Autor: Santiago MARTÍN,
sacerdote FM
Católicos-on-line, setiembre
2019
Dos cardenales, Brandmüller
y Burke, han escrito a sus colegas pidiéndoles que rompan su silencio sobre la
catástrofe que puede caer sobre la Iglesia si sale adelante lo que consta en el
Instrumentum Laboris del Sínodo para la Amazonía.
Ya he hablado suficiente
sobre los errores de ese material de trabajo preliminar y no voy a volver a
ello. Sólo quiero añadir que las intervenciones de estos dos cardenales no van
dirigidas contra el Papa Francisco, aunque a alguno le pueda parecer eso. Se
trata de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia -y esa es una de las
principales responsabilidades de los cardenales-, haciéndole ver a él y a todos
que hay una oposición, respetuosa pero viva, a las herejías que se pueden
aprobar. Un silencio generalizado en la Iglesia ante la posibilidad de estas
herejías, haría pensar que a nadie le importa o que todos están de acuerdo y
dejaría al Santo Padre como el último y único defensor de la doctrina de la
Iglesia. En un partido de fútbol, el portero tiene una importante misión que
cumplir, pero la hace mejor si tiene delante una buena defensa.
Pero los dos cardenales no
son los únicos que han hecho oír su voz. Antes lo hicieron un grupo de teólogos
marcadamente liberacionistas, que publicaron un texto, conocido como el
Documento de Bogotá, por el nombre de la ciudad donde se elaboró, y en el que,
entre otras cosas, se dice que todas las religiones tienen el mismo valor para
conducir a los hombres a la salvación. La pretensión de que esa salvación viene
por Jesucristo y se puede encontrar dentro de la Iglesia, así como de que en
ella está la plenitud de la verdad, es llamada “exclusivismo intolerante”, el
cual debe desaparecer para aceptar que “el cristianismo no tiene el monopolio
de la salvación”.
Hay que refrescar la memoria
para recordar que ése fue el principal motivo que llevó a monseñor Lefebvre a
dejar la Iglesia, tras el Concilio Vaticano II. Él, que había sido misionero en
África, se planteó el por qué de su trabajo y del conjunto del trabajo de los
misioneros -desde los apóstoles hasta nuestros días-, muchos de ellos mártires,
si cualquier religión era igualmente válida para ir al cielo y contenía las
mismas dosis de verdad. ¿Para qué evangelizar si da lo mismo, en la tierra y en
el cielo, ser católico que ser cualquier otra cosa? De la clara afirmación de
que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, unida a la que dice que en la
Iglesia católica está la plenitud de la verdad, revelada por el propio Hijo de
Dios hecho hombre, se ha pasado al todo vale igual y, en definitiva, al todo
vale. Meditando sobre esto hace muchos años, me pareció entender que la
justicia divina no podía condenar al infierno a aquellas personas que no habían
tenido la posibilidad de conocer el cristianismo, siempre y cuando fueran
fieles a los preceptos de las religiones en las que habían nacido y en las que
creían; pero siempre tuve claro que la salvación nos venía por Jesucristo y
sólo por Él, y que en la Iglesia católica estaban los medios que nos hacían más
fácil alcanzar esa salvación: la plenitud de la verdad y los sacramentos. En
definitiva, pensé yo, es como si quisiera estudiar matemáticas; no se puede
negar que algún genio las pueda aprender por sí mismo, pero es mejor ir a clase
con unos buenos profesores.
Pero ahora resulta que eso
ya no es así. La Iglesia no sólo no es el único lugar de salvación, sino que ni
siquiera es el más importante. Es uno más y, como es más exigente que otros, en
realidad es uno menos. Naturalmente, Cristo queda reducido a un turista
accidental y accidentado, a alguien cuya encarnación muerte y resurrección
fueron totalmente innecesarias y que se podía haber ahorrado todo eso, porque
con lo que teníamos era suficiente. Del mismo modo, no sólo es innecesaria la
evangelización, sino que es incluso dañina, en tanto que cuestiona y modifica
de alguna manera a las culturas, frutos de las religiones nativas, llevando a
cabo lo que nosotros consideramos que es una purificación pero que, en
realidad, desde su punto de vista, sería una destrucción más o menos intensa.
Y así llegamos a la cuestión
principal: la naturaleza y misión de Jesucristo. Tanto Burke como Brandmüller
dicen que estamos ante una crisis peor que la arriana y tienen razón. Los
arrianos al menos evangelizaban porque creían que Cristo, como mediador semi
divino, tenía algo esencial que aportar a la Humanidad. Estos rechazan todo
tipo de misión y de evangelización y reducen a Cristo no sólo a un nivel
exclusivamente humano, sino a alguien que hubiera hecho mejor en no haber
empezado su predicación del Reino, pues con eso no hizo nada más que
complicarnos la vida. Cristo y la Iglesia serían, pues, no innecesarios sino
incluso nocivos para el ser humano. Esta conclusión sólo puede proceder de
alguien que no ama a Cristo, que no cree en Él, y al cual le pesa el
cristianismo, como si fuera un fardo insoportable que ha tenido la desgracia de
que le pusieran a la espalda.
Tenemos, todos los que,
aunque sea imperfectamente, amamos al Señor -y no sólo los cardenales- hacer
oír nuestra voz para ayudar al Papa a fin de que no esté solo a la hora de
rechazar este veneno mortal que se extiende por las venas de la Iglesia y que
va a acabar con ella. Cristo es Dios, es nuestro Salvador y es el Salvador de
toda la Humanidad y, salvo excepciones que el Señor misericordioso permite y
conoce, fuera de la Iglesia no hay salvación.
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