«La Tradición es la continuidad orgánica de la
Iglesia»
Infovaticana | 31
julio, 2022
En abril del año
2006, en una de las audiencias generales, Benedicto VXI habló sobre «la
Tradición, comunión en el tiempo».
Queridos hermanos
y hermanas:
¡Gracias por
vuestro afecto!
En la nueva serie
de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el
designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender
así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran
comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial
es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el
ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se
extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que
abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.
Por consiguiente,
tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos
con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad
diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes
del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran
comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio
en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias
al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en
los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre
en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del
pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.
Así nosotros,
ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo
como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de
la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta
transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana
la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión
originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los
Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue
recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo
Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta
Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia
hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la
sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.
Jesús, en su vida
histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don
no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a
todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los
Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones,
garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,
19 s).
Por lo demás, el
universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre
sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co
11, 26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el
ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a
través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara:
el Espíritu Santo.
Los Hechos de los
Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de
forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la
comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y
sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado:
«Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa
de mi Padre» (Lc 24, 48 s). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Y esta promesa, al
inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: «Nosotros somos
testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que
le obedecen» (Hch 5, 32).
Por consiguiente,
es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de
los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por
ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14). Es interesante constatar que, mientras en
algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias
(cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien
constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).
Así, la acción del
Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las
decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para
guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en
el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación:
«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28); la Iglesia crece y
camina «en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo» (Hch
9, 31).
Esta permanente
actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo,
obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio
apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende
con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue
donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús,
crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la
comunidad reunida por él.
La Tradición es la
comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la
historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo
entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de
los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras
palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo
de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie
por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu
Santo: «Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de
los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles
y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación
bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien
también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios
en el Espíritu» (Ef 2, 19-22).
Gracias a la
Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores,
el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan
a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la
presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para
redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia,
para gloria del Padre.
Así pues,
concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de
cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río
vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están
siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al
ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que
hemos escuchado al inicio de labios del lector: «He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
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