jueves, 12 de abril de 2018

GAUDETE ET EXSULTATE


 (Casi) Todo está bien, menos la fecha

Carlos Esteban
Infovaticana, 12 abril, 2018

Al lector de la exhortación apostólica le da a veces la sensación de que todo (o casi todo) es perfectamente correcto y adecuado en la exhortación salvo la fecha. Es un texto ideal, quizá, para la Ginebra gobernada por Calvino o, incluso, tal vez para los católicos españoles de los años cuarenta.

El ser humano está de siempre hambriento de prodigios y maravillas, de lo extraordinario, de lo que supera las leyes del universo que conoce, de ahí que abunden y triunfen las películas de superhéroes. De ahí, también, que la palabra ‘profeta’ haya llegado a designar casi exclusivamente a la persona que adivina el futuro.

Pero no es así como se concebía al profeta en el Antiguo Testamento. Los avisos de calamidades por venir -no siempre cumplidas, como el caso de Jonás en Nínive- son una parte no esencial de su misión; lo esencial en el profeta era y es recordar al mundo, no cualquier verdad, sino aquellas verdades que no quiere escuchar.
Esa es una de las misiones esenciales de la Iglesia frente al mundo: ser profética. Sí, enseñar todas las verdades reveladas, naturalmente; pero poner un énfasis especial en las más olvidadas, despreciadas o negadas por el mundo e incluso por los propios fieles. Uno no va con la manguera a luchar contra una inundación, con la excusa de que los incendios son igualmente destructivos.

Esa es, en pocas palabras, la causa de mi perplejidad tras la lectura de la reciente exhortación papal sobre la santidad en el mundo moderno, Gaudete et exultate, y el núcleo de todas mis objeciones al texto.
La carta es 100% Francisco, en lo mucho bueno y en lo malo. Es sencilla y directa, es conmovedoramente cercana, es práctica, llena tan pronto de citas de grandes santos como de ilustraciones concretas para vivir la santidad en medio del mundo.

Siendo lego en teología y no teniendo intención alguna de leer al Santo Padre con la escopeta cargada, doy por buena la doctrina que contiene, aunque algún comentario me haya podido hacer levantar la ceja (¿Cristo no sabía distinguir la epilepsia de la posesión diabólica?). En cualquier caso, no es lo que me ha dejado más insatisfecho con el documento.
No, lo que echo en falta es aquello de lo que hablo al principio: profecía, en el sentido veterotestamentario, original, del término. Da la sensación de estar dando gran lanzada a moro, si no muerto, agonizante, y de atacar vicios que, si bien lo son, no puede decirse seriamente que abunden o siquiera que el mundo actual los tenga por buenos o tentadores.

Por ejemplo, se lee en la exhortación: “No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión”.
Ahora, ¿hay alguien que pueda pensar que el silencio y la vida retirada -no digamos, contemplativa- son tentaciones que abunden y causen estragos en el mundo moderno, incluso entre los propios fieles?
Se diría que más bien al contrario, que si contra algo hay que prevenir es contra el aturdamiento del ruido y de la huida de esos espacios de soledad y quietud que los santos tanto han apreciado a lo largo de nuestra historia para favorecer la oración.

Insiste, asimismo, Su Santidad en lo que ya se ha convertido en un Leit Motiv de su pontificado, su doble crítica a los católicos ‘rígidos’ empeñados en un cumplimiento puntilloso de las normas y a aquellos, no menos rígidos, que se obsesionan por agotar la verdad y defender a muerte cada punto de doctrina con desprecio de la práctica evangélica, ese amor y esas obras de caridad por las que seremos juzgados ‘al atardecer’.
Pero, ¿es alguno de esos dos el gran problema del mundo hoy? Más bien se diría que nuestra era, dentro y fuera de la Iglesia, se caracteriza por una visión más que laxa del cumplimiento de norma alguna; y en cuanto a la minuciosa defensa de la doctrina, suena incluso a broma cuando uno mira a su alrededor.

No es, por lo demás, una impresión personal. Ahí están las estadísticas sobre divorcio, aborto, homosexualidad activa u otras normas condenadas sin mucha polémica por la Iglesia que, entre católicos, alcanzan aproximadamente el mismo grado de incumplimiento que en la población general. En cuanto a doctrina, y por poner un ejemplo cercano al Papa, la Iglesia alemana, de la que han salido tantos de sus íntimos colaboradores y teólogos más admirados: según datos ofrecidos por la propia Conferencia Episcopal Alemana, solo el 60% de los laicos católicos cree en la vida después de la muerte y solo un tercio, en la Resurrección de Cristo.

¿Da la impresión de unos fieles aferrados irracionalmente a puntos minuciosos de doctrina? No parece, más bien lo contrario. Lo que uno ve a su alrededor es un descuido universal y sostenido de las normas y una ignorancia o desprecio creciente hacia las verdades de fe.
En definitiva, al lector le da a veces la sensación de que todo (o casi todo) es perfectamente correcto y adecuado en la exhortación salvo la fecha. Es un texto ideal, quizá, para la Ginebra gobernada por Calvino o, incluso, tal vez para los católicos españoles de los años cuarenta.

Francisco parece parafrasear en la intención a su compatriota Carlos Gardel, sintiendo que “veinte años no es nada”. Parece, decimos, dedicar un texto a católicos que no hubieran vivido las conmociones del postconcilio, a esa grey católica que, en efecto, podía en ocasiones mostrar un excesivo apego a puntos menores de doctrina o pseudodoctrina u observar un puntilloso cumplimiento de normas vacías de caridad.

Pero medio siglo es, en realidad, mucho tiempo, el suficiente como para que surjan varias generaciones de católicos a los que no hace falta animar demasiado para que relativicen normas o verdades de fe. Y es en ese sentido en el que Gaudete et Exultate parece hablar, directamente, a católicos que ya no existen apenas y a un mundo desaparecido sin remedio.

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