miércoles, 18 de diciembre de 2019

REAL DIMENSIÓN DE UN PROBLEMA


Para confirmar lo expresado en la entrada anterior de este blog, conviene tener en cuenta datos concretos:

Según Mons. Charles Scicluma, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ese organismo ha recibido desde las diferentes diócesis del mundo, entre 2001 y 2010, denuncias sobre unos 3.000 sacerdotes por abusos.

Considerando que el total de clérigos es de 440.000 y que solo el 0,067 % de los casos implica pedofilia, el grave problema involucra a 295 personas consagradas; cifra muy alejada de las que suelen mencionarse para denigrar a la Iglesia Católica.

(Fuente: La Nación, 18-12-19)

martes, 17 de diciembre de 2019

NINGUNA CONEXIÓN CON EL CELIBATO



el 80% de los casos de abusos clericales son homosexuales

(InfoCatólica) 16-12-19


Mons. Jordi Bertomeu (Tortosa, 1968) es Oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Fue uno de los «enviados especiales» a Chile a realizar el informe sobre abusos sexuales por algunos clérigos y religiosos, junto con el obispo de Malta, Mons. Charles Scicluna.
Ha concedido a la Revista Palabra una entrevista sobre la relación entre el celibato y los abusos de menores.

Para sus respuestas se basa en los 6.000 casos de abusos denunciados por las víctimas entre 2001 y 2019, con los procedimientos que puso en marcha Benedicto XVI. Se trata de casos que habrían sucedido en los últimos 50 años referentes a los delicta graviora: uno de los delitos más graves que pueden cometerse en la Iglesia.

No hay ninguna evidencia de que el celibato sacerdotal cause directamente alguna adicción sexual desviada, tal como demuestran aquellos casos de hombres o mujeres que, por circunstancias de la vida deben vivir como célibes.
Además, el celibato nunca ha sido considerado como un parámetro relevante para identificar a los abusadores. Más bien, la mayor parte de abusadores son hombres casados. Los sacerdotes, hombres mayoritariamente célibes (si se excluye a los sacerdotes católicos de rito oriental y otras excepciones, como los sacerdotes del Anglicanorum coetus, ex pastores protestantes) se suelen caracterizar y se recurre a ellos, precisamente, por su equilibrio psicológico, por su disponibilidad y entrega desinteresada a todos, no solo a los fieles católicos.

Así, por ejemplo, la Unity Church de Australia, con 240.000 miembros, sin jerarquía y con clero masculino y femenino casado escogido democráticamente, ha sido noticia recientemente por sus 2.500 casos de abusos de menores. Tales datos contrastan con los de la Iglesia católica, con 466.000 sacerdotes y 6.000 casos denunciados ante la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Además de hacer una bella defensa del celibato en su dimensión espiritual y humana, Mons. Bertomeu recuerda el origen evangélico del celibato

Los estudios históricos del cardenal A. Stickler o de H. Jedin han demostrado no solo el origen evangélico del celibato, sino su inmediato desarrollo teológico ya en padres de la Iglesia de la talla de Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía, ambos del s. I. El canon 33 del Concilio de Elvira (s. IV), no inventa una «ley del celibato» hasta entonces inexistente en la vida de la Iglesia, sino que fue la respuesta a una necesidad de clarificar algunas situaciones de hecho surgidas tras la desorganización propia del tiempo de las recurrentes persecuciones martiriales. La posterior reforma gregoriana del s. XI y las disposiciones sobre el celibato del 2º concilio de Letrán (1139) tampoco se entenderían sin considerarlas como una vuelta a las raíces por fidelidad al Evangelio de Jesucristo.

Si la vivencia del celibato ha sido siempre contracultural, también lo es hoy aún más con independencia de la crisis actual de los abusos sexuales de menores cometidos por clérigos. Nuestra sociedad necesita muchos jóvenes que muestren a todos la bondad de vivir un amor verdadero, casto y libre. Vivir la consagración como «unción» y no simple «función» estimula a todos, particularmente a los que han recibido la vocación matrimonial, a entregarse sin desfallecer a pesar de las dificultades cotidianas. Los sacerdotes son llamados, por tanto, a entregarse con un amor totalizante para ser «signos» de un amor más real que cualquier utopía: al respecto, siendo la ordenación una entrega para toda la vida, ninguna iglesia, ni tan siquiera las orientales, casa a aquellos que ya son clérigos.

Ciñéndose a los datos que los que dispone la Congregación para la Doctrina de la Fe, confirma la cifra del 80% de casos homosexuales, que durante un tiempo ha sido negado por un grupo ideologizado y fanatizado:
Recientes datos estadísticos observados al tratar los diversos casos de abusos sexuales de menores, aún muy parciales y científicamente poco sólidos, permiten sin embargo alertar sobre el alto número de menores de sexo masculino abusados por sacerdotes (alrededor de un 80%; insistimos, siempre según los escasos datos de los que se dispone en la Congregación para la Doctrina la Fe, la competente para tratar dichos delitos). Se habla incluso de tres veces más probabilidades de cometer el delito de pedofilia entre sacerdotes homosexuales.

Respecto a esos datos no ofrece una explicación clara, y se limita a decir que «no hay relación directa entre homosexualidad y pedofilia o entre esta última y un 'estilo progresista' de clero».
Asegura, por tanto, que no todos los homosexuales son pederastas o que no hay que criminalizar una identidad sexual:

«afirmar la conexión directa de la homosexualidad con la pederastia a partir de los datos antes subrayados, no solo comporta la comisión de una gran injusticia, sino la criminalización de una determinada identidad sexual»

Sin embargo, sí apunta a una posible «subcultura homosexual» en determinados ambientes:
«Más bien, solo es posible afirmar que una cierta subcultura homosexual propia de algunos grupos clericales y presente en ciertos seminarios o noviciados, con la consiguiente tolerancia hacia los comportamientos homosexuales activos, puede llegar a derivar en la pederastia. Son situaciones que merecerían mayor atención por parte de los pastores, que cuentan con los medios pastorales y disciplinares para invitar con el ejemplo, la palabra e incluso la coacción a una vida casta que no suponga un peligro ni escándalo para el mismo sacerdote y para la Iglesia».

Ya es mucho más de lo que hasta hace poco se negaba. También es de destacar que en la entrevista no afloró como causa, ni principal, ni tangencial, el tan manido y etéreo clericalismo que tan presente estuvo en los últimos años como causa de los abusos.

NADA TE TURBE



Autor: Santiago MARTÍN, sacerdote FM

Católicos-on-line, diciembre 2019

En periodismo se dice que no es noticia que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro. No es noticia que amanezca todos los días y sería una terrible noticia que un día no amaneciera. Es decir, la noticia es lo extraño, lo que se sale fuera de lo normal. Eso es así, nos guste o no. Pero el que sea así no significa que sea inocuo, pues como consecuencia podemos llegar a pensar que todo va mal, a base de estar informados sólo de lo que va mal. Tampoco lo contrario sería bueno, pues ignorar lo que va mal es la política del avestruz que sólo sirve para que el león se acerque a ella y se la coma, cuando podía haberse escapado con una veloz carrera.

Esto que digo sirve para todo y para todos, también para lo concerniente a la Iglesia. Hay muchas, muchísimas cosas que van bien, gracias a Dios. Religiosos y sacerdotes que son fieles a su vocación, obispos entregados a su pueblo, esposos que luchan por mantener su matrimonio y por educar cristianamente a sus hijos, jóvenes que dan testimonio de su fe en un medio cada vez más hostil. Hay también algunas cosas que van mal e incluso que van muy mal. Analizar éstas no debe impedirnos ver las otras y, aunque no las recordemos porque no son “noticia” -en el sentido periodístico del término- eso no significa que no estén ahí y que sean, incluso, mucho más numerosas.

Pero las otras, las que nos suscitan preocupación, también están. Hoy quiero referirme a tres de ellas. 
La primera es la fuerte presión que está recibiendo la Iglesia para que claudique en su oposición al aborto, a la eutanasia y a la ideología de género; esta presión -a la que me referí la semana pasada identificándola con un nuevo maltusianismo- está avalada por supuestos datos científicos, según los cuales la humanidad es la enemiga del planeta y hay que reducir su número si se quiere salvar la tierra y, en definitiva, si se quiere salvar a la propia humanidad; el ser humano es el enemigo a batir y para empezar hay que acabar con los que menos pueden protestar, los débiles: bebés no nacidos, ancianos y enfermos; si eso no fuera suficiente, seguramente se ampliaría la lista a los mendigos y a los pobres -a base, por ejemplo, de hacer accesible sólo a los ricos algunos recursos sanitarios-, o se aprobarían leyes para controlar el número de hijos que una pareja podría tener. 

Ante esto, la Iglesia se mantiene firme, aunque no le está resultando fácil ni gratis. Muchos de los escándalos que se airean pueden estar relacionados con la voluntad por parte de los amos del mundo de quebrar esa resistencia, o al menos de quitarle a la Iglesia prestigio para que no influya en la sociedad.

En segundo lugar, está el problema interno de la confusión en torno al dogma y a la moral. Dos ejemplos que apuntan en la misma dirección. La Comisión de Familia de la Conferencia Episcopal alemana, en el contexto del Sínodo de ese país, ha publicado una nota en la que se declara que, en función de datos científicos -siempre la ciencia como argumento de autoridad indiscutible- la homosexualidad debe ser considerada normal y por lo tanto la Iglesia tiene que cambiar su código ético para dejar de considerar un pecado el ejercicio de la misma. 
Exactamente lo mismo se está enseñando en la Facultad de Teología del Norte de Italia, una de las más influyentes en la formación de los futuros sacerdotes italianos. La mayoría de los obispos alemanes quieren que el ejercicio de la homosexualidad no sea pecado y que se considere pecado venial las relaciones sexuales fuera del matrimonio si las parejas son estables. Eso, para empezar, porque luego pedirán más. Y si no se lo dan, ya han dicho que se marchan y se llevan la bolsa.

Ante esto se produce la reacción y ahí nos encontramos con el tercer motivo de preocupación. La Iglesia está cada vez más polarizada. 
Unos no se han movido de donde estaban, pero como los otros se alejan rápidamente de las posiciones tradicionales, la distancia entre ambos crece cada día. Y lo que es peor, y esto sirve para militantes de ambos extremos, crece también la violencia que de momento es sólo verbal. Los insultos de unos contra otros van a más y aunque sólo es un sector el que amenaza y persigue, porque tiene el poder, en el otro algunos reaccionan con una virulencia cada vez más grande. Sobre todo los que valientemente defienden la fe verdadera, no deberían olvidar que la fe sin obras es una fe muerta y que la principal virtud, la que nunca pasará, es la caridad. 

El odio y los insultos empañan la causa que se defiende, por noble que sea, y los energúmenos son sus mayores enemigos. ¿Qué Iglesia nueva quieren construir unos a base de amenazas y persecuciones y qué Iglesia de siempre quieren defender otros recurriendo a las más vulgares descalificaciones?

Pero, ante todas estas cosas que me preocupan, recuerdo el consejo de Santa Teresa: “Nada te turbe, nada te espante, sólo Dios basta”. Y, cómo no, las palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás por ventura en mi regazo?” 
“Omnia vincit amor”, “todo lo vence el amor”. No lo olvidemos.

jueves, 12 de diciembre de 2019

¿HA CAMBIADO LA MISIÓN DE LA IGLESIA?



Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la Iglesia lo haga- la katholiké (κᾰθολῐκή) dejaría de ser lo que es.


Monseñor Héctor Aguer 

Infocatólica, 11/12/19

La identidad de la misión eclesial está claramente establecida en los evangelios y en los escritos apostólicos. Me limito a dos textos que recogen, según Mateo y Marcos, palabras del Señor Resucitado, y que expresan el envío definitivo de los apóstoles.
Según los versículos finales del capítulo 28 del primer evangelio, Cristo citó a los discípulos en Galilea para un encuentro final con ellos. El evangelista subraya la continuidad entre el magisterio de Jesús en su vida prepascual y el del Señor glorificado; solo que ahora el envío no se limita a las ovejas perdidas de la casa de Israel (10, 5-7) sino que se extiende al mundo entero. 
Los apóstoles, al igual que lo hizo el Maestro, se dirigieron ante todo a los judíos; para ellos vino primeramente el Mesías, para cumplir las promesas hechas a los patriarcas. Los Once, en ese encuentro postrero y decisivo, lo adoraron mediante el gesto de la προσκύνησις (28, 17: προσεκύνησαν). 

Llama la atención que en ese pasaje se diga que algunos dudaron; ¿quiénes?, ¿los mismos que se postraron ante él? Los intérpretes no coinciden en sus explicaciones. Pierre Bonnard sugiere que se trató de una vacilación, una especie de desgarramiento interior, como en todas las teofanías; el verbo empleado es διστάζειν: el διseñala la intensidad de una reduplicación, y διστάζωsignifica hacer caer gota a gota, como por ejemplo el sudor o la sangre.

Se me ocurre que una situación similar pudo registrarse en los videntes ante las apariciones de la Santísima Virgen, y que también puede llegar a ser la nuestra si nos acucia la conciencia de la misión. Cristo manifiesta la autoridad soberana y universal que ha recibido; el Crucificado es ahora el Señor de cielo y tierra (18). El mandato consiste en hacer que todas las naciones, πάντατὰἔθνη, sean discípulos suyos por medio del bautismo en nombre de la Trinidad y la enseñanza –διδάσκοντες- que tiene un marcado acento ético: dar a conocer la voluntad de Dios tal como Jesús la interpretó definitivamente; no podía venir nada nuevo, o diverso, después. Hacer discípulos, μαθητεύσατε(19), que sigan a Cristo y guarden sus mandatos, que los cumplan –τηρεῖν- 
Aquí comienza la historia cristiana, la espera activa de que todas las naciones entren en la Iglesia. Todas las naciones. ἔθνοςsignifica raza, pueblo, nación: el πάντα incluye también a los hebreos, aunque ἔθνος llega a designar a los gentiles en contraposición a aquellos.
A propósito de lo dicho, es necesario indicar un proceso en cuanto a los destinatarios de la misión. En Mt 10, 5, Jesús ordena a los discípulos limitarse a la casa de Israel, no emprender el camino de los gentiles (ἐθνῶν). Es a los judíos a quienes son enviados (πορεύεσθε, πορευόμενοι) a predicar (κηρύσσετε), a proclamar el mensaje. 
Después de Pentecostés los Apóstoles respetaron esa prioridad; el primer discurso de Pedro va dirigido a los varones judíos (Hech 2, 14, ἄνδρεςἸουδαῖοι), a los Ἰσραηλῖται, v. 22: ustedes sus hijos; a los ἀδελφοί, v. 29: hermanos, que son los judíos. Pero también se señala la apertura a los que están lejos (εἰςμακράν), un horizonte indicado por el Señor nuestro Dios, a los que él quiera convocar (2, 39: προσκαλέσηται). Notemos que iglesia, ἐκκλησία, significa asamblea, convocación (del verbo ἐκκαλέω, llamar, invitar). San Pablo, en Rom 11, 25 evoca el gran misterio de la historia de la salvación: la ceguera aconteció en una parte de Israel hasta que entrara la plenitud de los gentiles – τὸπλήρωματῶνἐθνῶν- y entonces todo Israel se salvará. Una parte, porque otra, la que cree en el Mesías, se hace Iglesia.

El Apóstol aplica al caso un texto del Trito-Isaías: el Señor borrará los pecados de su pueblo y hará una alianza nueva (Is 59, 20.21). Con toda razón llama a ese hecho μυστήριον, obra inescrutable de la Providencia de Dios. En su primer viaje fundó la comunidad de Antioquía de Pisidia; allí por primera vez los discípulos fueron llamados cristianos – Χριστιανούς. En Hech 13, 44 el autor registra la predicación de Pablo y Bernabé en la sinagoga de la ciudad dos sábados seguidos; en la primera oportunidad los siguieron muchos judíos. Al sábado siguiente concurrió casi toda la ciudad, pero los judíos, que eran una multitud, resistieron a la predicación. Pablo les dijo entonces: 
A ustedes teníamos que anunciarles la Palabra de Dios, pero ya que se consideran indignos de la vida eterna, nos pasamos a los gentiles: στρεφόμεθαεἰςτὰἔθνη; estos se alegraron, mientras que los judíos suscitaron una persecución contra los dos apóstoles. 

Por eso, Pablo y Bernabé realizaron el signo característico de ruptura definitiva: sacudieron el polvo de esa ciudad que se les había adherido a los pies. En su segundo viaje apostólico Pablo fue acompañado por Timoteo. En Tróade, una ciudad ubicada a unos 40 kilómetros de la legendaria Troya, tuvo un sueño en el cual un varón macedonio le rogaba: pasa a Macedona y ayúdanos (Hech 16, 9); ellos comprendieron que Dios los llamaba a evangelizar Grecia.
Los datos recogidos señalan el tránsito de la Ecclesia ex iudaeis a la Ecclesia ex gentibus. 
A lo largo de la historia, nuevos gentiles, otras naciones paganas fueron, y aún están, integrándose a la Iglesia. Esa es la misión: hacer que todos crean en Cristo, y haciéndolo alcancen la salvación.

Dedico ahora unas consideraciones más breves al texto de Marcos. El segundo Evangelio concluía abruptamente con el anuncio de un joven vestido de blanco -16, 5: νεανίσκον… περιβεβλημένονστολὴνλευκήν- a las mujeres, de la resurrección de Jesús. Se lo completó posteriormente con un final que ha sido reconocido por la Iglesia como canónico. El mandato misionero está expresado en estos términos: Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación – πάσῃτῇκτίσει. El que crea y se bautizare, se salvará; el que no crea, se condenará (Mc 16, 15-16). Como en el texto de Mateo, se trata de ir – πορευθέντες- pero aquí se habla solamente de predicar: κηρύξατε, es decir, de proclamar el mensaje –κήρυγμα- al que se debe responder con la fe. Salvarse – σωθήσεται- y condenarse – κατακριθήσεται- son los dos destinos del hombre, según haya creído – πιστεύσας- y recibido el bautismo – πιστεύσας- o no haya prestado fe – πιστεύσας- a la Palabra que se le ha dirigido. Ir, es decir salir, es lo que los Once hicieron (ἐξελθόντες; el verbo es ἐξέρχομαι, y significa salir de un lugar, de un país: ἐξ). 
Según Marcos debían ir a toda la creación, al mundo entero –εἰςτὸνκόσμονἅπαντα-; la predicación apostólica llegó a todas partes –πανταχοῦ-, a todos los puntos de la tierra, se hizo oír en otros sitios. Esta redacción marcana del mandato misionero subraya el universalismo, propio de una Iglesia ya formada por fieles que proceden mayormente de la gentilidad.

El soberano de cielo y tierra promete a sus apóstoles acompañarlos, estar con ellos todos los días –Mt 28, 20: πάσαςτὰςἡμέρας- hasta el fin de este eón –ἕωςτῆςσυντελείαςτοῦαἰῶνος-. Αἰώνdesigna al tiempo, a la totalidad de la historia; συντέλειαsignifica acabamiento, realización plena, consumación, lo que ocurrirá con la segunda venida del Señor; hasta entonces, con todas las vicisitudes posibles, pensables e impensadas, se extenderá la misión eclesial. Según el final de Marcos, el Señor, el Κύριος, que está sentado a la derecha de Dios, coopera con sus predicadores, obra con ellos –συνεργοῦντος- y confirma con signos –σημεία- la Palabra.

Los apóstoles recorrieron innumerables caminos llevando la Verdad de Cristo. Pablo señala en Rom 15, 19 la geografía de su predicación: Desde Jerusalén y sus alrededores hasta Iliria, he llevado a su pleno cumplimiento –πεπληρωκέναι- el Evangelio de Cristo. Dios cooperaba con sus predicadores, pero ellos, cumpliendo la misión apostólica, fueron cooperadores –συνεργοί- de Dios (1 Cor 3, 9). Desde el comienzo, la misión eclesial incluyó siempre la necesidad de combatir los errores. Baste al respecto la cita de 2 Tim 4, 1-5: «Yo te conjuro –dice Pablo a su discípulo y colaborador- delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, y en nombre de su Manifestación –ἐπιφάνειαν- y de su Reino –βασιλείαν-: proclama la palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar. 
Porque llegará el tiempo –καιρός: momento conveniente u oportuno, ocasión dispuesta por la Providencia- en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones –ἐπιθυμίας, concupiscencias, propensiones perversas- se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad –ἀληθείας- para escuchar cosas fantasiosas –mitos, μύθους-. Tú, en cambio, vigila atentamente, soporta todas las pruebas, realiza tu tarea como predicador del Evangelio –ἔργον εὐαγγελιστοῦ, obra de evangelista o evangelizador- cumple a la perfección tu ministerio, tu servicio» –διακονίαν-. El conjuro es un ruego encarecido, que exige de la otra parte un juramento; el verbo empleado en 2 Tim 4, 1 es Διαμαρτύρομαι, que implica una cierta protesta tomando a Dios por testigo; se trata entonces de un encargo solemnísimo, innegable oficio del obispo, que es un vigía.

Los mitos agitados y difundidos con la pretensión de sofocar o reemplazar la Verdad, son recurrentes en la historia de la Iglesia; en el momento actual, de crisis, de nocturnidad eclesial, circulan impunemente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, esclarece esta situación en su reciente libro Le soir approche et déjà le jour baisse (Se acerca la noche y ya cae el día). La crisis de la teología enmascara –como él dice- una crisis del clero, una crisis de fe; en gran medida esta situación, que se proyecta negativamente en la cultura, se relaciona con una pérdida de la identidad de la misión de la Iglesia. 

En el siglo XX esta se vio alterada, en los primeros años, por el movimiento modernista, contra el cual reaccionó San Pío X en su encíclica Pascendi dominici gregis, y en el decreto Lamentabili sane exitu; décadas más tarde, orientaciones teológicas impacientes, aventuradas, fueron señaladas por Pío XII en la encíclica Humani generis (1950). Esas corrientes reflotaron con ocasión del Concilio Vaticano II. Jacques Maritain, en su libro El campesino del Garona evocó, recién concluida la gran Asamblea Ecuménica, la fiebre neomodernista sumamente contagiosa, al menos en los círculos llamados ‘intelectuales’, en comparación con la cual el modernismo de tiempos de Pío X fue un modesto catarro… esta descripción nos ofrece el cuadro de una especie de apostasía ‘inmanente’ que estaba en preparación desde hacía años y cuya manifestación fue acelerada por ciertas esperanzas oscuras de las partes bajas del alma que se levantaron aquí y allá con ocasión del Concilio. 

La apelación mentirosa a un cierto Espíritu del Concilio inspiró toda clase de atentados contra la fe, la liturgia, la moral y la espiritualidad católicas. Pablo VI en los últimos diez años de su pontificado, combatió contra ese pretendido espíritu en documentos de envergadura, en numerosos discursos, y en sus catequesis semanales. Resulta asombroso que más de cincuenta años después no faltan quienes proponen al Concilio de los Papas Juan y Pablo como un modelo de revolución de la teología, de pensamiento de los creyentes y de la cultura de la humanidad.

¿Cómo se concebía en esos ambientes así apartados de la tradición católica la misión de la Iglesia? Como apertura al mundo, se decía; entendamos bien: como mundanización y entrega a los errores del siglo y de una cultura descristianizada, deshumanizada. Esto se hacía ¡en nombre de la grandeza del hombre! Sin la certeza de la identidad de la fe y de la misión era imposible asumir la aspiración conciliar a abrirse confiadamente a cuanto hay de positivo en el mundo moderno. 
El lúcido y valiente cardenal africano recuerda: «en muchos católicos hubo una apertura al mundo sin filtros ni frenos, es decir, apertura a la mentalidad moderna dominante, al mismo momento que se cuestionaban las bases del depositun fidei, que para un gran número ya no eran más claras». 

Análogamente a la imposición del mito de la apertura al mundo, hoy día se habla de Iglesia en salida, pero esta salida se diferencia radicalmente de la que protagonizaron los apóstoles; es una salida que deja atrás la identidad; el eslogan implica una interpretación relativista y pragmática de la doctrina y de la misión. ¡Ojalá la Iglesia, sacudiendo toda modorra, se ponga en una salida apostólica que en favor de nuestros contemporáneos disipe, desmonte, los mitos que los seducen y que los esclarezca con la luz de Cristo!

Los errores doctrinales, los acomodos y omisiones, implican un despiste en la misión de la Iglesia, que tiende inevitablemente a una reformulación según esas situaciones. En tales casos la misión se corre de su centro, que es la primacía de Dios y del orden sobrenatural; en el plano práctico, el de la acción evangelizadora, sobreviene la agitación desordenada, o bien la parálisis. Esto sobreviene singularmente cuando se pretende, con recursos y criterios puramente humanos, emprender una reforma de la Iglesia ignorando la analogía de su Gran Tradición. Georges Bernanos escribió concisamente: la Iglesia no necesita reformadores, sino santos.

En el siglo XX se sucedieron intentos ideologizados. El Concilio presentó a la Iglesia como pueblo de Dios, en términos bíblicos y teológicos: un pueblo que tiene por cabeza a Cristo, en cuyos miembros habita el Espíritu Santo, que profesa el mandamiento del amor, cumplido mediante la gracia de la caridad, y que procura como fin dilatar el Reino de Dios (Lumen Gentium, 9). 

La elaboración de una teología del pueblo, prescindiendo de esos datos de la fe, se inspiró en la filosofía kantiana y en la dialéctica hegeliana: redujo aquella realidad teologal al orden sociopolítico, e identificó a la Iglesia con determinadas categorías sociales; los pobres, ya no considerados como los anawim de la Sagrada Escritura, resultaron identificados como miembros de un movimiento populista enfrentado dialécticamente con otros sectores o clases. 

La salvación fue presentada como una liberación temporal, histórica; era inevitable entonces una infiltración marxista en los ambientes católicos, como ocurrió en la Argentina en los años 60 y 70 de la pasada centuria, con su secuela de sangre y de muerte. Surgió, también, como alternativa una teología y una pastoral populista, identificada de algún modo en el espectro político de entonces como de derecha; en ambos casos se operó una reducción sociocultural de la auténtica realidad eclesial.

En los años 80 prevaleció la moda new age con sus divagaciones teilhardianas y mundialistas, que hizo prosélitos especialmente en la burguesía más o menos acomodada. Muchos ámbitos eclesiales experimentaron gran confusión, recubierta de una vaga religiosidad ecumenista. Estoy pensando en mi país, pero fenómenos análogos se registraron en otras latitudes. Con todo, el largo pontificado de Juan Pablo II rescató para muchísimos fieles la identidad católica y el empeño de proyectarla en la cultura, según el pensamiento y la abundante enseñanza del Magno pontífice.

Para acercarnos a un diagnóstico de la situación presente, me parece oportuno partir de la por justas razones célebre lección de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, del 12 de septiembre de 2006. En esa oportunidad, el Papa Ratzinger trazó el itinerario de la deshelenización del cristianismo, que comenzó con la Reforma Protestante. La última etapa es la pretensión de una nueva inculturación del cristianismo, de la fe cristiana, en las culturas extrabíblicas del extremo oriente, como si este operativo fuera posible sin desmedro de la identidad eclesial y de su misión. En realidad, desde hacía décadas, algunos centros de espiritualidad venían experimentando la fascinación del budismo y su mística de la nada, en lugar de beber del propio pozo, de las numerosas versiones históricas –y ortodoxas, orientales y occidentales- de la vivencia del mystérion (μυστήριον).

Algunas posiciones más recientes postulan, como lo he indicado antes, el carácter revolucionario del Vaticano II, y proponen como nueva meta la realización de un humanismo nuevo que permita al ahombre confundido de nuestros días hallarse a sí mismo. Pero ¿cómo podría lograrlo al margen de Cristo, del Cristo de la tradición católica, único salvador universal? Circula otra vez la utopía de una revolución permanente, en virtud de la cual se estaría viviendo un cambio de época que tornaría imprescindible la redefinición de los modelos de desarrollo global. El Papa Francisco nos invita, como una necesidad imperiosa, a llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas (Veritatis gaudium, 4). Es este precisamente el propósito de una evangelización de la cultura: llevar a esos centros dinámicos la Verdad de Cristo, y con ella una visión completa del hombre y de la sociedad, para instaurar el orden temporal de tal forma… que se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (Apostolicam actuositatem, 7). Así lo encomendaba el Concilio a los fieles laicos.

La falsa gnosis ha sido una tentación permanente en la historia de la Iglesia desde el siglo II, cuando San Ireneo de Lyon la refutó en su Adversus haereses considerándola una herejía. Se trata en la gnosis de fraguar una especie de conocimiento superior al de la fe; en las propuestas actuales recoge las parcialidades de las diversas religiones y culturas, una amalgama en la cual entra también como elemento un nuevo diseño, una nueva interpretación del cristianismo. El nuevo humanismo que se postula es, en realidad, una nueva religión. 

El diálogo interreligioso e intercultural, si esa tendencia se impone, debería renunciar a la meta de una evangelización para la conversión de todos a la Verdad cristiana; debería orientar las coincidencias logradas a procurar el cuidado de la naturaleza, la promoción temporal de los pobres, la lucha contra el calentamiento global y la aspiración a la fraternidad universal. Propósitos laudables todos estos, pero secundarios en la misión eclesial. El problema más grave es que en esa posición inmanentista se abandona, siquiera implícitamente la pretensión cristiana de poseer la Verdad, y por consiguiente también se deja de lado el amor intrépido para llevarla en su pura identidad a todos los hombres. No es por este ideal rebajado por lo que han muerto y mueren los mártires. Además, ¿qué pensarían de todo esto los Once?

Otra realidad eclesial hodierna es una insistencia unilateral en la alegría para describir la identidad cristiana y el testimonio que debemos ofrecer al mundo. Sin duda, se trata de un valor muy bello, al cual se refiere con distintos nombres San Pablo en sus cartas. Pero el discurso cristiano no puede olvidarse de la cruz; más aún ese discurso es centralmente la Palabra de la cruz –Ὁλόγοςγὰρὁτοῦσταυρου(1 Cor 1, 18)-, testimonio de Cristo crucificado, escándalo y locura para el mundo, pero fuerza de Dios –δύναμις- para quienes aspiramos a la salvación ¡Que no se vacíe la cruz de Cristo: ἵνα μὴκενωθῇ, ib. 17! 

Disimular su centralidad impide reconocer la centralidad de la resurrección, de la gloria, de la verdadera alegría. Recuerdo ahora un caso histórico de disimulo, protagonizado por Matteo Ricci, el jesuita matemático y cartógrafo italiano del siglo XVI, que fue misionero en China. Se cuenta que para facilitar a los nativos la adoración de la cruz, colocaba delante de ella una estatua de Buda. ¡Simpático caso de restricción mental en acción!

Llama asimismo la atención la inspiración masónica de aquellos postulados que he referido: la misión de la Iglesia sería esforzarse para ensanchar las fronteras de la conciencia universal de la humanidad y de una fraternidad fundada en esa conciencia, no, al parecer, en la extensión a todos del agápe (ἀγάπη) de Dios, por el cual todos los hombres somos sus hijos. Salga o no salga del clóset, la penetración masónica en la Iglesia es de vieja data.

La Iglesia ha desarrollado una amplia enseñanza social; su elaboración moderna fue explicitándose a partir de la encíclica Rerum novarum, de León XIII (1891). Por iniciativa de Juan Pablo II, el Pontificio Consejo de Justicia y Paz publicó, en 2004, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, una doctrina que, como se dice al comienzo de esa obra, tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una salvación integral, de la Esperanza en una justicia plena, de la Caridad que hace a todos los hombres verdaderamente humanos en Cristo (nº 3). El Catecismo de la Iglesia Católica expresa sobre el sentido de esa enseñanza social: Cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio (la Iglesia) enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas, y le descubre las exigencias de la justicia y la paz, conformes a la sabiduría divina (nº 2419).

¿Ha cambiado la misión de la Iglesia? Al particular podemos aplicar lo que en su Conmonitorio Primero escribió San Vicente de Lerins acerca del desarrollo de la doctrina católica; ese desarrollo o evolución se caracteriza por su homogeneidad: es siempre la misma y siempre actual, procede en el mismo dogma, el mismo sentido y la misma afirmación. La heterogeneidad es la señal del error, de la herejía. Cito el nº 24 de esa obra: las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones contrarias a la tradición y a la antigüedad, así como su aceptación, implicaría necesariamente la violación de la fe de los Santos Padres… recibir y seguir las novedades profanas en las expresiones no fue nunca costumbre de los católicos y sí de los herejes. 

Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la Iglesia lo haga- la katholiké (κᾰθολῐκή) dejaría de ser lo que es.



+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (Argentina). Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro (Argnetina). Académico Honorario de la Pontifica Academia de Santo Tomás de Aquino.

lunes, 9 de diciembre de 2019

OBISPOS ALEMANES




plantean que la sodomía y la fornicación no sean pecados

Por Carlos Esteban
Infovaticana, 08 diciembre, 2019


¿Camino sinodal o camino de salida de la Iglesia? Varios obispos alemanes ya proponen que se consideren lícitas las relaciones homosexuales y el sexo fuera del matrimonio.

La homosexualidad es una “forma normal de orientación sexual” que “no se puede cambiar ni se tiene que cambiar”, por lo que habría que estudiar si tiene sentido mantener la ilicitud de las prácticas homosexuales. Es la propuesta de los obispos de Berlín (Heiner Koch), Osnabrück (Franz-Josef Bode), Görlitz (Wolfgang Ipolt), Maguncia (Peter Kohlgraf) y varios obispos auxiliares tras una reunión en el curso del ‘camino sinodal’ emprendido por la Iglesia alemana.

Estos mismos prelados solicitan también que se deje de considerar pecado o se ‘cualifique a la baja’ la contracepción, el amancebamiento, el llamado ‘cambio de sexo’ y otras prácticas defendidas por la cultura secular, según un comunicado de prensa.

No puede, después de la aprobación de la exhortación apostólica Amoris Laetitia, afirman, seguir considerando ‘pecado grave’ las relaciones sexuales de las parejas divorciadas con posteriores cónyuges civiles.

Las relaciones homosexuales, tradicionalmente denominadas como ‘pecado de sodomía’, no solo son siempre, en la doctrina tradicional inmutable desde el origen, pecado grave, sino que preceden con mucho al cristianismo en esa consideración. De hecho, el Antiguo Testamento las clasifica entre las cinco categorías de ‘pecados que claman la ira de Yahvé’. 

Un cambio de esa naturaleza de ningún modo podría hacerse pasar por un ‘desarrollo de doctrina’, que nunca puede contradecir o cambiar una doctrina consolidada previa, sino meramente ampliarla y perfeccionarla.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

NUEVO PROVINCIAL DOMINICO



Fray Juan José Baldini, op ha sido elegido Prior Provincial de la Provincia Argentina de San Agustín para el período 2019-2023. Nació en Mendoza el 18 de febrero de 1976, ingresó a la Orden en 1994, hizo su primera profesión el 4 de marzo de 1995 y fue ordenado presbítero el 22 de noviembre de 2003.

Es Licenciado en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca aprobando su examen con una memoria titulada: “Vivir desde el Dios que nos está creando por amor. La espiritualidad según A. Torres Queiruga”.
………………………..


Antecedente:

Notificación sobre algunas obras del Prof. Andrés Torres Queiruga

Conferencia Episcopal Española
Congregación Española de  Doctrina de la Fe
(…)

Conclusión
26. La Iglesia alienta la tarea de los teólogos y valora profundamente el empeño por comunicar la Palabra de Dios respondiendo a las inquietudes de nuestro tiempo. Sin embargo, no debe olvidarse que el uso de determinados instrumentos filosóficos o históricos debe estar guiado por la misma doctrina revelada. Es necesario profesar la fe de la Iglesia según la interpretación constante que Ésta ha mantenido, siendo conscientes de que el valor de las intervenciones magisteriales no es fruto de una teología opinable, sino de la asistencia del Espíritu Santo. La noción de cambio de paradigma empleada por el profesor Torres Queiruga y las conclusiones que se siguen de ella no siempre son compatibles con la interpretación auténtica que ha dado la Iglesia a la Palabra de Dios escrita y transmitida.

27. A modo de síntesis, los elementos de la fe de la Iglesia que quedan distorsionados en los escritos del profesor Torres Queiruga son los siguientes:

La clara distinción entre el mundo y el Creador, y la posibilidad de que Dios intervenga en la historia y en el mundo más allá de las leyes que Él mismo ha establecido.
La novedad de la vida en el Espíritu que Cristo nos alcanza, con la consiguiente distinción entre naturaleza y gracia, entre creación y salvación. Así como, la necesidad de la gracia sobrenatural para alcanzar el fin último del hombre.
El carácter indeducible de la Revelación, mediante la cual Dios ha dado a conocer al hombre su designio salvífico, eligiendo a un pueblo y enviado a su Hijo al mundo.
La unicidad y universalidad de la Mediación salvífica de Cristo y de la Iglesia.
El realismo de la resurrección de Jesucristo, en cuanto acontecimiento histórico (milagroso) y trascendente.
El sentido genuino de la oración de petición, así como el valor de la intercesión y mediación de la Iglesia en su oración por los difuntos, especialmente en la Eucaristía.
La distinción real entre el momento de la muerte personal y el de la Parusía, entendida ésta como culminación y plenitud de la Historia y del mundo.

28. Con la presente Notificación, la Comisión para la Doctrina de la Fe quiere salvaguardar aspectos esenciales de la doctrina de la Iglesia para evitar la confusión en el Pueblo de Dios y contribuir al fortalecimiento de su vida cristiana; espera igualmente que el Prof. A. Torres Queiruga siga clarificando su pensamiento y lo ponga en plena consonancia con la tradición de fe autorizadamente enseñada por el Magisterio de la Iglesia.
La Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, en su CCXXIII reunión, dio su aprobación a la publicación de la presente Nota en la sesión celebrada en Madrid el 29 de febrero de 2012.


Adolfo González Montes,
Obispo de Almería, Presidente

José Rico Pavés,
Secretario



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lunes, 25 de noviembre de 2019

OBISPOS PUBLICAN LISTA



de verdades cuestionadas y negadas por los errores de nuestro tiempo

Voto Católico Colombia, 11 de junio de 2019

Dos cardenales y tres obispos han publicado una “Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo” como una especie de reedición del Syllabus de los errores modernos que publicó en su momento el beato papa Pío IX. 
Los cardenales Raymond Leo Burke, Patrono de la Soberana y Militar Orden de Malta, y Janis Pujats, Arzobispo emérito de Riga, y los obispos Tomash Peta, Arzobispo de la arquidiócesis de María Santísima in Astana, Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Obispo emérito de Karaganda, y Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima en Astana, han firmado conjuntamente esa declaración de 40 verdades como forma de combatir la difusión de errores al interior de la Iglesia.

Buena parte de las verdades de Fe que los obispos presentan, son negadas actualmente por un importante número de católicos, jerarcas incluidos y hasta documentos del Papa Francisco. La declaración de verdades apunta, pues, a suplir la ausencia de verdadero gobierno pastoral que vive la Iglesia en los tiempos actuales.
La declaración de verdades está acompañada de una Nota Explicativa en la cual los firmantes expresan su intención y motivos a la hora de hacer esta declaración. Publicamos ambas íntegramente.

Nota explicativa a la Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo

La Iglesia actual sufre una de las mayores epidemias espirituales. Es decir, una confusión y desorientación doctrinal de alcance casi universal, que suponen un peligro seriamente contagioso para la salud espiritual y la salvación eterna de numerosas almas. Al mismo tiempo, es preciso reconocer un letargo espiritual generalizado en el ejercicio del Magisterio a diversos niveles de la jerarquía de la Iglesia de hoy. En buena parte, ello obedece a que no se ha observado el deber Apostólico – según lo declarado también por el Concilio Vaticano II – que los obispos deben «con vigilancia, apartar de su grey los errores que la amenazan» (Lumen gentium, 25).

Los tiempos que vivimos se caracterizan por una aguda hambre espiritual de los fieles católicos de todo mundo para que se reafirmen las verdades que han sido oscurecidas, socavadas y negadas por algunos de los más peligrosos errores de nuestra época. Los fieles que padecen esta hambre espiritual se sienten abandonados, y se encuentran por eso en una especie de periferia existencial. Semejante situación requiere con urgencia un remedio concreto. No admite más demora una declaración pública de las verdades que se oponen a dichos errores. Tenemos, por tanto, presentes las siguientes palabras del papa San Gregorio Magno, válidas para todos los tiempos: «No flaquee nuestra lengua para exhortar y, habiendo asumido el cargo de obispo, no nos condene nuestro silencio ante el tribunal del justo Juez (…) La grey que nos ha sido encomendada abandona a Dios, y callamos. Vive en pecado, y no alargamos la mano para corregirla» (Hom. In ev., 17,3.14).

Somos conscientes de la grave responsabilidad que tenemos como obispos católicos conforme a la amonestación de San Pablo, que enseña que Dios dio a su Iglesia «pastores y doctores a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, al estado de varón perfecto, alcanzando la estatura propia del Cristo total, para que ya no seamos niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, al antojo de la humana malicia, de la astucia que conduce engañosamente al error. Sino que, andando en la verdad por el amor, en todo crezcamos hacia adentro de Aquel que es la cabeza, Cristo. De Él todo el cuerpo, bien trabado y ligado entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándole en el amor» (Ef 4, 12-16).

Con espíritu de caridad fraterna, publicamos la presente Declaración de verdades a modo de ayuda espiritual concreta para que los obispos, sacerdotes, parroquias, comunidades religiosas, asociaciones de fieles laicos y particulares tengan oportunidad de confesar en privado o en público las verdades que más se niegan o desfiguran en nuestros tiempos. La siguiente exhortación del apóstol San Pablo debe entenderse como dirigida a cada obispo y fiel laico de hoy: «Lucha la buena lucha de la fe; echa mano de la vida eterna, para la cual fuiste llamado, y de la cual hiciste aquella bella confesión delante de muchos testigos. Te ruego, en presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús –el cual hizo bajo Poncio Pilato la bella confesión– que guardes tu mandato sin mancha y sin reproche hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo» (1Tim 6,12-14).

Ante la mirada del Divino Juez y en su propia conciencia, todo obispo, sacerdote y fiel laico tiene el deber moral de dar testimonio inequívoco de las verdades que hoy en día se oscurecen, socavan y niegan. Declarando dichas verdades mediante actos públicos y privados se podría iniciar un movimiento de confesión de la Verdad, de defensa y reparación por los pecados generalizados contra la Fe y por los pecados secretos y públicos de apostasía, disimulada o manifiesta, de no pocos clérigos y seglares. Eso sí, hay que tener presente que lo que importa en tal movimiento no es el número de sus miembros, sino la verdad, como afirmó San Gregorio Nacianceno ante la confusión doctrinal generalizada de la crisis arriana, cuando declaró que Dios no se complace en los números (cf. Or. 42,7).
Al dar testimonio de la perenne fe católica, clero y fieles recordarán la verdad de que «la totalidad de los fieles no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos” presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 12).

Los santos y los grandes obispos que vivieron en tiempos de crisis doctrinales pueden interceder por nosotros y guiarnos mediante su enseñanza, como lo hacen las siguientes palabras de San Agustín dirigidas al Papa San Bonifacio I: «Dado que todos los que ejercemos el episcopado compartimos una misma atalaya pastoral (si bien tu vigilas desde una altura superior), hago lo que está en mis manos con respecto a mi pequeña porción del rebaño en la medida en que el Señor se digna concederme autoridad mediante la ayuda de tus oraciones » (Contra ep. pel., 1,2).
La voz unánime de los pastores y los fieles en una precisa declaración de verdades será indudablemente un medio eficaz de ayuda fraternal y filial al Sumo Pontífice en la extraordinaria situación actual de confusión doctrinal generalizada y desorientación que reina en la vida de la Iglesia.

Hacemos esta Declaración con espíritu de caridad cristiana, la cual se manifiesta velando por la salud espiritual de los pastores y los fieles; es decir, de todos los miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, teniendo presentes las siguientes palabras de San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: «Que no haya disensión en el cuerpo, sino que los miembros tengan el mismo cuidado los unos por los otros. Por donde si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; y si un miembro es honrado, se regocijan con él todos los miembros» (1Cor 12, 25-27), y en la carta a los Romanos: «Pues así como tenemos muchos miembros en un solo cuerpo, y no todos los miembros tienen la misma función, del mismo modo los que somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, pero en cuanto a cada uno somos recíprocamente miembros. Y tenemos dones diferentes conforme a la gracia que nos fue dada, ya de profecía para hablar según la regla de la fe, ya de ministerio, para servir; ya de enseñar, para la enseñanza; ya de exhortar, para la exhortación. (…) Aborreced lo que es malo, apegaos a lo que es bueno. En el amor a los hermanos sed afectuosos unos con otros; en cuanto al honor, daos preferencia mutuamente. En la solicitud, no seáis perezosos; en el espíritu sed fervientes; para el Señor sed servidores» (Rm 12, 4-11).

Los cardenales y obispos que firman esta “Declaración de verdades” la encomiendan al Corazón Inmaculado de la Madre de Dios bajo la advocación “Salus populi romani” (“Salvación del pueblo romano”) considerando el privilegiado significado espiritual que este ícono tiene para la Iglesia Romana. Que toda la Iglesia Católica, bajo la protección de la Virgen Inmaculada y Madre de Dios, “luche intrépidamente la buena batalla de la fe, persevere firmemente en la doctrina de los apóstoles y proceda seguramente entre las tempestades del mundo hasta llegar a la ciudad celestial” (Prefacio de la misa en honor de la Bienaventurada Virgen María “Salvación del pueblo romano”).

31 de mayo de 2019


Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo

«La Iglesia del Dios vivo, columna y cimiento de la verdad» (1Tim 3,15)


Fundamentos de la Fe
El sentido correcto de las expresiones tradición viva, Magisterio vivo, hermenéutica de la continuidad y desarrollo de la doctrina incluye la verdad que cada vez que se profundice en el entendimiento del Depósito de la Fe, sin embargo esta profundización no puede ser contraria al sentido que ha expuesto siempre la Iglesia en el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo entendimiento (cf. Concilio Vaticano I, Dei Filius, sess. 3, c. 4: «in eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia»).

«El significado mismo de las fórmulas dogmáticas es siempre verdadero y coherente consigo mismo dentro de la Iglesia, aunque pueda ser aclarado más y mejor comprendido. Es necesario, por tanto, que los fieles rehúyan la opinión según la cual en principio las fórmulas dogmáticas (o algún tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de modo concreto, sino solamente aproximaciones mudables que la deforman o alteran de algún modo; y que las mismas fórmulas, además, manifiestan solamente de manera indefinida la verdad, la cual debe ser continuamente buscada a través de aquellas aproximaciones.» Así pues, «los que piensan así no escapan al relativismo teológico y falsean el concepto de infalibilidad de la Iglesia que se refiere a la verdad que hay que enseñar y mantener explícitamente» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales, 5).

Credo
«El reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. 
Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en Aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.» (Pablo VI, Constitución apostólicaSolemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 27). Es, por tanto, erróneo afirmar que lo que más glorifica a Dios es el progreso de las condiciones terrenas y temporales de la especie humana.

Después de la institución de la Nueva y Eterna Alianza en Cristo Jesús, nadie puede salvarse obedeciendo solamente la ley de Moisés, sin fe en Cristo como Dios verdadero y único Salvador de la humanidad (cf. Rm 3,28; Gal 2,16).
Ni los musulmanes ni otros que no tengan fe en Jesucristo, Dios y hombre, aunque sean monoteístas, pueden rendir a Dios el mismo culto de adoración que los cristianos; es decir, adoración sobrenatural en Espíritu y en Verdad (cf. Jn 4,24; Ef 2,8) por parte de quienes han recibido Espíritu de filiación (cf. Rm 8,15).

Las religiones y formas de espiritualidad que promueven alguna forma de idolatría o panteísmo no pueden considerarse semillas ni frutos del Verbo puesto que son imposturas que impiden la evangelización y la eterna salvación de sus seguidores, como enseñan las Sagradas Escrituras: «El dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca para ellos la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2Cor 4,4).
El verdadero ecumenismo tiene por objetivo que los no católicos se integren a la unidad que la Iglesia Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la oración de Cristo, siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn 17,11), la unidad, la cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en la Iglesia una». Por consiguiente, el ecumenismo no puede tener como finalidad legítima la fundación de una Iglesia que aún no existe.
El Infierno existe, y quienes están condenados a él a causa de algún pecado mortal del que no se arrepintieron son castigados allí por la justicia divina (cf. Mt 25,46). Conforme a la enseñanza de la Sagrada Escritura, no sólo se condenan por la eternidad los ángeles caídos sino también las almas humanas (cf. 2Tes 1,9; 2Pe 3,7). Es más, los humanos condenados por la eternidad no serán exterminados, porque según la enseñanza infalible de la Iglesia sus almas son inmortales (cf. V Concilio de Letrán, sesión 8.)

La religión nacida de la fe en Jesucristo, Hijo encarnado de Dios y único Salvador de la humanidad, es la única religión positivamente querida por Dios. Por tanto, es errónea la opinión según la cual del mismo modo que Dios ha querido que haya diversidad de sexos y de naciones, quiere también que haya diversidad de religiones.
«Nuestra religión [la cristiana] instaura efectivamente una relación auténtica y viviente con Dios, cosa que las otras religiones no lograron establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo» (Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 53).
El don del libre albedrío con que Dios Creador dotó a la persona humana, concede al hombre el derecho natural de elegir únicamente el bien y lo verdadero. Ningún ser humano tiene, por tanto, el derecho natural a ofender a Dios escogiendo el mal moral del pecado o el error religioso de la idolatría, de la blasfemia o una falsa religión.

La Ley de Dios
Mediante la gracia de Dios, la persona justificada posee la fortaleza necesaria para cumplir las exigencias objetivas de la ley divina, dado que para los justificados es posible cumplir todos los mandamientos de Dios. Cuando la gracia de Dios justifica al pecador, por su propia naturaleza da lugar a la conversión de todo pecado grave (cf. Concilio de Trento, sesión 6, Decreto sobre la justificación, cap. 11 y 13).
«Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo» (Juan Pablo II, encíclica Vertitatis splendor, 76). 
De acuerdo con la enseñanza de la misma encíclica, es errónea la opinión de quienes «creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural». Por ello, «estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica» (íbid.).
Todos los mandamientos de la Ley de Dios son igualmente justos y misericordiosos. Es, por tanto, errónea la opinión de que obedeciendo un mandamiento divino – como, por ejemplo, el sexto mandamiento que prohibe cometer adulterio – una persona puede, en razón de esa misma obediencia, pecar contra Dios, perjudicarse a sí misma moralmente o pecar contra otros.

“Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia” (Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62). La divina revelación y la ley natural contienen principios morales que incluyen prohibiciones negativas que vedan terminantemente ciertas acciones, por cuanto dichas acciones son siempre gravemente ilegítimas por razón de su objeto. De ahí que sea errónea la opinión de que una buena intención o una buena consecuencia, pueden ser suficientes para justificar la comisión de tales acciones (cf. Concilio de Trento, sesión 6, de iustificatione, c. 15; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica,Reconciliatio et Paenitentia, 17; Encíclica Veritatis splendor, 80).

La ley natural y la Ley Divina prohíben a la mujer que ha concebido a un niño matar la vida que porta en su seno, ya sea que lo haga ella misma o con ayuda de otros, directa o indirectamente (cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62).
Las técnicas de reproducción «son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 14).

Ningún ser humano puede estar jamás moralmente justificado, ni se le puede permitir desde el punto de vista moral, de quitarse la vida o hacérsela quitar por otros con el fin de escapar el sufrimiento. «La eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 65).

Por mandato divino y por la ley natural, el matrimonio es la unión indisoluble de un hombre y una mujer, ordenada por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole y al amor mutuo (cf. Gn 2,24; Mc 10,7-9; Ef 5,31-32). “Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48)

Según el derecho natural y el divino, todo ser humano que hace uso voluntario de sus facultades sexuales fuera del matrimonio legítimo peca. Por tanto, es contrario a las Sagradas Escrituras y a la Tradición afirmar que la conciencia es capaz de determinar legítimamente y con acierto que los actos sexuales entre personas que han contraído matrimonio civil pueden en algunos casos considerarse moralmente correctos o hasta ser pedidos e incluso ordenados por Dios, aunque una de ellas o las dos estén casadas sacramentalmente con otra persona (cf. 1Cor 7, 11; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 84).

La ley natural y Divina prohibe “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.” (Pablo VI, encíclica Humanae vitae, 14).
Todo marido o esposa que se haya divorciado del cónyuge con quien estaba válidamente casado y contraiga después matrimonio civil con otra persona mientras aún vive su cónyuge legítimo, conviviendo maritalmente con su pareja civil, y que opte por vivir en ese estado con pleno conocimiento de la naturaleza de este acto y pleno consentimiento de la voluntad a este acto, está en pecado mortal y no puede por tanto recibir la gracia santificante ni crecer en la caridad. Por consiguiente, a no ser que tales cristianos convivan como hermano y hermana, no pueden recibir la Sagrada Comunión (cf. Juan Pablo II, exhortación apostólica Familiaris consortio, 84).

Dos personas del mismo sexo pecan gravemente cuando se procuran placer venéreo mutuo (cf. Lev 18,22; 20,13; Rm 1,24-28; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10; Jds 7). Los actos homosexuales “no pueden recibiraprobación en ningún caso” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2357). Así pues, es contraria a la ley natural y a la Divina Revelación la opinión que sostiene que del mismo modo que Dios el Creador ha dado a algunos seres humanos la inclinación natural a sentir deseo sexual hacia las personas del otro sexo, así también el Creador ha dado a otros la inclinación a desear sexualmente a personas del mismo sexo, y que es la voluntad del Criador que en determinadas circunstancias esa tendencia se lleve a efecto.

Ni las leyes de los hombres ni ninguna autoridad humana pueden otorgar a dos personas del mismo sexo el derecho a casarse, ni declararlas casadas, ya que ello es contrario al derecho natural y a la ley de Dios. “En el designio del Creador complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la naturaleza misma de la institución del matrimonio” (Congregación para la doctrina de la fe,Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuals, 3 de junio de 2003, 3).
Aquellas uniones que reciben el nombre de matrimonio sin corresponder a la realidad del mismo, no pueden obtener la bendición de la Iglesia, por ser contrarias al derecho natural y divino.

Las autoridades civiles no pueden reconocer uniones civiles o legales entre dos personas del mismo sexo que claramente imitan la unión matrimonial, aunque dichas uniones no reciban el nombre de matrimonio, porque fomentarían pecados graves entre sus integrantes y serían motivo de grave escándalo (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 3 de junio de 2003).

Los sexos masculino y femenino, hombre y mujer, son realidades biológicas, creadas por la sabia voluntad de Dios (cf. Gn 1, 27; Catecismo de la Iglesia Católica, 369). Es, por tanto, una rebelión contra la ley natural y Divina y un pecado grave que un hombre intente convertirse en mujer mutilándose, o que simplemente se declare mujer, o que del mismo modo una mujer trate de convertirse en hombre, o bien afirmar que las autoridades civiles tengan el deber o el derecho de proceder como si tales cosas fuesen o pudieran ser posibles y legítimas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297).

De conformidad con las Sagradas Escrituras y con la constante Tradición del Magisterio ordinario y universal, la Iglesia no erró al enseñar que las autoridades civiles pueden aplicar legítimamente la pena capital a los malhechores cuando sea verdaderamente necesario para preservar la existencia o mantener el orden justo en la sociedad (cf. Gn 9,6; Jn 19,11; Rm 13,1-7; Inocencio III, Professio fidei Waldensibus praescripta; Catecismo Romano del Concilio de Trento, p. III, 5, n. 4; Pio XII, Discurso a los juristas Católicos, 5 de diciembre de 1954).
Toda autoridad en la Tierra y en el Cielo pertenece a Jesucristo; de ahí que las sociedades civiles y cualquier otra asociación de hombres esté sujeta a su realeza, por lo que «el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2105; cf. Pio XI, Encíclica Quas primas, 18-19; 32).

Los sacramentos
En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía tiene lugar una maravillosa transformación de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su Sangre, transformación que la Iglesia Católica llama muy apropiadamente transubstanciación (cf. IV Concilio de Letrán, cap.1; Concilio de Trento, sesión 13, c.4). «Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino» (Pablo VI, carta apostólica Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 25).

Las palabras con las que expresó el Concilio de Trento la fe de la Iglesia en la Sagrada Eucaristía son idóneas para los hombres de todo tiempo y lugar, ya que son «doctrina siempre válida» de la Iglesia (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 15).
En la Santa Misa se ofrece a la Santísima Trinidad un sacrificio verdadero y propio, y este sacrificio tiene un valor propiciatorio tanto para los hombres que viven en la tierra como para las almas del purgatorio. Es, por lo tanto, errónea la opinión según la cual el Sacrificio de la Misa consistiría simplemente en el hecho de que el pueblo ofrezca un sacrificio espiritual de oración y alabanza, así como la opinión de que la Misa puede o debe definirse solamente como la entrega que hace Cristo de Sí mismo a los fieles como alimento espiritual para ellos (cf. Concilio de Trento, sesión 22, c. 2).

«La misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial» (Pablo VI, Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 24).

«Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles. (…) Que los fieles ofrezcan el sacrificio por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote”. (Pío XII, encíclica Mediator Dei, 112).

El sacramento de la Penitencia es el único medio ordinario por el que se pueden absolver los pecados graves cometidos después del Bautismo. Según el derecho divino todos esos pecados deben confesarsesegún su especie y su número (cf. Concilio de Trento, sesión 14, canon 7).
El derecho divino prohíbe al confesor violar el sigilo del sacramento de la penitencia fuere por el motivo que fuere. Ninguna autoridad eclesiástica tiene potestad para dispensarlo del secreto del sacramento, y tampoco las autoridades civiles están facultadas para obligarlo a ello (cf. CIC 1983, can. 1388 § 1; Catecismo de la Iglesia Católica 1467).
Por la voluntad de Cristo y por la inmutable tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento de la Sagrada Eucaristía a quienes estén objetivamente en estado de grave pecado público, y tampoco se debe dar la absolución sacramental a quienes manifiesten no estar dispuestos a ajustarse a la Ley de Dios, aunque esa falta de disposición corresponda a una sola materia grave (cf. Concilio de Trento, sess. 14, c. 4; Juan Pablo II, Mensaje al Cardinal William W. Baum,  22 de marzo de 1996).
Conforme a la constante tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento de la Sagrada Eucaristía a quienes nieguen alguna verdad de la fe católica profesando formalmente adhesión a una comunidad cristiana herética o oficialmente cismática (cf. Código del Derecho Canónico 1983, can. 915; 1364).

La ley que obliga a los sacerdotes a observar la perfecta continencia mediante el celibato tiene su origen en el ejemplo de Jesucristo y pertenece a una tradición inmemorial y apostólica, según el testimonio constante de los Padres de la Iglesia y de los Romanos Pontífices. Por esta razón, no se debe abolir esta ley en la Iglesia Romana por medio de la innovación de un supuesto celibato opcional de los sacerdotes, ya sea a nivel regional o universal. El testimonio válido y perenne de la Iglesia afirma que la ley de la continencia sacerdotal «no impone ningún precepto nuevo. Dichos preceptos deben observarse, porque algunos los han descuidado por ignorancia y pereza. Con todo, los mencionados preceptos se remontan a los apóstoles y fueron establecidos por los Padres, como está escrito: “Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las enseñanzas que habéis recibido, ya de palabra, ya por carta nuestra” (2Tes 2,15). Lo cierto es que muchos, desconociendo los estatutos de nuestros predecesores, han violado con su presunción la castidad de la Iglesia y se han guiado por la voluntad del pueblo, sin temor a los castigos divinos» (Papa Siricio, decretal Cum in unum del año 386).

Por voluntad de Cristo y por la divina constitución de la Iglesia, sólo los varones bautizados pueden recibir el sacramento del Orden, ya sea para el episcopado, el sacerdocio o el diaconado (cf. la carta apostólica de Juan Pablo II Ordinatio sacerdotalis, 4). Es más, la afirmación de que sólo un concilio ecuménico puede dirimir esta cuestión es errónea, dado que la autoridad de un concilio ecuménico no es mayor que la del Romano Pontífice (cf. V Concilio de Letrán, sesión 11; Concilio Vaticano I, sesión 4, c.3).

31 de mayo de 2019


Cardenal Raymond Leo Burke, Patrono de la Soberana y Militar Orden de Malta
Cardinal Janis Pujats, Arzobispo emérito de Riga
Tomash Peta, Arzobispo de la arquidiócesis de María Santísima en Astana
Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Obispo emérito de Karaganda
Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima en Astana