un cuerpo que da
testimonio de santidad
Liana Marabini
Brújula cotidiana,
28-06-2021
Intacto,
colocado en una capilla de cristal en el monasterio de Corpus Domini en
Bolonia, el cuerpo de Santa Catalina de’ Vigri († 1463) sigue segregando un
aceite perfumado, por lo que su ropa se cambia periódicamente. Muchos fieles han tenido gracias y curaciones al rezar
en su tumba. Era abadesa y vivía de forma austera, aunque amaba la gastronomía
de su tierra. Las Clarisas que ella dirigió eran famosas por su fresca pasta
rellena.
27 de marzo de
1463: Severino es un muchacho de 20 años fuerte y trabajador. Trabaja como
sepulturero para la arquidiócesis de Bolonia, un trabajo en general
satisfactorio, que no le exige mucho y lo hace a conciencia. Hoy tiene que
ayudar a las Clarisas a trasladar el cuerpo de una de sus hermanas que falleció
el 9 de marzo. Las monjas se encargarán de cavar, según su regla, y pasar las
correas por debajo del cuerpo, pero será él quien tendrá que levantarlo del sepulcro
y luego colocarlo en la camilla blanca ya preparada para tal fin, para
transferirlo hasta la nueva tumba con la carreta tirada por el caballo Anselmo,
su compañero de trabajo. Severino se pregunta fugazmente por qué debería mover
un cuerpo enterrado menos de tres semanas antes, pero luego descarta la idea:
hace tiempo que aprendió a no hacerse preguntas sobre la lógica de los
religiosos.
Aún se sienten los
vestigios del invierno que acaba de terminar. El aire es penetrante y el cielo
de un delicado gris, como hielo suspendido y algunos raros copos de nieve
flotan con gracia. A Severino le gusta ese momento en el que sientes el
amanecer de la primavera y el frío ya no es tan fuerte. Las Clarisas cavan
vigorosamente, la tierra aún está fresca, la monja fue enterrada directamente
en la tierra y sin ataúd, como exige su regla. El joven se ha protegido la
nariz y la boca con un pañuelo que usa cuando tiene que hacer este trabajo. No
es que le parezca difícil, es parte de sus deberes, pero prefiere defenderse de
los olores desagradables que emanan los cuerpos en descomposición cuando son
exhumados.
Ya estamos, la
tabla que cubre el cuerpo ya es visible: las monjas la agarran y se la pasan a
Severino, quien la saca de la tumba. Aparecen las solapas de tela de lino crudo
con el que el cuerpo fue envuelto. El joven espera sentir el olor que conoce
tan bien, pero ¡cuál es su asombro cuando de la tumba sale un aroma de flores!
¿Cómo es posible? A finales de marzo no floreció nada, salvo unas pocas
campanillas de invierno dispersas, lejos de allí, en el borde del cementerio.
Las cuatro Clarisas que lo acompañan miran el cuerpo que poco a poco aparece
debajo de la tierra oscura. Ellas también huelen el perfume, pero no se
sorprenden para nada, saben que ese cuerpo huele a flores, ha sido así desde el
momento del entierro. A menudo venían aquí y olían el aroma todos esos días. Es
la razón por la que se arrepintieron de haberla enterrado así, directamente en
la tierra, intuyendo que ese cuerpo pertenecía a una santa. Por tanto, habían
decidido darle una sepultura mejor y más digna.
Severino agarra
las correas unidas en el medio y levanta el frágil cuerpo sin esfuerzo
aparente, luego lo deposita suavemente en la camilla fijada sobre una pequeña
carreta. El perfume ya es muy fuerte y emana de la difunta. Las monjas mueven
un trozo de tela y le descubren la cara. Está serena, solo su nariz está un
poco achatada, pero milagrosamente su rostro vuelve a recomponerse. Las monjas
hacen la señal de la cruz y Severino se agarra al sombrero deformado que se
había quitado de la cabeza. El caballo Anselmo se pone en marcha, sostenido por
el joven que camina a su lado. Las monjas siguen la carreta hacia la nueva
tumba.
La defunta es
Catalina (8 de septiembre de 1413 - 9 de marzo de 1463), abadesa y fundadora
del monasterio de las Clarisas de Bolonia. Nacida en una familia de clase alta,
hija de Benvenuta Mammolini de Bolonia y Giovanni de’ Vigri, un prestigioso
notario de Ferrara que trabajó para Niccolò III d'Este, marqués de Ferrara (1383-1441).
Catalina creció en la corte de Niccolò III como dama de compañía de su esposa
Parisina Malatesta (1404-1425) y se convirtió en amiga de toda la vida de su
hija natural Margherita d'Este († 1478). Durante este período recibió una buena
educación en lectura, escritura, música, tocaba la viola y tuvo acceso a los
manuscritos iluminados en la biblioteca de la Corte d'Este.
En 1426, se
escribió una de las páginas más oscuras de la historia de estense: Niccolò III,
descubrió la infidelidad de su joven esposa Parisina, quien había tomado como
amante nada menos que a Ugo, uno de los hijos ilegítimos de su marido, fue
condenado a muerte junto con él. Después de la decapitación de Parisina d'Este
y Ugo, Catalina abandonó la corte y se unió a una comunidad secular de beguinas
que llevaron una vida semi religiosa y siguieron la regla agustiniana. Las
mujeres eran indecisas a adherirse a la regla franciscana, lo que finalmente
ocurrió.
En 1431 la casa de
las beguinas se transformó en el convento de las Clarisas Observantes del
Corpus Domini, que pasó de 12 mujeres en 1431 a 144 hacia 1450. Catalina, que
había sido muy amiga de Margherita d'Este, y recibió como regalo de ésta el
edificio que luego se convirtió en monasterio, vivió en el Corpus Domini de Ferrara
de 1431 a 1456, ejerciendo como maestra de novicias. Fue un modelo de piedad y
relató haber experimentado milagros y diferentes visiones de Cristo, la Virgen
María, Santo Tomás Becket y San José, así como de eventos futuros, como la
caída de Constantinopla en 1453. Escribió numerosos tratados religiosos,
alabanzas, sermones y copió e ilustró su breviario (ver foto).
En 1455, los
franciscanos y los gobernantes de Bolonia le pidieron que se convirtiera en
abadesa de un nuevo convento, que se establecería con el nombre de Corpus
Domini en su ciudad. Dejó Ferrara en julio de 1456 con 12 monjas para comenzar
la nueva comunidad y permaneció allí como abadesa hasta su muerte el 9 de marzo
de 1463.
Y con su muerte,
Catalina se convirtió en un caso único en la historia de la Iglesia. También
tenemos un testimonio, hecho por uno de los presentes, sor Illuminata Bembo,
una beata, que había asistido a la sepultura inicial:
“Cuando la fosa
estuvo lista y cuando bajaron el cuerpo, que no estaba encerrado en un ataúd,
desprendió un olor de dulzura indescriptible, llenando el aire alrededor. Las
dos hermanas, que habían descendido al sepulcro, conmovidas con compasión por
su bello y radiante rostro, lo cubrieron con un paño y colocaron una tosca
tabla a unos centímetros por encima de su cuerpo, para que los terrones de
tierra no lo tocaran. Sin embargo, lo miraron con tanta incomodidad que cuando
la fosa se llenó de tierra, la cara y el cuerpo todavía estaban en contacto con
el terreno. Las hermanas venían a menudo a visitar la tumba y siempre notaban
el dulce olor que la rodeaba. Como no había flores ni hierbas aromáticas junto
a la fosa, sino solo tierra árida, se convencieron de que el perfume venía de
la tumba”.
Vivida en ese
maravilloso siglo del humanismo renacentista, Catalina es una mujer de su
tiempo: es monja, escritora, maestra, mística, artista y Santa, cualidades que
la hacen entrar por derecho en ese concepto del hombre (en este caso mujer)
universal tan querido por el Renacimiento. Es la Santa patrona de los artistas,
junto con Beato Angelico. Fue venerada durante dos siglos y medio antes de ser
canonizada oficialmente en 1712 por el Papa Clemente XI (1649-1721).
El Corpus Domini
de Bolonia es uno de los santuarios más apreciados por la devoción popular,
también conocido como “Chiesa della Santa” (Iglesia de la Santa) precisamente
porque aquí se conserva el cuerpo de Catalina de' Vigri. Intacto, colocado en
una capilla de cristal, donde se puede ver. Su cuerpo sigue segregando un
aceite perfumado, por lo que la ropa se cambia periódicamente. Muchos fieles
han recibido diversas gracias y curaciones, rezando ante el cuerpo de Santa
Catalina.
Habiendo vivido
toda su vida en Emilia, entre Ferrara y Bolonia, Catalina amaba la cocina de su
tierra. Había conocido las glorias de la corte estense, pero también la austera
vida monástica. Las Clarisas, que vivían en semi clausura, además de rezar,
también vendían pastas, dulces, bizcochos, miel y caramelos que producían en el
monasterio. Para las fiestas eran famosas por su fresca pasta rellena.
El erudito
Ludovico Marescotti (1414-1474), miembro de una noble familia boloñesa,
escribió en sus memorias: “El período de Pascua fue mi favorito. Familiares de
otras ciudades vinieron y se sentaron durante horas alrededor de la gran mesa
puesta, en la que sobresalían platos cargados de tortelli, lasaña, pescado al
horno, cordero asado, brazadelle [rosquillas], frutas confitadas y nueces. Pero
sobre todo los Cofres de Venus, que el cocinero encargaba meses antes a las
Clarisas del Corpus Domini y que yo esperaba con impaciencia. Cada comensal
tenía derecho a uno, pero si pedías un segundo te lo daban. Y yo lo pedía”.
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