos pueblos.

La Ad Sinarum gentem (al pueblo chino) llegó el 7 de octubre de 1954; una Encíclica que los acompañaba en la fidelidad que obispos, sacerdotes y fieles mantenían cuanto mayor era la persecución. Admitía el Papa que era razonable que ellos disfrutaran de independencia en varios aspectos de la vida eclesial, pero advertía que ciertas reivindicaciones para interpretar la doctrina según su propio arbitrio hacen el juego a los intentos del gobierno comunista de formar una «Iglesia nacional»; y notaba que muchos habían sido seducidos. Mediante la Encíclica Ad Caeli Reginam (11 de octubre de 1954), Pío XII incluyó la fiesta litúrgica de la realeza de la Santísima Virgen María. Exponía en el texto los argumentos que fundamentaban, en primer lugar, la Maternidad Divina; y luego su cooperación a la obra redentora de Cristo, como Nueva Eva, íntimamente asociada al Nuevo Adán. Ella reina con Cristo y participa del poder y la distribución de los frutos de la redención. Copio un pasaje del texto, que me parece es de máxima importancia: «En las cuestiones que se refieren a la Santísima Virgen, tengan cuidado los teólogos y predicadores de la palabra divina, de evitar ciertas desviaciones del recto camino, no sea que caiga en un doble error; guárdense, por una parte, de exponer opiniones carentes de fundamento, y con expresiones exageradas que exceden los límites de la verdad, y por otra parte eviten la demasiada estrechez de pensamiento, al considerar la singularísima, sublime y casi divina dignidad de la Madre de Dios que el Doctor Angélico nos enseña a reconocer por razón del bien infinito que es Dios (Suma Teológica, I, q 25, a 6 ad 4)».

 

La música sagrada no podía faltar entre los intereses y preocupaciones de Pío XII, ya que existe una sólida tradición sobre ella y su valor educativo para la espiritualidad cristiana. Más allá de las dimensiones de la fe, Platón sostenía en su Politéia que la educación del alma comienza con la música. Traza el Papa una brevísima síntesis del «largo camino» recorrido desde las «sencillas ingenuas melodías gregorianas». Expone luego los principios del arte musical en la Iglesia y sus cualidades, afirma que la música sagrada «debe ser santa», verdaderamente artística, de carácter universal y asequible al pueblo. Además del gregoriano (en latín obviamente), se han concedido en diversos países cantar también cantos en lengua vulgar. Valora el canto religioso popular «en las funciones no plenamente litúrgicas», y elogia al órgano ante los demás instrumentos. En mi opinión, la Constitución Conciliar Sacrosanctum Concilium, capítulo VI, sigue por los carriles indicados en esta Encíclica pacelliana, publicada el 25 de diciembre de 1955, con el título Musicae sacrae Disciplina. ¡Hoy, en casi todas partes, no queda nada de esto!

 

La Encíclica Haurietis aquas (15 de marzo de 1956) es un verdadero tratado sobre la teología, el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Luctuosissimi eventus (28 de octubre de 1956) trata sobre el levantamiento del pueblo húngaro contra el comunismo, y Laetamur admodum sobre los peligros de una guerra en Medio Oriente (1º de Noviembre de 1956). Con la Encíclica Datis nuperrime (15 de noviembre de 1956) el Sumo Pontífice vuelve a ocuparse de la situación de Hungría, donde los tanques soviéticos aplastaron el levantamiento del pueblo. Cito: «Se ha sabido que por las calles y villas de Hungría corre de nuevo la sangre generosa de los ciudadanos que de lo más profundo de sus espíritus anhelan la justa libertad; que las instituciones patrias apenas constituidas han sido abatidas y destruidas; que los derechos humanos han sido violados y que con armas extranjeras ha sido impuesto al pueblo ensangrentado una nueva servidumbre». La Encíclica Fidei donum, del 21 de abril de 1957, analiza la situación de las misiones católicas y sus principales necesidades, especialmente en África. Siguiendo la iniciativa de recordar los aniversarios de los santos que han ejercido su influjo en los pueblos a los que pertenecían, y aún más allá de esa frontera, celebró el Papa el tercer centenario del martirio del jesuita polaco San Andrés Bobba; el 16 de mayo de 1957, y publicó la Encíclica a él dedicada Invicti Athletae Christi.

El primer centenario de las apariciones de la Santísima Virgen a Bernardette Soubirous, en la gruta de Massabielle, fue recordado mediante la Encíclica Le pelerinage de Lourdes, en la que se expresaba alegría y gratitud por ese don de la Madre de Dios; y por las conversiones y curaciones allá verificadas. Ante el materialismo práctico de la sociedad, apela el Papa a encomendarse y encomendar a la Inmaculada la propia santificación y la renovación cristiana de la sociedad (2 de julio de 1957). Siempre atento a las cambiantes necesidades de los tiempos, dedicó Pío XII una importante Encíclica sobre el cine, la radio y la televisión: Miranda prorsus (8 de septiembre de 1957). En los últimos meses de su fecundo pontificado, publicó todavía el Papa Pacelli dos encíclicas: Ad Apostolorum Principis sepulchrum (29 de junio de 1958), dirigida a los católicos chinos; afronta el doloroso problema de la situación religiosa, y las consagraciones episcopales no autorizadas por la Santa Sede. El gobierno comunista difundiría una falsa doctrina llamada de las «Tres independencias»; que arrancaba a las almas de la necesaria unidad de la Iglesia. Y la última Carta Encíclica (encíclica significa «circular») fue la que comienza Meminisse iuvat, en la que exhorta a apelar a la intercesión de la Santísima Virgen, ante los rumores de guerra y la terrible amenaza de la bomba atómica; se publicó el 14 de julio de 1958.

 

He dejado para el final de la serie de encíclicas, una que tuvo y tiene una importancia fundamental. Fue publicada el 12 de agosto de 1950, y comienza con la siguiente frase: Humani generis in rebus religiosis ac moralibus discordia («La discordia del género humano en cuestiones religiosas y morales»). El fundamento de la crítica de Pío XII a la llamada teología nueva; la encuentro en esta observación recogida en el parágrafo 9 del texto: «La Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico». De allí el relativismo teológico y dogmático, para «librar» a la exposición de las verdades de fe de la manera que es tradicional, apoyada en la Sagrada Escritura y los Santos Padres y los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos. Creen que las «necesidades» modernas exigen que las verdades de la fe sean formuladas con la filosofía moderna, el inmanentismo, el idealismo o el existencialismo. En el fondo, se intentan estos avances porque consideran que los misterios de la fe no pueden expresarse nunca en conceptos completamente verdaderos, sino sólo con conceptos aproximativos, que cambian continuamente; la verdad es apenas indicada, y también necesariamente desfigurada. La historia de los dogmas, consistiría en exponer las varias formas que habría ido tomando la verdad revelada según las opiniones y doctrinas que iban apareciendo en el decurso de los siglos. Otra toma de posición según las nuevas teorías implicaba disminuir la autoridad de la Sagrada Escritura; el sentido literal de la misma debería ceder el puesto a una nueva exégesis que llaman simbólica o espiritual. Los autores medievales católicos ya habían catalogado correctamente los varios sentidos que pueden descubrirse en un texto bíblico.

 

Menciona y enumera Pío XII los diez errores teológicos que se apoyan en los principios indicados: se pone en duda que la razón humana pueda, sin la luz de la revelación y la fuerza de la gracia, llegar a demostrar la existencia de Dios con argumentos deducidos de las cosas creadas (es este un extravío típicamente protestante); se niega que el mundo haya tenido principio (cuando Génesis 1,1 dice Bereshit, en el principio); también se niega a Dios la presciencia eterna e infalible de las acciones, sería una fuente cerrada y oculta. Algunos discuten que los ángeles sean personas y no aceptan que la materia difiera esencialmente del espíritu. La gratuidad del orden sobrenatural también es alterada: Dios no podría crear seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica. Se destruye el concepto de pecado original, así como la satisfacción que Cristo ha dado por nosotros mediante el sacrificio de la cruz. No faltan quienes sostienen que la doctrina de la transubstanciación eucarística estaría fundada en un concepto anticuado de sustancia, y por lo tanto debería ser corregida: la presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento no sería real sino simbólica, una señal externa de la unión íntima de Cristo con sus fieles en el Cuerpo Místico. También algunos rechazan la enseñanza del Magisterio sobre la identidad de la Iglesia Católica Romana, con el Cuerpo de Cristo.

 

Después de la advertencia acerca de estos errores que surgen dentro de la Iglesia, el pontífice expone serenamente la doctrina católica sobre todos estos puntos. No falta el aliento a quienes están dedicados a la enseñanza; para hacer avanzar las ciencias que profesan, salvaguardando la verdad de la fe y la doctrina católica. Los errores denunciados por la Humani generis volvieron a sonar en la Iglesia después del Vaticano Segundo.

 

Además del Cuerpo de Encíclicas, Pío XII practicó otros géneros magisteriales: las Constituciones Apostólicas contienen enseñanzas, a las que siguen disposiciones precisas sobre el tema al que se refieren. Hay también Cartas Apostólicas y Bulas de diverso carácter. Me detengo en la mera mención de la Bula Munificentissimus Deus, del 1º de Noviembre de 1950, por la cual, haciendo uso de su magisterio infalible, el Pontífice definió como dogma de fe la Asunción de la Santísima Virgen María, en cuerpo y alma a la gloria celestial. Ese día Pío XII definió el dogma ante una multitud que llenaba la Plaza San Pedro, y se extendía por la Vía della Conciliazione hasta el Tíber. La fórmula definitoria reza: «Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de Verdad, para la gloria de Dios Omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma Augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y por la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser Dogma de Revelación Divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».

 

Notemos que el Papa no dice «después de su muerte», sino «cumplido el curso de su vida terrena»; los cristianos de Oriente creen y celebran la Dormición de María. Podemos indicar también dos interesantes pasajes del Antiguo Testamento: en el primero se menciona que Henoc, uno de los «patriarcas» antediluvianos, había agradado a Dios y por eso éste «se lo llevó», lo «asumió» (Gén 5, 24); también el profeta Elías fue arrebatado el cielo en un torbellino, en un «carro de fuego» (2 Re 2, 11). Ninguno de los dos conoció la muerte. Sea cual fuere la interpretación que haya de hacerse de estos dos textos, quiero indicar aquí que en ambos se emplea el verbo hebreo lakáj, asumir, ser llevado. Es el concepto que debe aplicarse a la Asunción de María; independientemente de que haya muerto o no, como mueren todos los seres humanos.

 

El afán de enseñar de Pío XII (cf. 2 Tim 4, 2: didajé) se expresó en innumerables discursos, catequesis y radiomensajes. De este último género magisterial es el radiomensaje de Navidad de 1944, dedicado al tema de la democracia. Cuando la guerra aún no había concluido, el Papa piensa en la organización que sería necesario construir. De este pronunciamiento suyo deseo señalar la distinción que expone entre pueblo y masa; una auténtica democracia requiere la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

 

Un estudio satisfactorio sobre la personalidad de la obra del Papa Pacelli, requeriría una exposición aún más extensa que la presente, la cual ya se ha prolongado demasiado.

 

Concluyo haciendo referencia a la calumnia que se ha dirigido a Pío XII, a quien se acusó de no haber levantado con fuerza su voz contra la persecución desatada por la barbarie nazi, contra el pueblo judío. Ha sido muy dañina la publicación del infame libro de Hochhut «El Vicario». La obra jurídica y política de Pío XII se expresa claramente sobre la organización de los estados y los derechos humanos; todo lo contrario de la tiranía nazi y sus pretensiones de expansión y conquista mundial. Sabía el Papa que una fuerte declaración pública suya agravaría la persecución a los judíos y a la Iglesia, que también era perseguida. En lugar de esto, que podía por cierto resultar espectacular, desarrolló una inteligente acción diplomática y se ocupó personalmente del salvataje de decenas de miles de judíos (más de 100.000, por cierto); a muchos de estos los albergó en conventos de clausura. Esta acción fue de inmediato reconocida por las autoridades judías. El caso más conmovedor es el del Gran Rabino de Roma, Israel Zolli; que se convirtió al catolicismo, y eligió como nombre de bautismo Eugenio, el primer nombre de Pacelli. Su esposa, asimismo convertida, se llamó Eugenia.

 

¿Será beatificado Pío XII? Quizá todavía haya mucho que esperar. Por lo menos hasta que el progresismo, que invadió la Iglesia, y que reproduce en ella los errores señalados en Humani generis, acabe disipándose. A no ser que la advertencia vertida por San Pablo en 2 Tim 4, 1-4 sea simplemente un atisbo de aquellos tiempos descritos en el Apocalipsis. Entonces habrá que esperar que el mentiroso que confunde a la Iglesia, el drakōn o megas, el ophis o archaios, que se llama diábolos y Satanâs, que seduce al mundo entero, el acusador de los cristianos, sea arrojado para siempre al lugar que le corresponde (Ap 12, 9). Contamos también con las palabras de María: Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará.

EL CISMA EN LA IGLESIA


 está ahí pero ya no se puede reconocer


Stefano Fontana


Brújula cotidiana, 29-04-2022

 

Desde que comenzó el camino sinodal alemán, la palabra “cisma” se cierne sobre la Iglesia como una especie de espectro Ibseniano. Los obispos polacos han señalado el peligro a sus hermanos alemanes. Setenta obispos de diversas partes del mundo les han escrito una carta abierta advirtiéndoles. Varios cardenales, incluso moderados como Koch, han señalado el precipicio hacia el que nos dirigimos. Pero ni el cardenal Marx ni el presidente de los obispos alemanes, Bätzing, han dado muestras de aceptar las llamadas a la prudencia. El primero ha afirmado que el Catecismo no está escrito en piedra, mientras que el segundo ha acusado a los obispos en cuestión de querer ocultar los abusos que el sínodo alemán querría abordar y resolver (a su manera).

 

Ante este panorama de desintegración cabe preguntarse si se puede evitar el cisma o no. La cuestión principal, a este respecto, parece ser la siguiente: ¿posee todavía la Iglesia oficial de hoy las nociones teológicas que le permitirían hacer frente a este preocupante “nudo”, o ha perdido las categorías capaces de enmarcar el problema y mostrar la solución? Más concretamente: ¿el peligro de cisma sigue siendo percibido por la teología de la Iglesia oficial actual como un peligro muy grave? ¿Hay acuerdo sobre lo que es un cisma? ¿Existe hoy una visión común sobre por qué hay que evitarlo, sobre quién debe intervenir cuando el peligro está a las puertas y cómo hacerlo?

 

Lo que preocupa a muchos no es tanto el peligro de cisma, sino la percepción de que el marco teológico y eclesial para tratar el problema está deshilachado y tiene ahora contornos muy imprecisos. Lo cual es el preludio de la inmovilidad y de dejar que los acontecimientos sigan su curso.

 

Cuando el cardenal Marx afirma, con respecto a la práctica homosexual, que el Catecismo no está escrito en piedra y puede ser criticado y reescrito, no hace más que expresar en lenguaje periodístico lo que los teólogos llevan diciendo desde hace décadas. Es decir, que el depósito de la fe (y de la moral) está sometido a un proceso histórico porque la situación desde la que se interpreta pasa a formar parte plena de su conocimiento y formulación. Con este criterio, que podemos definir a grandes rasgos como “hermenéutico”, y según el cual la transmisión de los contenidos de la fe y la moral nunca pasa del estado de “interpretación”, la categoría teológica del cisma pierde consistencia, hasta el punto de desaparecer. Lo que hoy consideramos cisma (e incluso herejía) mañana puede convertirse en doctrina.

 

A nivel de la Iglesia universal se han producido recientemente tres hechos muy interesantes desde este punto de vista. El primero fue el acuerdo entre el Vaticano y la China comunista. El acuerdo es secreto, pero se puede decir que en este caso una iglesia cismática ha sido asumida en la Iglesia católica y romana. La frontera entre el cisma y el no cisma se ha desdibujado tras el acuerdo con Pekín.

 

El segundo fue el cambio en la letra del Catecismo respecto a la pena de muerte. Este cambio difundió la idea de que el Catecismo no estaba escrito en piedra, tal como dice el cardenal de Munich. La principal justificación del cambio fue la constatación de que la sensibilidad del público sobre este punto moral había cambiado. La sensibilidad pública, sin embargo, es sólo un hecho que no dice nada en el plano axiológico o de los valores. Ahora bien, teniendo en cuenta esto, ¿cómo podemos negar que incluso en la Iglesia alemana puede haber madurado una nueva sensibilidad sobre las cuestiones de la homosexualidad y el sacerdocio de las mujeres?  ¿Cómo podemos llamar a todo esto “cisma” cuando es el mismo fenómeno aprobado en otros lugares?

 

El tercer ejemplo es la abolición de la doctrina moral de la Iglesia sobre la “intrinsece mala” contenida de hecho en la Exhortación Apostólica Amoris laetitia. Después de este documento es muy difícil mantener la enseñanza anterior sobre la existencia de acciones intrínsecamente malas que uno nunca debe realizar. Pero, una vez eliminada esta noción, ¿seguirá siendo posible confirmar la enseñanza tradicional de las Escrituras y de la Iglesia sobre la práctica homosexual?

 

Parece que a la Iglesia le está costando mantener algunas de sus verdades. Por lo demás, si el Catecismo no está escrito en piedra, entonces incluso la definición de “cisma” que contiene puede ser revisada y lo que ayer se consideraba cisma puede dejar de serlo. Incluso aquellos que se aferran a las verdades del Catecismo como si estuvieran escritas en piedra podrían ser acusados de cisma. Negar que el Catecismo no esté escrito en piedra podría considerarse un pronunciamiento cismático. Cuando se pierden los límites, todas las paradojas se vuelven posibles. Lo anterior puede extenderse también a la herejía y la apostasía, conceptos de dudosa delimitación en la actualidad. Basta pensar en un hecho: la “duda obstinada” puede considerarse apostasía según el número 2089 del Catecismo, y sin embargo hoy se enseña a los fieles la duda sistemática, invitándoles a no volverse rígidos en su doctrina.

lunes, 25 de abril de 2022

¿CONFERENCIA EPISCOPAL?


¡Libertad de los Obispos!


Monseñor Héctor Aguer


Infocatólica – 20/04/22

 

En otras oportunidades he criticado la actual organización eclesiástica centralizada, cuya pieza clave es el protagonismo local de las Conferencias Episcopales. Éstas han asumido un papel político, imitado de los parlamentos seculares. Hay, por lo general, una Presidencia y dos Vice, elegidas por mayoría de votos de los miembros obligados de la Conferencia. No existen partidos episcopales formalmente constituidos, pero no faltan los grupos que reúnen a quienes comparten una determinada eclesiología, y la misma opinión tanto sobre cuestiones intraeclesiales como sobre temas sociales y políticos del país; vinculados sin duda con la moral católica y la Doctrina Social de la Iglesia.

 

En estos parlamentos episcopales se verifica un orden análogo a los de orden secular: hay voz y voto (los eméritos pueden hablar pero no deciden nada), se pide la palabra, se la concede o no según las circunstancias, hay también mayorías y minorías, etc. Estamos acostumbrados a esta organización; no solo los fieles católicos, sino todos los ciudadanos –por lo menos aquellos a quienes interesa el eventual poder y la influencia de la Iglesia- que se informan, o más bien se «desinforman», gracias a ciertos periodistas que se dicen «especializados en cuestiones religiosas». La organización reseñada favorece cierto tipo de ejercicio de la autoridad en el interior de la misma. La experiencia revela que existen, por ejemplo, oficialismos (todos sabemos qué significa este término: tendencia de apoyo al gobierno), y no faltan obispos de quienes se puede pensar –lo digo con todo respeto y aprecio- que, por su sencillez y carencia de un nítido y amplio pensamiento propio, se pliegan al «oficialismo» reinante. Quiero pensar que tampoco faltan quienes aprecian su libertad, intentan conservarla y ejercerla, sin desentonar en el conjunto, en el cual suele insistirse sobre la necesidad de la unidad. El «verso» de la unidad, típico de la poesía episcopal, puede recitarse con recta intención, sin prejuicios, y sin el mero propósito de mantener una cobertura, aunque ésta sea ajena a la realidad. Se esgrime muchas veces el ideal de la unidad para «correr con la vaina» y, así, «apretar» a los reticentes a apoyar cierta postura. Los eclesiásticos –pienso en los obispos- somos personas humanas, y cada uno es un mundo en el cual se entrechocan opiniones legítimas, defectos, posturas más o menos graves, cerriles e injustificadas, por supuesto, también auténticas virtudes, ¡faltaría más! Me atrevo a pensar que así ocurre «ut in pluribus»; entre los integrantes puede haber algún santo, por supuesto; ¡me imagino cuánto tendrá que sufrir! Podemos ser todos más o menos buenos, pero no es lo mismo que ser santos.

 

Una de las finalidades que se atribuyen a la acción de las Conferencias Episcopales es asegurar la pastoralidad en la vida de la Iglesia. De hecho, son los problemas pastorales los que suelen ventilarse en las Asambleas Plenarias. Puedo añadir a la visión de conjunto que he presentado, otras observaciones críticas que proceden de mi reflexión sobre la experiencia. Ante todo, lo que se me ocurre sobre los documentos y declaraciones. Por lo general, de toda reunión plenaria de la Conferencia Episcopal se esperan pronunciamientos; así especulan los periodistas, que en ocasiones abordan a este o aquel prelado para sonsacarle declaraciones para la prensa gráfica, radial o televisiva. La elaboración de los textos a los que he aludido, implica un proceso que es bastante complejo; así suele ser, y no me parece necesario ofrecer ahora detalles sobre el particular. Diré –eso sí- que a algunos de esos documentos se los considera «de fuste», concebidos como eco del magisterio universal, o para orientar la vida de la Iglesia local, en un período considerable. Lo más común es que una comisión ad hoc prepare un borrador; no resulta sencillo reorientar, si uno desea hacerlo porque no está de acuerdo, la línea argumental expuesta por la comisión. Las discusiones en el aula tienen un valor relativo, en orden al resultado. No deseo, de ningún modo, manifestar una opinión negativa; las situaciones, y los temas encarados son de lo más diversos.

 

Abordo ahora una cuestión antipática. ¡Sorry! Las autoridades de la Conferencia pueden manifestar una psicología de tipo estalinista; esta calificación designa una inclinación dictatorial. Esa actitud perjudica, daña, la necesaria libertad de los obispos en el gobierno de sus respectivas diócesis, ya que se pretende imponer una determinada manera de obrar, la que ha conseguido constituirse en oficialista. Un fenómeno colateral, que considero de máxima gravedad, es la murmuración, un típico defecto clerical, que se ejerce especialmente en «mundillos»; en los cuales una persona que es más bien cobarde, puede hablar entre dientes, y aun «irse de boca» deslealmente.

 

Algunos asuntos doctrinales y pastorales son de máxima importancia y actualidad en la Iglesia, e integran lo que corresponde a la responsabilidad personal de cada sucesor de los Apóstoles. Pienso, por ejemplo, en la normativa litúrgica, y en la formación de los nuevos sacerdotes. Sobre este segundo punto me atrevo a hablar con total claridad, e independencia: me ha tocado, hace ya muchos años, organizar un Seminario Diocesano, y luego ser su rector durante una década. Como arzobispo me dediqué expresamente a mi Seminario, y al trato con el medio centenar de jóvenes, a los que después ordené presbíteros. En este asunto, capital para el futuro de la Iglesia Católica, el «oficialismo estalinista» –por más disimulo que intente cubrirlo- me parece absolutamente inaceptable.

 

El problema que plantea a la Iglesia una organización centrada en la Conferencia Episcopal, se agrava porque además de las Nacionales existen las Regionales y Continentales; estructuras políticas todas ellas que multiplican las dificultades ya señaladas. Recordemos el influjo que han ejercido Medellín y Puebla. Un caso que, en mi opinión, muestra hasta dónde puede llegar una Conferencia Episcopal, es el desvío de la ortodoxia dogmática, moral y disciplinar que protagoniza la Conferencia Episcopal Alemana. Somos muchos los fieles que, azorados, no entendemos por qué Roma, la Santa Sede, no interviene y permite que se instale una lamentable confusión. Mi pensamiento se dirige a los sacerdotes y laicos alemanes, que no están de acuerdo con el camino que sus «popes» han abierto, y por el cual se precipitan al cisma; de hecho, a esta altura de las cosas puede hablarse de una especie de cisma inmanente, que solo puede producir frutos amargos y perdición.

 

Las situaciones que antes eran simplemente inconcebibles, en la actualidad se multiplican en todo el mundo. Las Conferencias Episcopales –exagero un tanto para que se perciba la gravedad del asunto- suelen reaccionar tarde, y al revés, de lo que corresponde. Presento unos pocos ejemplos: el caso de Mons. Daniel Fernández Torres, Obispo de Arecibo, resulta patético; ha sido desplazado, «cancelado», porque es un excelente obispo, y no ha querido plegarse a proyectos insensatos. ¿Dónde está la Conferencia Episcopal de Puerto Rico, integrada por seis o siete miembros? ¿En qué ha parado la fraternidad episcopal? Peor todavía, me atrevo a sospechar: ¿no habrán sido ellos quienes fueron con cuentos al Delegado Apostólico, o directamente a Roma? Debieron defender y acompañar al hermano, aclarando en diálogo confiado con él si había puntos a discutir, y servir de eficaces mediadores. Los obispos puertorriqueños le debían haber preguntado al Delegado Apostólico por qué lo sacaban a Mons. Daniel, y si había cometido algún delito. Solo se limitaron a sacar un comunicado en el que, tras anunciar la destitución, dicen que «por deferencia y respeto a los procesos canónicos internos de la Iglesia estas serán las únicas expresiones oficiales que se harán sobre este asunto». O sea, no han dicho nada. Pero, ¿cómo? ¿Qué proceso canónico se ha seguido? Roma no dice nada. Yo protesto. Y pido y sugiero al clero y al pueblo de Arecibo, que se manifieste delante del Delegado Apostólico. Y le pida que le devuelvan al Obispo. Aunque esto pueda parecer un poco excesivo es lo que corresponde hacer. Porque si uno se calla, consiente. El que calla otorga. Hay que pedirles que digan la verdad. Y que no engañen al pueblo cristiano.

 

Conozco muy bien a Mons. Fernández Torres; quien tuvo la gentileza de invitarme a predicar los Ejercicios Espirituales, para su Clero, hace tres años. Los mismos fueron seguidos con gran atención y piedad, por parte de los sacerdotes. Y pude comprobar que es una diócesis magnífica, con plena actividad pastoral, y florecimiento de vocaciones. El Obispo destituido es un ejemplo de la «cancelación» que se verifica en la Iglesia. Tras la publicación, en «InfoCatólica» de «A los sacerdotes 'cancelados' », hace poco más de un mes, he recibido numerosas cartas, correos y mensajes de distintos sacerdotes, de diversas partes del mundo, que están padeciendo esta situación. ¿Por qué son despojados de sus cargos? Porque son ortodoxos, porque son buenos católicos. Y porque el progresismo reinante, el oficialismo progresista, es implacable; y no tolera que obispos y sacerdotes puedan dejarse guiar por la gran Tradición de la Iglesia, como la llamaba el Papa Benedicto XVI. Éste es el problema de la «cancelación». Te despiden, sin más; y arréglate como puedas. Conmueve escuchar y leer los testimonios de estos sacerdotes; que deben, incluso, ir a vivir con sus padres, para poder contar con un plato de comida, y con el cuidado y contención que desde la Jerarquía se les niega.

 

Otra historia de la que me he ocupado ya varias veces es la devastación universal de la Sagrada Liturgia, en contra de lo que el Concilio Vaticano II estableció con su propósito de prudente aggiornamento. En la Argentina hay casos insignes: hace unos pocos años un obispo celebró misa en la playa utilizando un mate como cáliz, y acabo de enterarme de otro hecho escandaloso: un sacerdote –del clero de una diócesis del centro del país- celebró la Santa Misa vestido de payaso. ¿Qué otro disparate se puede permitir? Si el diocesano que es directamente responsable no reaccionó, la Conferencia Episcopal, que cuenta con una Comisión de Liturgia, debió intervenir reprobando ese sacrilegio. No es digno callar una tropelía como esa. Se dice que «para muestra basta un botón». No me es posible prolongar este escrito consignando una lista de las calamidades eclesiales, que dejan perplejos a los fieles, y constituyen una pésima señal para los jóvenes. El Santo Padre ha dicho recientemente que los obispos debemos compartir nuestro carisma con los laicos. Estos no tienen que sufrir en silencio y quietud desafueros como los que he señalado.

 

La crítica que he presentado de la organización existente, pide que proponga una alternativa. La encuentro en la gran Tradición eclesial. Mencioné la necesaria libertad de los obispos diocesanos; esta postura no equivale a la anarquía, y a un individualismo solipsista en un Cuerpo cuya esencia es la comunión. La figura tradicional es la Provincia Eclesiástica, presidida por el Metropolitano (el palio no es un adorno); en ella se cumple, y puede vivirse, una auténtica sinodalidad, no metafórica o discursiva sino real. Por supuesto, el Espíritu Santo, y el mismo Jesús -que aseguró acompañar a los apóstoles todos los días, pasas tas hēmeras, Mt 28, 20- son quienes gobiernan soberanamente a la Iglesia. Al proponer la organización tradicional, entendemos que ella constituye lo que Aristóteles reconocía y denominaba como causas segundas. Corresponde a los hombres de Iglesia, comenzando por el Sumo Pontífice, Sucesor de Pedro, velar para que esas causas segundas se ordenen en una organización adecuada. El ordenamiento de las Provincias Eclesiásticas, coronado por la Asamblea de los Metropolitanos, es una posibilidad real que cuenta a su favor con la Tradición; y evita la intrusión de esquemas políticos seculares que son incapaces de asegurar una verdadera democracia –ni tiranía ni anarquía- a las repúblicas que los padecen.

 

No se me oculta que lo que acabo de escribir puede molestar a muchos colegas. Deseo asegurar a todos mi recta intención, mi respeto y afecto colegial. No perderíamos nada si discutimos con objetividad, y paciencia, estos temas de máxima importancia para el hoy y el mañana de nuestra amada Iglesia.

miércoles, 20 de abril de 2022

¿EL AUTODESPRECIO EN OCCIDENTE?

 


Los líderes occidentales lo promueven


Riccardo Cascioli


Brújula cotidiana, 19-04-2022

 

Cuando hablamos de Occidente nos referimos a la civilización cristiana que le dio origen, con todos los valores que implica: orden natural, valor de la persona, sacralidad de la vida. El autodesprecio está representado por el tercermundismo, el ecologismo, el indigenismo, la ideología de género, el aborto. Todos estos valores negativos hoy son promovidos por quienes usurparon el título del Occidente. Lo que también indica algo en el conflicto ruso-ucraniano.

 

Cada vez más quienes hacen preguntas, expresan perplejidad, sugieren distinciones sobre la narración que el presidente ruso, Vladimir Putin, quiere como símbolo del mal (responsable del genocidio y de todas las maldades posibles) y la necesidad de hacerle la guerra; es etiquetado como el enemigo de Occidente, típico representante de un Occidente que se odia a sí mismo. Y si son los católicos los que hablan, he aquí la cita de Benedicto XVI: “Hay aquí un autodesprecio de Occidente (...) que sólo puede ser considerado como algo patológico”. Implícito en este discurso está que se hace coincidir a Occidente con las decisiones políticas, estratégicas y militares de los líderes de los países occidentales y de su alianza militar, la OTAN.

 

Urge pues volver a interrogarse sobre lo que es Occidente para entender si este tipo de críticas son correctas. Es un discurso que ya habíamos abordado hace unas semanas con Stefano Fontana, pero es necesario retomarlo y profundizar en algunos aspectos que también sirven de juicio para esta guerra ruso-ucraniana. Fontana decía, por tanto: Occidente “es una civilización en la que el cristianismo ha sintetizado y purificado la filosofía griega y el derecho romano”. Esto tiene consecuencias concretas: en primer lugar, el reconocimiento de que hay un Dios Creador, para quien el mundo entero es Creación, con el hombre en la cúspide, un hombre que es responsable ante Dios de todo lo que le rodea.

 

Significa que hay un orden natural que corresponde al plan de Dios para los hombres y para toda la realidad, que estamos llamados a cumplir incluso con nuestras reglas sociales. Significa que cada persona tiene un valor en sí misma, que la vida es sagrada e indisponible y que hay derechos naturales que anteceden a los Estados y comunidades sociales, y que los Estados y comunidades sociales deben garantizar. Significa también una concepción de la historia lineal que tiende al último día, al Juicio Final, ya que el hombre está llamado siempre a construir la Jerusalén terrena a imagen de la Jerusalén celestial; de aquí se sigue también el valor positivo del trabajo (en otras sociedades está reservado a los esclavos, a los prisioneros y a las clases más bajas) y por tanto también la concepción del desarrollo. Es todo esto lo que a lo largo de los siglos ha hecho grande a la civilización occidental y le ha garantizado la supremacía cultural, económica y política en el mundo, no la capacidad de usar la fuerza y ​​la violencia, como muchos quisieran.

 

Pues bien, ¿de dónde procede entonces el autodesprecio de Occidente, del que también habla Benedicto XVI? Simplemente del rechazo del cristianismo, de la negación de las raíces de nuestra civilización. Como recordó Fontana, es un proceso que duró siglos, pero que ciertamente ha madurado en las últimas décadas. Es una lectura de la historia en la que todos los males son hijos de la cultura occidental y en particular de la civilización cristiana. Hoy hay muchas corrientes culturales y políticas que interpretan este sentimiento: el tercermundismo, por ejemplo, según el cual los países pobres son pobres porque hay países ricos, de modo que incluso las políticas de desarrollo internacional se ven en términos de compensación por errores pasados ​​y no de la evolución de los países pobres. No cabe duda de que la pobreza es en cambio hija sobre todo de factores internos, como la concepción religiosa, la cultura, la corrupción, como debe parecer evidente; no, todo es culpa de los países ricos, es decir, de Occidente.

 

En esta clave se puede leer también el fenómeno del ecologismo, especialmente en su versión del cambio climático: son los países industrializados los que contaminan y modifican el clima del cual los pobres pagan las consecuencias, por lo que las políticas ecológicas deben traducirse siempre en enormes transferencias de dinero desde países ricos a países pobres. Aquí también, no importa si desde un punto de vista científico y estadístico la realidad parece muy diferente, la culpa es en todo caso de Occidente. Y otra vez: el indigenismo, la exaltación mitológica de los pueblos indígenas que, obviamente, eran felices antes de que llegaran los colonizadores occidentales; olvidando que las culturas primitivas son todo menos un ejemplo de respeto por la persona y el medio ambiente.

 

El fenómeno de la “cultura cancelada”, con el posterior derribo de estatuas, libros en la hoguera, profesores suspendidos, etc., es sólo el resultado final del arraigo de esta ideología antioccidental. En cuanto al ecologismo, es interesante subrayar cómo se cuestiona directamente a la cultura judeocristiana como responsable de la supuesta crisis ecológica, pues el énfasis en la centralidad del hombre lo habría llevado a destruir la naturaleza.

 

La negación de la civilización cristiana occidental también tiene consecuencias en otros campos: por ejemplo, la ideología de género es la negación del orden natural que Dios estableció en la Creación y que encuentra su descripción en el Génesis. Y así la negación de la vida -aborto, eutanasia- y la destrucción sistemática de la familia como célula fundamental de la sociedad.

 

Si este es, por lo tanto, el verdadero autodesprecio de Occidente surge inmediatamente un problema: hoy es precisamente el liderazgo de todo Occidente el que representa y promueve el autodesprecio. No es casualidad que los líderes europeos hayan prohibido explícitamente el reconocimiento de las raíces cristianas de Europa. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha colocado la agenda LGBTQ como una prioridad de política exterior, después de que sus predecesores demócratas impusieran de manera similar el control internacional de la natalidad. Las agencias de la ONU, a instancias de los gobiernos occidentales, promueven el aborto, la anticoncepción, la destrucción de la familia, el ecologismo, el tercermundismo, el indigenismo. Y podríamos seguir.

 

Entonces, quien ama a Occidente entendido como heredero de la civilización cristiana, del pensamiento griego y del derecho romano, ¿cómo podría sentirse en armonía con quienes han usurpado hoy el título de Occidente? ¿Y por qué, con mayor razón, no debería sentirse libre de criticar las decisiones de su propio gobierno o de la OTAN en términos de política internacional y objetivos geopolíticos? Esto no es un sesgo o una “represalia” ideológica, sino simplemente usando la razón, esto también es un legado ahora olvidado de la verdadera civilización occidental.

 

Esto obviamente no significa que debamos simpatizar o alentar a quienes quieren destruir Occidente desde el exterior (ver China) o incluso como un enemigo interno (ver por ejemplo el fundamentalismo islámico arraigado gracias a ciertas políticas de inmigración, también hijas del autodesprecio de Occidente). Sería infantil y autodestructivo.

 

Rusia, sin embargo, merece una discusión aparte, porque según su concepción original, este país cristiano es también Occidente. Separados tanto por un cisma dentro del mundo cristiano como por la dominación en el siglo XX de una ideología totalmente anticristiana, pero todavía parte de Occidente. Así también lo veía Juan Pablo II, que de hecho habló de una Europa desde el Atlántico hasta los Urales. Rusia no es más que Occidente, sino un trozo de Occidente que entró en conflicto con el resto, tal y como sucedió en el siglo XX con otros países europeos que se enfrentaron entre sí en dos guerras mundiales.

 

Evidentemente esto no quita las grandes responsabilidades en este conflicto, pero es un motivo más para cambiar de actitud: en lugar de impulsar la Tercera Guerra Mundial, que para Europa sería un auténtico suicidio, deberíamos echar agua al fuego y buscar caminos viables para poner fin a esta masacre, antes de que la brecha que se está creando nuevamente entre los pueblos europeos y cristianos se convierta en un muro infranqueable.