Los errores del cardenal
Tommaso
Scandroglio
Brújula cotidiana,
08-02-2022
Hace unas semanas,
125 empleados de diversas organizaciones católicas “salieron del armario” en
Alemania. El cardenal Jean Claude Hollerich, presidente de la Comisión de
las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (Comece) y relator general del
Sínodo de los Obispos, ha hablado sobre el tema de la homosexualidad en una
entrevista con la agencia de noticias alemana KNA. El prelado ha dicho: “Creo
que la base sociológica-científica de esta enseñanza ya no es correcta”. El
cardenal se equivoca. El fundamento de la condena de la Iglesia católica a la
homosexualidad y a los actos homosexuales no se encuentra en las ciencias
empíricas y en la sociología, sino en la moral y, en particular, en la moral
natural.
¿Por qué afirma la
Iglesia que la homosexualidad y, por tanto, la conducta homosexual son
intrínsecamente desordenadas? La homosexualidad es una condición moralmente
desordenada porque es contraria a la naturaleza racional del hombre. La
naturaleza, en su sentido metafísico, significa un conjunto de inclinaciones
que tienden a su fin. La persona humana se siente inclinada/atraída a buscar a
una persona del sexo opuesto. Se podría argumentar que también existe una
inclinación homosexual natural. La respuesta a la objeción se basa en el
principio de proporción: una inclinación es natural si la persona está en
posesión de los medios necesarios para satisfacer los fines a los que esta
inclinación tiende. El fin debe ser proporcional a las facultades del hombre.
Por ejemplo, podemos decir que el conocimiento es un fin natural porque el
hombre está dotado del instrumento del intelecto adecuado para satisfacer este
fin. Por lo tanto, si una persona persigue un fin que es imposible de
satisfacer no por meras circunstancias externas, sino porque está naturalmente
privada de los instrumentos adecuados para satisfacerlo, este fin no sería un
fin natural y estaría actuando en contra de la naturaleza racional del hombre.
Dado que la
homosexualidad es una atracción hacia personas del mismo sexo, esta atracción,
para encontrar su perfecta realización, debe conducir a la relación carnal. Los
objetivos del coito –tanto el procreativo como el unitivo- no pueden ser cumplidos
por el coito carnal homosexual: el instrumento no es adecuado para el fin. Y,
como explica el Aquinate, “todo lo que hace que una acción sea inadecuada para
el fin previsto por la naturaleza debe definirse como contrario a la ley
natural” (Summa Theologiae, Supp. 65, a. 1 c), es decir, contrario a la
naturaleza racional del hombre. La relación genital de tipo homosexual es
incapaz de satisfacer el fin natural de la procreación y la unión. Por lo
tanto, es contradictorio decir que la homosexualidad es conforme a la
naturaleza cuando es incapaz de satisfacer los fines naturales de la relación
sexual.
El contraargumento
que se suele hacer a esta reflexión es el siguiente: muchas parejas
heterosexuales también son estériles o infértiles. Pero las razones de la
infertilidad son diametralmente opuestas: la relación homosexual es
fisiológicamente infértil, la relación heterosexual estéril es patológicamente
infértil; la primera por su naturaleza es infértil, la segunda por su
naturaleza es fértil; la primera por necesidad, es decir, siempre y en
cualquier caso, es infértil (la relación homosexual sólo puede ser infértil),
la segunda sólo posiblemente (la relación sexual heterosexual puede ser
infértil); la primera es normal que sea infértil, la segunda no es normal que
sea infértil.
Otra razón para
afirmar que la homosexualidad es contraria a la moral natural es la
complementariedad del amor. Física y psicológicamente, el hombre y la mujer son
complementarios porque son diferentes (la diversidad de los genitales externos
del hombre y de la mujer es una prueba plástica de esta complementariedad: uno
tiene una conformación anatómica adecuada para encontrarse con el otro). En
efecto, uno no puede encontrar su propia culminación en lo que es igual (homo)
a uno mismo. La complementariedad requiere la diferencia (hetero).
Volviendo al
cardenal Hollerich, éste añadió en la entrevista que “la forma en que el Papa
se ha expresado en el pasado [sobre la homosexualidad] puede llevar a un cambio
de doctrina. […] Creo que ha llegado el momento de una revisión fundamental de
la doctrina”. La doctrina que hay que cambiar sería la contenida en:
Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2357-2358; Congregación para la Doctrina
de la Fe, Persona humana, núm. 8; Carta sobre la atención pastoral a las
personas homosexuales, núm. 3; Algunas consideraciones sobre la respuesta a la
propuesta de legislación sobre la no discriminación de las personas
homosexuales, núm. 10; Consideraciones sobre los planes para el reconocimiento
legal de las uniones entre personas homosexuales, núm. 4. Pero la doctrina que
el cardenal quiere modificar debe ser considerada como definitiva e
irreformable. Por lo tanto, es inútil pedir que se cambie lo que nunca se puede
cambiar.
Evidentemente se
insiste en la doctrina para cambiar la pastoral, que entonces estará en
disonancia con la doctrina. De hecho, por poner un ejemplo entre mil, el
cardenal Reinhard Marx, en una rueda de prensa hace unos días, afirmó que si
una persona declara públicamente su homosexualidad, esto no debería representar
“un límite a su capacidad para ser sacerdote. Ésta es mi posición y tenemos que
defenderla”. Esta puede ser la posición del cardenal Marx, pero no es la
posición de la Iglesia. Una instrucción de 2005 de la Congregación para la
Educación Católica afirma que “si un candidato practica la homosexualidad o
muestra tendencias homosexuales profundamente arraigadas, tanto su director
espiritual como su confesor tienen el deber de disuadirle en conciencia de
proceder a la ordenación” y que “sería gravemente deshonesto que un candidato
ocultara su homosexualidad para proceder, a pesar de todo, a la ordenación”.
Encontramos los mismos principios en un documento de 2016 de la Congregación
para el Clero sobre la formación de los sacerdotes.
El cardenal
Hollerich continua así: “Lo que se condenaba en el pasado era la sodomía. En
aquella época [¿qué época?] se pensaba que todo el niño estaba contenido en el
esperma del hombre. Y esto se trasladó simplemente a los hombres homosexuales”.
Creemos que el cardenal se refiere, aunque de forma muy imprecisa, a la teoría
medieval que sobrevivió hasta la evolución de los conocimientos científicos,
según la cual el principio activo de la persona (el alma vegetativa que luego
se convertiría en sensorial y finalmente en racional) estaba contenido en el
semen masculino y en cambio el gameto femenino ofrecía sólo el principio
pasivo, es decir, sólo la mera materia biológica (cf. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I, q. 118, a. 1, ad 4). El razonamiento del prelado parece, pues,
ser el siguiente: como antes se pensaba que el principio activo –que para el
cardenal es erróneamente “el hijo completo” en el sentido “espiritual”- estaba
sólo en el semen masculino, entonces ese principio activo, en las relaciones
homosexuales, se transfería de varón a varón, pero eso significaba que esa
relación nunca tendría la posibilidad de generar un hijo de carne y hueso
porque le faltaba el principio pasivo/material que le daba el gameto femenino.
Sin embargo, hoy sabemos que no es la semilla masculina la que contiene el alma
del niño que ha de nacer, sino que es el encuentro entre los dos gametos, el
masculino y el femenino, el que concibe al ser humano, y donde hay un ser
humano, hay una persona.
En definitiva,
parece que el cardenal Hollerich quiere tranquilizarnos diciéndonos que no se
“pierde” ningún niño en las relaciones homosexuales, ya que la ciencia nos ha
dicho que los espermatozoides no contienen ciertamente un alma personal. La
Iglesia pensaba así porque aún no existía la embriología, pero hoy, con los
conocimientos científicos actuales, la Iglesia debería cambiar su opinión.
Respondemos que la condena de la Iglesia a la homosexualidad, tanto en la
actualidad como en la Edad Media, no se basa ni se basaba en el pensamiento
articulado por el cardenal (también porque, si hubiera sido así, los actos
homosexuales de las lesbianas se habrían considerado lícitos, ya que en este
caso no se “perdía” ningún niño), sino más bien por las razones mencionadas
anteriormente.
Hollerich
continúa: “No hay homosexualidad en el Nuevo Testamento. Sólo se mencionan los
actos homosexuales, que en parte eran actos rituales paganos. Esto estaba, por
supuesto, prohibido”. Suponiendo que fuera cierto lo de que “no hay
homosexualidad en el Nuevo Testamento”, ¿qué significa esto? ¿Que el Antiguo
Testamento, en el que se condena muchas veces la homosexualidad y los actos
relacionados con ella, vale menos que el Nuevo? ¿Piensa el cardenal que lo que
viene después, por el simple hecho de serlo, vale más? ¿Es el Nuevo Testamento,
en tanto que nuevo testamento, más fiable, más eficaz?
Y además, en
cuanto a que el Nuevo Testamento sólo condena los actos homosexuales pero no la
homosexualidad, no es cierto. San Pablo escribe: “igualmente los hombres,
abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los
otros” (Rom 1,27). El término “deseo”, que en otras traducciones encontramos
como “pasión” o “lujuria”, expresa plena y perfectamente la atracción
homosexual, es decir, la orientación homosexual que, si es constante, se
convierte en una condición que es un estatus diferente de la conducta
homosexual que le sigue. Además, parece que para el alto prelado sólo son un
problema los actos, no la condición. Pero las cosas no son así. También se
puede hacer un juicio moral en relación con las condiciones: piénsese en el
estado de pecado mortal, en el vicio que es un hábito, en la condición de
divorciado (el juicio en este caso es negativo si la persona ha decidido
divorciarse, no si ha sufrido el divorcio). Además, dado que los actos
homosexuales son consecuencia de una condición homosexual, ¿cómo podría
censurarse lo primero sin censurar lo segundo? Sólo si la condición es
desordenada puede producir actos desordenados, y por lo tanto los actos
desordenados sólo pueden ser causados por una condición desordenada.
Por último, parece
que, siempre según el cardenal Hollerich, los actos homosexuales en el Nuevo
Testamento sólo se condenaban cuando representaban actos de culto pagano. Pero incluso
esta vez el cardenal se equivoca. Basta con leer a san Pablo (Rom 1,24-28; Rom
1,32; 1 Cor 6; 1 Cor 9-10; 1 Tim 1,10) para darse cuenta de que el juicio
negativo del Apóstol se refería a la homosexualidad como tal y a los actos
homosexuales como tales.