un documento superficial con algunos errores
graves
Tommaso Scandroglio
Brújula cotidiana,
09_04_2024
Ayer se publicó la
Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe (DDF) Dignitas infinita,
sobre la dignidad de la persona humana. Un documento nacido tras nada menos que
cinco borradores elaborados en los últimos cinco años.
El planteamiento
de base, de carácter metafísico, es en principio correcto, pero dado el valor
del documento, necesitaba una mayor profundización, por ejemplo tratando el
concepto de “persona” en relación con las tres personas de la Santísima
Trinidad -porque de aquí proviene en última instancia el valor intrínseco de
cada persona- y subrayando después que este valor del hombre deriva
secundariamente de la naturaleza particular de su forma actualizada, es decir,
de su racionalidad (en el documento sólo hay una brevísima mención a este
concepto). Es la cualidad de esta naturaleza la que hace al hombre
intrínsecamente valioso y, por tanto, merecedor del nombre de “persona”, que es
como una especie de título para indicar una dignidad altísima. Persona es,
pues, nomen dignitatis. Tomás de Aquino se expresa al respecto de la siguiente
manera: “Entre todas las demás sustancias, los individuos de naturaleza
razonable tienen un nombre especial. Y este nombre es persona” (Summa
Theologiae, I, q. 29, a. 1 c.). Aunque la estructura es correcta, no se puede
decir lo mismo de los argumentos individuales articulados. Hay poca profundidad
de análisis, un rasgo característico de todo el presente pontificado.
Junto a párrafos
que pueden compartirse de esta Declaración, firmada por el Prefecto Víctor
Fernández y aprobada por el Papa Francisco, hay otros ambiguos, algunos
cuestionables y varios erróneos. En relación a los pasajes ambiguos -dejando de
lado por razones de espacio la definición propuesta de “naturaleza humana”- nos
detendremos en el punto nº 1 donde se afirma la primacía de la persona humana,
tal y como se afirmó anteriormente en la Laudate Deum del Papa Francisco (nº
39). Esto es cierto en el plano natural, pero no en el sobrenatural. De hecho,
la primacía pertenece siempre a Dios. En un documento que fundamenta acertadamente
la dignidad humana en el hecho de haber sido creados a imagen de Dios, no hacer
referencia a la primacía trascendente es una omisión significativa.
En cuanto a los
pasajes cuestionables y de manera telegráfica: “Esta dignidad ontológica se lee
en el documento, en su manifestación privilegiada a través de la libre acción
humana, fue subrayada más tarde sobre todo por el humanismo cristiano del
Renacimiento” (n. 13). El humanismo, incluso el humanismo cristiano
valientemente definido, era antropocéntrico y no teocéntrico. Igualmente
crítica es la siguiente afirmación casual: “Es evidente que la historia de la
humanidad muestra un progreso en la comprensión de la dignidad y la libertad de
las personas” (n. 32). Estamos seguros de que a muchos les parece evidente lo
contrario.
También es
cuestionable la lista propuesta de conductas o fenómenos contrarios a la
dignidad de la persona, lista que tiende a fijarse en temas de justicia social:
pobreza, guerra, migrantes, trata de personas, abuso sexual, violencia contra
la mujer, feminicidio, aborto, gestación subrogada, eutanasia y suicidio
asistido, rechazo a las personas con capacidades diferentes, teoría de género,
cambio de sexo, violencia digital (en ese orden en el documento). Todas
conductas o fenómenos ciertamente censurables, pero a pesar de asegurar que la
lista no era exhaustiva (ver Presentación), brillan por su ausencia el
divorcio, la anticoncepción, la inseminación artificial, la experimentación con
embriones y el ecologismo, por ejemplo. Habría sido más fructífero partir del
Decálogo para elaborar dicha lista.
Y ahora vamos a
los errores, al menos a los que nos parecen más evidentes. El primero está en
el título: Dignitas infinita. La dignidad de la persona humana no es infinita
(cf. n. 1) porque su ser no es infinito. Sólo la dignidad de Dios es infinita
porque su ser es infinito. Nuestra cualidad de criaturas comporta un valor
intrínseco, limitado y finito, pero al mismo tiempo inconmensurable, es decir,
inmenso y absoluto. Por lo tanto, no sujeto a condiciones, como se indica
correctamente varias veces en el texto (Juan Pablo II, citado en el documento,
había caído en el mismo error).
Segundo error: en
el nº 28 se vuelve a citar Laudate Deum: “La vida humana es incomprensible e
insostenible sin las demás criaturas” (nº 67) Sin embargo, la Declaración
repite no menos de quince veces y con mucha propiedad que la dignidad humana es
tal más allá de toda circunstancia. Ahora, en cambio, la dignidad humana parece
descender de las demás criaturas: ya no parece tener dignidad absoluta, sino
una dignidad relativa en relación con las plantas y los animales. El clásico
óbolo debido al ecologismo. Sobre el tercer error -la pena de muerte entra en
conflicto con la dignidad humana (cf. n. 34)- sólo podemos remitirnos a otro
artículo (hacer clic aquí) y a otros anteriores (hacer clic aquí y aquí).
Detengámonos
finalmente en el párrafo dedicado a la teoría de género. Esta teoría incluye,
entre otros aspectos, un juicio positivo sobre la homosexualidad y la transexualidad.
A este segundo aspecto, la Declaración dedica un párrafo especial que adopta un
enfoque crítico correcto. Así, era de esperar que el apartado “Teoría de
género” tratara de la homosexualidad. Así es en la parte inicial del mismo,
pero luego las reflexiones que articula parecen más propias del transexualismo,
y sólo vagamente relacionadas con la homosexualidad. Dicho esto, es evidente
que falta una condena explícita y razonada de la homosexualidad, refugiándose
en vagas referencias a la diferencia sexual entre hombres y mujeres. Algo que
no es de extrañar tras la publicación de Fiducia supplicans que bendice la
homosexualidad.
Hablamos de la
parte inicial del apartado “Teoría de género”, dedicada a la homosexualidad. En
él, se cita correctamente el Catecismo de la Iglesia Católica cuando afirma que
la persona homosexual debe ser acogida (cf. nº 2358), pero no se cita lo mismo
cuando censura tanto la homosexualidad como la conducta homosexual. No sólo
eso, sino que inmediatamente después de esta cita, la Declaración continúa así:
“Por esta razón, debe denunciarse como contrario a la dignidad humana que en
algunos lugares no pocas personas sean encarceladas, torturadas e incluso
privadas del bien de la vida únicamente a causa de su orientación sexual” (nº
55). Parece que la aceptación de las personas homosexuales implica la exclusión
de la prohibición legal de la conducta homosexual. Sancionar la conducta
homosexual sería entonces un malum in se. He aquí, pues, la cuestión de fondo:
¿es moralmente lícito sancionar la conducta homosexual? Una respuesta que
sabemos que escuece a muchos: sí, pero no siempre. Vamos por orden. ¿Cuál es el
criterio al que hay que referirse para decidir cuándo es correcto sancionar una
determinada conducta? El bien común. En el caso de las prohibiciones, deben
prohibirse las conductas gravemente perjudiciales para el bien común. La
conducta homosexual es potencialmente perjudicial para el bien común por varias
razones.
En primer lugar,
porque la homosexualidad contradice en lo más profundo de sus raíces la
naturaleza humana, y por tanto la dignidad humana. Es un desorden violento de
la persona que no puede sino repercutir externamente cuando se convierte en
conducta, en relación, reverberando negativamente en ese ordo social cuya
protección es la primera tarea del gobernante. La práctica de la homosexualidad
conduce a la corrupción del pensamiento y de las costumbres, por ejemplo en el
ámbito de la conducta sexual, incluso entre heterosexuales, en la educación
cuando se enseña la afectividad, etc. Pensemos entonces en los efectos
negativos que hemos tenido que registrar en el ámbito familiar donde se han
legitimado las uniones civiles o los “matrimonios” homosexuales, incluyendo
sobre todo la llamada homogeneización. Pensemos también en el ámbito
procreativo, donde la homosexualidad ha fomentado prácticas como la fecundación
heteróloga, el útero de alquiler y ha fomentado una cultura anti-vida, porque
la homosexualidad es por su estructura íntima una condición infértil.
Por lo tanto, en
abstracto, la conducta homosexual se puede prohibir legalmente, pero en la
práctica hay que asegurarse de que la prohibición sea efectiva, es decir, que
prometa más beneficios que perjuicios al bien común. De lo contrario, es mejor
tolerar y no prohibir. Conviene, pues, hacer mil distinciones: en algunas
culturas, como la africana, la homosexualidad está prohibida porque socialmente
ya es profundamente repudiada, sobre todo porque para la cultura africana la
descendencia lo es todo y una relación que por su propia naturaleza es infértil
se percibe como un insulto muy grave a los valores compartidos. La
homosexualidad en esos contextos ya se rechaza radicalmente, y no prohibirla
significaría incentivarla y promover así procesos sociales altamente desestabilizadores
(en una línea similar, Pío XI pedía a los gobernantes en Casti connubii que
castigaran las uniones libres – “turpi connubii” en el texto- que, entre otras
cosas, representan una especie moral menos grave que las relaciones
homosexuales).
Ni que decir tiene
que el tipo de sanción y el quantum del castigo deben ser proporcionales, entre
otros aspectos a tener en cuenta, a la naturaleza del mal cometido y, por
tanto, como recuerda la propia Declaración, deben excluirse la pena de muerte y
la tortura, también porque esta última es una acción intrínsecamente mala.
Por otra parte,
por las mismas razones, parece aconsejable no prohibirla en Occidente -también
porque es realistamente imposible decidir lo contrario-, precisamente porque la
sociedad acepta esta condición con absoluta benevolencia. La medicina sería
peor que el mal que hay que curar. Por lo tanto, en primer lugar es necesario
intervenir en el ámbito cultural y, mientras tanto, tolerar el fenómeno, no
prohibirlo y, desde luego, no legitimarlo.