de verdades cuestionadas y
negadas por los errores de nuestro tiempo
Voto Católico Colombia, 11
de junio de 2019
Dos cardenales y tres
obispos han publicado una “Declaración de las verdades relacionadas con algunos
de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo” como una
especie de reedición del Syllabus de los errores modernos que publicó en su
momento el beato papa Pío IX.
Los cardenales Raymond Leo Burke, Patrono de la
Soberana y Militar Orden de Malta, y Janis Pujats, Arzobispo emérito de Riga, y
los obispos Tomash Peta, Arzobispo de la arquidiócesis de María Santísima in
Astana, Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Obispo emérito de Karaganda, y Athanasius
Schneider, Obispo Auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima en Astana,
han firmado conjuntamente esa declaración de 40 verdades como forma de combatir
la difusión de errores al interior de la Iglesia.
Buena parte de las verdades
de Fe que los obispos presentan, son negadas actualmente por un importante
número de católicos, jerarcas incluidos y hasta documentos del Papa Francisco.
La declaración de verdades apunta, pues, a suplir la ausencia de verdadero
gobierno pastoral que vive la Iglesia en los tiempos actuales.
La declaración de verdades
está acompañada de una Nota Explicativa en la cual los firmantes expresan su
intención y motivos a la hora de hacer esta declaración. Publicamos ambas íntegramente.
Nota explicativa a la
Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes
en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo
La Iglesia actual sufre una
de las mayores epidemias espirituales. Es decir, una confusión y desorientación
doctrinal de alcance casi universal, que suponen un peligro seriamente
contagioso para la salud espiritual y la salvación eterna de numerosas almas.
Al mismo tiempo, es preciso reconocer un letargo espiritual generalizado en el
ejercicio del Magisterio a diversos niveles de la jerarquía de la Iglesia de
hoy. En buena parte, ello obedece a que no se ha observado el deber Apostólico
– según lo declarado también por el Concilio Vaticano II – que los obispos
deben «con vigilancia, apartar de su grey los errores que la amenazan» (Lumen
gentium, 25).
Los tiempos que vivimos se
caracterizan por una aguda hambre espiritual de los fieles católicos de todo
mundo para que se reafirmen las verdades que han sido oscurecidas, socavadas y
negadas por algunos de los más peligrosos errores de nuestra época. Los fieles
que padecen esta hambre espiritual se sienten abandonados, y se encuentran por
eso en una especie de periferia existencial. Semejante situación requiere con
urgencia un remedio concreto. No admite más demora una declaración pública de
las verdades que se oponen a dichos errores. Tenemos, por tanto, presentes las
siguientes palabras del papa San Gregorio Magno, válidas para todos los
tiempos: «No flaquee nuestra lengua para exhortar y, habiendo asumido el cargo
de obispo, no nos condene nuestro silencio ante el tribunal del justo Juez (…)
La grey que nos ha sido encomendada abandona a Dios, y callamos. Vive en
pecado, y no alargamos la mano para corregirla» (Hom. In ev., 17,3.14).
Somos conscientes de la
grave responsabilidad que tenemos como obispos católicos conforme a la
amonestación de San Pablo, que enseña que Dios dio a su Iglesia «pastores y
doctores a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para
la edificación del cuerpo de Cristo hasta que todos lleguemos a la unidad de la
fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, al estado de varón perfecto,
alcanzando la estatura propia del Cristo total, para que ya no seamos niños
fluctuantes y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, al antojo de la
humana malicia, de la astucia que conduce engañosamente al error. Sino que,
andando en la verdad por el amor, en todo crezcamos hacia adentro de Aquel que
es la cabeza, Cristo. De Él todo el cuerpo, bien trabado y ligado entre sí por
todas las coyunturas que se ayudan mutuamente según la actividad propia de cada
miembro, recibe su crecimiento para ir edificándole en el amor» (Ef 4, 12-16).
Con espíritu de caridad
fraterna, publicamos la presente Declaración de verdades a modo de ayuda
espiritual concreta para que los obispos, sacerdotes, parroquias, comunidades
religiosas, asociaciones de fieles laicos y particulares tengan oportunidad de
confesar en privado o en público las verdades que más se niegan o desfiguran en
nuestros tiempos. La siguiente exhortación del apóstol San Pablo debe
entenderse como dirigida a cada obispo y fiel laico de hoy: «Lucha la buena
lucha de la fe; echa mano de la vida eterna, para la cual fuiste llamado, y de
la cual hiciste aquella bella confesión delante de muchos testigos. Te ruego,
en presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús –el cual
hizo bajo Poncio Pilato la bella confesión– que guardes tu mandato sin mancha y
sin reproche hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo» (1Tim 6,12-14).
Ante la mirada del Divino
Juez y en su propia conciencia, todo obispo, sacerdote y fiel laico tiene el
deber moral de dar testimonio inequívoco de las verdades que hoy en día se
oscurecen, socavan y niegan. Declarando dichas verdades mediante actos públicos
y privados se podría iniciar un movimiento de confesión de la Verdad, de
defensa y reparación por los pecados generalizados contra la Fe y por los
pecados secretos y públicos de apostasía, disimulada o manifiesta, de no pocos
clérigos y seglares. Eso sí, hay que tener presente que lo que importa en tal
movimiento no es el número de sus miembros, sino la verdad, como afirmó San
Gregorio Nacianceno ante la confusión doctrinal generalizada de la crisis
arriana, cuando declaró que Dios no se complace en los números (cf. Or. 42,7).
Al dar testimonio de la
perenne fe católica, clero y fieles recordarán la verdad de que «la totalidad
de los fieles no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar
suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo
cuando “desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos” presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Concilio Vaticano
II, Lumen gentium, 12).
Los santos y los grandes
obispos que vivieron en tiempos de crisis doctrinales pueden interceder por
nosotros y guiarnos mediante su enseñanza, como lo hacen las siguientes
palabras de San Agustín dirigidas al Papa San Bonifacio I: «Dado que todos los
que ejercemos el episcopado compartimos una misma atalaya pastoral (si bien tu
vigilas desde una altura superior), hago lo que está en mis manos con respecto
a mi pequeña porción del rebaño en la medida en que el Señor se digna
concederme autoridad mediante la ayuda de tus oraciones » (Contra ep. pel.,
1,2).
La voz unánime de los
pastores y los fieles en una precisa declaración de verdades será
indudablemente un medio eficaz de ayuda fraternal y filial al Sumo Pontífice en
la extraordinaria situación actual de confusión doctrinal generalizada y
desorientación que reina en la vida de la Iglesia.
Hacemos esta Declaración con
espíritu de caridad cristiana, la cual se manifiesta velando por la salud
espiritual de los pastores y los fieles; es decir, de todos los miembros del
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, teniendo presentes las siguientes palabras
de San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: «Que no haya disensión en
el cuerpo, sino que los miembros tengan el mismo cuidado los unos por los
otros. Por donde si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; y si un
miembro es honrado, se regocijan con él todos los miembros» (1Cor 12, 25-27), y
en la carta a los Romanos: «Pues así como tenemos muchos miembros en un solo
cuerpo, y no todos los miembros tienen la misma función, del mismo modo los que
somos muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, pero en cuanto a cada uno
somos recíprocamente miembros. Y tenemos dones diferentes conforme a la gracia
que nos fue dada, ya de profecía para hablar según la regla de la fe, ya de
ministerio, para servir; ya de enseñar, para la enseñanza; ya de exhortar, para
la exhortación. (…) Aborreced lo que es malo, apegaos a lo que es bueno. En el
amor a los hermanos sed afectuosos unos con otros; en cuanto al honor, daos
preferencia mutuamente. En la solicitud, no seáis perezosos; en el espíritu sed
fervientes; para el Señor sed servidores» (Rm 12, 4-11).
Los cardenales y obispos que
firman esta “Declaración de verdades” la encomiendan al Corazón Inmaculado de
la Madre de Dios bajo la advocación “Salus populi romani” (“Salvación del
pueblo romano”) considerando el privilegiado significado espiritual que este
ícono tiene para la Iglesia Romana. Que toda la Iglesia Católica, bajo la
protección de la Virgen Inmaculada y Madre de Dios, “luche intrépidamente la
buena batalla de la fe, persevere firmemente en la doctrina de los apóstoles y
proceda seguramente entre las tempestades del mundo hasta llegar a la ciudad
celestial” (Prefacio de la misa en honor de la Bienaventurada Virgen María “Salvación
del pueblo romano”).
31 de mayo de 2019
Declaración
de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida
de la Iglesia de nuestro tiempo
«La Iglesia del Dios vivo,
columna y cimiento de la verdad» (1Tim 3,15)
Fundamentos de la Fe
El sentido correcto de las
expresiones tradición viva, Magisterio vivo, hermenéutica de la continuidad y desarrollo
de la doctrina incluye la verdad que cada vez que se profundice en el
entendimiento del Depósito de la Fe, sin embargo esta profundización no puede ser
contraria al sentido que ha expuesto siempre la Iglesia en el mismo dogma, el
mismo sentido y el mismo entendimiento (cf. Concilio Vaticano I, Dei Filius,
sess. 3, c. 4: «in eodem dogmate, eodem sensu, eademque sententia»).
«El significado mismo de las
fórmulas dogmáticas es siempre verdadero y coherente consigo mismo dentro de la
Iglesia, aunque pueda ser aclarado más y mejor comprendido. Es necesario, por
tanto, que los fieles rehúyan la opinión según la cual en principio las
fórmulas dogmáticas (o algún tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de
modo concreto, sino solamente aproximaciones mudables que la deforman o alteran
de algún modo; y que las mismas fórmulas, además, manifiestan solamente de
manera indefinida la verdad, la cual debe ser continuamente buscada a través de
aquellas aproximaciones.» Así pues, «los que piensan así no escapan al
relativismo teológico y falsean el concepto de infalibilidad de la Iglesia que
se refiere a la verdad que hay que enseñar y mantener explícitamente» (Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la doctrina católica
acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales, 5).
Credo
«El reino de Dios, que ha
tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este
mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que sus
crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de
la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en
que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo,
en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes
eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más
abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la
Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal
de los hombres.
Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no
tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula
también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten
el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la
concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo
a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que
la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es
decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el
deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la
voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir
a todos en Aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta
solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se
resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.» (Pablo
VI, Constitución apostólicaSolemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”,
27). Es, por tanto, erróneo afirmar que lo que más glorifica a Dios es el
progreso de las condiciones terrenas y temporales de la especie humana.
Después de la institución de
la Nueva y Eterna Alianza en Cristo Jesús, nadie puede salvarse obedeciendo
solamente la ley de Moisés, sin fe en Cristo como Dios verdadero y único
Salvador de la humanidad (cf. Rm 3,28; Gal 2,16).
Ni los musulmanes ni otros
que no tengan fe en Jesucristo, Dios y hombre, aunque sean monoteístas, pueden
rendir a Dios el mismo culto de adoración que los cristianos; es decir,
adoración sobrenatural en Espíritu y en Verdad (cf. Jn 4,24; Ef 2,8) por parte
de quienes han recibido Espíritu de filiación (cf. Rm 8,15).
Las religiones y formas de
espiritualidad que promueven alguna forma de idolatría o panteísmo no pueden
considerarse semillas ni frutos del Verbo puesto que son imposturas que impiden
la evangelización y la eterna salvación de sus seguidores, como enseñan las
Sagradas Escrituras: «El dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin
de que no resplandezca para ellos la luz del Evangelio de la gloria de Cristo,
el cual es la imagen de Dios» (2Cor 4,4).
El verdadero ecumenismo
tiene por objetivo que los no católicos se integren a la unidad que la Iglesia
Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la oración de Cristo,
siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn 17,11), la unidad, la
cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en la Iglesia una». Por
consiguiente, el ecumenismo no puede tener como finalidad legítima la fundación
de una Iglesia que aún no existe.
El Infierno existe, y
quienes están condenados a él a causa de algún pecado mortal del que no se
arrepintieron son castigados allí por la justicia divina (cf. Mt 25,46).
Conforme a la enseñanza de la Sagrada Escritura, no sólo se condenan por la
eternidad los ángeles caídos sino también las almas humanas (cf. 2Tes 1,9; 2Pe
3,7). Es más, los humanos condenados por la eternidad no serán exterminados,
porque según la enseñanza infalible de la Iglesia sus almas son inmortales (cf.
V Concilio de Letrán, sesión 8.)
La religión nacida de la fe
en Jesucristo, Hijo encarnado de Dios y único Salvador de la humanidad, es la
única religión positivamente querida por Dios. Por tanto, es errónea la opinión
según la cual del mismo modo que Dios ha querido que haya diversidad de sexos y
de naciones, quiere también que haya diversidad de religiones.
«Nuestra religión [la
cristiana] instaura efectivamente una relación auténtica y viviente con Dios,
cosa que las otras religiones no lograron establecer, por más que tienen, por
decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo» (Pablo VI, exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi, 53).
El don del libre albedrío
con que Dios Creador dotó a la persona humana, concede al hombre el derecho
natural de elegir únicamente el bien y lo verdadero. Ningún ser humano tiene,
por tanto, el derecho natural a ofender a Dios escogiendo el mal moral del
pecado o el error religioso de la idolatría, de la blasfemia o una falsa
religión.
La Ley de Dios
Mediante la gracia de Dios,
la persona justificada posee la fortaleza necesaria para cumplir las exigencias
objetivas de la ley divina, dado que para los justificados es posible cumplir
todos los mandamientos de Dios. Cuando la gracia de Dios justifica al pecador,
por su propia naturaleza da lugar a la conversión de todo pecado grave (cf.
Concilio de Trento, sesión 6, Decreto sobre la justificación, cap. 11 y 13).
«Los fieles están obligados
a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y
enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. El amor a Dios
y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de
la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo»
(Juan Pablo II, encíclica Vertitatis splendor, 76).
De acuerdo con la enseñanza
de la misma encíclica, es errónea la opinión de quienes «creen poder
justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos
contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural». Por ello, «estas
teorías no pueden apelar a la tradición moral católica» (íbid.).
Todos los mandamientos de la
Ley de Dios son igualmente justos y misericordiosos. Es, por tanto, errónea la
opinión de que obedeciendo un mandamiento divino – como, por ejemplo, el sexto
mandamiento que prohibe cometer adulterio – una persona puede, en razón de esa
misma obediencia, pecar contra Dios, perjudicarse a sí misma moralmente o pecar
contra otros.
“Ninguna circunstancia,
ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que
es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el
corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia”
(Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62). La divina revelación y la ley
natural contienen principios morales que incluyen prohibiciones negativas que
vedan terminantemente ciertas acciones, por cuanto dichas acciones son siempre
gravemente ilegítimas por razón de su objeto. De ahí que sea errónea la opinión
de que una buena intención o una buena consecuencia, pueden ser suficientes
para justificar la comisión de tales acciones (cf. Concilio de Trento, sesión
6, de iustificatione, c. 15; Juan Pablo II, Exhortación
Apostólica,Reconciliatio et Paenitentia, 17; Encíclica Veritatis splendor, 80).
La ley natural y la Ley
Divina prohíben a la mujer que ha concebido a un niño matar la vida que porta
en su seno, ya sea que lo haga ella misma o con ayuda de otros, directa o
indirectamente (cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62).
Las técnicas de reproducción
«son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del
contexto integralmente humano del acto conyugal» (Juan Pablo II, Evangelium
vitae, 14).
Ningún ser humano puede
estar jamás moralmente justificado, ni se le puede permitir desde el punto de
vista moral, de quitarse la vida o hacérsela quitar por otros con el fin de
escapar el sufrimiento. «La eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios,
en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona
humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios
escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 65).
Por mandato divino y por la
ley natural, el matrimonio es la unión indisoluble de un hombre y una mujer,
ordenada por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole y al
amor mutuo (cf. Gn 2,24; Mc 10,7-9; Ef 5,31-32). “Por su índole natural, la
institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a
la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su
corona propia” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48)
Según el derecho natural y
el divino, todo ser humano que hace uso voluntario de sus facultades sexuales
fuera del matrimonio legítimo peca. Por tanto, es contrario a las Sagradas
Escrituras y a la Tradición afirmar que la conciencia es capaz de determinar
legítimamente y con acierto que los actos sexuales entre personas que han
contraído matrimonio civil pueden en algunos casos considerarse moralmente
correctos o hasta ser pedidos e incluso ordenados por Dios, aunque una de ellas
o las dos estén casadas sacramentalmente con otra persona (cf. 1Cor 7, 11; Juan
Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 84).
La ley natural y Divina
prohibe “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización,
o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como
medio, hacer imposible la procreación.” (Pablo VI, encíclica Humanae vitae,
14).
Todo marido o esposa que se
haya divorciado del cónyuge con quien estaba válidamente casado y contraiga
después matrimonio civil con otra persona mientras aún vive su cónyuge
legítimo, conviviendo maritalmente con su pareja civil, y que opte por vivir en
ese estado con pleno conocimiento de la naturaleza de este acto y pleno
consentimiento de la voluntad a este acto, está en pecado mortal y no puede por
tanto recibir la gracia santificante ni crecer en la caridad. Por consiguiente,
a no ser que tales cristianos convivan como hermano y hermana, no pueden
recibir la Sagrada Comunión (cf. Juan Pablo II, exhortación apostólica
Familiaris consortio, 84).
Dos personas del mismo sexo
pecan gravemente cuando se procuran placer venéreo mutuo (cf. Lev 18,22; 20,13;
Rm 1,24-28; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10; Jds 7). Los actos homosexuales “no pueden
recibiraprobación en ningún caso” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2357). Así
pues, es contraria a la ley natural y a la Divina Revelación la opinión que
sostiene que del mismo modo que Dios el Creador ha dado a algunos seres humanos
la inclinación natural a sentir deseo sexual hacia las personas del otro sexo,
así también el Creador ha dado a otros la inclinación a desear sexualmente a
personas del mismo sexo, y que es la voluntad del Criador que en determinadas
circunstancias esa tendencia se lleve a efecto.
Ni las leyes de los hombres
ni ninguna autoridad humana pueden otorgar a dos personas del mismo sexo el
derecho a casarse, ni declararlas casadas, ya que ello es contrario al derecho
natural y a la ley de Dios. “En el designio del Creador complementariedad de
los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la naturaleza misma de la
institución del matrimonio” (Congregación para la doctrina de la
fe,Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las
uniones entre personas homosexuals, 3 de junio de 2003, 3).
Aquellas uniones que reciben
el nombre de matrimonio sin corresponder a la realidad del mismo, no pueden
obtener la bendición de la Iglesia, por ser contrarias al derecho natural y
divino.
Las autoridades civiles no
pueden reconocer uniones civiles o legales entre dos personas del mismo sexo
que claramente imitan la unión matrimonial, aunque dichas uniones no reciban el
nombre de matrimonio, porque fomentarían pecados graves entre sus integrantes y
serían motivo de grave escándalo (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones
entre personas homosexuales, 3 de junio de 2003).
Los sexos masculino y
femenino, hombre y mujer, son realidades biológicas, creadas por la sabia
voluntad de Dios (cf. Gn 1, 27; Catecismo de la Iglesia Católica, 369). Es, por
tanto, una rebelión contra la ley natural y Divina y un pecado grave que un
hombre intente convertirse en mujer mutilándose, o que simplemente se declare
mujer, o que del mismo modo una mujer trate de convertirse en hombre, o bien
afirmar que las autoridades civiles tengan el deber o el derecho de proceder
como si tales cosas fuesen o pudieran ser posibles y legítimas (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 2297).
De conformidad con las
Sagradas Escrituras y con la constante Tradición del Magisterio ordinario y
universal, la Iglesia no erró al enseñar que las autoridades civiles pueden
aplicar legítimamente la pena capital a los malhechores cuando sea
verdaderamente necesario para preservar la existencia o mantener el orden justo
en la sociedad (cf. Gn 9,6; Jn 19,11; Rm 13,1-7; Inocencio III, Professio fidei
Waldensibus praescripta; Catecismo Romano del Concilio de Trento, p. III, 5, n.
4; Pio XII, Discurso a los juristas Católicos, 5 de diciembre de 1954).
Toda autoridad en la Tierra
y en el Cielo pertenece a Jesucristo; de ahí que las sociedades civiles y
cualquier otra asociación de hombres esté sujeta a su realeza, por lo que «el
deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y
socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2105; cf. Pio XI,
Encíclica Quas primas, 18-19; 32).
Los sacramentos
En el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía tiene lugar una maravillosa transformación de toda la sustancia
del pan en el Cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su Sangre,
transformación que la Iglesia Católica llama muy apropiadamente
transubstanciación (cf. IV Concilio de Letrán, cap.1; Concilio de Trento,
sesión 13, c.4). «Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna
inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe
poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de
nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de
existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella,
están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies
sacramentales del pan y del vino» (Pablo VI, carta apostólica Solemni hac
liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 25).
Las palabras con las que
expresó el Concilio de Trento la fe de la Iglesia en la Sagrada Eucaristía son
idóneas para los hombres de todo tiempo y lugar, ya que son «doctrina siempre
válida» de la Iglesia (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 15).
En la Santa Misa se ofrece a
la Santísima Trinidad un sacrificio verdadero y propio, y este sacrificio tiene
un valor propiciatorio tanto para los hombres que viven en la tierra como para
las almas del purgatorio. Es, por lo tanto, errónea la opinión según la cual el
Sacrificio de la Misa consistiría simplemente en el hecho de que el pueblo
ofrezca un sacrificio espiritual de oración y alabanza, así como la opinión de
que la Misa puede o debe definirse solamente como la entrega que hace Cristo de
Sí mismo a los fieles como alimento espiritual para ellos (cf. Concilio de
Trento, sesión 22, c. 2).
«La misa que es celebrada
por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad
recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de
Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del
Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros
creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena
se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos
por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el
sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado
gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor
bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros
sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial» (Pablo
VI, Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 24).
«Aquella inmolación
incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo
Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el
sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la
representación de todos los fieles. (…) Que los fieles ofrezcan el sacrificio
por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar
representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los
miembros. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote
porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la
misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro
destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de
impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del
sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios
Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del
sacerdote”. (Pío XII, encíclica Mediator Dei, 112).
El sacramento de la
Penitencia es el único medio ordinario por el que se pueden absolver los
pecados graves cometidos después del Bautismo. Según el derecho divino todos
esos pecados deben confesarsesegún su especie y su número (cf. Concilio de
Trento, sesión 14, canon 7).
El derecho divino prohíbe al
confesor violar el sigilo del sacramento de la penitencia fuere por el motivo
que fuere. Ninguna autoridad eclesiástica tiene potestad para dispensarlo del
secreto del sacramento, y tampoco las autoridades civiles están facultadas para
obligarlo a ello (cf. CIC 1983, can. 1388 § 1; Catecismo de la Iglesia Católica
1467).
Por la voluntad de Cristo y
por la inmutable tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento
de la Sagrada Eucaristía a quienes estén objetivamente en estado de grave
pecado público, y tampoco se debe dar la absolución sacramental a quienes
manifiesten no estar dispuestos a ajustarse a la Ley de Dios, aunque esa falta de
disposición corresponda a una sola materia grave (cf. Concilio de Trento, sess.
14, c. 4; Juan Pablo II, Mensaje al Cardinal William W. Baum, 22 de marzo de 1996).
Conforme a la constante
tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento de la Sagrada
Eucaristía a quienes nieguen alguna verdad de la fe católica profesando
formalmente adhesión a una comunidad cristiana herética o oficialmente
cismática (cf. Código del Derecho Canónico 1983, can. 915; 1364).
La ley que obliga a los
sacerdotes a observar la perfecta continencia mediante el celibato tiene su
origen en el ejemplo de Jesucristo y pertenece a una tradición inmemorial y
apostólica, según el testimonio constante de los Padres de la Iglesia y de los
Romanos Pontífices. Por esta razón, no se debe abolir esta ley en la Iglesia
Romana por medio de la innovación de un supuesto celibato opcional de los
sacerdotes, ya sea a nivel regional o universal. El testimonio válido y perenne
de la Iglesia afirma que la ley de la continencia sacerdotal «no impone ningún
precepto nuevo. Dichos preceptos deben observarse, porque algunos los han
descuidado por ignorancia y pereza. Con todo, los mencionados preceptos se
remontan a los apóstoles y fueron establecidos por los Padres, como está
escrito: “Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las enseñanzas que habéis
recibido, ya de palabra, ya por carta nuestra” (2Tes 2,15). Lo cierto es que
muchos, desconociendo los estatutos de nuestros predecesores, han violado con
su presunción la castidad de la Iglesia y se han guiado por la voluntad del
pueblo, sin temor a los castigos divinos» (Papa Siricio, decretal Cum in unum
del año 386).
Por voluntad de Cristo y por
la divina constitución de la Iglesia, sólo los varones bautizados pueden
recibir el sacramento del Orden, ya sea para el episcopado, el sacerdocio o el
diaconado (cf. la carta apostólica de Juan Pablo II Ordinatio sacerdotalis, 4).
Es más, la afirmación de que sólo un concilio ecuménico puede dirimir esta
cuestión es errónea, dado que la autoridad de un concilio ecuménico no es mayor
que la del Romano Pontífice (cf. V Concilio de Letrán, sesión 11; Concilio
Vaticano I, sesión 4, c.3).
31 de mayo de 2019
Cardenal Raymond Leo Burke,
Patrono de la Soberana y Militar Orden de Malta
Cardinal Janis Pujats, Arzobispo
emérito de Riga
Tomash Peta, Arzobispo de la
arquidiócesis de María Santísima en Astana
Jan Pawel Lenga, Arzobispo-Obispo
emérito de Karaganda
Athanasius Schneider, Obispo
Auxiliar de la arquidiócesis de María Santísima en Astana
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