lunes, 30 de agosto de 2021

REVISTA VIRTUAL

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DIMISIÓN Y PAPA EMÉRITO

 


 Se avecina otro lío

Luisella Scrosati

Infovaticana, 30-08-2021

 

Es inminente un nuevo Motu Proprio para regular el “papado emérito”, un problema canónico que efectivamente dejó abierto Benedicto XVI. Pero lo que en la mente de Ratzinger iba a seguir siendo una excepción, para Francisco se convertiría en una institución con todos los problemas que ello conlleva: porque por su propia naturaleza sólo una persona puede asumir el título de Papa. Y la hipótesis aireada de la jubilación a los 85 años sería un golpe en el corazón del oficio petrino.

 

Tanto ha tronado que al final va a acabar lloviendo. Por ahora seguimos con los truenos, pero la lluvia parece inminente. Los truenos se oyen cada vez más cerca y parecen indicar la próxima renuncia de Francisco y una inminente regulación del “papado emérito” que, según algunos rumores, podría producirse a través de otro Motu Proprio.

 

La decisión de Benedicto XVI de atribuirse el título de papa emérito había suscitado, de hecho, legítimas preocupaciones desde el principio. Quizá la voz más autorizada que se alzó fue la del cardenal Walter Brandmüller (ver aquí), que en su momento reclamó “una futura regulación jurídica de la renuncia papal”, para no dejar esa “notable ‘laguna legis’ que existe en la actualidad”, que aumentaría “las incertidumbres en un momento peligroso y de vital importancia para la Iglesia”. En otra entrevista del 28 de octubre de 2017, el cardenal había afirmado que “la figura del ‘papa emérito’ no existe en toda la historia de la Iglesia. Y que ahora llegue un Papa y eche por tierra la tradición bimilenaria no sólo nos ha conmocionado por completo a los cardenales”. El Papa emérito respondió entonces con dos cartas breves pero decisivas.

 

¿Cómo podemos juzgar la insistencia con la que Benedicto XVI ha defendido el uso de este título para sí mismo? Sólo hay dos posibilidades: o bien el fino teólogo Ratzinger ha resbalado con la clásica cáscara de plátano en el momento más crucial de su pontificado; o bien su elección está motivada por la conciencia de una situación especialmente dramática para la Iglesia, que ha requerido un “pontificado de excepción” (Ausnahmepontifikat), según la expresión utilizada por monseñor Georg Gänswein en 2016 (entonces todavía prefecto de la Casa Pontificia); un pontificado de excepción que introduciría “una especie de estado de excepción querido por el Cielo”. La expresión se refería claramente a la categoría de Ausnahmezustand de Carl Schmitt: salirse de la ley para crear una nueva situación de derecho.

 

Independientemente de lo que pueda significar la elección de Benedicto XVI (y tal vez habría que reflexionar más sobre ello), avanzar hacia la institución de un “papado emérito” parece una mala idea, que además iría en la dirección diametralmente opuesta a la elegida por Benedicto XVI, al menos según la reconstrucción de Gänswein, que habla precisamente de un pontificado “fuera de la ley” (este es el significado literal de Ausnahmepontifikat) y por tanto de una situación excepcional y no de una nueva figura canónica estable. Es probable que la hipótesis de una inminente institucionalización del papado emérito también haga saltar de la silla a Brandmüller, que concluye el citado ensayo, afirmando que “la renuncia al papado es posible y se ha hecho. Pero es de esperar que no vuelva a ocurrir”.

 

Una primera hipótesis sobre el contenido de la próxima decisión de Francisco vería una especie de regulación del “destino” de los papas dimisionarios, que se colocaría dentro de la nueva categoría jurídica del papa emérito, en analogía con los obispos eméritos. La figura del obispo emérito es bastante reciente, ya que no existía antes del Código de Derecho Canónico de 1983, y que en el can. 402 §1 establece que “el obispo cuya renuncia al cargo haya sido aceptada conserva el título de emérito de su diócesis”. La figura del obispo emérito fue definida posteriormente por el Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos de 2004 (nº 225-230).

 

Sin embargo, no se puede pasar por alto el hecho de que el obispo y el Papa no se superponen y que, en consecuencia, el resultado es diferente en caso de renuncia. Un obispo cuya renuncia es aceptada por el Sumo Pontífice deja de ser cabeza de su propia diócesis, pero no deja de ser obispo, porque la plenitud del sacerdocio le ha sido conferida por ordenación episcopal y no por nombramiento. El papado, en cambio, no es un cuarto grado de las órdenes sagradas y el papa no recibe ningún carácter indeleble. En el orden sacramental es un obispo como cualquier otro (si se elige un papa que aún no ha recibido la ordenación, hay que preverlo), pero como obispo de Roma asume en su propia persona el oficio petrino, que le hace pastor de la Iglesia universal. Este oficio, que no coincide con la persona individual del papa (de lo contrario, con la muerte de la persona, cesaría el mismo oficio, que no sería transmisible), es sin embargo ejercido por una y sólo una persona viva, que es precisamente el obispo de Roma. Por lo tanto, está claro que en el momento en que renuncia válidamente a este cargo, simplemente deja de ser el Papa.

 

La historia de la Iglesia confirma lo dicho en el caso concreto de los papas dimisionarios, desde san Ponciano hasta Gregorio XII: ninguno de ellos ha llegado a ser papa emérito, ni obispo emérito de Roma. Porque el punto decisivo es que sólo puede haber un papa y el término “papa emérito” por sí solo es decididamente engañoso, porque “papa” es el sustantivo y “emérito” es el adjetivo: no se puede dar a más de una persona el título de “papa” al mismo tiempo.

 

Peor aún es la segunda hipótesis que se difunde en estas horas, a saber, que este Motu Proprio establece incluso un umbral de edad, 85 años, a partir del cual el Pontífice en ejercicio debe renunciar. Esto supondría un golpe en el corazón del oficio petrino por dos razones: en primer lugar porque constituiría un reduccionismo funcionalista de facto de la figura del Romano Pontífice, que sería ridiculizado como una especie de director general de una empresa internacional que debe retirarse en una fecha determinada (un problema ya relevante para la presentación de la renuncia de los obispos, a la edad de 75 años). La segunda razón, estrechamente ligada a la primera, es que el Romano Pontífice es el único que no tiene que presentar su renuncia, sino sólo declararla. Se convierte en el legítimo sucesor de Pedro por el mero hecho de consentir su elección y deja de serlo cuando, por motivos graves, expresa su renuncia (aparte de la muerte, una forma grave de locura reconocida por los cardenales, la herejía o el cisma manifiesto).

 

El canon 332, § 2, que regula la renuncia del Romano Pontífice, establece que “para que sea válida, la renuncia debe hacerse libremente y manifestarse debidamente, pero no se requiere que nadie la acepte”. El Papa debe simplemente dar a conocer lo que ha elegido libremente, sin esperar la aceptación de terceros. Porque él, y sólo él, es el Papa. La posible inserción de un límite de edad para el ejercicio del ministerio petrino constituiría una grave e inédita violación de esta peculiaridad del Papa, que en cambio se vería “obligado” por un Motu Proprio a declarar su renuncia, que por tanto ya no sería libre.

 

Si el marco canónico del “papado emérito” fuera en esta dirección, constituiría un claro ataque a la figura del Romano Pontífice; y poco importa que este ataque provenga de un papa mismo. Ningún canonista digno de ese nombre podría avalar algo así.

EUSEBIO DE VERCELLI

 


 defensor de la verdad contra la dominación de la política

Por INFOVATICANA | 10 julio, 2021

 

Continuamos rescatando las catequesis de Benedicto XVI sobre los padres apostólicos de la Iglesia. Hoy les traemos la que el Papa emérito impartió el 17 de octubre de 2007, centrada en la figura de san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que se tienen noticias. De la mano del Papa emérito, conoceremos un poco más a este importante personaje de la historia de la Iglesia.

 

Les ofrecemos la catequesis de Benedicto XVI sobre san Eusebio de Vercelli:

Queridos hermanos y hermanas:

 

Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector: así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.

 

La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

 

Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos venerados por la Iglesia como santos.

 

Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea «de la misma naturaleza del Padre». Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana del emperador.

 

Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política: quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la política.

 

Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis, Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya autenticidad se reconoce.

 

Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar posesión de su sede.

 

En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

 

La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis «a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe» (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.

 

Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia) y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.

 

Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden «también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

 

El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem 14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses «la descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos».

 

En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san Eusebio: «Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente ser elegido por toda la Iglesia». La admiración de san Ambrosio por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida: «Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia». De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.

 

El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la «observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad». El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb 13, 14). Así construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los ciudadanos de Vercelli.

 

De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Ese «rasgo» monástico, más bien, confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia «están en el mundo» (Jn 17, 11), pero no son «del mundo». Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.

 

Esta «reserva escatológica» permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no se cansa de «recomendar encarecidamente» a sus fieles que «conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la oración» (Ep. Secunda, cit.).

 

Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: «Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que (…) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor» (ib.).

sábado, 21 de agosto de 2021

HERMENÉUTICA DE LA CONTINUIDAD

 


vs. Hermenéutica de la ruptura en la Iglesia Católica 

Carlos Daniel Lasa

Infocatólica – 20/08/21

 

Benedicto XVI, en el discurso ofrecido el 22 de diciembre de 2005, se refirió a la existencia de dos hermenéuticas en relación a la interpretación del Concilio Vaticano II. Por un lado, la de la reforma en la continuidad; por el otro, la de la reforma en la ruptura.

 

En esa oportunidad, Benedicto expresó que la Iglesia, en la actualidad, tiene tres nuevas posiciones respecto de: a) la relación de la fe y la Iglesia con las ciencias naturales; b) el Estado liberal; y c) el vínculo con otras religiones. En los tres casos, sostiene Benedicto, puede verse una aparente discontinuidad, aunque se trata de una profundización de su íntima naturaleza y su verdadera identidad.

 

Benedicto quiere significar, a mi modesto entender, que esas verdades ya estaban presentes, de un modo virtual, en la doctrina transmitida por la Iglesia. El Concilio Vaticano II solo se ocupó de explicitarlas, manteniendo, de esa forma, una evolución homogénea de la doctrina católica.

 

La conciencia de Benedicto, fundada en una Verdad de naturaleza trans-histórica, sostiene que la Iglesia puede ir ganando en la comprensión de la misma, a lo largo del tiempo. Pero dicha comprensión, para ser legítima, deberá estar en consonancia con la verdad acogida y enseñada por la Iglesia desde su misma fundación.

 

Hacia una hermenéutica de la ruptura

Ahora bien, este modo de conciencia, dentro del seno de la Iglesia católica, ha sido reemplazado por otro. Y esta nueva modalidad se ha ido empoderando de los diversos ámbitos: seminarios, universidades, colegios, etc.

 

¿En qué consiste esta nueva perspectiva?

 

La misma ha surgido a partir del momento mismo en que el hombre ha cambiado la relación que mantiene con la realidad. Él ha pasado a identificar a esta con el devenir histórico. Por eso, dentro de su nuevo mundo, ya no hay lugar para una idea que haga referencia a la permanencia, a la eternidad. Y por eso, también, el abandono de la metafísica y su reemplazo por el positivismo y la fenomenología.

 

La potencia del espíritu humano ha quedado empobrecida, reducida al ámbito de lo que acontece. El hombre afirma conocer solo aquello que él mismo ha creado. Es decir: como él ha puesto las causas y condiciones de esa creación, (creación de factura estrictamente humana), por esa razón puede conocerla.

 

Obsérvese: en el pensar/obrar humano se ha registrado una verdadera revolución. En efecto, el intelecto abandona su finalidad natural de leer dentro de las cosas y pasa a convertirse en una ratio constructora. Si solo conocemos lo que hemos fabricado, nuestro horizonte de comprensión del ser se estrecha absolutamente.

 

Consecuentemente, ninguna esfera de la realidad podrá ser pensada en términos de algo absoluto o definitivo. Excepto, claro está, esta última afirmación, la cual queda a salvo de la contingencia histórica.

 

Todo se ha historizado: no solo lo interpretado, sino también quien interpreta. El sólido edificio en el que habitaba el ser ha sido abandonado y reemplazado por el constante devenir. Y dentro de este mundo lábil, absolutamente contingente, el hombre ha quedado desahuciado.

 

Fe católica vs. conciencia histórica

Cuando esta nueva mirada se enfrenta a la fe católica, determina que no puede asimilarla tal como existe. Para poder digerirla, esta fe católica debe ser transformada radicalmente.

 

La nueva conciencia asume el imperativo de Marx, expresado en su tesis IX sobre Feuerbach. Así como el mundo debe adquirir una nueva forma, de análogo modo, la fe debe sufrir un cambio sustancial. Y así como el filósofo alemán pretendía crear un hombre nuevo, así también la nueva Iglesia dará luz a un cristianismo diferente, plenamente humano.

 

En este sentido, la teología ya no podrá construirse a partir de un punto firme. Todo está sometido a la ley del cambio y, por eso, todo tiene un carácter de caducidad, de relatividad.

 

Desde aquí puede entenderse que la profesión y defensa de la verdad haya perdido todo sentido en la Iglesia actual, dominada por esta nueva conciencia. Los esfuerzos del catolicismo deben atender a las exigencias eventuales de la historia. Los teólogos católicos ya no deberán determinar qué filosofía resulta más apta para comprender la fe, evitando, de ese modo, que peligre su integridad.

 

La actual forma mentis de algunos exige resetear una nueva Iglesia, lo que significa, volver a empezar, re-formar y quitar los imprevistos reductos de resistencia que pudieran quedar. La filosofía del ser, o sea, la filosofía griega de la sustancia, debe ser superada definitivamente. Eso está clarísimo. Una inteligencia formada de acuerdo a la filosofía griega, como ya lo advertía Giovanni Gentile, es absolutamente refractaria a la conciencia histórica.

 

A partir del dogma de fidelidad a la historia, se buscará deconstruir el contenido de la fe católica para que el catolicismo se haga uno con los dictados históricos. Creo que la metamorfosis de sentido que ha sufrido la fe no registra parangón en la historia de la Iglesia.

 

La reinventada inteligencia de la fe, en oposición total a la de la Encíclica Fides et Ratio, no va a formularse desde una filosofía del ser. Lo que interesa es una nueva filosofía que esté en consonancia con la fluctuante conciencia histórica. Esta nueva filosofía, rica en categorías lábiles y cambiantes, será apta para adaptarse a todo tiempo y lugar.

 

«Si no creen, no permanecerán firmes»

Renglones más arriba referí que la fe católica, predicada por la Iglesia durante dos mil años, era renuente a conciliarse con la conciencia histórica. Por eso, la necesidad y urgencia, por parte de esta última, de socavarla y reformatearla.

 

Debemos considerar, ante todo, que la fe católica tiene por objeto permanecer. El texto de Isaías 7, 9, leído a la letra, expresaría esto: «Si no creéis no tendréis apoyo» (Cfr. Ratztinger. Introducción al cristianismo. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1979, p. 48).

 

Solo puedo apoyarme en algo sólido; solo puedo estar a resguardo sobre una roca firme. Y eso firme no es la historia, sino el Yo soy del Éxodo. Es la solidez de Dios la que nos promete la salvación: participar de la consistencia de su Ser, y liberarnos del pecado mediante la gracia.

 

La fe no puede surgir en el mundo exclusivo y excluyente del hacer. La fe solo puede manifestarse en un mundo en que los hombres privilegian el ver o el oír por sobre el hacer.

 

Tenía razón el maestro de Giovanni Gentile cuando, con insistencia, le mostraba a su discípulo un punto clave. Él decía que había que abandonar definitivamente toda concepción que piense al conocimiento en términos de visión. Afirmar que el primer acto de la inteligencia humana es «leer dentro de las cosas» supone sostener la existencia de una realidad que exige ser leída. Y si exige ser leída, luego, no ha sido puesta por la actividad de mi conciencia: ha sido puesta por otro. Quien piensa al conocimiento en términos de «visión», irremediablemente termina sosteniendo el ámbito de la metafísica y de la religión.

 

Algo queda claro: cuando se abandona definitivamente la teoría se está renunciando a toda realidad que esté situada más allá del mundo histórico. Pero pensemos en las gravísimas consecuencias que se han seguido de todas las «teologías» que han seguido a Marx. Y aquí me permito situar, en la misma línea de las teologías de la liberación y de la secularización, a la denominada «teología del pueblo».

 

Esa concepción de Iglesia, la que se ha derivado de posiciones decisionistas, avasalla todo. Comienza por aquello que más escozor le produce: la verdad (la destrucción de la verdad creída). Sigue por el bien (la destrucción de la verdad vivida). Termina con la belleza (la destrucción de la verdad celebrada).

SÁBANA SANTA

 


lunes, 9 de agosto de 2021

INÉS DE MONTEPULCIANO

 


una vida extraordinaria

Liana Marabini

Brújula cotidiana, 07-08-2021


Desde pequeña, Inés Segni sintió la belleza de la fe y la oración. Tenía grandes dotes místicos y taumatúrgicos. A la edad de 15 años se convirtió en abadesa, con una dispensa papal especial. Ayunó y se mortificó. Unió su grave enfermedad con los sufrimientos de Jesús y, al borde de la muerte, invitó a sus hermanas a regocijarse con ella.

 

La chica se voltea atareada entre los largos estantes de la despensa del monasterio. El escapulario de tela burda que lleva le da gracia a sus movimientos, a pesar de la simplicidad de la tela. La joven revisa los suministros y ordena mejor los cestos que contienen legumbres secas, trenzas de ajo y cebolla, ramos de velas atadas con hilo y tarros de aceitunas. Tiene sólo catorce años, pero la madre superiora confía tanto en ella que le confía el dispensario.

 

Reza suavemente y el canto de la oración suena como una melodía. De repente se detiene y se voltea: ha sentido una presencia. Cegada por la luz, cae de rodillas. Y la figura diáfana de la Virgen emerge del halo dorado. Sonríe y le habla a la joven con voz calmada. Le da tres piedras y le explica que antes de morir tendrá que construir un monasterio dedicado a ella, fundando el edificio sobre la Trinidad indivisible. La Virgen desaparece y la joven permanece postrada un buen rato, agarrando las tres piedras en la mano. Las mira y las mete en la bolsa de la limosna, atada a la cuerda larga que le rodea la cintura. A partir de ese momento su vida está trazada a la luz de esa aparición.

 

La joven es Inés Segni, nacida en una familia adinerada el 28 de enero de 1268 en Gracciano, un pequeño pueblo cerca de Montepulciano. Desde su nacimiento sucedieron cosas misteriosas a su alrededor, como una multitud de velas encendidas en el momento en que su madre Francesca la había dado a luz. Inés había sentido el encanto de la fe y la belleza de la oración desde edad temprana. Estaba extasiada frente a los íconos y le pidió a su madre que le enseñara las oraciones. A los nueve años visitó el monasterio de Montepulciano y las “Hermanas de Saco”, llamadas así por su hábito. Cuando regresó a casa, Inés le dijo a sus padres que quería convertirse en una de ellas. No objetaron, la pequeña ya tenía un carácter bien definido que intimidaba. La dejaron ir y encontró su lugar en el mundo desde muy pequeña.

 

La superiora, sor Margherita, la quiso de inmediato, la admiró ante la devoción de la pequeña. Pasado el tiempo necesario para la formación religiosa, la superiora le confió el dispensario. Y en ese lugar que ella cuidaba y ordenaba, custodiando las provisiones del monasterio, ocurrió el encuentro con la Virgen, que dictaría los acontecimientos de su vida. Pero eso no fue todo. La hermana Margherita había notado el poder de la joven de curar. Más de una vez, los enfermos que llegaron al monasterio habían salido curados, después de solo una señal de la cruz trazada en su cuerpo por la hermana Inés. La hermana Margherita entendió que esta joven era especial, que el Señor tenía planes con ella. Por eso la estimó y la protegió.

 

A la noticia de los prodigios que Dios obraba a través de Inés, los administradores del Castillo de Proceno, un pueblo cercano (en la actual provincia de Viterbo), pidieron a las monjas en 1283 que fundasen un monasterio. La tarea le fue confiada a la hermana Margherita, pero ella aceptó con la condición de que se le diera a Inés como compañera. Antes de entrar al pueblo, las dos monjas se detuvieron a descansar cerca de un tronco de árbol caído. Como se había acabado el agua del botellón, Inés empezó a cavar en la tierra con las manos y un chorro de agua fresca brotó de aquellos terrones de arcilla. Ese lugar más tarde se llamará Acquasanta. Entonces la joven monja llegó a Proceno, junto con la hermana superiora Margherita, para fundar el monasterio, en la parte más alta de la ciudad (conocida hoy como “Poggio di S. Agnese”). Los habitantes de Proceno estaban tan entusiasmados con las extraordinarias virtudes de Sor Inés que pidieron que fuera elegida superiora de su monasterio. Algo inédito, solo tenía quince años: fue necesaria la dispensación del Papa Martín IV (1210-1285), que en ese momento vivía en las cercanías de Orvieto.

 

El monasterio se desarrolló rápidamente y Inés fue un gran ejemplo para las monjas y las jóvenes que se reunieron a su alrededor. Practicaba una mortificación extraordinaria y era inexplicable cómo podía vivir alimentándose habitualmente sólo de pan y agua; los días festivos comía pasta aderezada con pan rallado (ver la receta que acompaña a este artículo). Dormía en el suelo, con una piedra debajo de la cabeza. En Proceno, Agnese puso en práctica varias veces el maravilloso don de los milagros que le había confiado el Señor: bastaba que se acercara a los poseídos y éstos eran liberados. En varias ocasiones multiplicó el pan y los enfermos graves recuperaron la salud.

 

Permaneció en Proceno durante 22 años. En ese momento, a pesar de poder dispensar curación a otros, ella estaba sufriendo y estaba enferma. En la primavera de 1306 la llamaron a Montepulciano, donde comenzó la construcción de una iglesia, como le había pedido la Virgen María en la visión que tuvo unos años antes. Y así fundó el monasterio de Santa María Novella (del que será abadesa) que se alimentará de la espiritualidad dominicana. (Esto explica la iconografía que retrata a Inés siempre con un vestido blanco y un manto negro).

 

Además de sus cualidades como sanadora, Inés demostró ser una extraordinaria pacificadora. Fueron numerosas las ocasiones en las que intervino en la ciudad para resolver disputas en las luchas entre familias nobles. Lamentablemente, la grave enfermedad que contrajo debido a las severas mortificaciones, los repetidos ayunos y la austeridad que le habían impuesto no le dieron tranquilidad y su estado empeoró. Estaba postrada en cama, su fuerza menguaba más y más cada día. En 1316 Inés, por sugerencia de su médico y ante la insistencia de sus hermanas, fue a Chianciano para ser tratada en el balneario. En el lugar donde estaba sumergida brotó un nuevo manantial de agua, era caliente y sulfuroso. Esa fuente tomará el nombre de “Bagni di S. Agnese”. Su presencia ayudó a los numerosos enfermos presentes en la localidad e Inés hizo numerosos milagros, pero los tratamientos termales no aportaron ningún beneficio a su enfermedad, que se agravó.

 

Ya al borde de la muerte, Inés animó a sus hermanas invitándolas a regocijarse porque había llegado el momento tan esperado de su encuentro con Dios. Y esto ocurre el 20 de abril de 1317. Ya que las hermanas y los frailes dominicos querían embalsamar el cuerpo de Inés en Génova, pero no hubo necesidad, porque de sus manos y pies goteó un líquido fragante que impregnó las telas que cubrían su cuerpo. Se recogieron algunas ampollas. El eco del milagro atrajo a numerosos enfermos que deseaban ser ungidos por el aceite milagroso. El cuerpo no fue enterrado, sino colocado en una urna de madera con cerradura que permitía abrirlo y mostrar a los fieles los restos mortales que permanecieron incorruptos durante mucho tiempo.

 

Como escribió el beato Raimondo da Capua en su Leyenda de 1366, su cuerpo aún estaba intacto, como si Inés acabara de morir, y hubo muchos milagros de curación que tuvieron lugar en la iglesia, que ya era conocida como la “Iglesia de Sant'Agnese”. Otra fuente autorizada, la Vida (1606) del padre Lorenzo Sordini Mariani testifica en este sentido. Las curaciones fueron milagrosas e instantáneas y ningún médico pudo explicarlas. También hay un registro público de estos milagros realizado por notarios a pocos meses de la muerte de la santa. Según la tradición, realizó otros milagros después de su muerte, incluido el de haber salvado a Montepulciano de la epidemia de cólera de 1855.

 

El origen de su enfermedad nunca se ha esclarecido. El culto a Santa Inés se extendió rápidamente gracias también al trabajo de los dominicos. Fue canonizada por Benedicto XIII (1649-1730) el 12 de mayo de 1726 en la iglesia romana de “Santa María sopra Minerva”. El ejemplo de fe y vida de Santa Inés es fuente de inspiración. Si bien para nuestros contemporáneos las mortificaciones físicas son difíciles de poner en práctica, al menos podemos vivir sin desperdicio, de una manera austera y sencilla: cualidades que refinan nuestra vida espiritual.