“Un proyecto
diabólico contra la Misa en latín”
Robert Sarah
Brújula cotidiana,
22-1-25
El lunes 20 de
enero, el Teatro Guanella de Milán ha acogido la presentación del último libro
del cardenal Robert Sarah, “Dio esiste?” (Cantagalli), en el que el Prefecto
emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos responde a una serie de preguntas sobre la existencia y la
presencia de Dios en nuestras vidas.
El acto ha sido
organizado por la Brújula Cotidiana y por la Bussola Mensile. Publicamos a
continuación amplios extractos de la lectio que el cardenal ha pronunciado en
dicha ocasión.
***
La oración es una
mirada silenciosa, contemplativa y amorosa dirigida hacia Dios. Orar es mirar a
Dios y dejarse mirar por Dios. Así nos lo enseña el campesino de Ars. El Cura
de Ars, asombrado de verle regularmente y todos los días de rodillas y en
silencio ante el Santísimo Sacramento, le preguntó: “Amigo mío, ¿qué haces
aquí?”. Y él respondió: “Je l'avise et il m'avise” (¡Yo le miro y Él me mira!).
El entonces
cardenal Ratzinger, en la homilía de la Missa pro eligendo Romano Pontifice,
dijo: “Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, se tacha a menudo de
fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse llevar ‘de aquí
para allá por todos los vientos de la doctrina’, parece ser la única actitud
acorde con los tiempos actuales. Se está configurando una dictadura del
relativismo, que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como medida
última el yo y sus apetencias. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el
Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. Una
fe que sigue las olas de la moda y la última novedad no es adulta; adulta y
madura es una fe profundamente enraizada en la amistad con Cristo”. ¡Qué
dramática actualidad tiene este texto del cardenal Joseph Ratzinger!
La tarea más
urgente es recuperar el sentido de la adoración y de la postración con fe y
asombro ante el misterio de Dios. Como los Magos que “se postraron adorándole”.
La pérdida del valor religioso de arrodillarse y del sentido de adoración a
Dios es el origen de todos los incendios y crisis que sacuden al mundo y a la
Iglesia, de la inquietud e insatisfacción que vemos en nuestra sociedad.
¡Necesitamos adoradores! El mundo se muere por falta de adoradores. La Iglesia
se está arideciendo porque le faltan adoradores. Este es el lugar primero y
privilegiado del diálogo con Dios: el Sagrario, su presencia en medio de
nosotros.
Por esta misma
razón, la Santa Misa es como una cita necesaria y vital con Cristo. La
Eucaristía es la fuente de la misión de la Iglesia; las celebraciones sagradas
y hermosas para gloria de Dios y santificación del pueblo, son fundamentales
para fomentar la confianza con Él, esa intimidad divina que anhela nuestra
existencia. Por esto mismo, la Santa Misa celebrada en las lenguas nacionales
no debe perder nunca el sentido de lo sagrado y no debe traicionar nunca la
palabra del Señor Jesús. La Santa Misa no es una reunión social para
celebrarnos a nosotros mismos y nuestras hazañas, no es un despliegue cultural,
sino el recuerdo de la muerte y resurrección del Señor que, desde hace siglos,
la Iglesia siempre celebra. (...)
Somos inmensamente
más dichosos que el profeta Isaías: él rogaba que Dios rasgara los cielos y
descendiera (cf. Is 63,19), nosotros lo contemplamos en medio de nosotros. El
rey David se preguntaba de dónde llegaría la ayuda (cf. Sal 121), nosotros
sabemos que nuestra ayuda está en el Señor Jesús. Toda la tradición de la
Iglesia enseña que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, es el único salvador de la
humanidad, y que en ningún otro hay salvación. Quien, fuera de los límites
visibles del cristianismo, llega a la salvación, llega a ella siempre y sólo
por los méritos de Cristo en la Cruz y no sin alguna mediación de la Iglesia.
Estas verdades
centrales de la fe cristiana han sido reafirmadas recientemente (porque era
evidente la necesidad de hacerlo) por dos documentos fundamentales: la
Encíclica Redemptor hominis de san Juan Pablo II de marzo de 1978 y la
Declaración Dominus Iesus del Jubileo del año 2000.
Son dos documentos
fundamentales del Magisterio de la Iglesia: el primero es aquel con el que san
Juan Pablo II abrió su propio pontificado, comprometiendo en él toda su
credibilidad y la de la Iglesia -casi el programa del pontificado- y resumiendo
lo que la propia Iglesia ha madurado a lo largo de los siglos, como conciencia
de sí misma y de su propia tarea; el otro, emitido por la entonces Congregación
para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Ratzinger, con la
aprobación especial de San Juan Pablo II, representa el fundamento del diálogo
ecuménico, en la verdad, porque sin verdad no puede haber diálogo. (...)
La Iglesia
católica es “el lugar donde se encuentran todas las verdades”, escribió el gran
Chesterton, hace casi cien años, descubriendo que la religión más antigua
resulta ser sorprendentemente la más nueva, más nueva incluso que las llamadas
nuevas religiones -como el protestantismo, el socialismo o el espiritualismo-
porque, a diferencia de ellas, la tradición y la verdad católicas conservan
intacta su validez desde hace dos mil años.
La respuesta a
todas las preguntas que todo hombre se hace se encuentra en el cristianismo, la
única respuesta posible a esa aspiración a lo Verdadero, a lo Bueno, a lo
Bello, a lo Justo, que habita en el corazón de cada uno de nosotros, es Cristo.
(...)
Habiendo
abandonado a Dios, se ha impuesto la convicción de que el liberalismo moral
conduce al progreso de la civilización. En cambio, la observación de la
realidad muestra cómo este supuesto progreso es, en realidad, una decadencia
moral y antropológica, una nueva forma de paganismo que ha desacralizado al
hombre y sus relaciones: pretende incluso establecer quién tiene derecho a
vivir, y pagan el precio los más frágiles: el hombre en el seno materno, los
ancianos, los discapacitados y, por último, todos los abandonados, convencidos
de que son una carga para la sociedad, para sus amigos e incluso para su propia
familia.
La Iglesia,
visceralmente preocupada por salvar al hombre integral en su cuerpo y en su
alma, siempre ha tenido como prioridad la evangelización, la educación a través
de las escuelas, y la salud humana abriendo dispensarios y hospitales. En esta
defensa del hombre, de la sacralidad de su vida, no podemos permitir que los
poderes de este mundo, tanto si se expresan como gobiernos nacionales o
supranacionales (pensemos en la ONU y sus ramificaciones; en pactos militares
de defensa que luego se convierten en ofensivos) dicten agendas utilitarias e
inhumanas. Desconfiemos de la nueva ética globalista promovida por la ONU;
¡desconfiemos de la ideología de género! (...)
¿Por qué querer
cambiar la propia naturaleza? ¿Por qué violarla manipulándola? ¿Por qué querer
cambiar de sexo mutilando inútilmente un cuerpo creado, querido, por Dios? No
debemos mutilarnos para realizarnos según nuestros sentimientos o tendencias,
de un modo distinto al que Dios ha hecho de nosotros. Nos creó a su imagen y
semejanza, varón y hembra nos creó (cf. Gn 1,27). Nos destruimos a nosotros
mismos si queremos negar o rechazar haber nacido varón y mujer, decidiendo
mutilar nuestra naturaleza de hombres o mujeres. Por el contrario, debemos
entrar en la lógica de acoger la naturaleza, nuestra propia naturaleza, como un
don, como un regalo gratuito del Creador que nos revela algún fragmento de su
infinita sabiduría. (...)
La Eucaristía es
el Sacramento más vital. Es la vida de nuestra vida. El don más precioso que hemos
heredado. Y una herencia se conserva, ¡no se puede disipar!
“En la historia de
la liturgia hay crecimiento y progreso, pero no ruptura. Lo que era sagrado
para las generaciones anteriores, sigue siendo sagrado y grande también para
nosotros, y no se puede prohibir de repente o incluso juzgado perjudicial. Es
bueno para todos nosotros conservar las riquezas que han crecido en la fe y en
la oración de la Iglesia, y darles el lugar que les corresponde” (Benedicto
XVI). Por todo esto, el hecho de que se plantee acabar definitivamente con la
Misa tridentina tradicional, es decir, un rito que se remonta a san Gregorio
Magno, una liturgia que tiene 1.600 años, una Misa que han celebrado tantos
santos: san Padre Pío, san Felipe Neri, san Juan María Vianney (el Cura de
Ars), san Francisco de Sales, san Josemaría Escrivá, etc. Y remontándonos hasta
el Papa Gregorio Magno (590-604) e incluso hasta el Papa San Dámaso (366-384).
Este proyecto, si es real, me parece un insulto a la historia de la Iglesia y a
la Santa Tradición, un proyecto diabólico que querría romper con la Iglesia de
Cristo, de los Apóstoles y de los Santos.
El Papa Benedicto
XVI nos recuerda que “el Concilio Vaticano I no definió en absoluto al Papa
como monarca absoluto, sino, al contrario, como garante de la obediencia a la
Palabra transmitida: su autoridad está ligada a la tradición de la fe: esto
vale también en el ámbito de la Liturgia. No está ‘hecha’ por un aparato
burocrático. Incluso el Papa sólo puede ser un humilde servidor de su correcto
desarrollo y de su permanente integridad e identidad... La autoridad del Papa
no es ilimitada; está al servicio de la Sagrada Tradición”.EVENTO BRÚJULA
COTIDIANA
El proyecto de
cancelar la Misa Tridentina es “un insulto a la historia de la Iglesia”.
Benedicto XVI ya recordó que “el Concilio Vaticano I no definió en absoluto al
Papa como un monarca absoluto”. No al indiferentismo: “Quien llega a la
salvación fuera de los límites visibles del cristianismo llega a ella siempre y
sólo por los méritos de Cristo en la Cruz y no sin una cierta mediación de la
Iglesia”. Éstas y otras son las palabras del cardenal Robert Sarah en la
presentación, organizada por la Brújula Cotidiana, de su libro “Dio esiste?”.
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