Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
17/05/22
¿Qué es el
progresismo? Me refiero al eclesiástico, que a semejanza del secular, mira
hacia el futuro como si el mundo y la Iglesia estuvieran en marcha,
evolucionando siempre hacia lo mejor. Podríamos considerar al evolucionismo
como una especie de epónimo del progresismo religioso. Éste constituye un
sistema de ideas y actitudes «de avanzada», que se despega orgullosamente de
toda adhesión a la Tradición. El así llamado modernismo de principios del siglo
XX fue descrito y condenado por San Pío X, en la Encíclica Pascendi dominici
gregis, y el Decreto Lamentabili sane exitu. En él confluían una filosofía de
cuño kantiano (racionalista), que repudiaba el pensamiento aristotélico –
tomista; los estudios positivos de la Sagrada Escritura de inspiración
protestante – liberal; y el afán de igualar la cultura cristiana con la que
reinaba en una Europa configurada por las revoluciones del siglo XIX, las
cuales tenían su raíz en la Revolución Francesa, de 1789, y su iluminismo. Los
modernistas padecían una especie de incomodidad, como si fuesen ajenos o hubieran
quedado afuera de lo que la Edad Moderna proponía. Además, reinaba en el
modernismo la confusión entre la doctrina, sus contenidos, y los modos de
expresión. En este capítulo, el progresismo posconciliar lo supera ampliamente.
San Vicente, monje galo – romano del Monasterio de Lerins, a mediados del siglo
V, había distinguido en su Commonitorium entre la expresión de la Verdad
cristiana, que lógicamente se reubicaba en las diversas épocas y culturas
expresándose de un modo nuevo (nove), pero sin modificaciones o añadidura de
cosas nuevas (nova).
El progresismo
católico se desarrolló bajo el influjo del llamado «espíritu del Concilio». El
Vaticano II (1962 – 1965) aprobó 14 documentos casi por unanimidad; en ellos se
presentaba el catolicismo «puesto al día», en virtud de una clara intención de
aggiornamento. Las discusiones y enfrentamientos esbozados ya en los debates
conciliares, se agravaron posteriormente en divisiones dolorosas que
confundieron a muchos sacerdotes y fieles. Hay recordadas expresiones de Pablo
VI, que invitan a la circunspección en la valoración del Concilio, y permiten
reconocer la gravedad de los años que le siguieron con la imposición de las
arbitrariedades progresistas: «Esperábamos una floreciente primavera y
sobrevino un crudo invierno»; «por alguna rendija el humo de Satanás se ha
introducido en la Casa de Dios». En los días que corren, pareciera que el
Concilio Vaticano II, en su tenor original, expresado en sus textos, ha pasado
a engrosar los bártulos en desuso. Pero han quedado como herencia espuria,
bastarda, algunas extravagancias y la preocupación caprichosa por temas o cosas
determinadas. Se incluye, muchas veces, una cierta ojeriza o mala voluntad
contra la Tradición, y quienes se apoyan en ella. La primera acepción académica
de manía la caracteriza de modo mucho más negativo; la presenta como una
especie de locura o delirio general, con agitación y tendencia al furor. El
término tiene origen en la antigüedad griega; en Heródoto y Sófocles, manía
equivale a locura, demencia, y se aplica a la pasión de amor, como también al
delirio profético. En el Fedro platónico designa el transporte causado por la
inspiración, que de alguna manera enajena al hombre. Es interesante señalar una
nota de humor sombrío, de oscuridad o negrura.
Deseo ahora,
porque lo considero útil, referirme a algunas manías típicas del progresismo.
En buena medida, se pueden asumir algunos de los rasgos que he atribuido
oportunamente a «La Iglesia de la propaganda»; artículo publicado en
«InfoCatólica», el 22 de junio de 2021. Comienzo indicando una manía que invita
a sonreír, ya que prolonga o más bien recupera una discusión de los años 70: la
rabieta ideológica contra la sotana, la cual se descarga contra los pocos
sacerdotes que algunas veces la visten. No tomo en cuenta que la disciplina
vigente de la Iglesia manda a los sacerdotes llevar un signo de su condición:
podría ser un elegante clergyman o, al menos, una camisa –celeste, por ejemplo,
como circulan- con la característica ballenita blanca. La manía progresista ve
con naturalidad o simpatía al sacerdote que viste «de paisano», incluso con mal
gusto, y algunas veces sucio. Es peor el caso de los religiosos que evitan
llevar el hábito propio de la Orden o Congregación a la que pertenecen; y que
suele ser otro elemento de su inobservancia del voto de pobreza. A propósito,
un viejo amigo mío sentenciaba: «Ellos hacen el voto, y nosotros, seculares, lo
cumplimos». Decía antes que esta manía me hace sonreír, por la desmesura que
implica; con su negación están señalando en contrario el valor del hábito
sacerdotal y religioso.
Otra manía es el
desprecio, el odio del latín. El progresista no puede soportar que un sacerdote
celebre la Santa Misa –no la de San Pío V, sino la de Pablo VI- en el noble
idioma del Lacio. En realidad, las más de las veces expresan ese sentimiento
negativo quienes no tienen ni idea de él; no han pasado de rosa – rosae.
Detestan lo que ignoran, por pura ideología. A causa de esa actitud han
desaparecido de circulación, por ejemplo, algunos himnos que cantaban sin
dificultad en las parroquias las señoras entradas en años: el Pange lingua, y
el Tantum ergo; fórmulas de Adoración del Santísimo Sacramento. Siendo yo niño,
en mi parroquia de barrio, Santa María Goretti, de Mataderos, en Buenos Aires,
se realzaba la celebración de las grandes fiestas con el canto de la Misa De
Angelis. De paso, digamos que no solo cantando, sino que también se reza
oyendo.
Todo indica que
esta manía va a perdurar agravada, ya que en los Seminarios el latín ha desaparecido,
o su estudio apenas se conserva simbólicamente. Los progresistas podrán
gloriarse de que finalmente el único medio de expresión en la liturgia del Rito
Romano será la lengua vulgar, más vulgar cada vez. ¿Rito Romano?, ni Romano ni
Rito.
Pasemos a
registrar algunas otras manías, si se quiere, más pesadas y oscuras. Estas no
solicitan la sonrisa, sino más bien la indignación, la queja, y el llanto.
Quizá en muchos casos la ignorancia sirva de disculpa. Seguramente los
progresistas desconocen las numerosas encíclicas que León XIII, el Papa de la
Rerum novarum publicó sobre el Santo Rosario; y el hecho singular que todos los
Pontífices se hayan referido a este ejercicio, despreciado por los maniáticos
como una «ocupación de viejas devotas». También ignoran o desprecian el
magisterio sobre el tema y la experiencia personal de San Juan Pablo II. Ni qué
decir de los hechos prodigiosos y formales milagros atribuidos a la Corona
mariana. El carácter típicamente católico del Rosario, y su protagonismo en los
casos de Lourdes y Fátima, no integra el patrimonio de la Revelación, y no es
creído en virtud de la fe teologal, sino de una extensión de la misma que torna
esas realidades simples y prácticamente innegables para la conciencia católica,
para cuantos en el pueblo cristiano no han sido enajenados por la manía
progresista.
Dejando la
cuestión devocional del Rosario, pasemos a la Sagrada Escritura, especialmente
a los Salmos; pieza clave en la composición de la Liturgia de las Horas. Aunque
parezca mentira, no faltan sacerdotes y religiosos (carezco de datos del campo
femenino) que consideran que esos antiguos poemas no tienen nada que decirles a
ellos, en este siglo XXI. ¿Y la fe en la Palabra divina, tesoro del viejo
Israel y de la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios? En este punto es oportuno
mencionar la admirable obra de San Agustín, Enarrationes in Psalmos; para el
Obispo de Hipona todos los Salmos hablan de Cristo, y es el mismo Cristo quien
ora en ellos, asumiendo la voz de su antepasado David, a quien, generalizando,
como un epónimo, se atribuye el Salterio. El abandono de la recitación del
Oficio Divino por sacerdotes y religiosos es una manía suicida. El tema lleva a
alabar y a depositar una fundada esperanza en los monasterios de la tradición
benedictina, aunque muchos de ellos no cuenten más que un puñado de monjes o
monjas.
La liturgia está
en el centro de la vida eclesial. Se puede adherir con una convicción
entusiasta a la idea expresada por Benedicto XVI: La Iglesia se sostiene en su
realidad sobre el fundamento que es la Sagrada Liturgia, o cae con ella. Una
manía progresista manipula la liturgia, y la convierte en medio para otro fin,
que ya no es el culto de adoración y expiación, sino por ejemplo para
encontrarnos, reunirnos, y sentirnos juntos; el desplazamiento de la fuente de
la gracia da lugar a una perspectiva puramente horizontal, humana. Aquí se
juega una cuestión de fe, la que afirma la realidad del misterio de Cristo, y
la presencia del Señor en esa actividad sagrada.
El uso de la liturgia
por algunos obispos resulta sorprendente. Me refiero a un caso típico: se
prohíben las misas en las parroquias algún día de fiesta, o una importante
solemnidad, para que todos los fieles vayan a la catedral, donde el pastor
diocesano quiere ser protagonista en un acto que es ocurrencia suya, una
pretensión extravagante. No me refiero a la Misa Crismal, la cual suele
celebrarse en la mañana del Jueves Santo, o en una fecha cercana, sin colisión
con la vida normal de las diversas comunidades. No es difícil reconocer que,
por diversas razones, la mayoría de los fieles no acudirá a la cita episcopal,
y se quedará sin la Eucaristía ese domingo, esa fiesta, o solemnidad. El daño
ocasionado por esta manía no se percibirá inmediatamente; solo al cabo de algún
tiempo, sobre todo si el hecho se repite, se revelará en la deformación de la
mentalidad de los católicos.
Es muy extendida
la intención de no distinguirse en la manera de hablar, pensar y actuar, de los
hábitos instalados en la cultura de la sociedad. La manía consiste en el temor,
que puede alcanzar el grado de terror, de aparecer distintos; la condición del
creyente no debería notarse, y él desaparecería en el anonimato de la multitud.
Por supuesto, superar esa manía no consiste en proponer que se elabore y emplee
un lenguaje artificial y amanerado; sino de actuar con la naturalidad de la
expresión verbal y gestual de aquello que se piensa, se cree, y se ama. La
experiencia muestra que esa distinción que he evocado tiene una dimensión
apostólica y misionera, que no se exhibe sino que se ejerce espontáneamente,
sin aspavientos, en el trato normal de las personas. Así se va constituyendo,
aunque minoritaria, una cultura cristiana.
La manía
relativista la emprende contra la objetividad de la Verdad católica. Se funda
en una ideología según la cual no existe la Verdad, tanto la Verdad absoluta de
la fe –como la ha comprendido la Tradición eclesial- cuanto aquellas verdades
humanas que le hacen coro, y que echan raíces en una filosofía del sentido
común. Suele decirse que este es el menos común de los sentidos; más allá de la
exageración que esta fórmula comporta, lo que en el caso indicado se pone en
juego es la plena condición humana de las personas. El constructivismo sostiene
que no existe más verdad que la que nosotros fabricamos, la que forjamos con
nuestra inteligencia, que es creadora de la realidad. Aquí se manifiesta un
desliz del relativismo al absolutismo constructivista. El efecto de la
plasmación subjetiva de la idea se encuentra en una especie de desierto de
conocimientos, y pretende extenderse hasta determinar el modo de pensar, decir
y actuar de la sociedad. Este es el origen de la ideología. El progresismo
teológico y pastoral contiene una inclinación constructivista: intenta armar el
escenario para la predicación de los «nuevos paradigmas», que son presentados
como lo que hoy la Iglesia debería creer y hacer. La Tradición sería una mera
realidad del pasado, irrelevante pues resulta ajena a la actual, según la que
las formas de lo sagrado ya no se refieren a Dios, y al absoluto de la
eternidad. Lo sagrado ahora es el hombre y sus realizaciones, el hombre que
encuentra su cielo en la tierra. La manía progresista se aviene al planteo
enunciado porque éste expresa el presente y el futuro, una ilusión que da la
espalda al detestable pasado.
La Iglesia ya no
se limita a los que pertenecen a ella por el Bautismo. Los progresistas leen la
Constitución Conciliar Lumen Gentium –a la que consideran conservadora-, no
según la gran Tradición eclesial y a su luz, sino en virtud de la teoría del
cristianismo anónimo, obra teológica de Karl Rahner. Iglesia y mundo serían
realidades que se identifican, y que constituyen la base de la fraternidad
universal. Un dato que adquiere consistencia en el orbe maniático del progresismo
es el menoscabo de la Sagrada Escritura, y su valor permanente como Palabra de
Dios, con vigencia siempre actual. El progresismo de parte católica acepta
incautamente la exégesis bíblica del protestantismo liberal.
Last but not
least. Dios no es el Dios Unitrino de la Revelación cristiana, sino el Dios
lejano del deísmo, que no ordena las causas segundas en su Providencia creadora
y redentora, que es conocimiento y amor. Sería un Dios que no interviene en la
historia, es decir, que no molesta a la autodivinización del hombre. Del
catolicismo, de su fe, y de la cultura elaborada durante siglos por la vivencia
de esa fe, y con la autoridad de los Santos Padres, y los grandes teólogos, no
queda nada.
En la exposición
que se ha leído, no pudo agotarse el repertorio. Los lectores pueden tomar como
guía lo dicho, y completar la lista consignando otras manías que conozcan, o
que hayan tenido o tengan que padecer. Con respeto y afecto, me permito
concluir con una humorada: las manías se tratan –y quizá algunas tienen cura-
en un buen manicomio. El nombre viene del griego: koméo significa cuidar.
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