el Dicasterio contra la Doctrina de la Fe
Stefano Fontana
Brújula cotidiana,
03_07_2023
El Papa Francisco
ha nombrado prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe al arzobispo
Víctor Manuel Fernández, su fiel compañero de toda la vida y a quien ha
promovido paulatinamente en Argentina a cargos significativos, como el
rectorado de la Universidad Católica y el ordinariato en La Plata en un
apresurado reemplazo de monseñor Héctor Aguer, culpable de discrepar con el
papa en Amoris laetitia.
Como Fernández es
un calco de Francisco (algunos sospechan incluso lo contrario), además de
figurar entre los autores materiales de sus encíclicas y exhortaciones, y como
hace tiempo que se proyecta en la línea vanguardista de la reforma de la
Iglesia, Fernández era el “innombrable” para quienes hoy están preocupados por
el proceso en marcha que lidera Santa Marta, especialmente en vísperas del
Sínodo sobre la sinodalidad.
Éste podrá ahora
desarrollarse en la línea de acoger los temas candentes –bendición de parejas
homo, diaconado femenino, superación del celibato sacerdotal- sin más controles
de Roma, es más, con su cobertura y connivencia. Por eso, el nombramiento ha
sorprendido a muchos que ven en él un acto de arrogancia, un desprecio a los
muchos que en la Iglesia están justamente preocupados por el actual avance
descontrolado, una aceleración sin precedentes y sin freno en el intento de
llegar a la cuenta final. Un nombramiento destinado a acentuar el conflicto en
la Iglesia, forzando al otro bando a una resistencia más dura.
Si el nombre de la
persona nombrada es muy preocupante, más aún lo es la carta -también sorprendente- que el Papa le ha dirigido,
escrita en el mismo estilo que la carta de respuesta del nuevo prefecto: el
lenguaje utilizado es perfectamente el mismo, hasta el punto de que algunos
malintencionados han especulado con la posibilidad de que Fernández haya sido
ghost writer también en esta ocasión, escribiendo él mismo ambas cartas.
Se trata de una
carta con contenidos perturbadores respecto a lo que hasta ahora se ha
considerado la finalidad específica del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y,
de hecho, lo que se ha considerado la Doctrina de la Fe. Hasta el punto de que,
tras su lectura, cabe preguntarse con aprensión qué será de este Dicasterio
central de la Curia Romana, teniendo en cuenta que si cambia esta Congregación,
cambia toda la Iglesia.
El Dicasterio para
la Doctrina de la Fe no es un centro cultural, no anima la investigación
teológica, no provoca el debate y no inicia procesos de confrontación. Más bien
hay que decir lo contrario. La Congregación dice la última palabra y cierra en
ese punto la investigación, el debate y el proceso. En la instrucción Donum
veritatis sobre la función eclesial del teólogo de la misma Congregación
dirigida entonces por Ratzinger, se explica bien (n. 14) cómo el magisterio
tiene un carácter “definitivo” para proteger “al pueblo de Dios de desviaciones
y desconciertos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error
la fe auténtica”.
El Dicasterio está
al servicio de esta necesidad de lo definitivo. Interviene (¿o más bien
intervenía…?) para esclarecer la verdad cuando surgen dudas peligrosas o
incluso cuando se niega, lo hace de manera afirmativa pero, indirectamente,
también de manera negativa condenando el error. En su carta a Fernández, en
cambio, Francisco dice que se debe alentar el “carisma de los teólogos y su
empeño en la investigación teológica” siempre que “no se conformen con una teología
de escritorio”, una “lógica fría y dura que pretende dominarlo todo”.
Aquí se desmonta
el significado del término “doctrina” y, por tanto, cambia la tarea de la
Congregación. Con una imagen tan confusa como la “teología de escritorio” y con
el forzamiento instrumental de la “lógica fría y dura” se echa por tierra la
visión correcta y tradicional de la doctrina, entendida ahora como
investigación en un contexto procedimental. El nuevo prefecto, por tanto,
tendrá que velar no por la no siempre equilibrada creatividad de los teólogos
para reconducirlos a su genuina vocación eclesial, sino por las evaluaciones de
la Congregación, que ya no tendrán que ser doctrinales (“frías y duras” en
lenguaje bergogliano), sino posibilistas y abiertas.
Es fácil imaginar
lo que esto significa para los temas candentes que están hoy sobre la mesa y
que se volverán muy candentes con el Sínodo.
Esta labor de
animación, según la carta de Francisco, tendrá que hacerse en un clima de
pluralismo tanto filosófico como teológico. “La Iglesia ‘necesita crecer en su
interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad’ sin que
esto implique imponer un único modo de expresarla. Porque ‘las distintas líneas
de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el
Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia”.
Atrás quedan los conceptos de Revelación, Depósito de la Fe y Doctrina. También
se ha roto la relación entre razón y fe, que hace imposible que la fe revelada
coexista con todas las filosofías y todas las teologías, que el amor no puede
armonizar sino pasando por su verdad y no contra ella. El amor respeta el
principio de no contradicción.
La carta también
contiene un golpe bajo contra la conducta del Dicasterio durante pontificados
anteriores: “El Dicasterio que presidirás en otras épocas llegó a utilizar
métodos inmorales. Fueron tiempos donde más que promover el saber teológico se
perseguían posibles errores doctrinales. Lo que espero de vos es sin duda algo
muy diferente”. La astucia de la frase “en otras épocas” no oculta que la
crítica se dirige al pasado reciente y especialmente a la larga era de
Ratzinger al frente de la Doctrina de la Fe.
Incluso dejando de
lado a la persona nombrada, esta carta es suficiente para causar una gran
preocupación sobre el futuro de este Dicasterio. Probablemente será un
Dicasterio para la Doctrina de la Fe con poco interés en la Doctrina, o incluso
opuesto a ella. Entenderá su papel como promotor del diálogo teológico, pero
sin ejercer ninguna forma de control y garantía doctrinal. Se concebirá a sí
mismo como el motor de un proceso y no como el Dicasterio que garantiza la meta
del camino. Será pluralista y acogerá todas las filosofías y teologías. Será
todo esto y quizás más. Que no se piense, sin embargo, que dejará de ser
dogmático o que no será inflexible. Lo será, pero de un dogmatismo sin verdad y
centrado en la praxis. Quienes no se ajusten a las nuevas prácticas serán
condenados y perseguidos. E incluso la mera “resistencia” se convertirá en una
acusación.
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