martes, 30 de agosto de 2022

LAS GRANDES HEREJÍAS


Una herejía se opone inmediata, directa y contradictoriamente a la verdad revelada por Dios y propuesta auténticamente como tal por la Iglesia, para no caer en ellas hay que conocerlas.

 

Por: Carlos Caso-Rosendi

Fuente: voxfidei-apologetica.blogspot.com

 

Desde los principios del cristianismo, la Iglesia ha sido atacada por aquellos que introducen falsas enseñanzas, o herejías. La Biblia nos avisó que esto sucedería. Pablo advirtió a su joven discípulo, Timoteo, "Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas." (2 Timoteo 4, 3-4).

 

¿Qué es la herejía?

 

Herejía es un término con una gran carga emocional y con frecuencia se lo usa mal. No es lo mismo que la incredulidad, el cisma, la apostasía u otros pecados contra la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica declara, "La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos" (CCC 2089).

 

Para cometer herejía, uno tiene que rechazar la corrección. No es un hereje aquella persona que está dispuesta a ser corregida o una que no se ha dado cuenta que lo que ha estado declarando es contrario a la enseñanzas de la Iglesia.

 

Sólo un individuo bautizado puede cometer herejía. Esto significa que, aquellos movimientos que se han separado o que han sido influídos por el cristianismo, pero que no practican el bautismo (o que no practican el bautismo válido), no son herejes, sino religiones distintas. Como ejemplo podríamos mencionar a Testigos de Jehová, ya que no practican el bautismo válido.

 

Finalmente, la duda o la negación herética debe concernir a un asunto que ha sido revelado por Dios y solemnemente definido por la Iglesia (por ejemplo, la Trinidad, la Encarnación, la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, el Sacrificio de la Misa, la infalilbilidad papal o la Inmaculada Concepción y Asunción de María).

 

Es importante distinguir herejía de cisma y apostasía. En el cisma, uno se separa de la Iglesia Católica sin repudiar una doctrina definida. Un ejemplo de cisma contemporáneo es la Hermandad Sacerdotal San Pio X, los "Lefebvristas" o seguidores del difunto Arzobispo Marcel Lefebvre- quien se separó de la Iglesia en la última parte de la década de 1980 pero que no ha negado las doctrinas católicas. En la apostasía, uno repudia la fe cristiana y ya no declara ser un cristiano.

 

Teniendo esto en mente, echemos una mirada a las grandes herejías de la historia de la Iglesia y las épocas en que ocurrieron.

 

Los circuncisionistas (Siglo I)

 

La herejía circuncisionista puede ser resumida en las palabras de Hechos 15, 1 "Algunas personas venidas de Judea enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse."

 

Muchos de los cristianos primitivos eran judíos que trajeron a la fe muchas de sus anteriores prácticas. Reconocían en Jesús al Mesías anunciado por los profetas y en cumplimiento del Antiguo Testamento. Como la circuncisión se requería en el Antiguo Testamento para ser miembro de la Alianza de Dios, muchos pensaron que también se requeriría para ser miembro de la Nueva Alianza que Cristo había venido a inaugurar. Creían que uno debía ser circuncidado y debía guardar la Ley Mosaica para venir a Cristo. En otras palabras, que uno debía ser judío para poder ser cristiano.

 

Sin embargo Dios le hizo claro a Pedro en Hechos capítulo 10 que los gentiles eran aceptables a Dios y que podían ser bautizados y ser cristianos sin circuncisión. La misma enseñanza fue vigorosamente defendida por Pablo en sus epístolas a los romanos y a los gálatas, dos lugares en los que la herejía circuncisionista se había extendido.

 

Gnosticismo (Siglos I y II)

 

"¡La materia es mala!" fue el grito de los gnósticos. Esta idea la tomaron prestada de ciertos filósofos griegos. Es contraria a la enseñanza católica, no solamente porque contradice Génesis 1, 31 ("Y Dios vió todo lo que había hecho y vió que era muy bueno") y otras escrituras, sino porque niega la Encarnación. Si la materia es mala, entonces Jesucristo no pudo haber sido verdadero Dios y verdadero hombre, porque Cristo no es malo de ninguna manera. Así fue que muchos gnósticos negaron la Encarnación, declarando que Cristo solo aparentó ser un hombre, pero que su humanidad era solo una ilusión. Algunos gnósticos, reconociendo que el Antiguo Testamento enseñaba que Dios había creado la materia, afirmaron que el Dios de los judíos era una deidad mala distinta del Dios del Nuevo Testamento, el Dios de Jesucristo. Además propusieron la creencia en muchos seres divinos, conocidos como "eones", que mediaban entre el hombre el Dios final e inalcanzable. El más bajo de estos eones, el que había tenido contacto con los hombres, era supuestamente Jesucristo.

 

Montanismo (Ultima parte del siglo II)

 

Montanus comenzó su carrera en forma inocente, por medio de predicar el retorno a la penitencia y el fervor. Su movimiento también recalcó la permanencia de los dones milagrosos, como ser el hablar en lenguas y profetizar. Pero también proclamó que sus enseñanzas estaban por sobre las de la Iglesia y pronto comenzó a predicar el inminente retorno de Cristo en su lugar de origen, Frigia. Hubo declaraciones afirmando que Montanus mismo era, o al menos, hablaba por el Paráclito cuyo advenimiento Jesús había prometido (en realidad el Espíritu Santo).

 

Sabelianismo (Siglo III)

 

Los sabelianos enseñaron que Cristo y Dios Padre no eran personas distintas, sino dos aspectos u oficios de la misma persona. Según ellos, las tres personas de la Trinidad existen solamente en relación con el hombre y no en la realidad objetiva.

 

Arrianismo (Siglo IV)

 

Arrio enseñó que Cristo era una criatura hecha por Dios. Disfrazando su herejía por medio de usar terminología ortodoxa o casi-ortodoxa, logró sembrar una gran confusión en la Iglesia. Llegó a asegurarse el apoyo de muchos obispos, en tanto que otros le excomunicaron.

 

El arrianismo fue solemnemente condenado en 325 en el primer concilio de Nicea, que definió la divinidad de Cristo, y en 381 en el primer concilio de Constantinopla que definió la divinidad del Espíritu Santo. Estos dos concilios nos dieron el credo Niceno-Constantinopolitano, el cual los católicos recitamos en la Misa dominical.

 

Pelagianismo (Siglo V)

 

Pelagio negó que el pecado original fuera heredado del pecado de Adán en el Edén y afirmó que llegamos a ser pecadores solo a través del mal ejemplo de la comunidad pecaminosa en la que nacemos. Contradictoriamente, enseñó que heredamos la justicia como resultado de la muerte de Cristo en la Cruz y dijo que llegamos a ser personalmente justos por instrucción e imitación en la comunidad cristiana, siguiendo el ejemplo de Cristo. Pelagio declaró que el hombre nace moralmente neutral y puede llegar al cielo por sus propios medios. Por lo tanto la gracia de Dios no es realmente necesaria, sino que meramente facilita lo que de otra manera sería una tarea muy difícil.

 

Semi-Pelagianismo (Siglo V)

 

Después que San Agustín refutara las enseñanzas de Pelagio, algunos probaron una versión modificada de aquel sistema. Esto también terminó en una herejía que afirmaba que los humanos pueden acercarse a Dios por su propio poder y sin ayuda de la gracia de Dios; que una vez que una persona ha entrado en estado de gracia, uno puede retener ese estado por sus propios esfuerzos sin que medie ninguna gracia adicional por parte de Dios. Y que el esfuerzo humano natural por sí mismo puede darle a uno cierto derecho a recibir gracia aunque no sea estrictamente meritorio.

 

Nestorianismo (Siglo V)

 

Esta herejía sobre la persona de Cristo fue iniciada por Nestorio, obispo de Constantinopla, que le negó a María el título de Theotokos (gr. lit. "Quien lleva a Dios" o menos literalmente, "Madre de Dios"). Nestorio declaró que ella solamente había llevado en su seno a la naturaleza humana de Cristo y así propuso el título alternativo de Christotokos ("Quien lleva a Cristo" o "Madre de Cristo").

 

Los teólogos católicos ortodoxos reconocieron que la teoría de Nestorius fracturaría a Cristo en dos personas separadas (una humana y una divina unidas en una especie de unidad desligada), de los cuales uno solo estaba en el seno [de María]. La Iglesia reaccionó en 432 con el Concilio e Efeso, definiendo que María puede ser propiamente llamada Madre de Dios, no en el sentido de ser ella anterior a Dios o a la fuente de Dios, sino en el sentido de haber tenido en su vientre materno a la persona de Dios Encarnado.

 

Es dudoso que el mismo Nestorius creyera en la herejía que sus declaraciones implican y en este siglo, la Iglesia Oriental de Asiria, que ha sido históricamente considerada nestoriana, ha firmado una declaración cristológica totalmente ortodoxa conjuntamente con la Iglesia Católica y ha rechazado el nestorianismo. Esta iglesia está ahora mismo en proceso de entrar en total comunión eclasiástica con la Iglesia Católica.

 

Monofisismo (Siglo V)

 

El monofisismo comenzó como una reacción al nestorianismo. Los monofisistas (liderados por un hombre llamado Eutiques) estaban horrorizados por lo que implicaban las declaraciones de Nestorius, que Cristo era dos personas con dos diferentes naturalezas (humana y divina). Se pasaron al otro extremo, afirmando que Cristo era una persona con una sola naturaleza que fusionaba lo divino y lo humano. Por afirmar que Cristo tenía una sola naturaleza (griego mono, uno y phisis, naturaleza) se los conoció como monofisistas.

 

Los teólogos católicos ortodoxos reconocieron que el monofisismo era tan malo como el nestorianismo porque negaba la plena humanidad de Cristo y su plena divinidad. Si Cristo no hubiera tenido una plena naturaleza humana, no hubiera sido humano, y si no hubiera tenido una plena naturaleza divina no hubiera sido totalmente divino.

 

Iconoclastia (Siglos VII y VIII)

 

Esta herejía surgió cuando apareció un grupo de gente conocido como los iconoclastas (que significa literalmente "los que rompen íconos") que afirmaba que era un pecado hacer pinturas o estatuas de Cristo y de los santos, a pesar que en la Biblia, Dios había ordenado que se hicieran estatuas religiosas (Exodo 25, 18-20; 1 Crónicas 28, 18-19), incluyendo representaciones simbólicas de Cristo (cf. Números 21, 8-9 con Juan 3, 14).

 

Catarismo (Siglo XI)

 

El catarismo es una mezcla complicada de religiones no-cristianas re-elaboradas con terminología cristiana. Los cátaros tenían muchas sectas diferentes que tenía la enseñanza común de que el mundo había sido creado por una deidad maligna (por lo cual consideraban malo todo lo material) y que en su lugar se debía adorar a la deidad benigna.

 

Los albigenses conformaban una de las sectas cátaras más grande. Enseñaron que el espíritu es creado por Dios y es bueno, mientras que el cuerpo fue creado por el dios maligno. El espíritu entonces debe ser liberado del cuerpo. Tener hijos era uno de los más grandes males, ya que implicaba el aprisionar a otro "espíritu" en la carne. Lógicamente, el matrimonio estaba prohibido, pero la fornicación estaba permitida. Severos ayunos y mortificaciones de todo tipo eran practicados y su líderes preacticaban la pobreza voluntaria.

 

Sola Scriptura, Sola Fide (Siglo XVI)

 

Los grupos protestantes despliegan una amplia variedad de doctrinas. De todos modos, virtualmente todos ellos afirman creer en la doctrina de "Sola Scriptura" ("por la escritura solamente", la idea que debemos usar solamente la Biblia cuando formamos nuestra teología) y también "Sola Fide" (y no Sola "Fides" como muchas veces se mal escribe) o sea "solo por la fe", la idea de que somos justificados solamente por la fe.

 

La gran diversidad de doctrinas protestantes deriva de la doctrina de la interpretación privada o personal, que niega la autoridad infalible de la Iglesia y afirma que cada individuo debe interpretar las Escrituras por sí mismo. Esta idea es rechazada en 2 Pedro 1, 20 donde se nos dice que la primera regla para interpretar la Biblia es: "Pero tened presente, ante todo, que nadie puede interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura". Una característica significativa de esta herejía es el intento de poner a la Iglesia "contra" la Biblia, negando que el magisterio católico tenga la autoridad infalible para enseñar e interpretar las Escrituras.

 

La doctrina de la libre interpretación ha resultado en un enorme número de diferentes denominaciones. Según la publicación The Christian Sourcebook existen más de 30.000 denominaciones, y unas 270 nuevas se forman cada dia. Virtualmente todas ellas son protestantes.

 

Jansenismo (Siglo XVII)

 

Jansenius, obispo de Ypres, Francia, inició esta herejía con un documento que escribió sobre San Agustín, en el que redefinió la doctrina de la gracia. Entre otras doctrinas, sus seguidores negaron que Cristo murió por todos los hombres, sino que afirmaban que murió solamente por aquellos que serán salvados finalmente (los elegidos). Este y otros errores Jansenistas fueron oficialmente condenados por el Papa Inocencio en 1653.

 

Las herejías han estado con nosotros desde el principio de la Iglesia. Algunos hasta han sido originadas por líderes de la Iglesia, que tuvieron que ser corregidos por concilios y por los papas. Afortunadamente, tenemos la promesa de Cristo que ellos nunca prevalecerán contra la Iglesia, porque El le dijo a Pedro "Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella." (Mateo 16, 18)

 

La Iglesia es, usando palabras de San Pablo, "el pilar y fundamento de la verdad" (1 Timoteo 3, 15).

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El texto de este artículo es tomado de:

Catholic Answers. "The Great Heresies" capítulo XCVII pp. 359-374, de The Essential Catholic Survival Guide: Answers to Tough Questions About the Faith, publ. Catholic Answers Inc., San Diego, California 2005.

Publicación que cuenta con:

Nihil Obstat

Los materiales presentados en este libro están libres de error doctrinal o moral

Bernadeane Carr, STL, Censor Librorum, 10 de Agosto de 2004.

lunes, 29 de agosto de 2022

SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA


Benedicto XVI

 

Ciclo de Catequesis sobre los Padres de la Iglesia

 

 

Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres “primados”: el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un “primado”.

 

San Ignacio era Obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: su primer Obispo fue el Apóstol san Pedro –así nos lo dice la tradición– y allí “por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de su Historia eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). “Desde Siria –escribe– Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias” (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama “diez leopardos”), “en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica”.

 

La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era Obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. “Habiendo partido de Esmirna –prosigue Eusebio– Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas”:  dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al Obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.

 

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos “corrientes” espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como “mi Dios” o “nuestro Dios”.

 

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por “unirse a Jesucristo”. Y explica: “Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros... Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios” (Carta a los Romanos, VI:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable “realismo” cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta: Jesucristo –escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)– “es realmente del linaje de David”, “realmente nació de una virgen”, “realmente fue clavado en la cruz por nosotros”.

 

La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica “mística de la unidad”. Él mismo se define “un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad” (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII, 1).

 

Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.

 

De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. “Conviene –escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso– que tengáis un mismo sentir con vuestro Obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su Obispo como las cuerdas con la lira. (...) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz” (IV, 1-2).

 

Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que “nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el Obispo” (VIII, 1), dice a san Policarpo: “Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al Obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas” (Carta a san Policarpo, VI, 1-2:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).

 

En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.

 

Es evidente la responsabilidad peculiar de los Obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. “Sed uno”, escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena: “Una sola oración, una sola mente, una sola esperanza en el amor... Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad” (VII, 1-2).

 

En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo “católica”, es decir, “universal”: “Donde está Jesucristo –afirma–  allí está la Iglesia católica” (Carta a los cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor: “En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda bienaventuranza... preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre” (Carta a los Romanos, prólogo).

 

Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente “el doctor de la unidad”: unidad de Dios y unidad de Cristo  (a  pesar  de  las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza  humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de  los fieles “en la fe y en la caridad, a las que nada se puede anteponer” (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).

 

En definitiva, el “realismo” de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el Obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más “en posesión del espíritu  indiviso, que es Jesucristo mismo” (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).

 

Pidiendo al Señor esta “gracia de unidad”, y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales: “Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios... Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha” (XIII).

 

Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es el amor el que purifica las almas.

 

Audiencia General correspondiente al miércoles 14 de Marzo de 2007, continuando así su Ciclo de Catequesis sobre los Padres de la Iglesia.

 

sábado, 6 de agosto de 2022

AL ANTIPAPA ESTÁ MUERTO

 


Stefano Chappalone

 

Brújula cotidiana, 06-08-2022

 

La muerte de David Bawden, quien se presentó como el “Papa Miguel”, abre una ventana al mundo sumergido de los antipapas contemporáneos. Un puñado de personas que afirman ser el sucesor legítimo de Pedro. Pero la crisis de la Iglesia no se resuelve con el “hágalo usted mismo”.

 

David Allen Bawden falleció el martes 2 de agosto a los 62 años en un hospicio de Kansas City. Su nombre dice poco a la mayoría de los lectores, pero abre una ventana a la galaxia de pretendientes al trono de Pedro. De hecho, Bawden era conocido por los “expertos” con el nombre de “Papa Miguel”: la figura de un antipapa no pertenece sólo al pasado y Bawden no era ni mucho menos el único. Mientras se discute sobre la posibilidad de que el papa Francisco también renuncie y sobre la convivencia con su antecesor Benedicto XVI (así como sobre la definición canónica del papa emérito), en todo el mundo hay otros pretendientes al trono papal, censados por Pierluigi Zoccatelli. La mayoría de los grupos sedevacantistas se limitan a considerar herejes e inválidos a los papas que sucedieron a Pío XII (pero no todos, como veremos) sin querer imponer su propio antipapa. Algunos grupos -precisamente llamados “conclavistas”- se proveen en cambio de un “cónclave autogestionado”, como sucedió precisamente en Belvue, Kansas, el 16 de julio de 1990.

 

Bawen-Michele fue un (anti) papa atípico por varias razones. En primer lugar, en 1990 fue elegido a la edad de treinta años por un grupo de seis personas, incluidos él y sus padres. Anteriormente era seminarista “lefebvriano” (etiqueta imprecisa que usamos solo por brevedad) primero en Econe y luego en Michigan, expulsado del seminario aterrizó en posiciones sedevacantistas. Su comunidad siempre ha sido reducida a la mínima expresión: su padre murió en 1995, prácticamente vivía con su madre y en total contaba con pocas decenas de seguidores. En 2013 afirmó tener cuatro aspirantes al sacerdocio. Sin embargo, a pesar de la pequeñez del grupo, el “Papa Miguel” se encontraba entre los más conocidos por su presencia en Internet, tanto personalmente como por la “indicación” Vaticano en el exilio, e incluso con su propio perfil de LinkedIn, en el que, naturalmente, se presentaba a sí mismo como “Papa Miguel”. En 2010 se le dedicó un documental de más de una hora que ofrece un vistazo a esta... “iglesia doméstica” (literalmente tal, ya que la capilla confina con el salón). La otra anomalía consiste en la ordenación sacerdotal y en la consagración episcopal, que habría recibido recién en 2011 de manos del obispo “errante” Robert Biarnesen: prácticamente vivió dos tercios de su “pontificado” como laico.

 

Los conclavistas como Bawden, por supuesto, no tienen nada que ver con la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X fundada por mons. Marcel Lefebvre, más allá de eventuales contactos. La actitud crítica hacia las autoridades romanas conciliares y posconciliares nunca les ha impedido reconocer en los sucesivos Papas al auténtico sucesor de Pedro, a quien también mencionan en la Misa, celebrada una cum, o en comunión con él (de las palabras del Canon: “una cum... Papa nuestro Francisco”). De lo contrario, habrían sido bastante difíciles (además de insensatas de ambas partes) concesiones como la relativa a la validez de las confesiones y otros signos que en el curso de décadas de relaciones fluctuantes entre Roma y Écone, nunca han cuestionado su calidad como sacerdotes católicos, aunque en un estado canónico por definir.

 

El conclavismo ni siquiera es sinónimo de sedevacantismo tout court, ni mucho menos de Sedeprivationists: esta última definición del Instituto Mater Boni Consilii de Verrua Savoia, que a diferencia de la Fraternidad de San Pío X no reconoce a los “ocupantes” del trono de Pedro, al menos desde Pablo VI en adelante y de hecho no los nombra en el Canon de la Misa (celebrada por tanto no una cum) como ocurre en tiempos de sede vacante, por muerte o renuncia del pontífice; pero tampoco soñarían con convocar un cónclave. Más bien consideran a Francisco (y antes a Benedicto XVI y a sus predecesores “conciliares”) como papas canónicamente elegidos, pero sin poder papal, que recuperarían si abjuraban de las profesadas “herejías”: esta es la llamada tesis Cassiciacum, elaborada por el padre dominico Michel Guerard de Laurier. Guerard fue posteriormente consagrado obispo (naturalmente sin mandato papal) por Mons. Pierre Martin Ngô Đình Thục, arzobispo de Hue, Vietnam. El prelado vietnamita (que luego murió reconciliado con la Santa Sede) fue la base de numerosas y dispersas consagraciones episcopales hasta el punto de que se habla de una “línea Thuc” de sucesión, por la que han pasado ya varias generaciones de obispos, incluidos los actuales antipapas Palmariani.

 

La de Palmar de Troya, en España, es actualmente la realidad conclavista más organizada y ya es con un cuarto antipapa, Pedro III, el suizo Markus Joseph Odermatt. La Iglesia Palmariana nació de las experiencias “místicas” de Clemente Domínguez y Gómez (fallecido el 22 de marzo de 2005, diez días antes que el verdadero Papa, Juan Pablo II) quien tomó el nombre de Gregorio XVII el 6 de agosto de 1978, después de haber sido (según él) coronado directamente por el Señor, coincidiendo con la muerte de Pablo VI. Curiosamente, el palmariano es la única realidad de la galaxia sedevacantista que, además de reconocer la legitimidad de papa Montini (pero no de sus sucesores), incluso lo venera como santo y mártir. Por cierto, también hubo un caso de renuncia al pontificado palmariano: Gregorio XVIII, alias Ginés Jesús Hernández y Martínez, en 2016 abandonó el pontificado y el hábito, uniéndose en matrimonio civil con Nieves Triviño, ya monja de la misma entidad.

 

Pero ¿qué pasó con los otros pretendientes que surgieron mientras tanto? Por poner algunos ejemplos, hay pocas noticias de Victor von Pentz, elegido en Asís en 1994 con el nombre de Lino II (en una especie de “cónclave plenario” que recogió realidades sedevacantistas de varios países) y fue bloqueado por la policía mientras intentaba establecerse en Letrán. Y no se sabe mucho sobre la Verdadera Iglesia Católica después de 2009, año de la muerte del capuchino Lucian Pulvermarcher, autoproclamado Pío XIII. En fin “Papa Miguel”, que acaba de fallecer. En los últimos días han corrido rumores de una reconciliación extrema de Bowden, que habría regresado en comunión con Roma e incluso que habría recibido los últimos sacramentos de manos de su párroco: rumores, sin embargo, inmediatamente desmentidos. ¿Habrá un nuevo cónclave en Kansas? “Muerto un Papa, se elige otro”, dice el proverbio... pero ¿Cuándo muere un antipapa? Quizás el “hazlo tú mismo” no sea la mejor manera de resolver la crisis de la Iglesia.

miércoles, 3 de agosto de 2022

BENEDICTO XVI


 «La Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia»

 

Infovaticana | 31 julio, 2022

 

En abril del año 2006, en una de las audiencias generales, Benedicto VXI habló sobre «la Tradición, comunión en el tiempo».

 

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestro afecto!

 

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.

 

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.

 

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

 

Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 19 s).

 

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11, 26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo.

 

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24, 48 s). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hch 5, 32).

 

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).

 

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina «en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo» (Hch 9, 31).

 

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.

 

La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: «Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 19-22).

 

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.

 

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).