Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
10-2-21
Una de las
fantasías o mitos posconciliares es afirmar una oposición entre estudio y
pastoral: dedicarse al estudio, la investigación filosófica o teológica, la
enseñanza de esas disciplinas y las publicaciones, no sería «pastoral». En
realidad ocurre a menudo que lo que consideran «pastoral» es un macaneo
inconsistente [N.d.R. algo así como «andar muy ocupados en tonterías»], un
activismo «sin cabeza».
Se envía a los
seminaristas a las parroquias prematuramente, con el consiguiente deterioro y
postergación del estudio; así se menoscaba la formación que debe brindarse en
el Seminario, y luego se implanta la desorientación en la vida sacerdotal. El
estudio, en el proceso de formación al sacerdocio, debe ir hermanado a la
oración, el silencio y la separación de la prisa y la agitación «pastoral» (si
se quiere llamar así). Este ha sido un criterio tradicional en la Iglesia; un
criterio que el Concilio Vaticano II ha acogido en sus decretos: Presbyterorum
Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros y Optatam totius
Ecclesiae renovationem, sobre la formación sacerdotal.
Estas
desviaciones, por lo que dio en llamarse «espíritu del Concilio», han provocado
que queden pocos seminarios donde se brinde una preparación robusta y profunda.
Venerables casas de formación al Sacerdocio que, en otros tiempos, contaron con
brillantes maestros; de sólida formación filosófica y teológica, y por lo tanto
de delicado empeño por la salvación de las almas, hoy se debaten entre el
raquitismo, la agonía, y el más que probable cierre, en el corto plazo. La
«pastoral» terminó eclipsando, y hasta desterrando al Pastor.
Esta falsa
oposición entre estudio y pastoral ha llevado, también, como hemos visto
recientemente, al cierre de seminarios prósperos en vocaciones. Cuando yo era
seminarista, en el Seminario de la Inmaculada Concepción, de Buenos Aires, se
formaban jóvenes de todo el país. Cada uno podía elegir libremente, el
Seminario en el cual deseaba prepararse para el Sacerdocio. Pero, después del
Concilio Vaticano II, se produjo una irreparable división en la Iglesia. Muchos
seminarios quedaron entrampados en posiciones progresistas. Unos pocos, en
cambio, asumieron el estilo tradicional, adecuado a las nuevas circunstancias.
Y tuvieron que sobrellevar numerosas dificultades, causadas por una oposición
mayoritaria; fueron calumniados, y se los acusaba de no haber incorporado las
novedades del Concilio.
Por mi parte,
tanto como Rector del Seminario diocesano de San Miguel, que el Obispo de esa
diócesis me pidió organizar; y, luego, como coadjutor durante un año y medio, y
en mis posteriores 18 años como Arzobispo de La Plata (fui el séptimo), he
comentado incansablemente los documentos del Concilio. Lamentablemente, el
progresismo más intenso o más tenue ha invadido, en general, la vida de la
Iglesia; con las consecuencias gravísimas que se hacen notar: seminarios
vacíos, o semivacíos; congregaciones religiosas arruinadas, sin vocaciones; y
desorientación y división entre los fieles.
Quedan obispos, es
cierto, que se preocupan con seriedad por sus seminarios –sabiamente
considerados como el «corazón de una diócesis»– y que, con la colaboración de
bien escogidos y preparados formadores, se empeñan en formar pastores según el
Corazón de Cristo, y no funcionales al espíritu del mundo. Y que, una vez
ordenados, envían a sacerdotes que reúnen los requisitos correspondientes para
especializarse en universidades romanas, o en otros prestigiosos claustros
europeos. Allí tienen plena disponibilidad para los estudios, no hacen
pastoral; es decir no se integran a alguna parroquia o movimiento, simplemente
celebran la Santa Misa en una casa de religiosas vecinas. Como se ve, plena y
variada ocupación pastoral.
Lamentablemente,
hay otros obispos que profesan el mito que opone estudio y pastoral. Las
consecuencias son, en no pocos casos, deplorables. Sin una sólida preparación
se constata cómo no pocos presbíteros son devorados por el mundo; y la propia
pastoral termina haciéndose trizas, frecuentemente en medio de dolorosas
deserciones, y hasta escándalos…
La segura, amplia
y profunda formación intelectual obtenida como fruto de años de estudio,
asegura la seria dedicación a la acción pastoral directa, que adquiere sentido
de inspiración merced a una clara, sólida e iluminada dimensión intelectual. El
mito posconciliar de la oposición ha causado enormes daños a la Iglesia; varias
generaciones sacerdotales, carentes de preparación intelectual han confundido a
los fieles, o peor, los han extraviado con doctrinas extravagantes, ocurrencias
de teólogos que no responden a la gran tradición eclesial, o bien los han
dejado inermes ante todos los errores del mundo moderno. El pastoralismo es
relativista; y su populismo falso y ruinoso para los fieles.
Hay que leer
nuevamente los Evangelios, para reconocer que Jesús no sólo anunciaba la
próxima venida del Reino, sino que enseñaba una doctrina. Los Apóstoles, como
vemos en las Cartas de San Pablo, concedieron lugar importante a la dimensión
doctrinal, contemplativa y orante de la vida cristiana. Esa vivencia interior
de la doctrina de la fe permitía reconocer los errores y combatirlos. Tal, el
encargo de Pablo a sus discípulos; por ejemplo, lo que leemos en la Segunda
Carta a Timoteo:
«Te conjuro ante
Dios y Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su venida y por su
reino: predica la palabra, insta con oportunidad o sin ella, argumenta,
increpa, amenaza con toda paciencia y doctrina (o afán de enseñar). Porque
vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina, sino que
para satisfacer sus deseos se buscarán maestros que les halaguen los oídos, y
apartarán sus oídos de la verdad y se volverán hacia los mitos. Tú, en cambio,
vigilia en todas las cosas, trabaja, haz obra de evangelista, cumple a la
perfección tu ministerio» (2 Tim 4, 1-5).
Esta imprecación
del Apóstol va dirigida (así debemos entenderla) a los pastores de la Iglesia
de todos los tiempos; y ¿cómo podrían asumirla si no basaran su acción pastoral
en el estudio asiduo y la oración, ambas ejercidas desde la fe?
Además, para
concluir, debo decir que quienes se dedican exclusivamente a la investigación
de la verdad, la enseñanza y la difusión mediante las publicaciones gráficas,
que hoy adquieren la nueva modalidad de una rápida circulación por internet,
están cumpliendo un oficio estrictamente pastoral. El populismo relativista es
una calamidad que debe ser superada.
Una muestra
superior de la reputación que he expresado, se encuentra en el modelo que es la
obra de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI; hoy, una vez más, ferozmente calumniado
por los enemigos de Cristo, y de la Iglesia. Un gran teólogo, que ha pasado su
vida en la investigación de la verdad y la enseñanza universitaria, llega a ser
Pastor de la Iglesia entera, a la que guía con decisión a la búsqueda de Dios
ya que sólo Él asegura la supervivencia del hombre. Un teólogo humilde,
silencioso y orante devenido Pastor ejemplar, explica qué debe concebirse como
auténticamente pastoral. La inspiración de Benedicto XVI está en la obra de San
Benito expresada en la Regula Monachorum, el triple compromiso cotidiano de
oración, estudio y trabajo.
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