miércoles, 18 de mayo de 2022

MANÍAS PROGRESISTAS


 

Monseñor Héctor Aguer 


Infocatólica, 17/05/22

 

¿Qué es el progresismo? Me refiero al eclesiástico, que a semejanza del secular, mira hacia el futuro como si el mundo y la Iglesia estuvieran en marcha, evolucionando siempre hacia lo mejor. Podríamos considerar al evolucionismo como una especie de epónimo del progresismo religioso. Éste constituye un sistema de ideas y actitudes «de avanzada», que se despega orgullosamente de toda adhesión a la Tradición. El así llamado modernismo de principios del siglo XX fue descrito y condenado por San Pío X, en la Encíclica Pascendi dominici gregis, y el Decreto Lamentabili sane exitu. En él confluían una filosofía de cuño kantiano (racionalista), que repudiaba el pensamiento aristotélico – tomista; los estudios positivos de la Sagrada Escritura de inspiración protestante – liberal; y el afán de igualar la cultura cristiana con la que reinaba en una Europa configurada por las revoluciones del siglo XIX, las cuales tenían su raíz en la Revolución Francesa, de 1789, y su iluminismo. Los modernistas padecían una especie de incomodidad, como si fuesen ajenos o hubieran quedado afuera de lo que la Edad Moderna proponía. Además, reinaba en el modernismo la confusión entre la doctrina, sus contenidos, y los modos de expresión. En este capítulo, el progresismo posconciliar lo supera ampliamente. San Vicente, monje galo – romano del Monasterio de Lerins, a mediados del siglo V, había distinguido en su Commonitorium entre la expresión de la Verdad cristiana, que lógicamente se reubicaba en las diversas épocas y culturas expresándose de un modo nuevo (nove), pero sin modificaciones o añadidura de cosas nuevas (nova).

 

El progresismo católico se desarrolló bajo el influjo del llamado «espíritu del Concilio». El Vaticano II (1962 – 1965) aprobó 14 documentos casi por unanimidad; en ellos se presentaba el catolicismo «puesto al día», en virtud de una clara intención de aggiornamento. Las discusiones y enfrentamientos esbozados ya en los debates conciliares, se agravaron posteriormente en divisiones dolorosas que confundieron a muchos sacerdotes y fieles. Hay recordadas expresiones de Pablo VI, que invitan a la circunspección en la valoración del Concilio, y permiten reconocer la gravedad de los años que le siguieron con la imposición de las arbitrariedades progresistas: «Esperábamos una floreciente primavera y sobrevino un crudo invierno»; «por alguna rendija el humo de Satanás se ha introducido en la Casa de Dios». En los días que corren, pareciera que el Concilio Vaticano II, en su tenor original, expresado en sus textos, ha pasado a engrosar los bártulos en desuso. Pero han quedado como herencia espuria, bastarda, algunas extravagancias y la preocupación caprichosa por temas o cosas determinadas. Se incluye, muchas veces, una cierta ojeriza o mala voluntad contra la Tradición, y quienes se apoyan en ella. La primera acepción académica de manía la caracteriza de modo mucho más negativo; la presenta como una especie de locura o delirio general, con agitación y tendencia al furor. El término tiene origen en la antigüedad griega; en Heródoto y Sófocles, manía equivale a locura, demencia, y se aplica a la pasión de amor, como también al delirio profético. En el Fedro platónico designa el transporte causado por la inspiración, que de alguna manera enajena al hombre. Es interesante señalar una nota de humor sombrío, de oscuridad o negrura.

 

Deseo ahora, porque lo considero útil, referirme a algunas manías típicas del progresismo. En buena medida, se pueden asumir algunos de los rasgos que he atribuido oportunamente a «La Iglesia de la propaganda»; artículo publicado en «InfoCatólica», el 22 de junio de 2021. Comienzo indicando una manía que invita a sonreír, ya que prolonga o más bien recupera una discusión de los años 70: la rabieta ideológica contra la sotana, la cual se descarga contra los pocos sacerdotes que algunas veces la visten. No tomo en cuenta que la disciplina vigente de la Iglesia manda a los sacerdotes llevar un signo de su condición: podría ser un elegante clergyman o, al menos, una camisa –celeste, por ejemplo, como circulan- con la característica ballenita blanca. La manía progresista ve con naturalidad o simpatía al sacerdote que viste «de paisano», incluso con mal gusto, y algunas veces sucio. Es peor el caso de los religiosos que evitan llevar el hábito propio de la Orden o Congregación a la que pertenecen; y que suele ser otro elemento de su inobservancia del voto de pobreza. A propósito, un viejo amigo mío sentenciaba: «Ellos hacen el voto, y nosotros, seculares, lo cumplimos». Decía antes que esta manía me hace sonreír, por la desmesura que implica; con su negación están señalando en contrario el valor del hábito sacerdotal y religioso.

 

Otra manía es el desprecio, el odio del latín. El progresista no puede soportar que un sacerdote celebre la Santa Misa –no la de San Pío V, sino la de Pablo VI- en el noble idioma del Lacio. En realidad, las más de las veces expresan ese sentimiento negativo quienes no tienen ni idea de él; no han pasado de rosa – rosae. Detestan lo que ignoran, por pura ideología. A causa de esa actitud han desaparecido de circulación, por ejemplo, algunos himnos que cantaban sin dificultad en las parroquias las señoras entradas en años: el Pange lingua, y el Tantum ergo; fórmulas de Adoración del Santísimo Sacramento. Siendo yo niño, en mi parroquia de barrio, Santa María Goretti, de Mataderos, en Buenos Aires, se realzaba la celebración de las grandes fiestas con el canto de la Misa De Angelis. De paso, digamos que no solo cantando, sino que también se reza oyendo.

 

Todo indica que esta manía va a perdurar agravada, ya que en los Seminarios el latín ha desaparecido, o su estudio apenas se conserva simbólicamente. Los progresistas podrán gloriarse de que finalmente el único medio de expresión en la liturgia del Rito Romano será la lengua vulgar, más vulgar cada vez. ¿Rito Romano?, ni Romano ni Rito.

 

Pasemos a registrar algunas otras manías, si se quiere, más pesadas y oscuras. Estas no solicitan la sonrisa, sino más bien la indignación, la queja, y el llanto. Quizá en muchos casos la ignorancia sirva de disculpa. Seguramente los progresistas desconocen las numerosas encíclicas que León XIII, el Papa de la Rerum novarum publicó sobre el Santo Rosario; y el hecho singular que todos los Pontífices se hayan referido a este ejercicio, despreciado por los maniáticos como una «ocupación de viejas devotas». También ignoran o desprecian el magisterio sobre el tema y la experiencia personal de San Juan Pablo II. Ni qué decir de los hechos prodigiosos y formales milagros atribuidos a la Corona mariana. El carácter típicamente católico del Rosario, y su protagonismo en los casos de Lourdes y Fátima, no integra el patrimonio de la Revelación, y no es creído en virtud de la fe teologal, sino de una extensión de la misma que torna esas realidades simples y prácticamente innegables para la conciencia católica, para cuantos en el pueblo cristiano no han sido enajenados por la manía progresista.

 

Dejando la cuestión devocional del Rosario, pasemos a la Sagrada Escritura, especialmente a los Salmos; pieza clave en la composición de la Liturgia de las Horas. Aunque parezca mentira, no faltan sacerdotes y religiosos (carezco de datos del campo femenino) que consideran que esos antiguos poemas no tienen nada que decirles a ellos, en este siglo XXI. ¿Y la fe en la Palabra divina, tesoro del viejo Israel y de la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios? En este punto es oportuno mencionar la admirable obra de San Agustín, Enarrationes in Psalmos; para el Obispo de Hipona todos los Salmos hablan de Cristo, y es el mismo Cristo quien ora en ellos, asumiendo la voz de su antepasado David, a quien, generalizando, como un epónimo, se atribuye el Salterio. El abandono de la recitación del Oficio Divino por sacerdotes y religiosos es una manía suicida. El tema lleva a alabar y a depositar una fundada esperanza en los monasterios de la tradición benedictina, aunque muchos de ellos no cuenten más que un puñado de monjes o monjas.

 

La liturgia está en el centro de la vida eclesial. Se puede adherir con una convicción entusiasta a la idea expresada por Benedicto XVI: La Iglesia se sostiene en su realidad sobre el fundamento que es la Sagrada Liturgia, o cae con ella. Una manía progresista manipula la liturgia, y la convierte en medio para otro fin, que ya no es el culto de adoración y expiación, sino por ejemplo para encontrarnos, reunirnos, y sentirnos juntos; el desplazamiento de la fuente de la gracia da lugar a una perspectiva puramente horizontal, humana. Aquí se juega una cuestión de fe, la que afirma la realidad del misterio de Cristo, y la presencia del Señor en esa actividad sagrada.

El uso de la liturgia por algunos obispos resulta sorprendente. Me refiero a un caso típico: se prohíben las misas en las parroquias algún día de fiesta, o una importante solemnidad, para que todos los fieles vayan a la catedral, donde el pastor diocesano quiere ser protagonista en un acto que es ocurrencia suya, una pretensión extravagante. No me refiero a la Misa Crismal, la cual suele celebrarse en la mañana del Jueves Santo, o en una fecha cercana, sin colisión con la vida normal de las diversas comunidades. No es difícil reconocer que, por diversas razones, la mayoría de los fieles no acudirá a la cita episcopal, y se quedará sin la Eucaristía ese domingo, esa fiesta, o solemnidad. El daño ocasionado por esta manía no se percibirá inmediatamente; solo al cabo de algún tiempo, sobre todo si el hecho se repite, se revelará en la deformación de la mentalidad de los católicos.

 

Es muy extendida la intención de no distinguirse en la manera de hablar, pensar y actuar, de los hábitos instalados en la cultura de la sociedad. La manía consiste en el temor, que puede alcanzar el grado de terror, de aparecer distintos; la condición del creyente no debería notarse, y él desaparecería en el anonimato de la multitud. Por supuesto, superar esa manía no consiste en proponer que se elabore y emplee un lenguaje artificial y amanerado; sino de actuar con la naturalidad de la expresión verbal y gestual de aquello que se piensa, se cree, y se ama. La experiencia muestra que esa distinción que he evocado tiene una dimensión apostólica y misionera, que no se exhibe sino que se ejerce espontáneamente, sin aspavientos, en el trato normal de las personas. Así se va constituyendo, aunque minoritaria, una cultura cristiana.

 

La manía relativista la emprende contra la objetividad de la Verdad católica. Se funda en una ideología según la cual no existe la Verdad, tanto la Verdad absoluta de la fe –como la ha comprendido la Tradición eclesial- cuanto aquellas verdades humanas que le hacen coro, y que echan raíces en una filosofía del sentido común. Suele decirse que este es el menos común de los sentidos; más allá de la exageración que esta fórmula comporta, lo que en el caso indicado se pone en juego es la plena condición humana de las personas. El constructivismo sostiene que no existe más verdad que la que nosotros fabricamos, la que forjamos con nuestra inteligencia, que es creadora de la realidad. Aquí se manifiesta un desliz del relativismo al absolutismo constructivista. El efecto de la plasmación subjetiva de la idea se encuentra en una especie de desierto de conocimientos, y pretende extenderse hasta determinar el modo de pensar, decir y actuar de la sociedad. Este es el origen de la ideología. El progresismo teológico y pastoral contiene una inclinación constructivista: intenta armar el escenario para la predicación de los «nuevos paradigmas», que son presentados como lo que hoy la Iglesia debería creer y hacer. La Tradición sería una mera realidad del pasado, irrelevante pues resulta ajena a la actual, según la que las formas de lo sagrado ya no se refieren a Dios, y al absoluto de la eternidad. Lo sagrado ahora es el hombre y sus realizaciones, el hombre que encuentra su cielo en la tierra. La manía progresista se aviene al planteo enunciado porque éste expresa el presente y el futuro, una ilusión que da la espalda al detestable pasado.

 

La Iglesia ya no se limita a los que pertenecen a ella por el Bautismo. Los progresistas leen la Constitución Conciliar Lumen Gentium –a la que consideran conservadora-, no según la gran Tradición eclesial y a su luz, sino en virtud de la teoría del cristianismo anónimo, obra teológica de Karl Rahner. Iglesia y mundo serían realidades que se identifican, y que constituyen la base de la fraternidad universal. Un dato que adquiere consistencia en el orbe maniático del progresismo es el menoscabo de la Sagrada Escritura, y su valor permanente como Palabra de Dios, con vigencia siempre actual. El progresismo de parte católica acepta incautamente la exégesis bíblica del protestantismo liberal.

 

Last but not least. Dios no es el Dios Unitrino de la Revelación cristiana, sino el Dios lejano del deísmo, que no ordena las causas segundas en su Providencia creadora y redentora, que es conocimiento y amor. Sería un Dios que no interviene en la historia, es decir, que no molesta a la autodivinización del hombre. Del catolicismo, de su fe, y de la cultura elaborada durante siglos por la vivencia de esa fe, y con la autoridad de los Santos Padres, y los grandes teólogos, no queda nada.

 

En la exposición que se ha leído, no pudo agotarse el repertorio. Los lectores pueden tomar como guía lo dicho, y completar la lista consignando otras manías que conozcan, o que hayan tenido o tengan que padecer. Con respeto y afecto, me permito concluir con una humorada: las manías se tratan –y quizá algunas tienen cura- en un buen manicomio. El nombre viene del griego: koméo significa cuidar.

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