Tres reflexiones sobre un Papa extraordinario.
Benedicto XVI
luz que brilla en las tinieblas
P. Santiago Martin
Infocatólica,
31-12-22
El P. Santiago
Martín, grabó una extraordinaria semblanza de Benedicto XVI, minutos antes de
su muerte. Cómo luchó por la fe (Dominus Iesus, Teología de la Liberación,
Relativismo), trajo la paz litúrgica y fue machacado en los últimos momentos de
su pontificado. Cómo nos confortó y guió.
Cuando grabo este
vídeo, el Papa Emérito, Benedito XVI, está agonizando.
Su golpeado
corazón sigue luchando y lo hará hasta que el Señor disponga que ha llegado la
hora de llevárselo consigo, con ese Dios al que él tanto ha amado.
Este humilde
trabajador de la Viña del Señor, como él mismo se presentó, está apagándose
lentamente, está también en esto, siendo lo que ha sido toda su vida, una
presencia brillante pero a la vez discreta, humilde, honesta.
Incluso sus más
encarnizados enemigos tienen que reconocer que es un santo, aunque después a
continuación se decidan a manchar de alguna manera su nombre.
Ahora la virtud
que más le ha caracterizado es la humildad, esa humildad que nos ha atraído a
todos los que hemos tenido la bendición de poder tener algún trato con él.
Pero esta luz que
brilla en las tinieblas se está apagando en un momento muy especial, en plenas
fiestas de Navidad.
Cuando acaba de
ocurrir el solsticio de invierno, cuando tímidamente la luz va ganando
lentamente, poco a poco presencia y la oscuridad empieza también lentamente a
retroceder, quizá la muerte del Papa Benedicto, cuando ocurra, es como una
profecía que indica que lo peor ha podido pasar ya, que lo peor ya ha pasado,
que esta tormenta terrible que llevamos décadas soportando y que tiene ya a la
iglesia llena de agua a punto de hundirse, que quizá esta tormenta puede
empezar a remitir.
Queremos y recemos
que esto sea así y que su paso por la Tierra engrandecido con su muerte
signifique que ya muchos van a empezar a mirar con más valentía la luz, porque
esto es lo que ha sido Benedicto durante toda su vida, ha sido alguien que ha
intentado reflejar la luz, no la luz suya propia, sino la luz de aquel que es
la verdadera luz, Jesucristo nuestro Señor.
Él ha luchado de
una manera además titánica, con esa inteligencia portentosa que Dios le dio, él
ha luchado para que el relativismo no apagara, manipulara, destruyera el
mensaje de Jesucristo.
Él ha sido de
verdad un siervo dócil que se ha puesto al servicio de la verdad que es
Jesucristo, que se ha puesto al servicio del único verdadero redentor y
salvador del mundo y que se ha puesto al servicio de una iglesia que es la
única que tiene la plenitud de la verdad revelada por Cristo y la plenitud de
los medios de salvación que el Señor dejó para ayudarnos a alcanzar el cielo.
Su obra, repito,
ha sido titánica, es imposible resumirla porque no solamente fue un brillante
teólogo asesor del Cardenal de Colonia cuando se desarrolló el Concilio
Vaticano II, profesor de teología fundador de dos revistas, primero la revista
Concilium y después la revista Communio.
No solamente fue
el autor de libros que ya tenían un peso en aquel momento antes de ser nombrado
obispo, como por ejemplo Introducción al Cristianismo, no solamente fue el gran
prefecto de doctrina de la fe durante muchísimo tiempo y no solamente fue el
Papa que ha gobernado la iglesia durante ocho años, sino que todo eso lo ha
hecho precisamente porque quería ser fiel a Jesucristo y porque quería y amaba
a esta iglesia que era la única verdadera iglesia de Cristo.
Durante su época
como Prefecto de Doctrina de la Fe fueron publicados, aunque naturalmente no es
que fueran escritos desde el principio hasta el final por él, pero fueron
publicados por ejemplo los dos documentos sobre la teología de la liberación
que supusieron un golpe mortal al intento de la unión soviética de hacerse con
toda Latinoamérica utilizando a la iglesia.
Dejó claro que
marxismo y cristianismo son incompatibles y lo hizo cinco años antes de que
cayera el muro de Berlín y el mundo entero contemplara sorprendido las
vergüenzas que ocultaba el régimen inhumano soviético, el régimen inhumano
comunista.
También durante su
época como prefecto de la Fe se publicó el Catecismo de la Iglesia Católica
dirigido por él, obviamente con un equipo de sacerdotes, de teólogos, de
obispos cardenales, pero dirigido y supervisado por él.
Y esta es una obra
maestra, es decir, es una obra que queda para la historia y que es un dique de
contención del intento del relativismo de manipular el dogma, la moral y
también la liturgia de la iglesia.
No podemos olvidar
la publicación durante su época como Prefecto de Doctrina de la Fe de la
declaración Dominus Iesus que, como he dicho antes, pone de manifiesto que
Cristo es el único redentor del mundo, que sí es un hombre, un hombre
verdadero, efectivamente un hombre verdadero, un gran hombre, un extraordinario
hombre, pero no es un poco más o mucho más grande y extraordinario que
cualquier otro hombre extraordinario de la historia de la humanidad.
Y no lo es porque
es verdadero Dios, es el hombre y es Dios nuestro Señor, la segunda persona de
la santísima Trinidad, Dios de Dios, luz de luz, que asume la naturaleza humana
en el vientre, en el seno de la santísima Virgen María.
Esto que estaba en
entredicho y que el relativismo estaba diluyendo, diciendo que Jesús era
simplemente uno más, incluso el más grande de los grandes ilustres personajes
de la historia, dice, es efectivamente el más grande, sí, es un gran hombre, es
extraordinario, sí, pero es Dios, es Dios.
Y además añade, y
en la iglesia católica, y solo en la iglesia católica está la plenitud de la
revelación, es decir, solo aquí está la plenitud de lo que ha enseñado
Jesucristo y está la plenitud de los sacramentos que ha dejado nuestro Señor
para ayudarnos a llegar al Cielo.
La Dominus Iesus
junto con el Catecismo de la Iglesia Católica son dos de los grandes hitos de
la teología que se publican durante su etapa como prefecto de doctrina de la
fe.
Tras ser elegido
Papa publicó tres encíclicas y cuando uno mira las tres, las ve juntas más, que
normalmente se publica una, después otra, después otra, cuando ves el conjunto
de esas tres encíclicas, además solo tres, te das cuenta de cuál era su
preocupación, su objetivo.
Estaba
diluyéndose, desapareciendo incluso la predicación del mensaje de la salvación,
del mensaje de la vida eterna.
La iglesia estaba
dejando de preocuparse por salvar almas para ocuparse casi exclusivamente por
salvar cuerpos.
La vida eterna ya
no contaba que se negara su existencia, algunos por supuesto sí, pero la mayoría
no, nunca se ha negado la existencia de la vida eterna o la existencia del
alma, pero ya no preocupaba, ya no interesaba, ya no importaba, lo importante
era dar de comer al hambriento.
Sí, pero
olvidándose de que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale
de la boca de Dios, olvidándose de que hay vida eterna y de que hay que ayudar
a ese hombre, ayudarle a que viva, pero a que viva no solamente aquí, sino a
que viva para la eternidad.
En la última de
las encíclicas, él insiste en la necesidad de decir la verdad a la gente, de
que la primera caridad es decir la verdad y que la verdad no es un concepto, la
verdad es una persona, la verdad es Cristo, la verdad es el amor que es Cristo,
el amor de Dios que ha vivido, que vive entre nosotros, y que la primera
caridad que tenemos que tener con cualquiera, la primera, la más importante es
precisamente enseñarle quién es Jesucristo y acercarle a Jesucristo, porque si
comes mañana volverás a tener hambre, y si estás con Cristo, Él es el que sacia
totalmente aquellas necesidades que tienes, porque incluso te ayuda a trabajar
por ti mismo para intentar resolver hasta tus problemas de tipo físico o de
tipo material.
Pero además de
esto, además de sus obras como teólogo, como prefecto o como papa, es porque
sigue vivo el hombre que ha intentado, que ha luchado por conseguir la paz
litúrgica.
Es el hombre que
ha intentado que en la Iglesia coexistieran pacíficamente la liturgia que surge
del Concilio Vaticano II y la liturgia tradicional.
Es también el que
ha renovado la condena contra la masonería.
Es, por supuesto,
el autor, siendo cardenal primero y papa después, el autor de aquel informe
sobre la fe, que a mudo de entrevista le hizo Vittorio Messori, y el autor de
los tres libros sobre Jesús de Nazaret, especialmente el primero, pone el dedo
en la llaga sobre la manipulación que se está haciendo desde algunos sectores
de los estudios bíblicos.
Todo esto, junto,
llevó al Vatileaks, tenían que acabar con él, y le golpearon, le golpearon
donde sabían que más le dolía en su honestidad, donde sabían que podían hacerle
mella en su honestidad.
Fue un importante
cardenal el que meses antes de presentar su dimisión le dijo, has fracasado,
has fracasado, tienes que ponerte a un lado, dejar que otro haga lo que tú no
has sabido hacer, acabar con la corrupción en la Iglesia.
¿Por qué? Porque
había ya estallado el escándalo del Vatileaks, que no era otra cosa más que
algo muy bien organizado, que ponía al descubierto ante los ojos del mundo la
existencia de unas luchas terribles en el seno de la Iglesia, sobre todo en el
Vaticano, y la existencia de la corrupción.
Él se dio cuenta
de que no tenía ya la capacidad, las fuerzas, dijo él, para seguir afrontando
esta lucha contra la corrupción, y efectivamente decidió ponerse a un lado,
presentó la dimisión.
Para la historia
queda, y la historia dirá, si esa dimisión fue oportuna, si fue prematura, si
debía haber esperado un poco más y organizado su sucesión, él renunció
libremente, así lo dijo, pero eso no significa que no hubiera habido una
campaña, una presión para hacer, moverle, no digo forzarle, porque no hubiera
habido libertad, pero sí moverle hacia esa dimisión.
La historia lo
dirá, lo que queda ahora, cuando aún su corazón valiente está luchando, lo que
queda ahora, lo que quedará para siempre, es el testimonio de su honestidad y
de su humildad, y también esa luz que él ha querido aportar, siendo reflejo de
la verdadera luz que es Cristo, para acabar con las tinieblas del relativismo,
que tanto daño nos están haciendo.
Ha luchado, se ha
esforzado por hacer compatible el Concilio Vaticano II con la tradición de la
Iglesia, la hermenéutica de la continuidad ha sido su guía como teólogo, como
Prefecto de Doctrina de la Fe como pontífice, él ha trabajado por esto, también
la historia dirá si esto ha sido, es o será posible, su ejemplo, su enseñanza
son y seguirán siendo un hito en la historia de la Iglesia, y mientras existan,
existamos pecadores, pero que queremos seguir siendo fieles a la verdadera
Iglesia, esto no va a pasar, no se va a olvidar, no nos vamos a olvidar de este
auténtico grande que merece la pena ser llamado Magno, como fue llamado San
Juan Pablo II.
Rezamos por él, le
encomendamos a Dios que Dios tenga misericordia de su pobre gastado cuerpo y
que tenga naturalmente misericordia de su brillante, excelente alma.
Hasta la semana
que viene, si Dios quiere.
*****
La Fe
en el pensamiento de Ratzinger-Benedicto XVI
P. Roberto Esteban Duque
Infocatólica, 31/12/22
Cuando le
preguntaron al cardenal Ratzinger cuál era el problema más importante que tenía
hoy la Iglesia, no vaciló en responder: «Yo diría simplemente: la actual
dificultad para creer». Para Ratzinger, la crisis existente en la Iglesia no
coincide con la de siglos pretéritos. No es una crisis localizable en el plano
institucional, como lo era en el siglo XVI, sino la desaparición de la fe, el
hecho de que el concepto mismo de Dios haya dejado de tener sentido para gran
parte de Occidente. Cuando Ratzinger habla de crisis de fe (una de las
constantes de su pensamiento), alude al hecho de querer creer sin Dios. Lo que
no es obra nuestra no existe, ésta es la tentación. El rostro de Dios se torna
cada vez más borroso cuando el hombre piensa que debe asumir plenos poderes y
considerar como única realidad sus propias empresas. La esencia de la fe es que
en ella no me encuentro con algo inventado, sino que lo que sale al encuentro
supera cuanto puedo inventar.
Cuarenta años
antes, siendo sacerdote y profesor de teología en Tubinga, encontramos unas
conocidas y lúcidas palabras, un mensaje profético de Ratzinger sobre el futuro
de la Iglesia: «Surgirá mañana una Iglesia purificada, pequeña, que tendrá que
empezar todo desde el principio. Perderá adeptos y privilegios en la sociedad.
Se presentará como la comunidad de la libre voluntad a la que sólo puede
accederse por una decisión personal. Como pequeña comunidad reclamará con más
fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. Su verdadera crisis apenas ha
comenzado, pero al final, aunque no sea una fuerza dominante en la sociedad,
permanecerá la Iglesia de la fe, visible a los hombres como la patria que les
ofrece la vida y la esperanza más allá de la muerte».
Este diagnóstico
supone la constatación no sólo de la crisis de fe en la Iglesia, sino también
de la necesidad de la conversión y de que emerja la Iglesia de la fe, una
Iglesia que deberá comprenderse a sí misma como una minoría creativa que tiene
una herencia viva y actual, a través de la cual se verifica la contemporaneidad
de Cristo respecto al hombre de cada época. Ratzinger mantiene que la Iglesia
que permanecerá será la Iglesia de la fe; que el proceso de secularización
espiritual e indiferencia religiosa seguirá desarrollándose, según su propia
lógica; que la Iglesia será cada vez más pobre de recursos y medios, con menos
vocaciones a la vida consagrada. Pero será un tiempo de purificación y
crecimiento al que sucederá una nueva expansión del Evangelio, el esplendor de
la gracia y de la bondad de Dios. La Iglesia que entonces surgirá de la prueba
será más humilde, más cercana al Evangelio, más parecida a la Iglesia de los
primeros cristianos, unida y compacta, fundada sobre el amor como categoría
suprema, menos mundanizada y, por eso mismo, con mayor autoridad moral.
En el tiempo
inmediatamente posterior al Concilio, la fe no impregna la vida de los pueblos,
emerge inerte, asistiendo impasible a un evidente proceso de descristianización
desde la Ilustración francesa, capaz de volverse evanescente cualquier
arquetipo eterno propuesto como modelo de actualización en la vida de los
pueblos, y encontrándose reducido el hombre, arropado por un creciente
laicismo, al más pobre de sus atributos como es el cambio indeterminado. Desde
el momento en que la fe le dice al hombre quién es él y cómo ha de comenzar a
ser humano, la fe «crea cultura, es cultura», dirá Ratzinger. La incorporación
del Evangelio en el mundo antiguo transformó la cultura greco-romana y la
cultura de los pueblos nórdicos.
Al sentirse
receptor y responsable de una fe que recibe y transmite, la intención del Concilio
era movilizar en actitud misionera todas las energías de la Iglesia para que
ésta iluminase el mundo. El proyecto fontal del Concilio -anunciar la fe de un
modo nuevo, manteniendo la identidad de sus contenidos- fue también la
ambiciosa y sugerente propuesta del pensamiento de Ratzinger.
Sin embargo, el
tiempo posterior al Concilio vivió sumergido en un evidente clima de sospecha y
traición. Al primer sentimiento de euforia, de renacimiento y esperanza, que
desata el anuncio del Concilio por parte de san Juan XXIII, con el deseo de
renovación de la Iglesia y de señalar el paso del conservadurismo a una actitud
misionera, sucederá la tempestad y la incomprensión de quienes sostienen que
fue el mismo Concilio que hereda san Pablo VI quien la desencadenó y que
propició una especie de «paraconcilio», obra de «teólogos cortesanos», de una
oposición declarada dentro de la Iglesia. El malestar se extiende como la
pólvora: prácticas pastorales desviadas de la doctrina católica, laxismo moral,
abandono palmario de la formación de la castidad, manuales de «moral renovada»
que hacen de la razón el punto de partida de la normatividad humana,
secularización y protestantización de un humanismo desligado de la revelación,
Iglesia comprendida no ya como misterio y comunión con Dios sino como empresa
subyugada por objetivos mundanos y temporales, exhibición en el clero de la
discontinuidad y de la ruptura respecto de planteamientos magisteriales. El
final es de sobra conocido: aumento de la crisis interna de la Iglesia, puesto
de manifiesto en la división, la desorientación, la deserción y el abandono de
los clérigos.
La situación
llevaba a una triple paradoja. En primer lugar, la necesaria renovación
conciliar encuentra la acritud contestataria desde extremos opuestos que elevan
la oposición a un escenario de desdeñoso alejamiento. Asimismo, algunos medios
ajenos a la Iglesia, impregnados de prejuicios tradicionales, mantendrán una
notoria infidelidad contra el papado en lo relativo a los fundamentos de la fe,
de la moral y de la disciplina católicas. Finalmente, la contestación contra el
papado asumirá tintes dramáticos al producirse dentro del catolicismo. El
declarado objetivo de la contestación no era otro que el principio del papado,
la función del mismo Pedro, el vaciamiento de la Fe.
La renovación,
apertura y libertad, propuestas por el Concilio todavía están lejos de
comprenderse en una Iglesia en la que con relativa frecuencia penetra «el humo
de Satanás». La renovación de la Iglesia sólo es posible dentro de la
continuidad del contenido de la fe; la apertura al mundo es una apertura
misionera, potenciadora de cuanto hay de grande y de bello en el hombre, imagen
de Dios, pero en permanente lucha con un mundo presente en el que domina «un
espíritu de vanidad y malicia»; y la libertad es libertad evangélica, con el
fin de cumplir la misión encomendada por Cristo a su Iglesia, y por extensión a
todos nosotros.
Pero los
verdaderos males experimentados se deben al hecho de desatarse en el interior
de la Iglesia oscuras fuerzas de fácil optimismo y de modernidad. Si el
exterior ofrecía el conflicto con una revolución cultural de ideología liberal,
individualista, racionalista y hedonista, un laicismo gradual en todos los
ámbitos de la cultura y de la política, un ambiente, en fin, ajeno y contrario
a la fe y al cristianismo, la causa principal del problema radica en una fe
cristiana deformada, en una fe poco sólida, donde la cultura, la sociedad y el
mundo, aparecen descristianizados por los mismos cristianos, y donde la Iglesia
se encuentra golpeada y cuestionada desde sí misma por una ideologizada visión
de la propia Iglesia, por la imposición, en nombre del Evangelio, de visiones
parciales centradas en proyectos de acción política ajenos a la continuidad con
el Magisterio que provocan profundas lesiones en la unidad eclesial y crean
divisiones con difícil desarraigo.
La división
provocada desde el interior de la Iglesia lleva a un malestar, diagnosticado
incluso como una enfermedad con cuatro rasgos: en primer lugar, una atonía
religiosa en la vivencia y el compromiso activo; en segundo lugar, una
fragmentación que hace imposible la colaboración y la convivencia,
menospreciando las causas eclesiales de la unidad; la inoperancia apostólica,
por desprecio de la verdadera evangelización, degradando el contenido de la fe
a mera actuación política y social; y finalmente una ausencia de síntesis entre
la espiritualidad y la acción temporal cristiana.
Vulnerabilidad de
la fe
Según Benedicto
XVI, tanto los creyentes como los no creyentes se necesitan mutuamente. El
agnóstico no puede contentarse sin saber que Dios existe o no, debe estar en
actitud de búsqueda y en el reconocimiento de la herencia de la fe. Por su
parte, el católico no puede contentarse con tener fe, además de buscar a Dios
deberá entrar en diálogo con los demás para conocer a Dios de manera más
profunda. Se trata de la disponibilidad del aprendizaje recíproco, postulada
por Habermas. El filósofo propone comprender la secularización cultural y
social como un doble aprendizaje, que obligaría tanto a la tradición secular
como a las tradiciones religiosas a reflexionar acerca de sus respectivos
límites. Ratzinger propone una recíproca limitación de la razón y de la religión
a través de la categoría del Logos, una razón abierta, no limitada a la mera
razón empírica de las ciencias positivas. Esta razón amplia es la que permite
controlar los excesos de la razón moderna sin vínculos morales ni
antropológicos y los excesos de una fe que, prescindiendo de la razón, se ve
abocada al fanatismo.
Llegamos así a
mostrar una primera característica de la fe, su radical vulnerabilidad. El
creyente está amenazado por la propia caída, al descubrir que sólo puede
realizar su fe en la impugnación y en la inseguridad. El camino de la duda
-según advierte Ratzinger- será un camino de encuentro para creyentes y no
creyentes, si son capaces ambos de no encerrarse en su propio yo. Al cabo, «la
duda es una parte inevitable de la creencia».
Todo ello no
significa suprimir el carácter de certeza que supone la fe. El concepto
cristiano de fe importa el elemento certeza, pues se trata de un acto de
adhesión y no de mero asentimiento. El mismo Ratzinger dirá que la fe es una
adhesión a Dios que nos da esperanza. Sin embargo, la firmeza y certeza de la
fe siempre estará vinculada a una libertad herida por el pecado, capaz de
clausurar la apertura constitutiva y radical a Dios; lo cual nos llevaría a
que, a pesar de su firmeza, no pueda evitarse la esencial fragilidad de la
vida, las alteraciones provenientes del exterior, el carácter radicalmente
vulnerable de la existencia humana, la proclividad del hombre a la caída.
La razonabilidad
de la fe
En el pensamiento
de Ratzinger y posteriormente en el magisterio de Benedicto XVI siempre se ha
manifestado la necesidad de armonizar la fe y la razón, la interna armonía
entre los dones de Dios y la naturaleza racional del hombre. Si la fe nada
tuviera que decir a la razón, nada diría tampoco a la vida concreta del hombre,
supuesto que la racionalidad es el modo humano concreto de vivir. Sin esta
visión, los cristianos no estaremos en condiciones de vivir el Evangelio como
un auténtico mensaje de salvación. Para el cristianismo, la realidad última,
fundante, es la razón divina. Algunos incluso sostendrán que la orientación
misionera y evangelizadora que contiene el magisterio de Benedicto XVI, con sus
llamadas permanentes a «ensanchar la razón», a «recuperar la confianza en la
razón», puede traer consecuencias hasta ahora insospechadas.
En su diálogo con
la modernidad, tanto de profesor como en su magisterio, Benedicto XVI, en su
discurso de la Universidad de Ratisbona, planteó al mundo universitario la
cuestión de las relaciones entre fe y razón, así como la legitimidad de los
conocimientos alcanzados por el hombre mediante la fe en Dios. La razón nos
invita a creer, de modo que la fe es un acto razonable. Y a partir de esa fe en
Dios, la razón humana alcanza el conocimiento de unas realidades nuevas que
desbordan las posibilidades de la sola razón, pero cuyo conocimiento a partir
de la fe es razonable. Fe y razón no son dos sujetos independientes, ni dos
mundos diferentes y cerrados en compartimentos estancos, sino dos vías que el
hombre posee para acceder a la realidad. No son excluyentes, sino que las dos
intervienen en todas las aperturas del hombre a la realidad del mundo y de Dios
desde su propia presencia en el ser. Cualquier contraposición es un
falseamiento de la realidad.
La confianza en la
racionalidad de la fe y en la apertura de la razón hacia la revelación es
condición necesaria para potenciar el diálogo de los cristianos con los que no
creen, que Benedicto XVI siempre buscó. No podremos ser misioneros en la
actualidad sin acercarnos al mundo del escepticismo y de la indiferencia
religiosa, entrando en un diálogo honesto y profundo con él sobre la verdad del
hombre y la verdad de Dios. Los no creyentes en Dios necesitan creer en la
capacidad de la razón, también cuando la razón nos invita a creer en Dios.
La decisión de
creer es razonable, más incluso que la opción contraria, por la fuerza de los
signos que invitan a creer y por su bondad para la vida personal y comunitaria.
Adorar a Dios y creer en Dios es el conocimiento normal de la vida racional del
hombre. Esta era la intención latente del discurso de Benedicto XVI en la
Universidad de Ratisbona, mostrar que la razón y la fe son dos actividades
complementarias en el desarrollo normal de la persona humana. Este desarrollo
era impensable en el «caballero de la fe» de Kierkegaard, quien confiaría por
la fuerza del absurdo -es decir, contra toda lógica razonable- en que recibiría
de vuelta todo aquello a lo que había renunciado.
El cristianismo
siempre se ha concebido a sí mismo como religión razonable. El cristiano confía
en que lo que pueda descubrir la razón reforzará la fe. Y viceversa. Esta
interdependencia de razón y fe la calificó San Agustín como: intellege ut
credas, crede ut intellegas, comprender para creer, creer para comprender. Cree
tú lo que Dios ve; si no entiendes, cree. La inteligencia es el premio de la
fe. Para San Agustín, la razón nos conduce hasta el umbral de la fe,
invitándonos a creer y mostrándonos a quién y cómo tenemos que creer; por su
parte, la fe nos abre un horizonte de verdad impensable sin haber creído antes
en la revelación de Dios. La fe, si no es pensada, no existe. Como indicara el
cardenal Newman en su opúsculo sobre la universidad, la Iglesia «tiene la
íntima convicción de que la verdad es su aliada (…) y que el saber y la razón
son fieles servidores de la fe». Por su parte, Santo Tomás de Aquino asignará a
la razón la tarea de despejarle el camino a la fe estableciendo los praeambula
fidei, los prolegómenos de la fe. «¿Qué hay en el origen -se pregunta Benedicto
XVI- la Razón creadora o la Irracionalidad?». Los cristianos creemos que en el
origen está el Verbo Eterno, la Razón, y no la irracionalidad.
Tradición-progreso
Una tercera nota
en el pensamiento de Ratzinger es comprobar cómo la gran paradoja que implica la
fe se agranda al presentarse con la vestimenta del pasado. El teólogo alemán
considera que la paradoja de la fe se acrecienta al ver la propia fe como
poseedora del distintivo del pasado, de la etiqueta inerte de una tradición
incapaz de ofrecer nada positivo para el presente y el futuro de la existencia
humana. ¿Cómo calificar de definitiva la tradición cuando se abre paso la idea
del progreso, cuando «la Iglesia se ha dado a la tarea de defender la tradición
en una época que estúpidamente se dedica a rechazarla»?
Vivimos extraños
tiempos de impiedad, donde el hombre quiere zafarse de modo subversivo de todo
orden situado fuera de sí mismo, de cualquier forma de enojosa dependencia,
limitadora de una búsqueda frenética de egoísmo y autorrealización. La forma
más apasionada de moderna impiedad consiste en el evidente desprecio por el
pasado. ¿Cuál es la razón por la que se lucha para librarse de la tradición
como de una losa aterradora o una herencia importuna, convirtiendo el orgullo
de los deseos en la deificación de la propia voluntad?
El dilema
tradición-progreso no parece en absoluto resuelto. El intento de aggiornamento
no cambiaría el problema, sino que, por el contrario, el esfuerzo de
actualización aumentaría la sospecha de la vigencia de lo pasado, del pondus
incuestionable de la tradición como lugar seguro donde uno puede cobijarse y
sentirse a salvo. No puede comprenderse semejante aggiornamento como una
acomodación del depósito de la fe y de las estructuras eclesiales a la tiranía
y arbitrariedad marcada por las modas de cada época. La fe no es nuestra, sino
que la recibimos y poseemos dentro de la Iglesia, en la aceptación de la
Palabra y en los sacramentos. Nadie puede añadir por cuenta propia nada a la fe
apostólica, sin buscarlo en la tradición de la Iglesia. La fe no crece por
asimilación del mundo exterior ni sometiéndose a las exigencias banales del
progreso. Nuestra fe constituye un aprendizaje capaz de superar la ceguera
espiritual volviendo a sus orígenes, haciéndose más interior y cercano a sus
raíces para responder desde ellas a las cuestiones esenciales del tiempo
presente.
Sin duda puede
existir, y de hecho existe, una dictadura de la opinión, de los intereses que
mueven el mercado y la economía, y donde encajaría bien un cristianismo
adaptado a los mudables signos de los tiempos. Llegado este punto, sólo es
posible la resistencia. La fe no busca el conflicto, sino el ámbito de la
libertad. Pero no puede dejarse moldear y reformular en trajes nuevos adaptados
a la modernidad. La fe es una fidelidad superior comprometida con Dios., una
obediencia primera de nuestro ser al ser mismo de Dios.
Un pueblo
-afirmaba Ortega- «no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive
conforme al suyo, o no vive». Como el semita y el romano tuvieron su estilo
propio, y crearon ciencia, arte, sociedad, así el cristianismo es el alma de
Europa; el continente europeo posee su propia savia, impresa durante siglos en
unas costumbres, en un patrimonio recibido, en una formidable tradición, capaz
de conformar un hombre, un estilo de vida, un espíritu cuyo rechazo sería tanto
como provocar la desfundamentación de los derechos humanos y una crisis
educativa de proporciones alarmantes.
La fe como
permanencia y comprensión
Por último, la fe
se sitúa no en el ámbito del saber ni del hacer, sino en la relación
permanecer-comprender; no en lo factible, sino en confiarse a lo que no se ha
hecho a sí mismo, en lo dado y lo ilimitado que es lo verdaderamente conforme a
la vocación del ser humano. La fe es un «sujetarse a Dios», en quien el hombre
tiene un firme apoyo para toda su vida; un «agarrarse firmemente», un asirse a
algo que existe y de lo que podemos tener una experiencia espiritual, un
permanecer en pie confiadamente sobre el suelo de la palabra de Dios. La fe es
la forma de permanecer el hombre en toda realidad, la orientación sin la que el
hombre estaría sin patria, la orientación que precede al calcular y actuar
humanos. Creer significa confiarse a la inteligencia, considerarla como el
fundamento firme sobre el que puedo permanecer sin miedo alguno; comprender la
existencia como respuesta a la palabra, al Logos que lleva y sostiene todo, una
decisión a favor de la libertad y del amor, una decisión por la verdad. El
último fundamento de la fe es la verdad del mismo Dios, que ilumina al hombre
en la fe y le persuade. Creer es permanecer firme en el fundamento que nos
sostiene, no porque yo lo he hecho o examinado, sino porque no lo he hecho ni
examinado. La fe no es un saber factible; más bien, sólo en la permanencia se
abre la comprensión. La fe es la reactio global del hombre a la actio primaria
de la automanifestación de Dios, la respuesta al darse de Dios, un confiar y
reposar en Dios, un permanecer en él, un decir amén a Dios con todas las
consecuencias.
Por otro lado,
sería una arbitrariedad invocar el misterio como pretexto para negar la
comprensión. El misterio no pretende destruir la comprensión, sino que quiere
posibilitar la fe como comprensión. Sólo en la permanencia se abre la
comprensión, no fuera de ella. Comprender es entender la inteligencia sobre la
que nos mantenemos. La comprensión nace de la fe, de tal modo que fe,
permanencia y comprensión están indisociablemente unidas.
Benedicto XVI
convocaría el Año de la Fe meses antes de su renuncia. Aquel era un tiempo
donde se constataba la pérdida del asiento religioso, del anclaje de la fe, el
rechazo de la naturaleza humana como algo cognoscible y fundamento del orden
moral, un tiempo donde se urgía al cristiano a ser «minoría creativa», recordando
que el encuentro con Cristo será la clave para interpretar la verdad del
hombre. Diez años después, la principal tarea de la Iglesia sigue siendo la
misma, se llama conversión. La Iglesia es una realidad de fe, no el proyecto de
un grupo, y la opción por ella sólo puede ser espiritual. No tenemos necesidad
de una Iglesia más humana, sino verdadera necesidad de una Iglesia más divina
para que podamos ver en ella un rostro plenamente humano.
*****
Benedicto XVI
el Papa sabio que luchó por preservar las
raíces cristianas de Europa
Monseñor Jesús
Sanz Montes
Infocatólica, 31/12/22
Si de Juan Pablo
II fue fácil y rápido su calificativo de ‘santo’ (aquel ‘santo súbito’, santo
enseguida), de Benedicto XVI, será también fácil y rápido calificarle como
‘sabio’. Una sabiduría llena de bondad y mansedumbre frente a los violentos que
imponen ideologías, de apasionada defensa de la verdad frente a los que de
tantos modos la relativizan, y de cuidada belleza en cuanto dijo, explicó y
predicó. Bondad, verdad y belleza, como tres trascendentales de la vida que
permiten asomarse a la grandeza de alguien que los asumió y vivió con toda el
alma.
Es conocida la
triple matriz con que el cardenal Carlo María Martini explicó la rica
personalidad de Joseph Ratzinger: su fe honda y la rectitud con la que la ha
vivido, su maestría teológica y su capacidad dialéctica y dialógica, y su
propio itinerario biográfico. Esta es la coyuntura con la que este hombre ha
vivido su tiempo y sus espacios, poniendo en juego los distintos dones con los
que Dios le equipó, y las distintas circunstancias que le fueron conduciendo y
a las que él acertó también a acompañar.
Gozó de una la
calidad intelectual de un hombre de Iglesia: saber dialogar con todo lo que
acontece. Dialogar significa tener un juicio sobre las cosas y entrar en lo que
éstas tengan de verdad plena, de media verdad o de mentira manifiesta. Ni el
servilismo de quien acríticamente se rinde, ni la beligerancia de quien todo lo
maldice y contradice, sino la sabia y serena libertad de quien, sin renunciar
con humildad a su posición razonable, sabe dialogar con todos los demás.
Por más que a
Joseph Ratzinger le hayan colocado antes, en y después de su llegada al papado
una serie de etiquetas despectivas con cargas ideológicas que trataban de
ridiculizarle hasta la censura, su figura se acrecienta más y más mientras nos
narra con sencillez y audacia la palabra que nos debe anunciar en esta coyuntura
histórica nuestra. Es quizás lo que más puede sorprender e irritar a sus no
declarados enemigos. Él no ha querido dar por supuestas las verdades verdaderas
en una Europa de raíces cristianas que se han debilitado en extremo. Tampoco ha
juzgado como inocente el proyecto cultural que desde un laicismo anticristiano
se nos impone en tantos escenarios políticos y areópagos mediáticos.
Esta fue su voz
humilde y sólida que nos acercó a la verdad.
Porque sabemos que
existen otros voceros que vociferan sus proyectos de civilizaciones aliadas, de
educaciones domesticadas en su sistema, del relativismo total en la feria del
disparate sin un horizonte moral, ansiosos de legislar con prisa ideológica lo que
está destruyendo vidas antropológicas y tradiciones culturales. La voz de la
Iglesia seguirá contando a quien la quiera escuchar, aquella vieja y eterna
historia de la belleza y la bondad con la que Dios soñó la suerte de sus hijos
en la mañana primera, por más que en el tramo cotidiano de nuestro andar no
hayamos sido capaces de entender a Dios, de adherirnos a cuanto Él nos dijo y
mostró para nuestra felicidad. Esto lo encontramos en la entraña biográfica de
Ratzinger, que como Benedicto XVI expresó también su larga trayectoria humana,
teológica y pastoral.
Ahora ha comenzado
también para él ese encuentro con aquel Jesús que tanto amó con todo su
corazón, que estudió con pasión y veneración, que explicó como profesor
brillante y profundo, que predicó con belleza inolvidable, y que testimonió en
tantos momentos pagando el alto precio que la fidelidad conlleva y contrae. Un
encuentro que no defrauda con desencanto ni con trampa caduca. El cielo que
Jesús nos prometió abre sus puertas a este anciano pescador que llega con sus
viejas sandalias. Junto al Papa Santo, que fue Juan Pablo II, ahora el Papa
Sabio. ¡Qué precioso legado nos regala Dios!
+ Fr.
Jesús Sanz Montes es Arzobispo de Oviedo, coautor de un libro con el fallecido
Papa emérito.
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