donde triunfó la verdad de la Inmaculada
Brújula cotidiana,
08_12_2023
Publicamos los
siguientes extractos del artículo “Sobre el culto a la Inmaculada Concepción”,
escrito en 1925 por san Maximiliano María Kolbe (cf. Los escritos de M.
Kolbe, Città di Vita, Florencia, 1978, vol. III).
Fue en París en el
año 1305. Un joven religioso [el beato Juan Duns Escoto, ed.] sale del
convento de los frailes franciscanos y con gran recogimiento se dirige a la
escuela más famosa de la época, la Universidad de la Sorbona. Piensa en la
Inmaculada Concepción y la invoca susurrando jaculatorias para que le ayude a
defender su privilegio, tan querido por Ella, de la Inmaculada Concepción. Ese
mismo día, de hecho, por orden del Papa y ante sus legados, iba a tener lugar
una disputa general entre los partidarios de este privilegio y sus adversarios.
Y la disputa la había provocado precisamente él....
Recientemente
había ocupado la cátedra universitaria que había dejado vacante William Ware,
que se había jubilado por ancianidad. Por orden del Procurador General había
tenido que abandonar su cátedra universitaria en Oxford, donde había hablado
públicamente y con verdadero entusiasmo sobre la “Concepción sin pecado”. Y
habían acudido 30.000 estudiantes de todas partes.
Ahora acababa de
llegar a París. Ni siquiera aquí pierde la oportunidad de defender abiertamente
la Inmaculada Concepción. Ha fijado su residencia el 18 de noviembre de 1304
tras haber abandonado Oxford; y sin embargo ya están llegando quejas sobre él
al Papa Clemente V en Aviñón, por el hecho de que defiende públicamente el
privilegio de la Inmaculada Concepción, como si enseñara una doctrina contraria
a la fe, debido a una exagerada devoción a la Santísima Virgen. Y precisamente
hoy tiene que justificarse ante todos los profesores e incluso en presencia de
los legados del Papa. ¿Podría hacerlo de otro modo? ¿Él, franciscano, hijo
espiritual del santo Patriarca de Asís? [...]
El Padre san
Francisco... Él, en efecto, enviando a los primeros frailes a la conquista de
las almas, les enseñó una oración a la Virgen: “Te saludo, Señora... elegida
por el santísimo Padre del cielo, que te consagró con el Hijo santísimo y
amadísimo y con el Espíritu Santo Paráclito. En Ti está y estaba toda la
plenitud de la gracia y todo el bien”. […] San Antonio, por cierto, uno de los
primeros hijos del Padre San Francisco, ¿no llamaba a María en sus sermones con
el dulce nombre de “Virgen Inmaculada”? [...] Sí, él [Escoto] tiene el derecho,
tiene el deber, como franciscano, de luchar en defensa de tan sublime
privilegio de la Madre de Dios.
Los profesores de
París afirman que se trata de una nueva doctrina. [...] ¿Una nueva doctrina?
[...] ¿Tal vez los Padres de la Iglesia no han proclamado con suficiente
claridad su fe y la de sus antepasados en la Inmaculada Concepción de María,
cuando afirman que Ella es purísima en todos los aspectos y totalmente sin
mancha, siempre pura, que el pecado nunca ha dominado en Ella, que Ella es más
que santa, más que inocente, santa en todos los aspectos, pura sin mancha, más
santa que los santos, más pura que los espíritus celestiales, la única santa,
la única inocente, la única sin mancha más allá de toda medida, la única
bendita más allá de toda medida? [...]
La verdad es que
no todos esos señores conocen con exactitud los escritos de los Padres de la
Iglesia, especialmente los orientales; que lean, pues, también esos pergaminos.
Ellos argumentan que la afirmación de que la Santísima Virgen era inmune a la
mancha del pecado original atenta contra la dignidad de Cristo Señor, que
redimió a todos sin excepción y murió por todos. Pero, ¿no es precisamente por
esto, por los méritos de su futura muerte, por lo que ni siquiera permitió que
Ella se manchara con culpa alguna? ¿No es precisamente por esto que Él la ha
redimido de la manera más perfecta? [...]
He oído muchas y
muchas objeciones de diversa índole, pero ninguna resiste la crítica. Sí, Dios
tuvo la posibilidad de preservar a su Madre incluso de la mancha del pecado
original. Y sin duda quiso hacerlo [...].
Escoto levantó la
mirada; pasaba junto a un palacio: desde el hueco de una de sus hornacinas la
Inmaculada, esculpida en una estatua de mármol, le miraba benévola. Su corazón
palpitó de alegría. Recordó los años de su adolescencia, cuando se había
presentado a la puerta del convento de los frailes franciscanos de Oxford;
cuando, después de haber sido aceptado, tuvo grandes dificultades en los
estudios por falta de capacidades y, habiendo rezado a la Virgen Inmaculada,
sede de la Sabiduría, había recibido esa gracia en gran abundancia y había
prometido a la Virgen Inmaculada consagrar todo su genio y sus conocimientos a
su gloria.
Por Ella,
precisamente, iba a luchar en aquel momento. Se quitó el sombrero e interiormente
rezó con fervor: “Hazme digno de alabarte, Virgen santísima. Y dame fuerza
contra tus enemigos”. Y vio que la Inmaculada, inclinando la cabeza, le
prometía su ayuda. (La estatua de la Inmaculada con la cabeza inclinada
permaneció expuesta hasta 1789, cuando los masones la destruyeron durante la
Revolución). [...]
En la gran sala de
la universidad, los numerosos opositores habían ocupado los asientos de ambos
lados. Escoto, humilde, acudió también a su asiento y esperó sencillamente a
que se le permitiera hablar. Los tres enviados del Papa también hicieron su
entrada y se situaron en el centro de la sala, en sus asientos asignados, para
escuchar la disputa y presidirla. Los oponentes se presentaron en primer lugar.
Con múltiples argumentos, que los contemporáneos enumeraron hasta 200,
refutaron las pretensiones del pobre franciscano. Finalmente, agotadas las
objeciones, se hizo el silencio.
El legado del Papa
concedió la palabra a Escoto. [...] Así describe la escena Pelbart de Temesvar,
contemporáneo cercano de Escoto: “A éstos (los que negaban la Inmaculada
Concepción) se opuso el valiente orador. Se habían presentado contra él sólidos
argumentos que sumaban 200. Los escuchó uno tras otro. Los escuchó todos uno
tras otro con serenidad y facilidad, pero con atención, y con una memoria
asombrosa los repitió en el mismo orden, desentrañando las intrincadas
dificultades y demostraciones con gran facilidad, como Sansón había hecho con
las ataduras de Dalila [cf. Jue 16,9-14]. Además, Escoto añadió otros numerosos
argumentos muy válidos para probar que la Santísima Virgen fue concebida sin
mancha de pecado. Su tesis impresionó tanto a los académicos de la universidad
parisina que, en señal de aprobación, Escoto recibió el título honorífico de
‘Doctor Sottile”.
A partir de
entonces, los franciscanos, dispersos por las diversas localidades de Europa,
proclamaron cada vez con mayor franqueza la Inmaculada Concepción de la Purísima
Virgen a los fieles de todas partes. Cuando, el 8 de noviembre de 1308, el
valiente defensor del privilegio de la Inmaculada Concepción abandonó este
exilio terrenal en Colonia, en cuya universidad había enseñado en sus últimos
años, la fe en la Inmaculada Concepción de María había echado ya raíces tan
profundas que el célebre teólogo español Vásquez pudo escribir con razón en el
siglo XVI “Desde el tiempo de Escoto [la fe en la Inmaculada Concepción] ha
crecido tanto no sólo entre los teólogos escolásticos, sino también entre el
pueblo, que ya nadie es capaz de hacerla desaparecer”.
[...] La fe en la
Inmaculada Concepción de Nuestra Señora se hacía cada vez más viva. Lo que en
el pasado estaba implícito en la fe en la expresión: “plenitud de gracia”, es
decir, la santidad y la pureza sin mancha de Nuestra Señora, ahora se
manifestaba expresamente, se veneraba en toda su amplitud y se llamaba con
nombre propio, hasta el día en que, en los decretos divinos, llegó el momento
en que el Papa Pío IX [...] declaró solemnemente que la doctrina –que afirmaba
que la Santísima Virgen María en el primer instante de su concepción fue
preservada libre de toda mancha de pecado original, por una gracia especial y
por un privilegio de Dios Todopoderoso, en consideración a los méritos de
Jesucristo Salvador del género humano- había sido revelada por Dios. [...]
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