¿Qué pensar de
estos hechos insólitos y de la severa invectiva contra la conducción romana de
la vida monástica?
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica –
15/06/21
El título de este
artículo reproduce, añadiendo los signos de interrogación, el de un libro del
periodista italiano Aldo María Valli: Claustrofobia. La vita contemplativa e le
sue (D) Istruzioni. En esta obra denuncia «el ataque conducido desde los
vértices de la Congregación que se ocupa de los religiosos… a esa joya de espiritualidad
que son los monasterios de clausura». Responsabiliza de ese ataque a la
jerarquía católica, y afirma que el mismo tiene su fuente en la Constitución
Apostólica Vultum Dei quaerere y en la Instrucción aplicativa Cor orans. Según
su interpretación, se ha armado «un aparato normativo que amenaza la autonomía
de los monasterios y, con la excusa de la renovación y de la formación, se pone
en discusión la idea misma de aislamiento y de vida de clausura».
Considera que el
fundamento se encuentra en una espiritualidad totalmente horizontal,
completamente afincada en lo social, incapaz de discernir la belleza y la
grandeza de una relación exclusiva con Dios. Señala el autor «el eslogan que
recomienda obsesivamente evitar el aislamiento», y descubre en esa inclinación
la voluntad de crear un nuevo monarquismo, en el que todas las monjas sean
puestas bajo idéntica forma de aggiornamento y adoctrinamiento, hasta cambiar
las reglas de vida». Las monjas, dice, porque los documentos mencionados tratan
acerca de los monasterios femeninos de clausura, y a ellos se refieren sus
disposiciones. Además, denuncia Valli que «el exterminio silencioso del
monaquismo» se extiende, más allá de las dimensiones espiritual y cultural, al
orden material mediante el control de los bienes de los monasterios.
¿Qué pensar de estos hechos insólitos y de la
severa invectiva contra la conducción romana de la vida monástica?
A modo de proemio, me parece oportuna y útil
una sumaria exposición de la doctrina tradicional acerca de las relaciones
entre vida contemplativa y vida activa, que tiene su raíz evangélica en la
comparación de la figura de Marta con la de su hermana María (cf Lc. 10, 38
ss.). Marta estaba solícitamente ocupada (periespâto) en las múltiples tareas
de la casa, dispersa en ellas, para servir a Jesús; María, en cambio, sentada
en los pies del Señor, escuchaba (ēkouen) su palabra. La primera, fastidiada,
no comprende esa actitud pasiva y protesta. Bondadosamente, Jesús le hace ver
que ella se disipa en muchas cosas; los términos registrados por el evangelista
son bien elocuentes: el verbo merimnáo significa inquietarse, estar preocupado;
thorybéo vale por turbarse, agitarse, estar desconcertado, perder la cabeza; es
decir, Marta perdió el centro de la atención y se entregó ansiosamente a lo que
no dura, aún con la mejor intención. María eligió la parte mejor (tēn agathēn
merída), la más noble y propicia, que nunca perderá; es la contemplación,
inicio y pregusto de la eternidad. Soeren Kierkegaard escribió en su
Ejercitación del cristianismo: «Lo absoluto consiste únicamente en escoger la
eternidad». Mediante el trabajo servicial podemos obtener la vida eterna, pero
con la contemplación se la anticipa y goza.
La tradición patrística teológica ha
desarrollado ampliamente estos conceptos, que encuentran expresión admirable en
los místicos de todas las épocas y en los escritos de los grandes reformadores
de la vida religiosa. Es imposible, en los límites del artículo, acoger muchas
de esas exactas y bellísimas formulaciones, que han sido expuestas
escolásticamente en los tratados clásicos de Teología Ascética y Mística y en
los que se refieren a la perfección cristiana. Bastan las siguientes
referencias a Santo Tomás de Aquino -que por cierto no son exhaustivas-; el
insigne Doctor de la Iglesia resume: Toda operación humana se ordena a la
contemplación como su fin, ya que «el conocimiento de las realidades divinas es
el fin último de todo conocimiento y operación» (Summa contra Gentiles, L. III,
cap. 25, Item).
Afirma, además,
que al reposo de la contemplación se accede más fácilmente en la consagración
religiosa que en el estado secular (Quodl. 4, 23 c, 16 m). Las raíces de esta
convicción están arraigadas en una sana antropología, luego confirmada por el
Evangelio. El Doctor Angélico asume las ocho razones que Aristóteles presenta
en su Ética a Nicómaco, Libro X, capítulos 7 y 8, y las desarrolla en su
comentario a ese texto, en las lecciones 10, 11 y 12. La afirmación general se
formula así: «La vida contemplativa es, en absoluto (simpliciter), mejor que la
activa». Incluye, también, esas razones en la comparación de ambas ofrecidas
por la Suma Teológica (II-II q. 182, 1c); la primera de las dos formas de vida
es más divina (tò theiótaton) decía ya Aristóteles; es la mejor actividad
(enérgeia) por ser ejercicio del alma y puede persistir más allá de la muerte
ya que no se trata de trabajo corporal. Sigue la exposición de las razones:
1.- Conviene al
hombre según lo que es óptimo en él, a saber, el intelecto (ho noûs) y sus objetos
propios (tón gnóstón, intelligibilia) que son las realidades espirituales, del
orden inteligible; en cambio, la vida activa se ocupa de las realidades
exteriores.
2.- La vida
contemplativa tiene mayor continuidad, es synejestáte, aunque en esta condición
no se verifica el grado supremo de la contemplación, que es una cima en la cual
no se puede permanecer sin límites.
3.- En ella hay
mayor deleite, dulzura, recreo, contento, gusto especial (hédoné, delectatio).
San Agustín recurría a las figuras evangélicas clásicas para la interpretación:
Marta se inquietaba (turbabatur), mientras que María disfrutaba como convidada
a un banquete (epulabatur).
4.- En la vida
contemplativa el hombre se basta más a sí mismo (es sibi sufficiens, tiene
autárkeia, autarquía) Tomás cita aquí el reproche de Jesús: «Marta, Marta, te
inquietas y te agitas por muchas cosas»; es decir, depende de ellas (Lc.
10,41).
5.- La vida
contemplativa es apreciada por ella misma, es un fin digno de ser amado,
mientras la activa se ordena a otra finalidad (di autén agaspásthai, magis
propter se diligitur). Cabe aquí la cita del salmo 26, 4: «Una cosa he pedido
al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la casa del Señor y contemplar su
templo todos los días de mi vida, para gozar de su dulzura». Se expresa así una
inefable experiencia de Dios.
6.- La vida
contemplativa consiste en una cierta vocatio; Aristóteles llama esta dimensión
sjolé, ocio. Que no es ociosidad, pereza, vagancia, si no tregua en lo penoso
del trabajo, ocupación estudiosa en las realidades espirituales, tiempo del
cual se puede disponer libremente; equivale a la libertad. Santo Tomás cita el
salmo 45,9: «Vengan a contemplar las obras del Señor; en el texto hebreo del
salmo se lee jadzá, y con esa misma raíz se dice jodzé, el que contempla lo que
Dios le ha revelado y por eso mismo es un vate, un profeta.
7.- La vida
contemplativa se refiere a las realidades divinas; la activa a cosas humanas.
Según Aristóteles, «tal vida sería demasiado excelente para el hombre; en cuanto
hombre no vivirá de esta manera, si no en cuanto que en él hay algo divino
(theîon). Agustín comentaba: María oía «en el principio era el Verbo»; Marta
servía al Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 1. 14).
8.- Esta razón
retoma la primera. Vernos en la ética aristotélica: «Lo que es propio de cada
uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para él». Eso
es la vida según el espíritu, el orden de la inteligencia y de la sabiduría (ho
katá tòn noûn bíos), es la fuente de la mayor felicidad (eudaimonéstatos).
El Estagirita se refería a la theoría o
contemplación filosófica, a una sabiduría (sophía) humana; Santo Tomás a la
contemplación cristiana de Dios, obra de la gracia y su dinamismo sobrenatural,
la fe y la caridad, potenciada por los dones de sabiduría y entendimiento, que
asume y supera aquellas disposiciones naturales. Por eso añade una novena razón
tomada de los personajes evangélicos de Marta y María, que como se ha señalado
repetidamente son las figuras asumidas por la tradición para ejemplificar las
vidas activa y contemplativa. Agustín puntualizaba que Marta no era mala, que
no consistía en eso el desbalance de la comparación.
Desde los inicios del monaquismo cenobítico,
la celda, el claustro, han sido los sitios correspondientes al abandono del
mundo para entregarse a Dios en la contemplación. En ese ámbito, la soledad y
la fraternidad han procurado siempre armonizarse. El Concilio Vaticano II
decidió en su momento impulsar una renovación (renovatio) que debía ser ante todo
espiritual, pero entendida como «acomodación a las necesidades de nuestro
tiempo»(optimas accomodationes ad necessitates temporis nostri, Decreto
Perfectae caritatis, 2 e).
Esta idea se
repite machaconamente en el texto conciliar: «según lo aconsejan nuestros
tiempos»,«en las circunstancias de tiempo actual», «a la luz de las
circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las
necesidades de nuestro tiempo», «suprimidas las ordenaciones que resulten
anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «para la adecuada
renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir (se refiere a los
institutos puramente contemplativos) ha de revisarse», «su adecuada
renovación», «la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestro
tiempo», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomódese a las
circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito); «acomódese a la
circunstancias de tiempo y lugares» (la clausura de las monjas). ¡Si no he
contado mal, son veintiuna veces! Se me ocurre introducir aquí la cuña de una
modesta digresión bíblica: una frase de San Pablo (Rom. 12, 2). Las
traducciones varían levemente, pero el sentido es unívoco: «no tomen como
modelo a este mundo», «no se acomoden a este siglo», «no sigan la corriente del
mundo en que vivimos». El texto griego dice: mē synschēmatizesthe tō aiōni toutō;
aiōn (eón) equivale a «tiempo presente», «esta edad» o «esta generación»; el
verbo griego sysjematídzo significa «conformarse», «modelarse», «asumir esa
posición (sjéma, esquema) de conformidad.
La Vulgata latina
lee: nolite conformari huic saeculo. En su clásico comentario, M. J. Lagrange
apunta: No adoptar las maneras de este mundo, por su naturaleza son de lo más
pasajero que hay, ya que sigue la moda, algo caduco e imperfecto. Este tiempo
que pasa no tiene forma sólida, es un esquema (sjéma), bien alejado de la forma
(morphé) de Cristo. La razón la subraya el Apóstol en 1 Cor. 7, 31: «La
apariencia de este mundo es pasajera» (paragei gar to schēma tou kosmou toutou);
otra vez: sjéma es la figura exterior, apariencia que no dura. No hay nada que
resulte más rápidamente anticuado que una adaptación; si uno se interna por ese
camino, se ve obligado a adaptarse o acomodarse sin cesar. La renovación
(renovatio) es otra cosa, es transformación interior, conversión
(metamorphoûste, Rom 12, 2). Quizá en este planteo se encuentre la clave de la
crisis posconciliar. El parámetro que identifica la realidad cristiana es
mirar, escoger la eternidad; el aggiornamento se agota en el giorno.
El Decreto Perfectae caritatis contiene,
obviamente, muchos elementos propios de la tradición de la Iglesia acerca de
diversas formas de vida religiosa; no podía ser de otra manera, pero llama la
atención esa apelación tan repetida al aggiornamento, que se clavó hace medio
siglo en el Cuerpo de la Iglesia y que alcanzó la fuerza de una verdadera
obsesión. Desconcierta también que en ningún momento se mencione cuáles son
esas «exigencias de los tiempos». Por más «adecuada» que haya sido deseada la
renovación, es innegable que al socaire de un pretendido «espíritu del
concilio» se cometieron numerosas tropelías que dañaron la identidad de la vida
religiosa. Para este ámbito, como en general para toda la vida de la Iglesia,
cabe la dolorosa constatación de San Pablo VI: un crudo invierno se impuso a la
floreciente primavera que se esperaba, y por una rendija penetró el humo de
Satanás.
El principio de toda adecuada renovación lo
expresó ya en el siglo V San Vicente de Lerins: es la homogeneidad en el
desarrollo de la doctrina y las instituciones eclesiales: in eodem scilicet
dogmate, eodem sensu eademque sententia: se conserva la identidad, sin
alteración. El mismo padre de la Iglesia deploraba las novedades del lenguaje,
que consideraba más propias de los herejes que de los católicos. El Cardenal
Robert Sarah, ex Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, ha analizado ampliamente la actual crisis, y
señala entre sus múltiples componentes el de «una visión horizontalista de la
Iglesia, que conduce inevitablemente al deseo de alinear sus estructuras con
las de las sociedades políticas». ¿Es esta la inclinación de las recientes
normas sobre los monasterios femeninos de clausura?
No puedo compartir el proceso de intenciones
que entabla Valli en su libro. Lo que sí me parece puedo hacer, con el máximo
respeto, con libertad de espíritu y, por supuesto, no sin timor errandi, es
presentar algunas observaciones que me sugiere la lectura de la Constitución
Apostólica y de la Instrucción aplicativa.
El texto pontificio contiene una elocuente
sección en la que se expresa, con entusiasmo y afecto, el «aprecio, alabanza y
acción de gracias por la vida consagrada y la vida contemplativa monástica». Es
muy importante y valioso este reconocimiento. Hace ya años he conocido
responsables de la Iglesia, obispos, que no comprenden el sentido de una vida
dedicada exclusivamente a la contemplación, en la estabilidad del claustro. Un
detalle: les espanta la reja, por ejemplo. Se trata de una carencia bien
actual, con perfiles ideológicos. Piensan que las monjas deberían salir cada
tanto para recrearse y ejercer alguna actividad, como si no se recrearan -con
mucha y fraterna alegría- y no trabajaran -¡y cuánto!- dentro del monasterio,
además de atender visitas y recibir huéspedes, que desean pasar algunos días de
retiro y crecer en la vida interior. Paralelamente, esas mismas personas a las
que he aludido, en el caso del sacerdote diocesano, oponen estudio y pastoral.
La dedicación exclusiva a estudiar, publicar el fruto de sus trabajos y
enseñar, no sería «pastoral». En virtud de este prejuicio, implícitamente se
descalifican los aportes intelectuales, la sabiduría y el servicio educativo de
insignes sacerdotes, se obstaculiza la preparación de jóvenes presbíteros para
continuar la obra de aquellos y se resiente la formación de los seminaristas.
En la sección mencionada (nn 5-6) se destaca,
sobre todo, que la elección de una existencia dedicada a la búsqueda del rostro
de Dios sitúa a las monjas «en el corazón del mundo», «en el corazón de la
Iglesia y del mundo». Recuerdo cómo definía su vocación Santa Teresita del Niño
Jesús: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor». Algunas
formulaciones llaman la atención, por ejemplo, en el nº 1 el párrafo en que se
asume el nº 169 de la Encíclica Evangelii gaudium: la dinámica de la búsqueda
impone encaminarse a la luz de la fe, por un éxodo del propio yo auto-centrado,
atraídos por el rostro de Dios santo, y al mismo tiempo por la tierra sagrada
del otro».
También se cita
Perfectae caritatis, 2: «fidelidad a Cristo, al Evangelio, al propio carisma, a
la Iglesia, al hombre de hoy». ¿Qué significa este último capítulo de
fidelidad? ¿No habrá sido, en cada época, fiel al hombre esa época? Estos son
-se dice- criterios irrenunciables de renovación; sería útil una explicitación
del último de los criterios elencados. En el nº 8 de la Constitución Apostólica
expone una justificación de la necesidad de promulgarla: «El intenso y fecundo
camino que la Iglesia misma ha recorrido en las últimas décadas a la luz de las
enseñanzas del Concilio Vaticano II, como también las nuevas condiciones
socio-culturales»; se menciona asimismo el «rápido avance de la historia humana
con la que es oportuno entablar un diálogo». Es una observación que se refiere
a hechos innegables. Faltaría, en mi opinión, una referencia a la crisis
posconciliar que, como lo señalaron voces más autorizadas que la mía, se
extiende a los días que estamos viviendo, a pesar de todas las instancias de
corrección y remedio, que no faltaron ni faltan. La mención de la crisis es más
que pertinente en este caso: ¿Cuántos conventos de monjas han desaparecido en
los últimas cinco décadas?; ¿Cuántos nuevos se fundaron?; ¿Cuántos han visto
reducido el número de sus miembros a una cantidad insignificante? En los días
que corren los conventos de varones continúan diezmándose en algunas regiones.
Por otra parte, me parece que la insistencia
en la actualización tendría que tomar en cuenta el influjo arrollador del
secularismo en la cultura vigente, sobre lo cual advirtió San Juan Pablo II en
la Encíclica Tertio millennio adveniente, donde afirmaba que la confrontación
con él era un compromiso ineludible y principal. Asimismo, Benedicto XVI dejó
en claro que el secularismo «se manifiesta ya desde hace tiempo en el seno
mismo de la Iglesia».
En la descripción de los elementos esenciales
de la vida contemplativa se cuentan varias repeticiones. Algunas expresiones
son muy gratas, otras novedosas, por ejemplo: «una historia de amor apasionado
por el Señor y por la humanidad», «la apasionada búsqueda del rostro de Dios».
Si recordamos a Santa Catalina de Siena, el adjetivo no me parece inadecuado,
pero como no estamos en el siglo XIV nos podríamos preguntar: ¿Se está pensando
en términos místicos o psicológicos? ¿La pasión mística puede ser interpretada
como sensualidad? Algunos autores lo han pretendido. Otra justa referencia es
el ejemplo de la Virgen Madre, llamada summa contemplatrix (título debido a
Dionisio el Cartujo): «el contemplativo es la persona centrada en Dios, es
aquel para quien Dios es el unum necessarium (cf. Lc. 10,42)». El texto papal
advierte sobre diversas tentaciones que pueden insinuarse, entre las que
destaca la apatía, la rutina, la desmotivación, la desidia paralizadora, la
psicología de la tumba «que poco a poco convierte a los cristianos en momias
del museo»; es curiosa esta expresión familiar en un texto normativo de la
máxima autoridad eclesial, también está tomada de Evangelii gaudium.
Se describe muy
bien, sin usar el nombre, la acedia, que Santo Tomás estudia en la Suma entre
los vicios opuestos al gozo de la caridad (II-II q. 35): una tristeza que
deprime el ánimo, lo retrae de hacer el bien, una especie de torpor espiritual;
es pecado venial -dice el Angélico- si sólo afecta a la sensibilidad, como
repugnancia de la carne al espíritu, pero mortal cuando llega al alma, que
«consiente a la fuga, horror y estación del bien divino, porque la carne
prevalece totalmente sobre el espíritu (art 2 c). Más aún, es un vicio capital
(a. 4c), del que se siguen desesperación, pusilanimidad, indolencia para
cumplir los preceptos, rencor, malicia, andar vagando entre cosas ilícitas (ib.
ad 2 m). Buena cautela es advertir contra esta tentación. El cardenal Sarah, en
su libro Le soir approche et dèjá le jour baisse dedica un capítulo a este
problema, que relaciona con la crisis de identidad en la Iglesia.
La Constitución señala doce «temas objeto de
discernimiento y de revisión dispositiva». Sólo destaco la exacta observación,
de raíz bíblica, que «las suertes de la humanidad se deciden en el corazón
orante y en los brazos levantados de las contemplativas», pero quedo perplejo
cuando se postula «una espiritualidad que os haga llegar a ser hijas del cielo
e hijas de la tierra». Pienso: ¿cómo entenderían esta aplicación San Benito
-antes incluso otro padre del monaquismo de Oriente y Occidente-; San Bernardo
y Santa Teresa de Jesús, tan vagabunda ella?
En el tema de la
autonomía del monasterio, señala la indicación de preservarse «de la enfermedad
de la autorreferencialidad», porque ella prepara lo que se dice brevemente en
el nº 30 sobre las Federaciones, presentadas como estructuras importantes para
que los monasterios «no se queden aislados». Este punto es ampliamente
desarrollado en las Normas Generales y en el capítulo 2 de la Instrucción Cor
orans. Muy bien lo que se dice sobre la ascesis para «liberarnos de todo
aquello que es típico de la mundanidad». Solo que habría que compaginar esta
óptima cautela –si es posible sin incoherencia- con tantas iniciativas de
adaptación a la actualidad que se multiplican desde el Decreto Conciliar
Perfectae caritatis y que podrían ser sospechosas de mundanización. Subrayo
también la mención del sentido profético de la vida de entrega, el valor de la
estabilidad y la exigencia de las relaciones fraternas en la comunidad
claustral.
En cambio, no
considero muy feliz la iniciativa de favorecer la asociación, inclusive
jurídica, de los monasterios con la orden masculina correspondiente -que en
muchos casos puede resultar fatal-, y la creación de confederaciones y
Comisiones internacionales de varias órdenes, sobre todo si estas estructuras
tendrán algún poder de decisión. Inversión innecesaria de tiempo, viajes y
dinero. La Iglesia es, por cierto, una comunión, primeramente de carácter
espiritual y sobrenatural, es la amistad divino-humana del ágapé en el corazón
de Cristo; la proyección de la misma al plano de la organización institucional
debe evitar - me parece- el escollo mundano de asemejarse a la ONU u otras
estructuras semejantes.
Deseo ahora comentar el Capítulo Segundo de
la Instrucción Cor orans, emitida por la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, como aplicación de la
Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere. En las Normas Generales ya se
mencionan los organismos a crearse: federaciones de monasterios, asociaciones,
conferencias, confederaciones, comisiones internacionales, congregaciones
monásticas (n 7-12). La intención expresa es que los monasterios «superen el
aislamiento». Obsesión que conduce a la fabricación de una enorme burocracia
con su costo -como ya lo he indicado- de tiempo, viajes, distracción y dinero.
El Capítulo Segundo comienza determinando la
naturaleza y fin de las federaciones, para que los monasterios «no permanezcan
aislados» y para promover la vida contemplativa. En principio, la incorporación
a estos organismos es obligatoria para todos los monasterios, aunque felizmente
se deja abierta la posibilidad de una excepción: «Un monasterio, por razones
especiales, objetivas y justificadas, con el voto del capítulo conventual puede
pedir a la Santa Sede (léase: a la Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica) ser dispensado del tal
obligación»; es decir, no pertenecer a una Federación (n 94). ¿Serán muchos los
monasterios que lo soliciten? ¿Se les concederá la excepción?.
Las Federaciones
pueden constituir entre ellas una Confederación, «para dar dirección unitaria y
una cierta coordinación a la actividad de cada una de las federaciones» (n 95).
Se trata de uniformar bajo una voz de mando, con poder económico (n 99-101), la
formación de las monjas y otras finalidades. Habrá un Consejo Federal, una
Asamblea, una Presidenta y una Ecónoma federales. La Presidenta será
covisitadora junto al visitador regular; la vigilancia está perfectamente
organizada: Ella «vigila particularmente sobre la formación inicial y
permanente de los monasterios» (n 117); y está llamada «a exigir la
participación de quienes ejercen el servicio de la formación» (n 118).
Uno puede
preguntarse: ¿Esta uniformidad de la formación se ha de referir al cuidado de
la doctrina de la fe y a las características esenciales de la vida
contemplativa claustral, o a la imposición de un pensamiento único ajeno a la
Gran Tradición eclesial, y como suele decirse -con perdón de la
palabra-progresista? El parlamentarismo de la organización se expresa en la
labor del Consejo Federal, elegido por la Asamblea Federal (n 123 ss); este
asume las funciones del Consejo del monasterio autónomo que, mediante la
afiliación, «es confiado a la Presidenta de la Federación en el proceso de
acompañamiento para la revitalización o para la supresión del monasterio» (n
132). Eufemismos. Omito referirme a las numerosas normas sobre «la tarea de
tutelar el patrimonio carismático de los monasterios federados» y «promover una
adecuada renovación» (n 133-141). Vigilar, tutelar, dar dirección unitaria;
todos los monasterios del mundo quedan virtualmente intervenidos. Se establecen
«Oficios Federales»: Ecónoma, Secretaria, Formadora.
El Capítulo Tercero de Cor orans contiene
desarrollos exactos, bien dichos, sobre la separación del mundo y la vida de
clausura. Con todo, no puedo dejar de pensar, con perplejidad, en las
consecuencias efectivas que tendrá la movilización exigida por la organización
que se ha decidido, aunque ahora contemos con recursos informáticos que pueden
suplir en parte los desplazamientos y reuniones presenciales. Es verdad que las
circunstancias históricas y culturales han cambiado mucho, y aceleradamente,
pero la cuestión es con qué espíritu se intenta tomar debida cuenta de ellas y
reflejar esa evolución en la vida monástica sin alterar su esencia. Me resulta
sospechoso, como ya lo he indicado, y lo reitero, esa obsesión por evitar la
autorreferencia, y el presunto «aislamiento» de los monasterios; que lleva al
intento de imponer estructuras que, después de todo, son mundanas.
Para concluir, se me ocurre que sería posible
señalar una analogía entre la organización de que se quiere dotar a la vida de
los monasterios y la estructura de las Conferencias Episcopales. Éstas han sido
pensadas como organismos de comunión, y medios para otorgar unidad y eficacia
al ministerio apostólico de los obispos. Además, las conferencias se agrupan en
organismos englobantes (el CELAM, por ejemplo, y los similares de otros
continentes). Mi experiencia de 25 años de Episcopado (como emérito ya no soy
miembro de la Conferencia Episcopal) me invita a interrogarme: ¿Es este el
mejor tipo de organización? Encontramos un fundamento diverso esbozado a fines
del siglo I, o comienzos del siguiente, en las cartas de San Ignacio de
Antioquía, que toma forma en la tradición antigua posterior. Según el discípulo
del Apóstol Juan, la Iglesia son las iglesias particulares, en las que el
Obispo representa a Dios Padre, el Presbiterio al Colegio de los Apóstoles y los
Diáconos a Jesucristo.
La Iglesia Romana
es la que preside el ágapé, el misterio de la comunión eclesial; es esto una
primitiva afirmación de su primacía. Más tarde la organización se concreta en
las provincias eclesiásticas, presididas por el Metropolitano. Esta realidad,
connatural a la Iglesia, ha sido borroneada con la reciente fabricación de
Regiones Pastorales que, de acuerdo con mi experiencia en Argentina, son
ámbitos gratísimos de encuentro fraterno, pero ineficaces en el orden pastoral.
La Conferencia Episcopal es un parlamento del cual el pastor diocesano queda
democráticamente absorbido en un conjunto, en el cual su voz muchas veces, y su
voto resultan frustrados en decisiones que no podría compartir.
Hay ejemplos
actuales, y antes históricos de despiste: recordemos la oposición de varias
conferencias episcopales a la Encíclica Humanae vitae tradendae, de San Pablo
VI, y las pretensiones anticatólicas de la Conferencia Episcopal Alemana, en la
reunión populista de su Sínodo, cuyas aspiraciones desmedidas no sabemos aún
cómo acabarán. Volviendo a mi experiencia vivida, debo recordar, con
indiferencia o con pena, declaraciones discursivas para uso de los periodistas
sobre asuntos coyunturales sociales y políticos. Sólo cada tanto se elabora y publica
un documento sustancioso sobre cuestiones religiosas, y un diagnóstico veraz
sobre el influjo de la cultura secularista, descristianizada, sobre la fe de
los fieles. Pareciera que se teme denunciar errores y señalar el peligro de la
paganización de muchísimos bautizados.
Quizá otra organización, más tradicional,
podría recrearse: las diócesis articuladas en las provincias eclesiásticas, y
la Asamblea de los Metropolitanos de cada nación. Es una hipótesis. Alguien
puede pensar, con todo derecho, que una propuesta semejante es un disparate. Lo
es sobre todo si se considera irreversible una mentalidad y una organización
montada, que concibe como visión actualizada de la Iglesia principalmente
alertar sobre el cambio climático, la deforestación, el peligro de la
proliferación de las armas nucleares, la violación de los derechos humanos y
las injusticias sociales; temas sin duda ineludibles de nuestra Doctrina
Social.
Pero ¿qué lugar le destinamos al clarísimo mandato del Señor registrado en el final de los evangelios de Mateo y de Marcos, que señala otras prioridades, cada vez más urgentes en un mundo que ha desplazado a Dios? Las palabras de envío pronunciadas por Jesús dirigen la misión de los apóstoles a todos los pueblos – panta ta ethnē, Mt 28, 19- para hacerlos discípulos, cristianos, bautizarlos y enseñarles a cumplir los mandamientos que Él hay establecido. Son enviados a todo el universo – eis ton kosmon apanta, Mc 16,15- para anunciar el Evangelio a todas las criaturas –pasē tē ktisei, ib-. Con la previsión del posible resultado: «el que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 16).
El caso es serio, es der Ernstfall, al que se refería Hans Urs von
Balthasar, en su libro Córdula o el caso auténtico. Ciertamente, el tenor del
envío no fue: «Todos los hombres son cristianos anónimos –Rahner dixit- ustedes
háganles mejor, más feliz, la vida en este mundo».
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