Si
el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la naturaleza y misión de
la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la Iglesia lo haga- la
katholiké (κᾰθολῐκή) dejaría de ser lo que es.
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, 11/12/19
La identidad de la misión
eclesial está claramente establecida en los evangelios y en los escritos
apostólicos. Me limito a dos textos que recogen, según Mateo y Marcos, palabras
del Señor Resucitado, y que expresan el envío definitivo de los apóstoles.
Según los versículos finales
del capítulo 28 del primer evangelio, Cristo citó a los discípulos en Galilea
para un encuentro final con ellos. El evangelista subraya la continuidad entre
el magisterio de Jesús en su vida prepascual y el del Señor glorificado; solo
que ahora el envío no se limita a las ovejas perdidas de la casa de Israel (10,
5-7) sino que se extiende al mundo entero.
Los apóstoles, al igual que lo hizo
el Maestro, se dirigieron ante todo a los judíos; para ellos vino primeramente
el Mesías, para cumplir las promesas hechas a los patriarcas. Los Once, en ese
encuentro postrero y decisivo, lo adoraron mediante el gesto de la προσκύνησις
(28, 17: προσεκύνησαν).
Llama la atención que en ese pasaje se diga que algunos
dudaron; ¿quiénes?, ¿los mismos que se postraron ante él? Los intérpretes no
coinciden en sus explicaciones. Pierre Bonnard sugiere que se trató de una
vacilación, una especie de desgarramiento interior, como en todas las
teofanías; el verbo empleado es διστάζειν: el διseñala la intensidad de una
reduplicación, y διστάζωsignifica hacer caer gota a gota, como por ejemplo el
sudor o la sangre.
Se me ocurre que una
situación similar pudo registrarse en los videntes ante las apariciones de la
Santísima Virgen, y que también puede llegar a ser la nuestra si nos acucia la
conciencia de la misión. Cristo manifiesta la autoridad soberana y universal
que ha recibido; el Crucificado es ahora el Señor de cielo y tierra (18). El
mandato consiste en hacer que todas las naciones, πάντατὰἔθνη, sean discípulos
suyos por medio del bautismo en nombre de la Trinidad y la enseñanza –διδάσκοντες-
que tiene un marcado acento ético: dar a conocer la voluntad de Dios tal como
Jesús la interpretó definitivamente; no podía venir nada nuevo, o diverso,
después. Hacer discípulos, μαθητεύσατε(19), que sigan a Cristo y guarden sus
mandatos, que los cumplan –τηρεῖν-
Aquí comienza la historia cristiana, la
espera activa de que todas las naciones entren en la Iglesia. Todas las
naciones. ἔθνοςsignifica raza, pueblo, nación: el πάντα incluye también a los
hebreos, aunque ἔθνος llega a designar a los gentiles en contraposición a
aquellos.
A propósito de lo dicho, es
necesario indicar un proceso en cuanto a los destinatarios de la misión. En Mt
10, 5, Jesús ordena a los discípulos limitarse a la casa de Israel, no
emprender el camino de los gentiles (ἐθνῶν). Es a los judíos a quienes son
enviados (πορεύεσθε, πορευόμενοι) a predicar (κηρύσσετε), a proclamar el
mensaje.
Después de Pentecostés los Apóstoles respetaron esa prioridad; el
primer discurso de Pedro va dirigido a los varones judíos (Hech 2, 14, ἄνδρεςἸουδαῖοι),
a los Ἰσραηλῖται, v. 22: ustedes sus hijos; a los ἀδελφοί, v. 29: hermanos, que
son los judíos. Pero también se señala la apertura a los que están lejos (εἰςμακράν),
un horizonte indicado por el Señor nuestro Dios, a los que él quiera convocar
(2, 39: προσκαλέσηται). Notemos que iglesia, ἐκκλησία, significa asamblea,
convocación (del verbo ἐκκαλέω, llamar, invitar). San Pablo, en Rom 11, 25
evoca el gran misterio de la historia de la salvación: la ceguera aconteció en
una parte de Israel hasta que entrara la plenitud de los gentiles – τὸπλήρωματῶνἐθνῶν-
y entonces todo Israel se salvará. Una parte, porque otra, la que cree en el
Mesías, se hace Iglesia.
El Apóstol aplica al caso un
texto del Trito-Isaías: el Señor borrará los pecados de su pueblo y hará una
alianza nueva (Is 59, 20.21). Con toda razón llama a ese hecho μυστήριον, obra
inescrutable de la Providencia de Dios. En su primer viaje fundó la comunidad
de Antioquía de Pisidia; allí por primera vez los discípulos fueron llamados
cristianos – Χριστιανούς. En Hech 13, 44 el autor registra la predicación de
Pablo y Bernabé en la sinagoga de la ciudad dos sábados seguidos; en la primera
oportunidad los siguieron muchos judíos. Al sábado siguiente concurrió casi
toda la ciudad, pero los judíos, que eran una multitud, resistieron a la
predicación. Pablo les dijo entonces:
A ustedes teníamos que anunciarles la
Palabra de Dios, pero ya que se consideran indignos de la vida eterna, nos
pasamos a los gentiles: στρεφόμεθαεἰςτὰἔθνη; estos se alegraron, mientras que
los judíos suscitaron una persecución contra los dos apóstoles.
Por eso, Pablo
y Bernabé realizaron el signo característico de ruptura definitiva: sacudieron
el polvo de esa ciudad que se les había adherido a los pies. En su segundo
viaje apostólico Pablo fue acompañado por Timoteo. En Tróade, una ciudad
ubicada a unos 40 kilómetros de la legendaria Troya, tuvo un sueño en el cual
un varón macedonio le rogaba: pasa a Macedona y ayúdanos (Hech 16, 9); ellos
comprendieron que Dios los llamaba a evangelizar Grecia.
Los datos recogidos señalan
el tránsito de la Ecclesia ex iudaeis a la Ecclesia ex gentibus.
A lo largo de
la historia, nuevos gentiles, otras naciones paganas fueron, y aún están,
integrándose a la Iglesia. Esa es la misión: hacer que todos crean en Cristo, y
haciéndolo alcancen la salvación.
Dedico ahora unas
consideraciones más breves al texto de Marcos. El segundo Evangelio concluía
abruptamente con el anuncio de un joven vestido de blanco -16, 5: νεανίσκον…
περιβεβλημένονστολὴνλευκήν- a las mujeres, de la resurrección de Jesús. Se lo
completó posteriormente con un final que ha sido reconocido por la Iglesia como
canónico. El mandato misionero está expresado en estos términos: Vayan por todo
el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación – πάσῃτῇκτίσει. El que
crea y se bautizare, se salvará; el que no crea, se condenará (Mc 16, 15-16).
Como en el texto de Mateo, se trata de ir – πορευθέντες- pero aquí se habla
solamente de predicar: κηρύξατε, es decir, de proclamar el mensaje –κήρυγμα- al
que se debe responder con la fe. Salvarse – σωθήσεται- y condenarse – κατακριθήσεται-
son los dos destinos del hombre, según haya creído – πιστεύσας- y recibido el
bautismo – πιστεύσας- o no haya prestado fe – πιστεύσας- a la Palabra que se le
ha dirigido. Ir, es decir salir, es lo que los Once hicieron (ἐξελθόντες; el
verbo es ἐξέρχομαι, y significa salir de un lugar, de un país: ἐξ).
Según
Marcos debían ir a toda la creación, al mundo entero –εἰςτὸνκόσμονἅπαντα-; la
predicación apostólica llegó a todas partes –πανταχοῦ-, a todos los puntos de
la tierra, se hizo oír en otros sitios. Esta redacción marcana del mandato
misionero subraya el universalismo, propio de una Iglesia ya formada por fieles
que proceden mayormente de la gentilidad.
El soberano de cielo y
tierra promete a sus apóstoles acompañarlos, estar con ellos todos los días –Mt
28, 20: πάσαςτὰςἡμέρας- hasta el fin de este eón –ἕωςτῆςσυντελείαςτοῦαἰῶνος-. Αἰώνdesigna
al tiempo, a la totalidad de la historia; συντέλειαsignifica acabamiento,
realización plena, consumación, lo que ocurrirá con la segunda venida del
Señor; hasta entonces, con todas las vicisitudes posibles, pensables e
impensadas, se extenderá la misión eclesial. Según el final de Marcos, el
Señor, el Κύριος, que está sentado a la derecha de Dios, coopera con sus
predicadores, obra con ellos –συνεργοῦντος- y confirma con signos –σημεία- la
Palabra.
Los apóstoles recorrieron
innumerables caminos llevando la Verdad de Cristo. Pablo señala en Rom 15, 19
la geografía de su predicación: Desde Jerusalén y sus alrededores hasta Iliria,
he llevado a su pleno cumplimiento –πεπληρωκέναι- el Evangelio de Cristo. Dios
cooperaba con sus predicadores, pero ellos, cumpliendo la misión apostólica,
fueron cooperadores –συνεργοί- de Dios (1 Cor 3, 9). Desde el comienzo, la
misión eclesial incluyó siempre la necesidad de combatir los errores. Baste al
respecto la cita de 2 Tim 4, 1-5: «Yo te conjuro –dice Pablo a su discípulo y
colaborador- delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y
muertos, y en nombre de su Manifestación –ἐπιφάνειαν- y de su Reino –βασιλείαν-:
proclama la palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende,
exhorta, con paciencia incansable y con afán de enseñar.
Porque llegará el
tiempo –καιρός: momento conveniente u oportuno, ocasión dispuesta por la
Providencia- en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el
contrario, llevados por sus inclinaciones –ἐπιθυμίας, concupiscencias,
propensiones perversas- se procurarán una multitud de maestros que les halaguen
los oídos, y se apartarán de la verdad –ἀληθείας- para escuchar cosas
fantasiosas –mitos, μύθους-. Tú, en cambio, vigila atentamente, soporta todas
las pruebas, realiza tu tarea como predicador del Evangelio –ἔργον εὐαγγελιστοῦ,
obra de evangelista o evangelizador- cumple a la perfección tu ministerio, tu
servicio» –διακονίαν-. El conjuro es un ruego encarecido, que exige de la otra
parte un juramento; el verbo empleado en 2 Tim 4, 1 es Διαμαρτύρομαι, que
implica una cierta protesta tomando a Dios por testigo; se trata entonces de un
encargo solemnísimo, innegable oficio del obispo, que es un vigía.
Los mitos agitados y
difundidos con la pretensión de sofocar o reemplazar la Verdad, son recurrentes
en la historia de la Iglesia; en el momento actual, de crisis, de nocturnidad
eclesial, circulan impunemente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación
del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, esclarece esta situación
en su reciente libro Le soir approche et déjà le jour baisse (Se acerca la
noche y ya cae el día). La crisis de la teología enmascara –como él dice- una
crisis del clero, una crisis de fe; en gran medida esta situación, que se
proyecta negativamente en la cultura, se relaciona con una pérdida de la
identidad de la misión de la Iglesia.
En el siglo XX esta se vio alterada, en
los primeros años, por el movimiento modernista, contra el cual reaccionó San
Pío X en su encíclica Pascendi dominici gregis, y en el decreto Lamentabili
sane exitu; décadas más tarde, orientaciones teológicas impacientes,
aventuradas, fueron señaladas por Pío XII en la encíclica Humani generis (1950).
Esas corrientes reflotaron con ocasión del Concilio Vaticano II. Jacques
Maritain, en su libro El campesino del Garona evocó, recién concluida la gran
Asamblea Ecuménica, la fiebre neomodernista sumamente contagiosa, al menos en
los círculos llamados ‘intelectuales’, en comparación con la cual el modernismo
de tiempos de Pío X fue un modesto catarro… esta descripción nos ofrece el
cuadro de una especie de apostasía ‘inmanente’ que estaba en preparación desde
hacía años y cuya manifestación fue acelerada por ciertas esperanzas oscuras de
las partes bajas del alma que se levantaron aquí y allá con ocasión del
Concilio.
La apelación mentirosa a un cierto Espíritu del Concilio inspiró toda
clase de atentados contra la fe, la liturgia, la moral y la espiritualidad
católicas. Pablo VI en los últimos diez años de su pontificado, combatió contra
ese pretendido espíritu en documentos de envergadura, en numerosos discursos, y
en sus catequesis semanales. Resulta asombroso que más de cincuenta años
después no faltan quienes proponen al Concilio de los Papas Juan y Pablo como
un modelo de revolución de la teología, de pensamiento de los creyentes y de la
cultura de la humanidad.
¿Cómo se concebía en esos
ambientes así apartados de la tradición católica la misión de la Iglesia? Como
apertura al mundo, se decía; entendamos bien: como mundanización y entrega a
los errores del siglo y de una cultura descristianizada, deshumanizada. Esto se
hacía ¡en nombre de la grandeza del hombre! Sin la certeza de la identidad de
la fe y de la misión era imposible asumir la aspiración conciliar a abrirse
confiadamente a cuanto hay de positivo en el mundo moderno.
El lúcido y
valiente cardenal africano recuerda: «en muchos católicos hubo una apertura al
mundo sin filtros ni frenos, es decir, apertura a la mentalidad moderna
dominante, al mismo momento que se cuestionaban las bases del depositun fidei,
que para un gran número ya no eran más claras».
Análogamente a la imposición
del mito de la apertura al mundo, hoy día se habla de Iglesia en salida, pero
esta salida se diferencia radicalmente de la que protagonizaron los apóstoles;
es una salida que deja atrás la identidad; el eslogan implica una
interpretación relativista y pragmática de la doctrina y de la misión. ¡Ojalá
la Iglesia, sacudiendo toda modorra, se ponga en una salida apostólica que en
favor de nuestros contemporáneos disipe, desmonte, los mitos que los seducen y
que los esclarezca con la luz de Cristo!
Los errores doctrinales, los
acomodos y omisiones, implican un despiste en la misión de la Iglesia, que
tiende inevitablemente a una reformulación según esas situaciones. En tales
casos la misión se corre de su centro, que es la primacía de Dios y del orden
sobrenatural; en el plano práctico, el de la acción evangelizadora, sobreviene
la agitación desordenada, o bien la parálisis. Esto sobreviene singularmente
cuando se pretende, con recursos y criterios puramente humanos, emprender una
reforma de la Iglesia ignorando la analogía de su Gran Tradición. Georges
Bernanos escribió concisamente: la Iglesia no necesita reformadores, sino
santos.
En el siglo XX se sucedieron
intentos ideologizados. El Concilio presentó a la Iglesia como pueblo de Dios,
en términos bíblicos y teológicos: un pueblo que tiene por cabeza a Cristo, en
cuyos miembros habita el Espíritu Santo, que profesa el mandamiento del amor,
cumplido mediante la gracia de la caridad, y que procura como fin dilatar el
Reino de Dios (Lumen Gentium, 9).
La elaboración de una teología del pueblo,
prescindiendo de esos datos de la fe, se inspiró en la filosofía kantiana y en
la dialéctica hegeliana: redujo aquella realidad teologal al orden
sociopolítico, e identificó a la Iglesia con determinadas categorías sociales;
los pobres, ya no considerados como los anawim de la Sagrada Escritura,
resultaron identificados como miembros de un movimiento populista enfrentado
dialécticamente con otros sectores o clases.
La salvación fue presentada como
una liberación temporal, histórica; era inevitable entonces una infiltración
marxista en los ambientes católicos, como ocurrió en la Argentina en los años
60 y 70 de la pasada centuria, con su secuela de sangre y de muerte. Surgió,
también, como alternativa una teología y una pastoral populista, identificada
de algún modo en el espectro político de entonces como de derecha; en ambos
casos se operó una reducción sociocultural de la auténtica realidad eclesial.
En los años 80 prevaleció la
moda new age con sus divagaciones teilhardianas y mundialistas, que hizo
prosélitos especialmente en la burguesía más o menos acomodada. Muchos ámbitos
eclesiales experimentaron gran confusión, recubierta de una vaga religiosidad
ecumenista. Estoy pensando en mi país, pero fenómenos análogos se registraron
en otras latitudes. Con todo, el largo pontificado de Juan Pablo II rescató
para muchísimos fieles la identidad católica y el empeño de proyectarla en la
cultura, según el pensamiento y la abundante enseñanza del Magno pontífice.
Para acercarnos a un
diagnóstico de la situación presente, me parece oportuno partir de la por
justas razones célebre lección de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona,
del 12 de septiembre de 2006. En esa oportunidad, el Papa Ratzinger trazó el
itinerario de la deshelenización del cristianismo, que comenzó con la Reforma
Protestante. La última etapa es la pretensión de una nueva inculturación del
cristianismo, de la fe cristiana, en las culturas extrabíblicas del extremo
oriente, como si este operativo fuera posible sin desmedro de la identidad
eclesial y de su misión. En realidad, desde hacía décadas, algunos centros de
espiritualidad venían experimentando la fascinación del budismo y su mística de
la nada, en lugar de beber del propio pozo, de las numerosas versiones
históricas –y ortodoxas, orientales y occidentales- de la vivencia del
mystérion (μυστήριον).
Algunas posiciones más
recientes postulan, como lo he indicado antes, el carácter revolucionario del
Vaticano II, y proponen como nueva meta la realización de un humanismo nuevo
que permita al ahombre confundido de nuestros días hallarse a sí mismo. Pero
¿cómo podría lograrlo al margen de Cristo, del Cristo de la tradición católica,
único salvador universal? Circula otra vez la utopía de una revolución
permanente, en virtud de la cual se estaría viviendo un cambio de época que
tornaría imprescindible la redefinición de los modelos de desarrollo global. El
Papa Francisco nos invita, como una necesidad imperiosa, a llegar allí donde se
gestan los nuevos relatos y paradigmas (Veritatis gaudium, 4). Es este
precisamente el propósito de una evangelización de la cultura: llevar a esos
centros dinámicos la Verdad de Cristo, y con ella una visión completa del
hombre y de la sociedad, para instaurar el orden temporal de tal forma… que se
ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (Apostolicam
actuositatem, 7). Así lo encomendaba el Concilio a los fieles laicos.
La falsa gnosis ha sido una
tentación permanente en la historia de la Iglesia desde el siglo II, cuando San
Ireneo de Lyon la refutó en su Adversus haereses considerándola una herejía. Se
trata en la gnosis de fraguar una especie de conocimiento superior al de la fe;
en las propuestas actuales recoge las parcialidades de las diversas religiones
y culturas, una amalgama en la cual entra también como elemento un nuevo
diseño, una nueva interpretación del cristianismo. El nuevo humanismo que se
postula es, en realidad, una nueva religión.
El diálogo interreligioso e
intercultural, si esa tendencia se impone, debería renunciar a la meta de una
evangelización para la conversión de todos a la Verdad cristiana; debería
orientar las coincidencias logradas a procurar el cuidado de la naturaleza, la
promoción temporal de los pobres, la lucha contra el calentamiento global y la
aspiración a la fraternidad universal. Propósitos laudables todos estos, pero
secundarios en la misión eclesial. El problema más grave es que en esa posición
inmanentista se abandona, siquiera implícitamente la pretensión cristiana de
poseer la Verdad, y por consiguiente también se deja de lado el amor intrépido
para llevarla en su pura identidad a todos los hombres. No es por este ideal
rebajado por lo que han muerto y mueren los mártires. Además, ¿qué pensarían de
todo esto los Once?
Otra realidad eclesial
hodierna es una insistencia unilateral en la alegría para describir la
identidad cristiana y el testimonio que debemos ofrecer al mundo. Sin duda, se
trata de un valor muy bello, al cual se refiere con distintos nombres San Pablo
en sus cartas. Pero el discurso cristiano no puede olvidarse de la cruz; más
aún ese discurso es centralmente la Palabra de la cruz –Ὁλόγοςγὰρὁτοῦσταυρου(1
Cor 1, 18)-, testimonio de Cristo crucificado, escándalo y locura para el
mundo, pero fuerza de Dios –δύναμις- para quienes aspiramos a la salvación ¡Que
no se vacíe la cruz de Cristo: ἵνα μὴκενωθῇ, ib. 17!
Disimular su centralidad
impide reconocer la centralidad de la resurrección, de la gloria, de la
verdadera alegría. Recuerdo ahora un caso histórico de disimulo, protagonizado
por Matteo Ricci, el jesuita matemático y cartógrafo italiano del siglo XVI,
que fue misionero en China. Se cuenta que para facilitar a los nativos la
adoración de la cruz, colocaba delante de ella una estatua de Buda. ¡Simpático
caso de restricción mental en acción!
Llama asimismo la atención
la inspiración masónica de aquellos postulados que he referido: la misión de la
Iglesia sería esforzarse para ensanchar las fronteras de la conciencia
universal de la humanidad y de una fraternidad fundada en esa conciencia, no,
al parecer, en la extensión a todos del agápe (ἀγάπη) de Dios, por el cual
todos los hombres somos sus hijos. Salga o no salga del clóset, la penetración
masónica en la Iglesia es de vieja data.
La Iglesia ha desarrollado
una amplia enseñanza social; su elaboración moderna fue explicitándose a partir
de la encíclica Rerum novarum, de León XIII (1891). Por iniciativa de Juan
Pablo II, el Pontificio Consejo de Justicia y Paz publicó, en 2004, el
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, una doctrina que, como se dice
al comienzo de esa obra, tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una
salvación integral, de la Esperanza en una justicia plena, de la Caridad que
hace a todos los hombres verdaderamente humanos en Cristo (nº 3). El Catecismo
de la Iglesia Católica expresa sobre el sentido de esa enseñanza social: Cuando
cumple su misión de anunciar el Evangelio (la Iglesia) enseña al hombre, en
nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las
personas, y le descubre las exigencias de la justicia y la paz, conformes a la
sabiduría divina (nº 2419).
¿Ha cambiado la misión de la
Iglesia? Al particular podemos aplicar lo que en su Conmonitorio Primero
escribió San Vicente de Lerins acerca del desarrollo de la doctrina católica;
ese desarrollo o evolución se caracteriza por su homogeneidad: es siempre la
misma y siempre actual, procede en el mismo dogma, el mismo sentido y la misma
afirmación. La heterogeneidad es la señal del error, de la herejía. Cito el nº
24 de esa obra: las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones
contrarias a la tradición y a la antigüedad, así como su aceptación, implicaría
necesariamente la violación de la fe de los Santos Padres… recibir y seguir las
novedades profanas en las expresiones no fue nunca costumbre de los católicos y
sí de los herejes.
Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la
naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la
Iglesia lo haga- la katholiké (κᾰθολῐκή) dejaría de ser lo que es.
+ Héctor Aguer, arzobispo
emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (Argentina). Académico
Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro (Argnetina).
Académico Honorario de la Pontifica Academia de Santo Tomás de Aquino.
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