domingo, 21 de marzo de 2010

La contribución de Galileo a la Iglesia



Por Joseph A´Hearn


Galileo seguramente no fue un mártir de la ciencia. De hecho, se equivocó en aspectos importantes. Hoy sabemos que la influencia de la gravedad de la Luna y del Sol es lo que causa las mareas y no el movimiento de la Tierra. Sabemos que el Sol no es el centro del universo, sino una estrella más en la Vía Láctea, que gira en torno al núcleo de nuestra galaxia, la cual a su vez también se mueve.

No digamos tampoco precipitadamente que Galileo no contribuyó a la ciencia. Aunque no haya acertado en todas sus teorías, es claro que contribuyó notablemente al progreso científico. Incluso se le conoce como el fundador de la ciencia moderna. Su contribución en el campo de la astronomía consiste sobre todo en sus observaciones astronómicas con diversos telescopios que él mismo construyó. Galileo vio la aspereza de la superficie de la Luna, cuatro satélites de Júpiter, manchas solares, las fases de Venus, estrellas que son invisibles a simple vista, y nebulosas. Galileo sabía que otros astrónomos llevarían más lejos estas observaciones, pero él fue el primero que dirigió un anteojo hacia los cielos y causó una reacción en cadena de descubrimientos astronómicos.

Lo que no se suele considerar es cómo ayudó Galileo a la Iglesia, sobre todo a entender la armonía entre la fe y la razón, no sólo en las teorías de los escolásticos, sino en la práctica de los descubrimientos actuales. Sin embargo, ¿no fueron eclesiásticos de la Iglesia católica quienes le condenaron a un arresto domiciliario y le prohibieron divulgar la doctrina copernicana? Para entender sus contribuciones, es preciso conocer el contexto histórico y cultural y la relación entre Galileo y la Iglesia. No me extiendo a desarrollar toda la historia precedente, sólo pretendo mencionar algunas consideraciones necesarias.

Copérnico había muerto en 1543, y ese mismo año se publicó su libro De Revolutionibus, declarando que el Sol era el centro del universo, y que todo giraba alrededor del Sol. Andreas Osiander recibió de las manos de Copérnico (que ya estaba en su lecho de muerte) el texto del De Revolutionibus, para que lo publicara. Sin embargo, Osiander decidió primero escribir un prefacio al libro al parecer sin la autorización de Copérnico. Según este prefacio, la hipótesis copernicana no trataba de la realidad del universo, sino solamente de un método matemático alternativo para hacer predicciones.

Por eso, Osiander decía que no hacía falta tomar la hipótesis copernicana en serio. Es por esto que los eclesiásticos no condenaron el copernicanismo sino hasta el año 1616, cuando algunos astrónomos sí comenzaron a tomarlo en serio. La explosión de una supernova en 1604 puso en tela de juicio la doctrina tolemaica de la incorruptibilidad de los cielos. La duda aumentó cuando las observaciones que Galileo comenzó a hacer en 1609 mostraban que algunos objetos celestes no daban vueltas alrededor de la Tierra.

La posibilidad de que las doctrinas de Copérnico resultaran correctas pareció sacudir los fundamentos de la teología cristiana, que según muchos teólogos estaría ligada a la cosmología aristotélica. Aristóteles, Tolomeo, santo Tomás de Aquino y muchos grandes pensadores y astrónomos habían considerado la Tierra como el centro del universo. Durante muchos siglos reinó la teoría de los cuatro elementos del mundo sublunar y del éter para el mundo más allá de la Luna. La Sagrada Escritura, al parecer, también apoyaba el geocentrismo. No cabía en la mente de los eclesiásticos que la Escritura o santo Tomás o Aristóteles se pudieran equivocar en esto.

Además nuestra experiencia nos dice que la Tierra no se mueve. En la edad de la contrarreforma, ¿quién era Galileo para poner en jaque una doctrina creída durante tantos siglos? Ni siquiera había recibido las órdenes menores como Copérnico ni había estudiado teología como los jesuitas que le contradecían. Galileo era oficialmente el primer matemático del Gran Duque de Toscana. Era un puesto importante y respetado. Sin embargo, tal posición no le permitía meterse en la teología como experto.

Los eclesiásticos tampoco podían negar los hechos. Algunos, como el jesuita Clavio, dedicaron el resto de su vida a explicar cómo los fenómenos recién observados serían compatibles con la doctrina aristotélica. Otros, como Cristóforo Borro, estudiaban la hipótesis de Tyco Brahe, que decía que los planetas giraban en torno al Sol, y el Sol, a su vez, giraba en torno a la Tierra. Los eclesiásticos llegaron a ver sin mucha dificultad que los cielos eran corruptibles, pero la doctrina del geocentrismo permanecía intocable.

Permitían que se hablara del heliocentrismo como medio para calcular las posiciones de los astros, pero no como explicación de la realidad. Sin embargo, Galileo insistía. Fue entonces cuando surgió la necesidad de una aclaración.

1616 fue el año del primer juicio sobre el copernicanismo. Se condenaron tres libros que apoyaban la tesis copernicana. Dos de ellos solamente se suspendieron hasta que se corrigiesen. El nombre de Galileo ni siquiera se mencionó en el proceso. El cardenal Bellarmino, uno de los teólogos más renombrados de la Iglesia de entonces, solamente amonestó a Galileo para que no defendiese la teoría copernicana. Galileo acató y pidió un certificado de tal amonestación al cardenal Bellarmino, quien se lo concedió.

Galileo era amigo del Cardenal Maffeo Barberini y había ayudado a su sobrino Francesco Barberini a obtener su doctorado en la universidad de Pisa. Cuando Maffeo Barberini fue elegido Papa en 1623, elevó a su sobrino al Colegio de Cardenales. Otros dos amigos de Galileo eran eclesiásticos en puestos importantes, Giovanni Ciampoli y Virginio Cesarini.

Sin embargo, Galileo se hizo adversario de los jesuitas, primero de Orazio Grassi por su disputa sobre los cometas y, más tarde, de Cristóforo Scheiner, por la disputa sobre las manchas solares. Scheiner, además, decía que si el geocentrismo se mostrara falso, entonces habría que ser más prudente y adherirse a la alternativa de Tyco Brahe, que no contradecía las Escrituras.

Galileo consiguió un imprimatur en el año 1632 para su Diálogo, pero sin avisar que le habían amonestado en 1616. Algunos meses después, el Papa lo mandó llamar a Roma.

Galileo no fue un hereje, pero tampoco fue un santo. No fue ejemplar en su vida personal, que no vamos a considerar, ni en su modo de responder a los juicios prudentes de la Iglesia. Después de exigir que se interpretara la Sagrada Escritura no de modo literal, sino de modo alegórico, citó la frase famosa de Baronio: “Spiritui Sancto mentem fuisse nos docere quomodo ad caelum eatur, non quomodo caelum gradiatur”, como si nada en la Biblia tuviera autoridad sobre el mundo físico.

Después intentó mostrar cómo la Sagrada Escritura apoyaba la teoría copernicana. Además, mientras exigía que el primer criterio de nuestro conocimiento fuera la observación empírica y que la Sagrada Escritura se debiera conformar con estas observaciones, no mostró pruebas reales a favor del copernicanismo. Estas pruebas no se producirían sino hasta bastante tiempo después: la del paralaje estelar en el año 1837, demostrada por Bessel; la del péndulo en el año 1851, demostrada por Foucault. Así que Bellarmino tenía mucha razón cuando le dijo a Galileo que considerara el sistema copernicano como una hipótesis mientras no contara con pruebas demostrativas irrefutables a su favor.

Tampoco fue prudente Galileo en la publicación de algunas de sus obras. En su Diálogo presentó en boca de Simplicio, el aristotélico ridículo, el argumento que el Papa Urbano VIII le había dicho personalmente sobre la imposibilidad de certeza en las teorías científicas. Decía Simplicio que si nosotros tratáramos de explicar el movimiento de la Tierra por las mareas, estaríamos limitando la divina potencia y sabiduría. Dios podría “conferir al elemento del agua el movimiento recíproco”, pues Dios es omnipotente, mientras que nuestras explicaciones tienen sus límites. Galileo testificó que no se dio cuenta, pero al Papa le molestó. Además, después de su condena, Galileo permitió la traducción al latín y la publicación de su Diálogo en Alemania. Así que no cumplió con fidelidad su juramento de 1633.

Eso no quiere decir que no haya dejado su huella tanto en la ciencia como en la Iglesia católica, de la que siempre formó parte. Galileo tuvo razón en parte respecto a la interpretación de las Escrituras. Según algunos eclesiásticos, los Padres de la Iglesia habían sido unánimes en la interpretación literal de los pasajes de la Biblia que se referían al movimiento del Sol y de la Tierra, y debían seguirse a ojos cerrados, pues el Concilio de Trento dio este criterio: “En materia de fe y de moral nadie según su propio juicio y que distorsione las Escrituras según sus propias concepciones se ha de atrever a interpretarlas de modo contrario al sentido que la Santa Madre Iglesia ha tenido y tiene, o de modo contrario al acuerdo unánime de los Padres, aunque tales interpretaciones nunca hayan sido publicadas”. Sin embargo, los Padres no habían sido unánimes. Galileo utilizó casi los mismos principios exegéticos que empleó san Agustín en su comentario a la Génesis (De Genesi ad litteram). Pero además no se trataba propiamente de una cuestión de fe o de moral, sino de una cuestión científica.

La Iglesia católica ha aprendido del caso Galileo esa lección de criteriología y de prudencia. En cuanto a criteriología, Juan Pablo II reconoció en su discurso del 31 de octubre de 1992: “En realidad, la Escritura no se ocupa de los detalles del mundo físico, cuyo conocimiento está confinado a la experiencia y los razonamientos humanos”. En cuanto a prudencia, en el mismo discurso el Papa había citado una carta de san Roberto Bellarmino al Padre Foscarini: “ante eventuales pruebas científicas […] «mejor decir que no lo comprendemos, en vez de afirmar que lo que se demuestra es falso»”.

Es por eso que, por ejemplo, el Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado sobre la existencia de los extraterrestres. La ciencia está descubriendo cada vez más qué tan difícil sea el cumplir todas las condiciones para que haya vida en un planeta, y la Biblia nos dice que Jesús murió una vez para siempre por la salvación de la humanidad. Sin embargo, la cuestión de la posibilidad de la existencia de la vida en otro planeta queda abierta. Quién sabe si algún día se descubrirá que existen formas de vida extraterrestre. Aplicando lo que dijo Bellarmino en la carta ya citada a esta posibilidad: “entonces sería necesario andar con mucha consideración en explicar las Escrituras que parecen contrarias”.

“La Sagrada Escritura no puede jamás equivocarse”, escribió Galileo en su carta a Benedetto Castelli. Y es verdad, pues la razón y la fe no se contradicen jamás. Son dos fuentes distintas para el conocimiento de la verdad, si bien tienen algunos puntos en común. La posibilidad de esta relación entre la ciencia y la fe es precisamente otra lección que se ha aprendido gracias a Galileo.

La Iglesia católica nunca ha sido enemiga del desarrollo científico. Basta tomar en cuenta que varios pioneros de las ciencias fueron sacerdotes católicos: Gregor Mendel, Georges Lemaître, Pierre Gassendi y san Alberto Magno, por poner algunos ejemplos, entre tantos otros que se podrían citar.

“La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad” (Fides et ratio, introducción). A la luz de lo que hemos visto, Galileo no debería ser considerado signo de contradicción, sino más bien de unión entre la ciencia y la fe.

“Santo Tomás Moro”
Centro de Estudios Políticos y Sociales

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