Benedicto XVI
Ciclo de
Catequesis sobre los Padres de la Iglesia
Como hicimos ya el
miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La
semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy
hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al
107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran
las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de
tres “primados”: el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en
cierto sentido, en un “primado”.
San Ignacio era
Obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como
sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana
floreciente: su primer Obispo fue el Apóstol san Pedro –así nos lo dice la
tradición– y allí “por primera vez los discípulos recibieron el nombre de
cristianos” (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV,
dedica un capítulo entero de su Historia eclesiástica a la vida y a la obra
literaria de san Ignacio (III, 3). “Desde Siria –escribe– Ignacio fue enviado a
Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que
dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los
guardias” (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama “diez leopardos”), “en
cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones,
iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a
guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les
recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica”.
La primera etapa
del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era
Obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro
cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma.
“Habiendo partido de Esmirna –prosigue Eusebio– Ignacio fue a Tróada, y desde
allí envió otras cartas”: dos a las
Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al Obispo Policarpo. Eusebio completa
así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso
tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de
la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe
también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó
a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias
feroces.
Ningún Padre de la
Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y
de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según
el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos
“corrientes” espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con
Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes
desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces
como “mi Dios” o “nuestro Dios”.
Así, san Ignacio
suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está
impaciente por “unirse a Jesucristo”. Y explica: “Para mí es mejor morir en
(eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que
murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros... Permitidme ser
imitador de la pasión de mi Dios” (Carta a los Romanos, VI: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p.
478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable
“realismo” cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la
encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta: Jesucristo
–escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)– “es realmente del
linaje de David”, “realmente nació de una virgen”, “realmente fue clavado en la
cruz por nosotros”.
La irresistible
orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica
“mística de la unidad”. Él mismo se define “un hombre al que ha sido
encomendada la tarea de la unidad” (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII,
1).
Para san Ignacio
la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres
Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que
sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que
los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo
más cercana posible, del arquetipo divino.
De este modo san
Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas
expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente
Romano. “Conviene –escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso– que tengáis
un mismo sentir con vuestro Obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En
efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de
Dios, está tan armoniosamente concertado con su Obispo como las cuerdas con la
lira. (...) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico,
cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la
sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad,
cantéis con una sola voz” (IV, 1-2).
Asimismo, después
de recomendar a los cristianos de Esmirna que “nadie haga nada en lo que atañe
a la Iglesia sin contar con el Obispo” (VIII, 1), dice a san Policarpo: “Yo me
ofrezco como rescate por quienes se someten al Obispo, a los presbíteros y a
los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios.
Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y
despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y
servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien
habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor.
Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo,
la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas”
(Carta a san Policarpo, VI, 1-2: Padres
Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).
En conjunto, se
puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante
y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una
parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la
unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En
consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste
continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores,
mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la entonación,
el concierto, la sinfonía.
Es evidente la
responsabilidad peculiar de los Obispos, de los presbíteros y de los diáconos
en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al
amor y a la unidad. “Sed uno”, escribe san Ignacio a los Magnesios,
remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena: “Una sola oración, una
sola mente, una sola esperanza en el amor... Corred todos a una a Jesucristo
como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y procediendo del
único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad” (VII,
1-2).
En la literatura
cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo
“católica”, es decir, “universal”: “Donde está Jesucristo –afirma– allí está la Iglesia católica” (Carta a los
cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la
Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado
en el amor: “En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda
bienaventuranza... preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el
nombre del Padre” (Carta a los Romanos, prólogo).
Como se puede ver,
san Ignacio es verdaderamente “el doctor de la unidad”: unidad de Dios y unidad
de Cristo (a pesar
de las diversas herejías que ya
comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza humana y la divina), unidad de la Iglesia,
unidad de los fieles “en la fe y en la
caridad, a las que nada se puede anteponer” (Carta a los cristianos de Esmirna,
VI, 1).
En definitiva, el
“realismo” de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a
todos a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él,
vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el Obispo, servicio generoso a
la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre
comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los
demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén
cada vez más “en posesión del espíritu
indiviso, que es Jesucristo mismo” (Carta a los cristianos de Magnesia,
XV).
Pidiendo al Señor
esta “gracia de unidad”, y con la convicción de presidir en la caridad a toda
la Iglesia (cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo
deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales:
“Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio
por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios...
Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha” (XIII).
Y oremos para que
el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha,
porque es el amor el que purifica las almas.
Audiencia General
correspondiente al miércoles 14 de Marzo de 2007, continuando así su Ciclo de
Catequesis sobre los Padres de la Iglesia.
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