Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, 05/08/20
Numerosos autores han
hablado, ya desde hace años, de la crisis de la Iglesia. ¿Qué es realmente lo
que se desea expresar empleando esos términos? ¿Puede pensarse en una situación
que se prolonga por décadas, por ejemplo, desde la conclusión del Concilio
Vaticano II? ¿O se trata de una sucesión de crisis, separadas quizá por algunos
períodos de alivio y relativa bonanza?
Comencemos por un
esclarecimiento de los posibles significados a reconocer del meneado
sustantivo. En griego, krísis designa la acción o la facultad de elegir, de
decidir. Hipócrates empleaba esa palabra para referirse a la fase decisiva en
el proceso de una enfermedad. También vale por «explicación», «interpretación».
En castellano, crisis se define como una mutación importante en el desarrollo
de un proceso, sea de orden físico, histórico o espiritual. Se habla así cuando
en la situación de un asunto puede dudarse acerca de la continuación, la
modificación o el cese de la misma. Por extensión, se refiere al momento
decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes, a una situación
dificultosa o complicada. La acepción seis del Diccionario de la Real Academia
Española, es: escasez, carestía. Esta digresión lingüística no es una vanidad;
permite fijar bien de qué estamos hablando.
Normalmente, una crisis se
resuelve en una superación que equivale a un apogeo, una culminación feliz, o
por lo contrario, en una decadencia. Es bastante común seguir hablando de
crisis cuando en realidad se ha caído en una declinación, cuando en un período
o ámbito determinado se ha instalado ya un principio duradero de debilidad o de
ruina. Ruina es la caída, destrucción o perdición de algo. En buen español se
dice batir en ruina cuando se trata de percutir la muralla de una fortaleza
hasta derribar un trozo de ella para que por allí entren las tropas enemigas
para rendirla.
Si aplicamos esta expresión
al estado de la Iglesia, nos acercamos a la interpretación que muchos de los
Santos Padres hicieron de algunas lamentaciones colectivas del Salterio, una
lectura de actualización cristiana de vivencias dolorosas del antiguo Israel.
En el Antiguo Testamento la viña es frecuentemente imagen del pueblo de Dios, a
tenor de lo expresado en el poema que el profeta Isaías incluye en el capítulo
5 de su libro: La viña del Señor de los ejércitos es la Casa de Israel, y los
hombres de Judá son su plantación predilecta (Is 5, 7). El drama registrado en
ese texto consiste en que el dueño esperaba le diera uvas, pero dio frutos
agrios (ib. 4). La reacción fue una amenaza cumplida: Quitaré su valla y será
destruida, derribaré su cerco y será pisoteada; la convertiré en una ruina (ib.
8). Así leemos en el Salo 80 (79), 13 s.: ¿Por qué has derribado sus cercos
para que puedan saquearla todos los que pasan? Los jabalíes del bosque la
devastan y se la comen los animales del campo. El salmista se refiere
seguramente a la invasión asiria, o a la de Nabucodonosor de Babilonia.
Una situación análoga se
describe en el Salmo 89 (88), 41 s.: Abriste brechas en todas sus murallas,
redujiste a escombros todas sus fortalezas, los que pasan por el camino lo
despojan, y es la burla de todos sus vecinos. El singular masculino se refiere
al Ungido, representación del pueblo elegido. En este caso los enemigos son los
pueblos vecinos de Israel: sirios, moabitas, amonitas, idumeos. Es necesario
recordar, para una valoración plena de la imagen, que las viñas, en Palestina,
estaban rodeadas de una pared de piedras o un cerco de cactus como protección.
En cada una de ellas había una torre, desde la cual vigilaba el propietario,
siempre dispuesto a intervenir. De allí la súplica angustiada: Vuélvete, Señor
de los ejércitos, observa desde el cielo y mira; ven a visitar tu vid, la cepa
que plantó tu mano, el retoño que tú hiciste vigoroso (Sal 80 (79), 15 s.).
También: ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Te ocultarás para siempre? (Sal 89 (88), 47).
Como ya lo he sugerido, según los Santos Padres, la viña es la Iglesia, el
nuevo Israel. Esta interpretación se hizo común; el mismo Lutero apreciaba en
los salmos citados una profecía de la Iglesia.
Entremos ahora decididamente
en el tema. Concluido el Concilio Vaticano II, teólogos destacados como Henri
de Lubac, Louis Bouyer y Hans Urs von Balthasar, que no eran por cierto
«conservadores», en el sentido negativo de la palabra, sino que se contaron
como impulsores de la renovación, se pronunciaron abiertamente, y con
severidad, para criticar la crisis –así se la llamó ya entonces- que se había
desencadenado, poniendo en riesgo la identidad de la fe. El año 1968 fue
tremendo. Pablo VI, para hacer frente a la situación lo decretó Año de la Fe,
publicó el Credo del Pueblo de Dios, y la encíclica Humanae vitae tradendae;
rechazada por varias Conferencias Episcopales, y sobre la cual se ha impuesto
un ominoso silencio que ha llevado al olvido oficial de su cincuentenario.
Joseph Ratzinger, el futuro
Benedicto XVI, en una conferencia pronunciada en Munich, en 1970, decía: «Lo
que era impensable hasta ahora, se ha hecho normal: hombres que desde hace
tiempo han abandonado el Credo de la Iglesia se consideran en buena conciencia
como cristianos verdaderamente progresistas. No hay para ellos más que un solo
criterio que cuenta y que les permite juzgar a la Iglesia: el criterio de la
funcionalidad que guía su acción». Pareciera que se está refiriendo a nuestros
años, los veinte del tercer milenio, pero nadie interviene, como si no pasara
nada.
El desmedro, la decadencia,
no son uniformes, y en algunas regiones alejadas del centro eclesial se podrán
reconocer crecimiento y un cierto apogeo, pero la débacle es estridente en casi
todas partes, sobre todo en los países de vieja cristiandad, en los que se
impone el imperio destructor del progresismo. La lista que consigno ahora es,
seguramente, incompleta: descuido de la rectitud de la doctrina católica (estos
términos han desaparecido del lenguaje oficial; por algo será), y de su
difusión entusiasta, según corresponde a la misión de la Iglesia, en favor del
activismo social. Pérdida de la identidad católica a causa de una comprensión
relativista del diálogo ecuménico, interreligioso y cultural, con lo cual se
frustra su noble finalidad.
Devastación de la liturgia,
en la que –olvidando las prescripciones del Concilio- cualquier celebrante,
obispos incluidos, puede hacer lo que se le ocurre inventar, con pérdida del
sentido del misterio y de la adoración. Supremacía del «pastoralismo» parlero
sobre las dimensiones interiores y místicas de la vida eclesial, y del empeño
en la santificación de los fieles. La vergüenza del abuso de menores por
eclesiásticos, un aspecto singular del descuido o desprecio concreto de la
virtud de castidad y de su valor para casados y célibes. Desequilibrio en la
presentación del papel de la mujer, ignorando el magisterio y la acción de Juan
Pablo II; y dejando el campo libre para la invasión de la ideología de género.
Devaneos acerca de una posible promoción femenina a ministerios ordenados, otro
síntoma de protestantización. Burocratización e ideologización de muchas
Conferencias Episcopales, con daño de la auténtica misión del obispo en su
Iglesia particular, perfectamente definida ya por San Ignacio de Antioquía en
sus Cartas de los primeros años del siglo II. Congregaciones religiosas
beneméritas que se encuentran al borde de la extinción.
Recientemente se han
difundido datos sobre el cierre de conventos dominicos en España; lo más
tétrico es que los frailes se manifiestan contentos y se felicitan de ello.
Otras veces me he referido a esa especie de «buenismo» que se extiende;
recuerdo ahora un juicio picante de ese genio extraordinario que fue el poeta
Paul Claudel: «El Evangelio es sal, y ustedes lo han convertido en azúcar».
El Cardenal Robert Sarah, en
su magnífico libro «La noche se acerca y cae el día», conserva el nombre de
crisis al describir la decadencia de la Iglesia; allí escribió que la crisis
que vive la Iglesia en nuestros días «es como un cáncer que corroe el cuerpo
desde el interior», y que «ha entrado en una nueva etapa: la crisis del
magisterio». Designa en estos términos a la «cacofonía en las enseñanzas de los
pastores, obispos y sacerdotes»; de ello resulta –afirma- «una situación de
confusión, de ambigüedad y de apostasía». Estas palabras sinceras y valientes
proceden de un testigo ubicado en un mirador privilegiado, una torre desde la
que se divisa la viña: la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos, organismo de la Curia Romana. «Cacofonía» es sonido
desagradable, disonancia, inarmonía, lo contrario de lo que debe ser la palabra
de la predicación.
El Cardenal observa que «el
activismo atrofia el alma del sacerdote, y le impide dejar lugar a Cristo en
él»; la fe, entonces, no puede animar su ministerio y desgraciadamente la mundanización
le atrae el agrado del mundo y lo hace popular. En la obra mencionada, el
ilustre autor incluye una cita del poeta y polemista Charles Péguy (1873 –
1914); es extensa, pero por su contundencia me permito reproducirla aquí.
Procede de su libro Ética sin compromiso, y dice: «Que los párrocos no creen en
nada, no creen más en nada, es la fórmula corriente hoy en día, la fórmula
generalmente adoptada, y por desgracia no es injusta más que por algunos. Ellos
dicen: ‘es la adversidad de los tiempos’… No existe la adversidad de los
tiempos; existe la de los clérigos.
Todos los tiempos pertenecen
a Dios. Todos los clérigos desgraciadamente no le pertenecen. Uno se espanta de
las enormes responsabilidades que tendrán que cargar, comprometidos en las
responsabilidades extremas. Eso es lo que ellos no quieren ver… No es un
secreto para nadie, y no se puede ocultar en la enseñanza, salvo quizá en la
enseñanza de los seminarios, que toda esta descristianización, que toda la
descristianización ha venido del clero. Todo el debilitamiento del tronco, la
sequía de la ciudad espiritual, no viene de ninguna manera de los laicos. Viene
únicamente de los clérigos». Y concluía Péguy: «Ellos quieren hacer progresos
al cristianismo. Que no se confíen, que no se confíen. Quieren hacer progresar
al cristianismo, progresos que podrían costarles, que les costarían caro. El
cristianismo no es de ninguna manera una religión de progreso: ni (ni quizá
menos todavía, si posible) del progreso. Es la religión de la salvación».
Elocuente descripción del progresismo eclesiástico de los primeros años del
siglo XX; y del siglo XXI, también. Otro problema gravísimo es la escasez de
sacerdotes; no solo en la Amazonia.
Cornelio Fabro (1911 – 1995)
fue el restaurador de la metafísica tomista, autor de una vastísima obra en la
que reluce su erudición, su conocimiento de la filosofía moderna y su condición
de hombre espiritual. En 1974 publicó L’ aventura della teología progressista,
donde habla de la crisis de los pastores de almas; allí recoge los eslóganes
que circulaban en aquellos años aciagos: «El sacerdocio debe ser
desmitologizado, el patriarcalismo demolido, la Iglesia democratizada… Hay
sacerdotes cuya jornada, el curso que ella sigue, está determinado por los
programas de televisión; sacerdotes que descuidan regularmente sus propios
deberes de piedad sacerdotal... Con la pérdida y el debilitamiento de la fe
surge para la cura de almas un peligro mortal». Avala esta descripción con
ejemplos concretos recogidos en los cursos de ejercicios espirituales para
sacerdotes que él mismo dictaba.
Esta cuestión particular se
inscribe en el juicio más amplio que Fabro formulaba sobre el giro
antropológico en la teología contemporánea, que consideraba una disolución de
la teología en la antropología y su completa secularización, de raíces
inmanentistas. El texto analiza ampliamente las consecuencias del desprecio de
la metafísica, por ejemplo, la pretensión de fundar una «nueva moral»; negación
de la ley natural como principio de normatividad universal y absoluta, en
cuanto participación de la ley eterna en la criatura racional, enseñanza de
raíces bíblicas y patrísticas que Tomás de Aquino expuso admirablemente. El
magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI ha refutado repetidas veces la
perduración de aquellos errores.
El libro del Cardenal Sarah
«La noche se acerca y cae el día» muestra que la crisis de los lejanos años 70
se ha prolongado hasta hoy; y se ha convertido en una especie de «vulgata»
eclesial, una cultura anticatólica de perversa vigencia. En estas condiciones
el dinamismo salvador de la fe cristiana reduce su influjo de tal modo que el
hombre, y sociedades enteras, quedan atrapados en la ignorancia, la confusión y
el pecado, abandonados al poder del Enemigo. ¡Mysterium iniquitatis!
¿Qué podemos hacer? Lejos
estoy, obviamente, de regodearme en la descripción de los males que recojo en
esta nota; ¡todo lo contrario!, lo hago con inmenso dolor. Los datos de la
crisis – decadencia son inocultables; aunque muchos, muchísimos prefieren no
verlos, ils crèvent les yeux, como diría un francés. Es un penoso ejercicio
registrarlos, pero alguien lo tiene que hacer. Como se puede apreciar por las
citas y referencias que ofrezco, soy un mínimo agente, un simple eco de gente
con verdadera autoridad y sabiduría.
¿Qué podemos hacer? Amar a
la Iglesia, nuestra Madre; rezar por ella con humildad, paciencia y esperanza.
Y decirle al Señor, a quien cuesta reconocer porque hace ademán de pasar de
largo, como los discípulos de Emaús: «Quédate con nosotros (meîmon meth’
hemon), porque ya es tarde y el día se acaba» (Lc 24, 29). Hace ademán
(prosepoiēsato, ib. 28); ese verbo prospoiéo significa «hacer como que…»,
«simular», «fingir». Pero la fe nos asegura que Él no se va, y que como en un
estallido fugaz podemos reconocerlo, lo reconocemos, en las Escrituras y en la
fracción del pan.
+ Héctor Aguer, arzobispo
emérito de La Plata
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