jueves, 26 de septiembre de 2024

POR QUÉ NO SOY SEDEVACANTISTA


Alonso Pinto

Infocatolica,  26/09/24

 

Si un Papa yerra, ya sea en sus declaraciones o en sus actos, tengo por costumbre actuar de la siguiente manera: en primer lugar reconozco ese error como tal, no intento darle interpretaciones forzadas ni retorcer la evidencia, sino que lo denuncio y llamo como testigos a los Padres de la Iglesia, a los santos, a los Doctores, a los Papas anteriores, para oponer la verdad al error. En esta primera etapa me gano la simpatía de los sedevacantistas, que acuden para felicitarme y darme palmaditas en la espalda, pero por otro lado enfurezco a los papólatras. Esta situación, sin embargo, dura poco tiempo, porque en segundo lugar sostengo que ningún error de un ministro de la Iglesia, sea el de un sacerdote desconocido que oficia en una pequeña parroquia de los suburbios, sea el del mismísimo Vicario de Cristo en la tierra, puede justificar el abandono de la Iglesia visible. En esta segunda etapa las tornas se cambian: me gano la simpatía de los papólatras, pero enfurezco a los sedevacantistas. Hace tiempo que me he resignado a esta alternancia, para mí es como la salida y la puesta del sol.

 

Pero en esta ocasión me gustaría explicar por qué no soy sedevacantista, dejar clara la razón por la que, pese a poder admitir sin reservas los errores y ambigüedades doctrinales de un Papa, no puedo sin embargo unirme a aquellos que deslegitiman su pontificado.

 

Para aclarar la cuestión, debo indicar en primer lugar que mi postura no se fundamenta en la cuestión de hecho, a saber, si la Sede está realmente vacante o no lo está. Es en efecto posible –y estoy dispuesto a considerarlo tan probable como se quiera– que en el futuro la Iglesia católica decrete esa vacancia y constate la ilegitimidad de los pontificados que se han sucedido desde el Concilio Vaticano II hasta hoy, pero ni siquiera entonces se podría decir que me había equivocado, pues de antemano había confesado que ese hecho era posible, sólo que no me parecía un criterio firme para adelantarme a la decisión de la Iglesia visible. Mi postura se fundamenta en la completa seguridad de que Dios no puede reprochar a ningún católico el que a pesar de los errores doctrinales de sus gobernantes temporales haya permanecido en comunión con la Iglesia visible y recibido sus sacramentos (siempre que él mismo no haya admitido esos errores en su vida), mientras que, incluso si llega a ser cierto que los errores doctrinales de la jerarquía son tales como para deslegitimar los pontificados que se aducen, los sedevacantistas se exponen a un peligro infinito, pues no se trata de acertar en la cuestión de hecho, como si nuestra vida fuera un concurso de televisión en el que Dios nos recompensara con la eterna felicidad si acertamos la pregunta, sino que se trata de acertar en la cuestión de fe, aun si para ello hay que renunciar a tener razón en un punto concreto.

 

Se puede aplicar a esta cuestión la famosa Apuesta de Pascal. El argumento, muy resumido y por lo tanto simplificado, es el siguiente: quien cree en Dios, en caso de que Él exista, tendrá una ganancia infinita, mientras que si no existe no perderá nada por haber creído. En cambio, quien no cree en Dios, en caso de que Él exista tendrá una pérdida infinita, y en caso de que no exista no ganará nada por no haber creído. Por lo tanto, lo más razonable es creer, ya que en en el peor de los casos no se pierde nada, y en el mejor de los casos la ganancia es infinita.

 

Veamos qué consecuencias tiene esto aplicado al caso del sedevacantismo. En primer lugar, supongamos que la Sede está vacante; supongamos que, como dicen los sedevacantistas, desde Juan XXIII hasta Francisco todos los Papas han sido ilegítimos. En ese caso, respecto a la cuestión de hecho, los sedevacantistas habrían tenido razón, pero, ¿estarían libres de reproche a los ojos de Dios? ¿No les podría reprender la impaciencia que mostraron al adelantarse a la decisión de la Iglesia visible? Bien, la Sede estaba en efecto vacante, pero, ¿por qué adelantarse al tiempo que Dios había dispuesto para comunicarlo al cuerpo de todos los fieles esparcidos por todo el mundo? Los sedevacantistas habían dado tanta importancia a sus propias vidas que no podían consentir que la decisión quedara relegada al momento posterior a sus muertes, y así prefirieron anticiparse a los planes de Dios y dictar sentencia antes de tiempo. ¿Y de qué les había servido esa antelación? ¿Acaso creen que Dios les iba a salvar sólo a ellos y abandonar a todos aquellos católicos que por ignorancia en cuestiones teológicas o por pura candidez habían seguido recibiendo los sacramentos? ¿Creen que Dios iba a hacer depender la salvación eterna de cada hombre de una sutil cuestión teológica reservada a unos pocos versados en controversias eclesiales?

 

Incluso si era cierto que el ministerio humano era inválido, no tendrían que haber dejado de recibir los Sacramentos, pues con ello estaban supeditando la fe al cálculo, lo divino a lo humano, dando por hecho que Dios era incapaz de servirse de un ministerio invalido para hacer presente su gracia a todos los fieles que lo ignoraban. La cuestión de hecho externa, que la Sede estaba vacante, les habría ocultado la cuestión de hecho interna: que no tenían fe, precisamente porque no la habían sabido mantener en la prueba del hecho externo que la contrariaba. ¿No habría sido mejor para ellos, entonces, estar equivocados en relación a si el ministerio humano era legítimo, pero acertar en tener fe en la Iglesia visible a pesar de todos los errores humanos?

 

Demos por hecho que en el futuro, cuando los sedevacantistas actuales hayan muerto, la Iglesia invalide los pontificados que aquellos habían señalado. ¿De qué les servirá eso en el Día del Juicio? Allí no se les examinará de eclesiología, sino del amor. Podría decir el sedevacantista en su defensa: «al fin y al cabo tenía razón, pasó tal como yo dije, supe adelantarme a los acontecimientos». Pero, ¿acaso tendría eso algo que ver con el Juicio? ¿No sería como si alguien que está siendo juzgado por hurto basara su defensa en que adivinó qué tiempo haría el día siguiente? Dios podría responder: «ese hecho nada quita o añade a tu causa. ¿Acaso entre los diez Mandamientos conoces alguno que diga: tendrás razón en la cuestión de hecho? ¿Acaso lees en mis Escrituras: quien adivine si la Sede está vacante, será salvo? ¿Te revelé a través de la Tradición que tu salvación dependía de tu acierto o falta de acierto en esa materia? Por supuesto que no había que caer en los mismos errores que los pastores que me traicionaron, pero, ¿significaba eso acaso que debíais salir del redil? Bien podías mantenerte en él confiando en que era Yo quien te alimentaba, en que Yo te procuraría buenos pastos y eliminaría de ellos el veneno que habían introducido los malos pastores».

 

Por lo tanto, si bien el sedevacantista habrá tenido razón en un hecho aislado y temporal, se habrá equivocado en el hecho general y eterno, pues no habrá tenido la fe suficiente como para creer que Dios podía mantener la integridad de la Iglesia visible pese a la traición del ministerio humano. En esta apuesta, por consiguiente, el sedevacantista lo habrá arriesgado todo por la probabilidad de una ganancia que siempre había sido exigua o nula.

 

Ahora, continuando con la suposición de que la Sede haya estado realmente vacante, veamos qué pasaría con todos los fieles que no hubieran sabido advertir ese hecho, o que pese a advertirlo hubieran tenido la fe suficiente como para creer que Dios podía mantener la eficacia de sus Sacramentos incluso entre la corrupción de sus administradores. Porque, ¿acaso Dios, el mismo que inspiró al salmista para escribir «su pregón sale por toda la tierra, y sus palabras hasta los confines del orbe», iba a condenar a esos fieles por acudir a la llamada de la Iglesia visible, que resonaba en todo el mundo? ¿Acaso Dios, el mismo que inspiró al evangelista para escribir: «no puede estar oculta una ciudad situada en la cima de un monte, y no se enciende una candela para ponerla debajo del celemín», acaso Él iba a reprochar al católico el que hubiera seguido asistiendo a la Iglesia esparcida por toda la tierra y visible desde todos sus puntos? ¿Podría Dios, después de dejar claro en las Escrituras, y en dos mil años de historia, que la Iglesia es visible, condenar al católico que, sin caer en los errores de la jerarquía humana, sin embargo hubiera seguido vinculado a la Iglesia visible y recibido sus Santos Sacramentos? Al contrario, en ese caso la fe del católico habría quedado probada por las circunstancias más tentadoras, se habría mantenido en la verdad de la fe confiando en que Dios no podía defraudarle, en que su promesa era más fuerte que las adversidades. Ni para bien ni para mal habría puesto su confianza en los hombres, sino que su fe habría quedado en un estadio superior, imperturbable ante las vicisitudes de la historia, sin dar tanta importancia a su vida como para creer que Dios sólo tenía ese plazo para dirimir los asuntos de la Iglesia militante.

 

Ese católico lo habría encomendado todo a Dios, se habría conformado (aunque en este caso la palabra «conformar» es equívoca, pues se trata de la más alta exigencia) con hacer lo que la Revelación, por medio de la Tradición y las Escrituras, le había ordenado, sin dar demasiada relevancia a la cuestión de si el Papa era o no legítimo, puesto que lo relevante era si él conseguía mantener la fe en Dios hasta el punto de creer que nada más era relevante, incluso lo que humanamente sí lo es; puesto que lo importante era si confiaba en la Iglesia hasta el punto de creer que ningún error humano la despojaba de su misión, y que sus Sacramentos, por muy mal administrados que estuvieran, jamás perdían la eficacia que Dios les confería. Por tanto, en esta apuesta, y aun si la Santa Sede hubiera estado vacante, el católico que permaneció en la Iglesia visible no habría perdido nada.

 

Todavía queda, sin embargo, considerar la otra posibilidad, a saber, que la Sede no hubiera estado vacante, que los errores de sus dirigentes humanos no hubieran sido suficientes para invalidar sus ministerios. Pero respecto a esta posibilidad seremos mucho más breves, pues es evidente que en este caso el sedevacantista se vería en apuros en el Juicio Final, ya que ni siquiera tendría la cuestión de hecho de su parte, y habría abandonado la Iglesia visible por una conjetura que finalmente había resultado falsa. Estaría, pues, cerca de perder su felicidad eterna por una apuesta en la que no tenía nada que ganar, lo habría arriesgado todo por una hipótesis que de resultar verdadera no tenía ninguna repercusión en lo que respecta a su salvación. Por su parte, el católico que permaneció en la Iglesia visible, si bien debería dar cuenta de su vida y de sus pecados, como todo hombre, en lo que se refiere a la fidelidad a la Iglesia Dios no encontraría nada que reprocharle, de modo que en ese sentido habría ganado lo infinito en una apuesta donde lo peor que le podía pasar era no ganar nada.

 

Consideradas, pues, todas las posibilidades, aparece claro que el sedevacantista lo puede perder todo y no tiene nada que ganar, mientras el católico que permanece en la Iglesia visible lo puede ganar todo y no tiene nada que perder. La elección, pues, parece clara.

 

Pero ahora viene la decepción para los papólatras: puesto que la posibilidad de que la Sede esté vacante, por muy remota que le pueda parecer a un católico, debe ser tenida en cuenta, todo el que esté realmente interesado en su salvación deberá prestar atención a un punto que he procurado enfatizar en todo momento, y es que la ganancia sólo es segura si permanecemos fieles a la Tradición y a las Escrituras, si no las retorcemos para adaptarlas a un hombre, sea este quien sea, pues sólo entonces estaremos seguros de que, pase lo que pase y con independencia de la cuestión de hecho, Dios no tendrá nada que reprocharnos en ese aspecto. Una cosa es permanecer en la Iglesia visible, y otra muy distinta es que esa permanencia nos sirva de pretexto para desviarnos de la verdadera doctrina, que intentemos excusar nuestros pecados por la obediencia a una jerarquía que los cohonesta, pues en este caso somos mucho más culpables que los sedevacantistas, y nuestra salvación será menos probable que la de ellos.

 

No hay ninguna necesidad, por lo tanto, de formular interpretaciones rebuscadas e inverosímiles a las declaraciones erróneas de un Papa, de defender hasta lo histriónico aquellas afirmaciones en evidente contradicción con el Evangelio y la Tradición, procurando salvar siempre, con malabares dialécticos, un sentido ortodoxo que no es el que naturalmente se presenta cuando se escuchan. Eso es lo que hacen los papólatras, y el motivo por el que estoy tan alejado de ellos como de los propios sedevacantistas. Con esto me gano la antipatía de ambos, pero ya lo dije al principio: para mí es como la salida y la puesta del sol.

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