La desviación doctrinal que se está verificando
durante el pontificado actual tiene un agravante, porque no se contrapone a
doctrinas poco claras o en vías de fijación, sino a doctrinas que, además de
estar sólidamente ancladas en la Tradición, también ya han sido exhaustivamente
debatidas en las décadas pasadas y aclaradas en detalle por el magisterio
reciente.
Claudio Pierantoni
Profesor de filosofía medieval, Universidad de Chile
Infocatolica, – 24/04/17
Conferencia pronunciada en el Congreso «A un año de Amoris
Laetitia. Para poner claridad», celebrado en Roma.
En esta intervención examinaremos primero y en forma
breve la historia de dos Papas de la antigüedad, Liberio y Honorio, quienes por
diferentes motivos fueron acusados de desviarse de la Tradición de la Iglesia,
durante la larga controversia trinitaria y cristológica que comprometió a la
Iglesia desde el siglo IV al siglo VII.
A la luz de las reacciones del cuerpo eclesial frente
a estas desviaciones doctrinales, examinaremos luego el debate actual que se ha
desarrollado en torno a las propuestas del papa Francisco en la exhortación
apostólica «Amoris laetitia» y a las cinco «dubia» planteadas por los cuatro
cardenales.
1. El caso de Honorio
Honorio I fue el único Papa que ha sido formalmente
condenado por herejía. Estamos en las primeras décadas del siglo VII, en el
contexto de la controversia sobre las dos voluntades de Cristo. Honorio
sostenía la doctrina de la única voluntad de Cristo, el «monotelismo», la cual
fue declarada posteriormente en contradicción con el dogma de las dos
naturalezas, la divina y la humana, doctrina sólidamente fundamentada sobre la
base de la revelación bíblica y solemnemente sancionada en el año 451 por el
Concilio de Calcedonia.
Aquí presentamos el texto con el cual, en el 681,
luego de su muerte, el sexto concilio ecuménico, el Tercer Concilio de
Constantinopla, lo condenó junto con el patriarca Sergio:
«Examinadas las cartas dogmáticas escritas por Sergio,
en su momento patriarca de esta ciudad imperial,… y la carta con la que Honorio
respondió a Sergio, y constatado que no son conformes a las enseñanzas
apostólicas y a las definiciones de los santos Concilios y de todos los
ilustres santos Padres, que por el contrario siguen las falsas doctrinas de los
herejes, las rechazamos y las condenamos como corruptas».
2. El caso de Liberio
Liberio, por el contrario, fue Papa en uno de los
momentos más delicados de la controversia arriana, a mitad del siglo IV. Su
predecesor, Julio I, había defendido tenazmente la fe establecida por el
Concilio de Nicea, del año 325, que declaró al Hijo consustancial al Padre.
Pero Constancio, emperador de Oriente, apoyó la posición mayoritaria de los
obispos orientales, contrarios a Nicea, que según ellos no dejaba espacio para
la diferencia personal entre el Padre y el Hijo. Hizo raptar, deponer y enviar
al exilio, en Tracia, al Papa, quien después de casi un año terminó por ceder.
De este modo Liberio renegó de la fe de Nicea y llegó
a excomulgar a Atanasio, quien era el más significativo defensor. Ahora dócil
al emperador, Liberio obtuvo el permiso de volver a Roma, donde fue
restablecido como obispo. En los meses que siguieron, todos los prelados
filoarrianos que habían hecho carrera gracias al favor de Constancio
consolidaron su poder en las principales sedes episcopales. Éste es el momento
en el que, según la famosa frase de san Jerónimo, «el mundo se lamentó de
haberse convertido en arriano». De los más de mil obispos que contaba el
cristianismo, solamente tres se mantuvieron irreductibles en el exilio:
Atanasio, de Alejandría; Hilario, de Poitiers, y Lucifer, de Cagliari.
Pero Constancio murió imprevistamente, en el año 361,
y subió al trono imperial Juliano, luego llamado el Apóstata, quien impuso el
retorno del Estado romano al paganismo, canceló de un golpe toda la política
eclesiástica de Constancio y permitió a los obispos exiliados retornar a la
patria. Libre de amenazas, el papa Liberio envió una encíclica que declaraba
inválida la fórmula aprobada por él anteriormente y exigía de los obispos de
Italia la aceptación del Credo de Nicea. En el año 366, en un sínodo celebrado
en Roma poco antes de morir, tuvo incluso la alegría de obtener la firma del
Credo de Nicea por parte de una delegación de obispos orientales. Apenas murió
fue venerado como confesor de la fe, pero rápidamente se interrumpió su culto,
a causa del recuerdo de su defección.
A pesar de sus diferencias, los dos casos de Liberio y
de Honorio tienen en común un atenuante: es el hecho que las respectivas
desviaciones doctrinales tuvieron lugar cuando todavía estaba en curso el
proceso de fijación de los respectivos dogmas, el trinitario en el caso de
Liberio y el cristólogico en el caso de Honorio.
3. El caso de Francisco
Por el contrario, la desviación doctrinal que se está
verificando durante el pontificado actual tiene un agravante, porque no se
contrapone a doctrinas poco claras o en vías de fijación, sino a doctrinas que,
además de estar sólidamente ancladas en la Tradición, también ya han sido exhaustivamente
debatidas en las décadas pasadas y aclaradas en detalle por el magisterio
reciente.
Ciertamente, la desviación doctrinal en cuestión ya
estaba presente en las décadas pasadas y con ella, entonces, también el cisma
subterráneo que aquélla significaba. Pero cuando se pasa de un abuso a nivel
práctico a su justificación a nivel doctrinal a través de un texto del
magisterio pontificio como «Amoris laetitia» y a través de declaraciones y
acciones positivas del mismo pontífice, la situación cambia radicalmente.
Veamos, en cuatro puntos, el progreso de esta
destrucción del depósito de la fe.
Primero
Si el matrimonio es indisoluble, pero también en
algunos casos se puede dar la comunión a los divorciados que se han vuelto a
casar, parece evidente que esta indisolubilidad ya no es considerada absoluta,
sino solamente una regla general que puede sufrir excepciones.
Ahora bien, esto, como ha explicado el cardenal Carlo
Caffarra, contradice la naturaleza del sacramento del matrimonio, que no es una
simple promesa, aunque solemne, hecha frente a Dios, sino una acción de la
gracia que actúa al nivel propiamente ontológico. En consecuencia, cuando se
dice que el matrimonio es indisoluble, no se enuncia simplemente una regla
general, sino que se dice que el matrimonio no puede disolverse
ontológicamente, porque en él está contenido el signo y la realidad del
matrimonio indisoluble entre Dios y su Pueblo, entre Cristo y su Iglesia. Este
matrimonio místico es justamente la finalidad de todo el plan divino de la
creación y de la redención.
Segundo
El autor de «Amoris laetitia» eligió insistir, en su
argumentación, más bien sobre el lado subjetivo de la acción moral. El sujeto,
dice, podría no estar en pecado mortal porque, por distintos factores, no es
consciente que su situación es un adulterio.
Pero esto que en líneas generales puede suceder sin
más, en la utilización que hace de ello «Amoris laetitia» conlleva por el
contrario una contradicción evidente. En efecto, es claro que los tan
recomendados discernimiento y acompañamiento de las situaciones particulares
contrastan directamente con el supuesto que el sujeto permanece,
indefinidamente, inconsciente de su situación.
Pero el autor de «Amoris laetitia», lejos de percibir
tal contradicción, la impulsa hasta el ulterior absurdo de afirmar que un
discernimiento profundo puede llevar al sujeto a tener la seguridad que su
situación, objetivamente contraria a la ley divina, es precisamente lo que Dios
quiere de él.
Tercero
Recurrir al anterior argumento, a su vez, revela una
peligrosa confusión que, además de la doctrina de los sacramentos, llega a
menoscabar la noción misma de la ley divina, entendida como fuente de la ley
natural y reflejada en los Diez Mandamientos: ley dada al hombre y como tal
apta para regular sus comportamientos fundamentales, no limitados a
circunstancias históricas particulares, sino fundamentados en su misma
naturaleza, cuyo autor es precisamente Dios.
En consecuencia, suponer que la ley natural puede
soportar excepciones es una verdadera y auténtica contradicción, es una
suposición que no comprende su verdadera esencia y por eso la confunde con la
ley positiva. La presencia de esta grave confusión está confirmada por el
ataque reiterado, presente en «Amoris laetitia», contra los leguleyos, los
presuntos «fariseos» hipócritas y duros de corazón. En efecto, este ataque
revela un malentendido completo de la posición de Jesús respecto a la ley
divina, porque su crítica al comportamiento farisaico se funda justamente sobre
una clara distinción entre la ley positiva – los «preceptos de los hombres» – a
los que son tan apegados los fariseos, y los Mandamientos fundamentales, que
por el contrario son el primer requisito, irrenunciable, que Él mismo pide al
que aspira a ser su discípulo. Sobre la base de este equívoco se comprende el
verdadero motivo por el cual, luego de haber insultado a los fariseos, el Papa
termina por alinearse de hecho con su misma posición a favor del divorcio,
contra la posición de Jesús.
Pero yendo todavía más a fondo, es importante observar
que esta confusión desnaturaliza profundamente la esencia misma del Evangelio y
su necesario arraigo en la persona de Cristo.
Cuarto
En efecto, según el Evangelio, Cristo no es
simplemente un hombre bueno que vino al mundo para predicar un mensaje de paz y
justicia. Él es antes que nada el Logos, el Verbo que existía en el principio y
que se encarna en la plenitud de los tiempos. Es significativo que Benedicto
XVI, desde su discurso «Pro eligendo romano pontifice», haya hecho justamente
del Logos la piedra angular de su enseñanza, no por casualidad combatida a
muerte por el subjetivismo de las teorías modernas.
Ahora bien, en el ámbito de esta filosofía
subjetivista se justifica uno de los postulados más apreciados por el papa
Francisco, según el cual «la realidad es superior a la idea». De hecho, una
máxima como ésta tiene sentido solamente en una visión en la cual no pueden
existir ideas verdaderas, que no sólo reflejen fielmente la realidad, sino que
puedan también juzgarla y dirigirla. Tomado en su totalidad, el Evangelio
supone esta estructura metafísica y gnoseológica, en la que la verdad es en
primer lugar adecuación de las cosas al intelecto, y el intelecto es en primer
lugar el divino, justamente el Verbo divino.
En esta atmósfera se comprende cómo es posible que el
director de «La Civiltà Cattolica» afirme que es la pastoral, la praxis, la que
debe guiar la doctrina y no al revés, y que en teología «dos más dos pueden ser
cinco». Se explica por qué una señora luterana puede recibir la comunión junto
al esposo católico: de hecho, la praxis, la acción, es la de la Cena del Señor
que ellos tienen en común, mientras que aquello en lo que difieren son sólo
«las interpretaciones, las explicaciones», en síntesis, simples conceptos. Pero
se explica también cómo, según el superior general de la Compañía de Jesús, el
Verbo encarnado no estaría en condiciones de ponerse en contacto con sus
creaturas a través del medio elegido por él mismo, la Tradición apostólica: en
efecto, sería necesario saber qué es lo que ha dicho verdaderamente Jesús, pero
no podemos, dice, «desde el momento que no hubo un grabadora».
Yendo todavía más a fondo, en esta atmósfera, se
explica en última instancia cómo el Papa no puede responder «sí» o «no» a las
«dubia». Si en efecto «la realidad es superior a la idea», entonces el hombre
no tiene ni siquiera necesidad de pensar con el principio de no-contradicción,
no tiene necesidad de principios que digan «esto sí y esto no» y ni siquiera
debe obedecer a una ley natural trascendente que no se identifica con la
realidad misma. En síntesis, el hombre no tiene necesidad de una doctrina,
porque la realidad histórica se basta a sí misma. Es el «Weltgeist», el
Espíritu del Mundo.
4. Conclusión
Lo que salta a la vista en la situación actual es
justamente la deformación doctrinal de fondo que, a pesar de ser hábil para
esquivar formulaciones directamente heterodoxas, maniobra sin embargo en forma
coherente para llevar adelante un ataque no sólo contra los dogmas particulares
como la indisolubilidad del matrimonio y la objetividad de la ley moral, sino
directamente contra el concepto mismo de la recta doctrina y, con ello, de la
persona misma de Cristo como Logos. La primera víctima de esta deformación
doctrinal es precisamente el Papa, que me atrevo a hipotetizar que es muy poco
consciente de ella, víctima de una alienación generalizada y epocal de la
Tradición, en amplios estratos de la enseñanza teológica.
En esta situacion, las «dubia», estas cinco preguntas
presentadas por los cuatro cardenales, han puesto al Papa en un callejón sin
salida. Si respondiera negando la Tradición y el magisterio de sus antecesores,
pasaría a estar también formalmente hereje, entonces no puede hacerlo. Si, por
el contrario, respondiera en armonía con el magisterio anterior, entraría en
contradicción con gran parte de las acciones doctrinalmente relevantes llevadas
a cabo durante su pontificado, por eso sería una decisión muy difícil. Ha
elegido entonces el silencio, porque humanamente la situación puede parecer sin
salida. Pero entre tanto se extienden en la Iglesia la confusión y el cisma «de
hecho».
A la luz de todo esto, se vuelve entonces más que
nunca necesario un ulterior acto de valentía, de verdad y de caridad, por parte
de los cardenales, pero también de los obispos y luego de todos los laicos
calificados que quisieran adherir. En una situación tan grave de peligro para
la fe y de escándalo generalizado, no sólo es lícita sino directamente
obligatoria una corrección fraterna francamente dirigida a Pedro, por su bien y
por el de toda la Iglesia.
Una corrección fraterna no es ni un acto de
hostilidad, ni una falta de respeto, ni una desobediencia. No es otra cosa que
una declaración de la verdad: «caritas in veritate». Antes de ser Papa, el Papa
es nuestro hermano.
Claudio Pierantoni
Publicado originalmente en Settimo Cielo
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