el "no" de los obispos
estadounidenses al pecado público?
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
23-06-2021
El pecado público
del soberano nunca es sólo un asunto “personal” y los pastores de la Iglesia
tienen el deber de proteger al pueblo de los fieles del escándalo. No sabemos
lo que la eventual posición clara de los obispos norteamericanos puede provocar
en el plano político pero una cosa es cierta: reiterar la enseñanza de la
Iglesia sobre la necesidad de negar la Eucaristía “a los que se obstinan en el
pecado grave manifiesto” provocará una sana reflexión sobre Quién está
sustancialmente presente en este sacramento.
“Promover la
enseñanza de la Iglesia y proteger la integridad del Santísimo Sacramento”: en
estas afirmaciones del arzobispo Salvatore J. Cordileone, arzobispo de San
Francisco, hablando el jueves pasado en el programa The World Over de EWTN,
encontramos la profunda razón que llevó a los obispos estadounidenses a pedir,
por abrumadora mayoría (cerca del 75%), que el tema de la coherencia
eucarística se produjera dentro de un documento sobre la Eucaristía.
Evidentemente habrá que esperar al contenido real del documento anunciado, pero
ciertamente la señal que llega desde Estados Unidos es una fuerte y saludable
llamada de atención para estos tiempos en los que la Eucaristía se ha
convertido en un mero medio para reivindicaciones de todo tipo.
Los 168 obispos
que votaron a favor se resistieron con inteligencia y valentía a la trampa
difundida por los medios de comunicación de querer utilizar la coherencia
eucarística como arma política anti-Biden; y tuvieron bien presente, como
recordó el propio Cordileone, que decidir sobre problemas morales que
necesariamente tienen también implicaciones políticas, no significa que todo
sea política.
Dentro del debate
no faltaron las objeciones que ya estaban en el aire. El obispo de San Diego,
Robert McElroy, que fue llamado hace sólo dos meses al Dicasterio para la
Promoción del Desarrollo Humano Integral del Vaticano, advirtió que la
exclusión de la Comunión de quienes apoyan públicamente el aborto y la
eutanasia socavaría la integridad de la doctrina social de la Iglesia y
restaría importancia a otras cuestiones como el racismo, la pobreza o los
ataques al medio ambiente.
Otros oradores
hicieron hincapié en el riesgo de provocar divisiones. El cardenal Blase Cupich
expuso la perplejidad de muchos sacerdotes “al escuchar que ahora los obispos
quieren hablar de la exclusión de las personas en un momento en que el
verdadero reto que tienen por delante es acoger a las personas de nuevo en la
práctica regular de la fe”. Evidentemente, deben haber pasado por alto algunas
líneas del Derecho Canónico y algunos puntos esenciales de la teología
sacramental y moral.
Está claro que lo
que ha provocado el debate en el seno de la reunión de los obispos
norteamericanos son las posibles consecuencias que suscitará una postura sobre
este tema, ya que, por primera vez en la historia de los EE.UU., reside en la
Casa Blanca un católico proabortista. Sin embargo, sería más correcto decir pro
derecho a abortar, como señaló el arzobispo de Kansas City, monseñor Joseph F.
Naumann, quien señaló que Biden y los demócratas no hablan de derecho a decidir,
sino del derecho al aborto. Por lo tanto, por un lado están quienes se
preocupan por las repercusiones políticas, con el riesgo de no poder aprovechar
plenamente -con qué fin está por ver- la presencia de un Presidente católico;
pero por otro lado hay otros que, en cambio, han comprendido que otras
consecuencias muy distintas, decididamente más importantes en una lógica
auténticamente pastoral, podrían derivarse de no posicionarse sobre la comunión
a quienes apoyan pública y obstinadamente posiciones radicalmente contrarias a
la fe católica en cuestiones particularmente graves.
Poco se dice al
respecto, pero el problema del escándalo no puede despacharse rápidamente dando
la culpa a la pedantería de un puñado de devotos piadosos. En la mayoría de las
situaciones, son precisamente los malos ejemplos los que llevan al prójimo al
mal; y cuanto más visibilidad, aprobación y autoridad tenga la persona que
comete el mal, más puede la malicia de sus acciones generar una plaga moral
para toda una nación e incluso para el mundo entero.
Las Escrituras
hablan con extrema claridad de cómo un rey que comete y protege el pecado,
arrastra a toda la nación al abismo: “El Señor entregará a Israel a causa de
los pecados que cometió Jeroboam y que hizo cometer a Israel.” (1 Reyes 14,16).
Y de nuevo: “Haré tu casa como la casa de Jeroboam hijo de Nabat, y como la
casa de Baas hijo de Acías, porque me has irritado y has hecho pecar a Israel”
(1 Reyes 21,22). Peor aún fueron las cosas en la época de la helenización de
Israel, que suscitó la reacción de los hermanos macabeos.
El pecado público
del soberano no es nunca un asunto meramente “personal”, y los pastores de la
Iglesia tienen el deber de proteger al pueblo de los fieles del escándalo y, de
este modo, proteger a la nación de las calamidades que la aceptación
sistemática y generalizada del pecado -y en nuestro caso, del más abominable de
los pecados- atrae sobre la nación.
La predicación del
Evangelio de la vida por parte de toda la Iglesia, pero particularmente de los
pastores, es sencillamente incompatible con la idea de que quienes se separan
consciente, obstinada y públicamente de la fe de este mismo Cuerpo Místico
puedan ser recibidos en el sacramento de la más íntima comunión entre los
fieles y el Cuerpo Místico de Cristo, en el Cuerpo sacramental del Señor.
Tampoco hay que
dejar de mencionar la verdadera blasfemia de acercarse al Pan de la Vida Eterna
por parte de quienes apoyan, promueven y realizan acciones mortificantes contra
el prójimo, especialmente ese prójimo que está más indefenso que cualquier
otro, pues su vida depende totalmente de los demás. La Eucaristía es la vida de
Cristo, el Inocente, entregada a nosotros, para arrancarnos de las ataduras de
la muerte -¡futurae gloriae nobis pignus datur! (“y se nos da la prenda de la
gloria futura”)-. El aborto provocado, en cambio, supone la pretensión de
arrebatar la vida a otros, a niños inocentes: ¿Hay algo más dramáticamente
opuesto?
No sabemos qué
provocará en el plano político una posición tan clara de los obispos
norteamericanos; pero una cosa es segura: reiterar la enseñanza de la Iglesia
sobre la necesidad de negar la Eucaristía “a quienes se obstinan en el pecado
grave manifiesto” (can. 915), provocará una sana reflexión sobre Quién está
sustancialmente presente en este sacramento.
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