Quienes molestan
son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la
Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos paradigmas»
propuestos y sostenidos oficialmente.
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica – 22/06/21
Si no recuerdo mal
fue a mi querido maestro el Padre Julio Meinvielle a quién escuche por primera
vez la expresión que encabeza como título esta nota. Se refería a la situación
en que la Iglesia, mundanizada, se atiene ante todo a lo que es cultural o
políticamente «correcto», con la intención de no disgustar al mundo. En el
diccionario de la Real Academia Española encontramos esta acepción del término
propaganda, en referencia a la antigua Congregación romana De propaganda Fide
(que actualmente se llama «Para la Evangelización de los Pueblos»); por
extensión se dice de una «asociación que tiene por fin propagar doctrinas,
opiniones, etc., y de dar a conocer algo para atraer adeptos». Cabe entonces el
sentido y se lo damos en este trabajo.
El Concilio
Vaticano II (1962-1965) ha promovido decididamente la renovación de la Iglesia.
Como repetidas veces lo señaló Benedicto XVI, los documentos aprobados en esa
importantísima Asamblea eclesial, deben ser leídos a la luz de la gran
Tradición católica. La consigna ha sido la adaptación de las realidades de la
Iglesia a la situación del mundo entonces contemporáneo, lo que más temprano o
más tarde se ha hecho en otros momentos de la historia. Este es un aspecto de
la cuestión, el histórico, de lo más interesante, pero no me es posible
detenerme ahora en su consideración. Lo que pudo llamar la atención en el
Concilio de los papas Juan XXIII y Pablo VI es la insistencia en ese propósito;
que en algún caso llegó a los límites de la obsesión. Como ejemplo, me limito
al Decreto Perfectae caritatis, sobre la vida religiosa, si no he contado mal
ese designio se reitera 21 veces. Anoto: «según lo aconsejan nuestros tiempos»,
«en las circunstancias del tiempo actual», «adecuada renovación», «para la
adecuada renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir ha de
revisarse» (se refieren a los monasterios puramente contemplativos),
«adaptación a las cambiadas condiciones de los tiempos», «a la luz de las
circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las
circunstancias de nuestro tiempo», «suprimiendo las ordenaciones que resulten
anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «la adaptación de la
vida religiosa a las exigencias de nuestro tiempo», «acomódense a las
necesidades de tiempos y lugares» (las obras propias de los institutos
religiosos), «adáptense a las condiciones actuales», «estas normas de adecuada
renovación», «renuévense las antiguas tradiciones y adáptense a las actuales
necesidades», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomodado a las
circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito), «acomódese a las
circunstancias de tiempos y lugares» (la clausura de las monjas).
El Decreto
contiene, obviamente, muchos elementos propios de la Gran Tradición de la
Iglesia acerca de las diversas formas de vida religiosa -no podría ser de otra
manera- pero llama la atención esa apelación tan repetida al aggiornamento,
como se lo llamaba entonces, «la puesta al día». Además, en ningún momento, se
menciona cuáles eran esas «necesidades de los tiempos». Lo cierto es que aún
admitiendo que era necesaria y oportuna una renovación, en el posconcilio la
identidad de la vida religiosa, la identidad -digo- no solamente ciertas
circunstancias, ha sido gravemente dañada. Se desencadenó una crisis inédita de
la cual nadie se ha hecho responsable, congregaciones beneméritas han quedado
al borde de la extinción, y las vocaciones a la vida contemplativa claustral
disminuyeron ostensiblemente. Esto ha llevado al cierre de no pocos monasterios
de monjas, o su caída en un estado de anemia; lo mismo se puede lamentar de los
monasterios masculinos. El Espíritu Santo que provee a la vida del Iglesia, ha
suscitado reacciones y reemplazos. Pero en estos últimos años otras
intervenciones desafortunadas han vuelto a suscitar el peligro. Me refiero a la
Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere y la Instrucción aplicativa Cor
orans. De estos dos documentos me he ocupado recientemente. Aquella crisis
sucedió para beneplácito del mundo, que se regocija -aún de manera silente-
cuando la Iglesia decae.
Pareciera que los
pastores no advierten, en su afán de ayudar al mundo, esa inclinación a lo
cultural y políticamente «correcto». Lo que la propaganda difunde constituye un
peligro de identificación con él; es el peor servicio que le podrían brindar.
Se insiste en elogiar medidas absurdas, y en copiar las orientaciones seculares
que se universalizan prescindiendo de Dios. Se omite la función profética de
denunciar y reprobar lo que lleva a la perdición de muchas almas. Los fieles
bien formados y fervorosos no pueden menos que escandalizarse de tal defección.
Lo que he
advertido acerca de la vida religiosa, se ha convertido en una manía del cambio
en todos los órdenes, lo que ha llevado a la devastación de la liturgia y a la
incertidumbre acerca de la verdad doctrinal. Todo se mueve, debe moverse, la
estabilidad del idéntico es arrollado por el ímpetu del río, que según se dice
constituye hoy en día la realidad de la Iglesia.
Otra cuestión que
yo adscribo a la Iglesia de la Propaganda es la «jubilación» de los obispos a
los 75 años; tema que en mi opinión puede relacionarse con la moderna adoración
de la juventud, que en la Iglesia se asume con ánimo oportunista. Vale este juicio
aun cuando no puede considerarse joven a quien ha entrado ya en la octava
década de su vida. Digamos de paso que se incurre en una curiosa contradicción
cuando se eligen papas, o sea, Obispos de Roma y de la Iglesia universal de 76
ó 77 años. El Concilio planteaba correctamente la cuestión en el Decreto
Christus Dominus, 21: «Si por el peso de la edad o por otra causa grave, se
hicieren los obispos diocesanos menos aptos (no incapaces, inútiles) para
desempeñar su oficio, con encarecimiento se les ruega (enixe rogantur) que
espontáneamente o invitados (entonces, no obligados) por la autoridad
competente, presenten la renuncia a su cargo». Pero Pablo VI estableció, en
1969, la obligatoriedad de renunciar a los 75 años. La conclusión de ese número
21 de Christus Dominus me parece de máxima importancia: «de aceptarla, la
autoridad competente (¿Cuál es esta, la Santa Sede o la diócesis que el obispo
abandona, es decir, su sucesor?) proveerá a la congrua sustentación de los
renunciantes y a que se le reconozcan peculiares derechos».
Conozco varios
casos de obispos eméritos que fueron abandonados a su suerte. Venciendo un
cierto pudor me permito referirme aquí a mi propio caso. Dos días hábiles
después de cumplir 75 años, el Encargado de Negocios de la Nunciatura
Apostólica (el Nuncio había sido trasladado recientemente) me comunicó que
había sido «misericordiado»: mi renuncia había sido aceptada. Mi sucesor debía
asumir inmediatamente y yo debía dejar el palacio arzobispal. Mi sucesor no
estuvo de acuerdo con que yo residiera en el lugar que había elegido, el
Seminario Mayor; al cual durante veinte años había concurrido todos los
sábados. Además mis vacaciones,
durante ese tiempo, eran con los seminaristas; durante su período de descanso,
en Tandil. Era lógico: quien me sucedió traía el designio de cambiar
radicalmente la orientación del seminario; yo no podía estar allí. Tuve que
retirarme entonces a una Casa Sacerdotal, que yo había erigido en una parroquia
de la periferia, donde el antiguo Seminario Menor había sido reemplazado por un
colegio. Durante los dos años y ocho meses que siguieron no recibí ninguna
información ni invitación de la arquidiócesis. Fue un tiempo de «inexistencia
eclesial», de «exilium in patria», hasta que decidí mudarme a Buenos Aires, donde
resido actualmente.
Los avatares que
he recordado son cosa secundaria. En mi opinión, la obligación de renunciar a
los 75 años es contraria a toda la historia de la Iglesia, es algo insólito en
ella, contradice asimismo a una elemental teología del Episcopado. Basta
recordar que, según San Ignacio de Antioquía, el Obispo representa en su
Iglesia a Dios Padre, nada menos. El obispo contrae con su diócesis un vínculo
misterioso, sobrenatural, el cual implica que debe vivir en ella; y vivir en
ella siendo su pastor; se trata de una realidad teológica, no meramente
canónica. Este mismo criterio invita a repensar el hecho -tan común
actualmente- que un obispo pase por dos, tres y hasta cuatro diócesis
sucesivas. Además, se trata de un arbitrio desactualizado, ya que un hombre de
75 años suele estar hoy en día en condiciones de salud, y en capacidad personal
para la actividad mucho mejor que medio siglo atrás. Pero la «jubilación» de
los obispos brinda la oportunidad de designar otros con la orientación que en el
momento se prefiere, y queda bien para el mundo; es otro rasgo de la Iglesia de
la Propaganda. A propósito de este asunto, me parece oportuno mencionar lo que
ocurre en la Argentina. Son designados numerosos Obispos Auxiliares, que en
poco tiempo se convierten en coadjutores, diocesanos o arzobispos. Llama
también la atención cuántos de estos nombramientos proceden de las misma
diócesis del Gran Buenos Aires.
En estos días
nuestros, muchos temen la división de la Iglesia. Desde una perspectiva
relativista se apunta como responsables a los grupos de conservadores y
progresistas, como si fueran igualmente ideologizados; ambos deberían
sumergirse en el gran río que es la Iglesia, donde caben todos (no nos
engañemos: en realidad, para el relativismo unos más que otros), o considerarse
cada uno cara de gran poliedro, que es la figura eclesial. En esa visión
quienes molestan son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas,
sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos
paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente. Conservadores y progresistas
(quizás estos nombres no sean los adecuados), si no endurecen e ideologizan su
posición, podrían ser matices respetuosos de la ortodoxia doctrinal, y
compartir pacíficamente la tarea pastoral.
La división de la
Iglesia ya está en curso de realización con las posturas de la Iglesia de
Alemania y sus Sínodos que «huelen» a cisma y a herejía; y cuyos errores son
proclamados públicamente. Exagerando un poco, pero no demasiado, diré que
Martín Lutero, allí donde se encuentre, estará disgutado y pensará «¿por qué a
mí me tuvo que tocar un León X?». Recordemos que fue ese pontífice quien, en
1520, condenó las tesis luteranas en la Bula Exsurge Domine, que el heresiarca
quemó públicamente. Al año siguiente el Papa Medicis ratificó la reprobación
mediante la Bula Decet Romanum Pontificem. Ahora Lutero es «comprendido». Son
muchos los fieles católicos que esperan una orientación de la Santa Sede, para
saber a qué atenerse acerca de lo que se trama en tierra germánica. Es preciso
orar mucho, pidiendo al Esposo de la Iglesia que la libre del cisma y de la
herejía; invocando la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y de San José,
su Patrono, en este año que le está dedicado. El relativismo se inquieta por
escaramuzas menores, e ignora la gran batalla que el demonio libra contra la
Catholica, difundiendo en ella la indiferencia ante la Verdad y una
preocupación horizontalista por los problemas del mundo; que necesita de ella,
ante todo, sin disimulos y tapujos, la predicación del Nombre Salvador de
Jesucristo.
En este mismo
contexto se ubica el hallazgo o redescubrimiento de la antiquísima institución
de los sínodos. Se habla entonces de sinodalidad como modelo de organización y
gobierno eclesial: hacer juntos (syn) el camino (hodós). Es así como se ha
promovido la realización de sínodos en las diócesis. Más aún, algunos proponen
un sínodo general de toda la Iglesia, un parlamentarismo general, que dejaría
desubicadas o «aplanadas» a las autoridades de cada unidad eclesial. ¿A dónde
llevaría el camino de una «Iglesia en salida»? ¿Qué es lo que juntos (syn)
deberíamos dejar? La consecuencia sería el desorden, la confusión, el abandono
de la tradición eclesial en pos de los «nuevos paradigmas». Estas fantasías
(mitos los llamaba el Apóstol) intentan cubrir el fracaso de la pastoral
concreta en todos los niveles; y los problemas gravísimos en el clero de muchos
países. La respuesta verdadera a la situación de un mundo alejado de Dios está
en el trabajo pastoral intenso y correctamente orientado; y en el cultivo de la
vida de oración, que nos sitúe en manos del Señor. La solución no es reformista
de las dimensiones organizativa y económica. Pobreza a la fuerza: los prelados
no podrán recibir obsequios que cuesten más de 40 euros. Confieso que durante
mi episcopado recibí varios muy importantes, que me pemitieron edificar varias
capillas en las zonas periféricas; actualmente son parroquias. No he guardado
ni un centavo para mí; puedo decir con sencillez que soy pobre, y que me basta
con la asignación mensual que todos los obispos tienen en el país. No tengo
casa propia, ni auto, ni bienes, vivo en un Hogar para sacerdotes de la
arquidiócesis de Buenos Aires. Es más que suficiente.
La unidad de la Iglesia
ha sido puesta a prueba duramente por la difusión del comunismo. No sólo ha
sido perseguida directamente, si no que ahí donde se imponía procuraba la
creación de una Iglesia Nacional, separada de Roma, que es el centro de la
unidad. El caso emblemático de este propósito es China. Los obispos fieles
resistieron martirialmente a la constitución de la «Iglesia Patriótica», para
la que se consagraron obispos sin el nombramiento de la Santa Sede. En las
últimas décadas China se ha convertido en un verdadero gigante económico, y
esta condición, tan apreciada por el mundo, oculta el drama de la negación de
una plena libertad religiosa.
La iglesia de la
propaganda ha adherido con entusiasmo a esa importancia que China ha adquirido
en el mundo, y dando la espalda a los obispos que mantuvieron la fidelidad a la
unidad católica, los ha desplazado para legitimar a los patrióticos. Es un
movimiento típico de acomodo político y cultural. La Iglesia se debe todavía
plantear seriamente la misión para la conversión de China; y tendría que
aprovechar para ello los cambios registrados en el orden económico y social, a
partir de la fe vigorosa de los católicos chinos. Y procurar el crecimiento de
las comunidades eclesiales, y su expansión en el vasto territorio. El éxito de
la combinación del capitalismo con el totalitarismo estatal no puede ocultar el
menoscabo, y la falta de libertad. Cabe señalar aquí las declaraciones de un
arzobispo, Académico de las Ciencias Sociales de la Santa Sede, de cuya amistad
guardo lejanos y bellos recuerdos, que ha dicho que el régimen chino es un
modelo de aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia. Si tales dichos
expresaron su convicción personal, o si se los han inspirado oficialmente,
constituye un ejemplo precioso de lo que es capaz la Iglesia de la Propaganda.
En los últimos años han abundado tales modelos, para tristeza de muchísimos
católicos e indignación de no pocos.
Sin embargo de lo
expresado, hay un tema en el cual China es un modelo a comprender e imitar.
Después de imponer durante muchos años la política del hijo único, se
advirtieron las consecuencias: disminución de la población y envejecimiento de
la misma, por eso se intentó sin mucho éxito promover que en la familia
tuvieran dos. Ahora se reconoce la importancia de una población numerosa para
sostener el crecimiento del país, y su intención de destacarse como gran
potencia mundial. Noticias recientes dan cuenta de que ahora en China se
permitirá tener un tercer hijo para lograr una mejor «estructura poblacional»,
superando los actuales 1400 millones de habitantes. No se trata solamente de
una permisión o consejo, sino de un estímulo eficaz. Los especialistas
hacen hincapié en propuestas políticas concretas, cómo «reducir el gasto de las
familias en educación», «mejorar las bajas por natalidad», «mejorar los
servicios en atención prenatal y posnatal», «desarrollar un sistema universal
de servicios de cuidado infantil». Se trata entonces de «abordar algunos de los
obstáculos que impiden a las familias tener más hijos». La alarma saltó
porque la cifra de nacimientos descendió por cuarto año consecutivo, y se tomó
cuenta que la tasa de fertilidad, quedó en 1,3 hijos por mujer, cuando las
Naciones Unidas estima que ha de ser 2,1 para mantener una población estable.
La Argentina es un
territorio muy extenso, apenas semipoblado. La consigna de Juan Bautista
Alberti «gobernar es poblar» debería ser asumida según una interpretación
original, y de acuerdo con las circunstancias actuales. Desdichadamente, en la
historia Argentina del siglo XX se han registrado desprecios y atentados contra
el don de la vida, que han marcado a la sociedad. Nos amenaza, como a las
viejas naciones de Europa, la triste perspectiva del invierno demográfico. La
Iglesia de la propaganda boicoteó siempre, con designios burgueses, la
aplicación concreta de la Encíclica Humanae vitae, documento profético de Pablo
VI. Aun la pastoral popular que tiene como objeto a los pobres, no ha
sabido instrumentar correctamente el tema de la natalidad; y exigir a los
gobiernos que renuncien a sus planes clientelistas, y pongan el dinero allí
donde corresponde para promover y asegurar la grandeza del país. No se puede
negar que la corrupción de la Teología Moral en los años posconciliares apuntó
siempre contra la Humanae vitae; y varias generaciones sacerdotales se
deformaron, y difundieron esos errores entre los fieles. La reacción de San
Juan Pablo II Y Benedicto XVI atenuó un tanto ese proceso; pero es tarea de los
obispos y formadores de Seminario aplicar la Doctrina del Iglesia con serenidad
y sin fisuras.
El Vaticano posee
un servicio diplomático de alta calidad técnica, y extendido a muchas naciones
del mundo. Se supone que sin alterar su identidad propia debe servir a la obra
evangelizadora de Iglesia. Sus características lo exponen a mundanizarse y
olvidar esa referencia. Lo ideal sería que quienes se preparan para ofrecer ese
servicio se santifiquen, y lo ejerzan con una conciencia verdaderamente
eclesial. Lamentablemente, por acción u omisión, pueden servir a los designios
de la Iglesia de la Propaganda: «todo bien, no hay problema». Me parece que
esto es lo que ha ocurrido en ocasión de la visita del presidente argentino a
la Santa Sede. El doctor Alberto Fernández es el principal responsable de la
reciente legalización del aborto. Los medios de comunicación han señalado que
el sumo Pontífice le otorgó una entrevista de sólo 25 minutos, y le puso mala
cara ya que las fotos no registran sonrisa alguna. Pero, a continuación, el
Presidente se reunió con el Secretario de Estado, Cardenal Parolín y Monseñor
Gallagher, encargado de las relaciones diplomáticas. La Oficina de Prensa (Sala
Stampa) publicó una nota sobre esta segunda reunión, que es un elogio desmedido
de las relaciones entre la Argentina y la Santa Sede, como si estas pasarán por
su mejor momento. Una mano de cal y otra de arena.
De la tragedia que
el Doctor Fernández ha desencadenado en el país, ni media palabra. Esta actitud de la Santa Sede confirma las reticencias
del Episcopado Argentino en la lucha a favor del niño por nacer. Ya no vivimos
en los tiempos de San Juan Pablo II. La Conferencia Episcopal ve con malos ojos
a las asociaciones y movimientos provida. El 28 de Diciembre pasado, cuando el
Senado de la Nación se reunía para tratar el proyecto de ley abortista, que
tenía ya media sanción de la Cámara de Diputados, se agolpó una multitud ante
el Palacio del Congreso, en vigilia expectante y para reafirmar la oposición al
proyecto que finalmente sería aprobado. Asistí yo, que no soy, en cuanto
emérito, miembro de la Conferencia Episcopal Argentina. Fui recibido con
alborozo, que expresaba la gratitud de los presentes por mi continuo trabajo
sobre el tema. En esa ocasión pude departir con una delegación de pastores
evangélicos, que se han destacado en la defensa de la vida inocente. Les
agradecí su trabajo y los felicité por las declaraciones de la Asociación
Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA), que han
sido más claras y contundentes que las oficiales católicas.
No sé si habida
cuenta de la degradación política del país hubiera sido posible evitar la
sanción de esa ley inicua, pero ese claro testimonio de resistencia era lo que
muchísimos fieles, y aun no católicos esperaban; y que lamentan la lastimosa
ausencia que se ha dado. La Iglesia de la Propaganda puede estar satisfecha.
Por ahora, concluyo aquí: los lectores, según su conocimiento e interés, pueden
completar el panorama que aquí les ofrezco.
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