domingo, 22 de febrero de 2009

Siete grandes desafíos al Evangelizar


El Cardenal Paul Poupard nos ofrece su perspectiva de los 7 principales retos que enfrentamos como Iglesia en la era moderna para una evangelización más eficaz.

1. El desafío de la verdad frente al pensamiento débil

La post-modernidad se caracteriza por la aparición de una nueva racionalidad. La razón autónoma, privada de la ayuda de la fe, ha recorrido caminos que han conducido a Auschwitz y al Gulag. Era normal que se llegara el hastío y ala búsqueda de un nuevo modo de racionalidad, El hombre postmoderno es hedonista y consumista, como le enseña el sistema. A diferencia del escriba prudente del que hablaba Jesús, que sacaba del arcón lo viejo y lo nuevo, nuestro hombre compra cada mañana una cosa nueva y ala tarde la tira porque es vieja. Relativista y escéptico, prefiere un pensamiento débil y fragmentario que no le comprometa a nada. Humberto Eco define nuestra época como la época del feeling, el sentimiento, sobre la verdad. Se vive de impresiones, de impactos sensoriales o emocionales, de lo efimero.
Es precisamente en la concepción de la verdad y de la razón donde con mayor fuerza se deja sentir la crisis de la modernidad. Según Vattimo, el único espacio que queda libre consiste en «abrirse a una concepción no metafísica de la verdad ... En términos muy generales ... se puede decir que la experiencia post-moderna de la verdad es una experiencia estética y retórica». Cuando fracasan estrepitosamente los mitos de la modernidad que habían constituido su bandera, es la razón misma la que se repliega desencantada sobre sí misma y renuncia a su más alta vocación, la búsqueda de la verdad, contentándose en lugar de ello con verdades parciales y fragmentarias. Oyendo hablar de verdad, nuestro mundo responde con la pregunta cínica y desengañada de Pilatos: ¿y qué es la verdad?
El cristianismo, en cambio, se presenta con algunas exigencias filosóficas irrenunciables, que Juan Pablo II ha expuesto en la encíclica Fides et Ratio. La religión del Logos encarnado no puede renunciar a la razón y ala pretensión de hallar la verdad toda entera. «Sólo deseo reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica» (Fides et Ratio, 83). El cristiano no puede renunciar al anuncio de la verdad, convencido de que la necesidad más radical del hombre es saciar el hambre de verdad, y que la peor forma de corrupción es la intelectual, que aprisiona la verdad en la injusticia, llamando al mal, bien e impidiendo el conocimiento de la realidad tal y como es.
¿Cómo reconciliar la religión del Logos encarnado, cuya pretensión fundamental es la de ser religio vera, con una cultura que ha renunciado a toda pretensión de conocer la verdad? ¿Cómo hablar de verdad a una cultura que aborrece instintivamente conceptos y palabras fuertes?. Este es el desafío que tenemos planteado, para el que yo no veo más solución que proponer, no ya la verdad, sino una cultura de la verdad. Una cultura de la verdad hecha de inmenso respeto y acogida hacia la realidad, traducida en respeto hacia la persona, que es la forma eminente de lo real. En esta cultura de la verdad, en la que la dimensión de la atención, el cuidado, la sensibilidad, la búsqueda humilde adquieren un protagonismo especial, es posible reconciliar la razón y el sentimiento que la postmodernidad juzga incompatibles. Y así, paradójicamente, San Agustín se vuelve más actual que nunca, al realizar en su vida la unión entre la verdad y el sentimiento. Agustín dice «ve adonde tu corazón te lleva» -como reza el título de la novela de Susanna Tamaro-, «es decir, hacia la verdad».

2. Anunciar a Jesucristo en la era del New Age

Íntimamente vinculado al desafío anterior está el que constituye anunciar a Jesucristo en una era de religiosidad salvaje. Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del «retorno de Dios, como si Dios hubiera estado alguna vez lejos del mundo y del hombre, o, con más precisión, del regreso de una religiosidad salvaje. Podemos así aventurar una primera constatación a la profecía con que abríamos esta conferencia: sí, el siglo XXI parece más religioso que el precedente. La cuestión no está en saber si nuestro tiempo creerá o no, sino en qué creerá. Si Heidegger definía la modernidad como un estado de incertidumbre acerca de los dioses, la post-modernidad representa en cambio el regreso triunfal de los dioses. No del Dios personal que se ha revelado en Jesucristo, sino de los dioses y las mitologías y religiones pre-cristianas, entre las que los cultos célticos, por su vinculación a la naturaleza, adquieren un especial relieve. Cultos pre-cristianos, que en cada región adquieren una coloración especial: si en la Europa atlántica se trata de mitologías célticas, en la América Hispana se vuelve a los cultos precolombinos, o incluso, como en algunas partes de Europa, entre ellas España, se añora un pasado musulmán idealizado como una especie de edad dorada que la llegada del cristianismo ha venido a destruir. Del regreso alas mitologías pre-cristianas pasamos a la magia, el ocultismo y el preocupante aumento de las sectas satánicas. Umberto Eco, nada sospechoso de beatería, tiene razón cuando cita al gran Chesterton para describir la paradoja actual: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada. Creen en cualquier cosa».
Se trata del regreso de una religiosidad salvaje, que el cardenal Lehmann ha definido «teoplasma», una especie de plastilina religiosa a partir de la cual cada uno se fabrica sus dioses a su propio gusto, adaptándolos a las necesidades propias .
De nuevo se plantea ante nosotros el desafío en toda su formidable magnitud: ¿cómo anunciar en medio de este magma religioso, en el gran supermercado del bricolaje religioso, a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que ha dejado la Iglesia en la tierra como signo y continuadora de su misión entre los hombres? Aquí es donde se requiere toda la audacia del evangelizador, recordando las palabras, hoy más actuales que nunca, de Juan XXIII en la inauguración del Concilio Vaticano II, que pude escuchar personalmente siendo su colaborador: «una cosa es el depósito mismo de la fe, o las verdades contenidas en nuestra doctrina, y otra el modo en que éstas se enuncian, conservando, sin embargo idéntico sentido y alcance».
En este contexto adquiere también una actualidad especial un tema que ha sido reiteradamente propuesto por el Santo Padre y que en los días pasados hemos tratado ampliamente en el Consistorio apenas concluido: el diálogo interreligioso. Ya Juan Pablo II había señalado el diálogo con los creyentes de otras religiones como una prioridad en la carta de preparación al gran Jubileo, reiterado después en el mensaje que nos ha dejado a conclusión del año Jubilar. Es un imperativo inaplazable para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad. Se trata de un diálogo difícil, hecho de respeto, tejido con amorosa paciencia, que no se cansa ni se deja vencer ante los primeros reveses, que, sin embargo, nunca puede reemplazar el anuncio explícito de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Es un diálogo en perpetuo equilibrio entre la búsqueda de caminos de colaboración con otros creyentes, especialmente en la defensa de la vida y en la lucha contra el materialismo asfixiante, y la necesidad de evitar que degenere en sincretismo. Donde todo vale lo mismo, en definitiva nada vale nada. Yo mismo, tras haber dedicado años de estudio al fenómeno de las religiones, estoy convencido de que de su estudio, bien orientado, es un camino que acaba conduciendo a Cristo, en quien toda realidad humana, incluida la religión, alcanza su plenitud.
El diálogo no puede sustituir a la misión, ni convertirse en un consenso de mínimos. Como actividad inteligente, según la llamaba Pablo VI, es un camino hacia la verdad, a la que se llega a través de la experiencia del encuentro entre personas. Por eso, en realidad, creo que más que de diálogo entre religiones, habría que hablar de diálogo entre religiosos. El diálogo, que es una categoría eminentemente personal, tiene lugar siempre entre dos sujetos personales, y cuanto mayor y más profunda sea la experiencia de Dios de quienes dialogan, tanto mayores cotas de autenticidad alcanzará. El diálogo no puede nunca renunciar a presentar a Jesucristo buscando hacerse aceptar más fácilmente, ni escamotear el misterio trinitario, pensando que es un escollo en la predicación. De nuevo el paradigma ha de ser el del escriba sabio y prudente, que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo en su diálogo con los creyentes de otras religiones, según las necesidades de sus interlocutores, acompasando su conversación al paso de éstos. A veces tendrá que contentarse con un simple conocimiento mutuo, en la esperanza de que un pequeño puente tendido hoy pueda mañana servir de intercambio fecundo entre creyentes.

3. Persona humana y familia

El tercer gran desafío de nuestra época tiene como objeto directamente al hombre. El inicio del Milenio nos sorprendió con el anuncio oficial hecho por F. Collins y C. Venter, del desciframiento completo del genoma humano, la monumental enciclopedia donde con sólo cuatro letras está escrito el hombre. Unos meses después llegan voces confusas de que en algunos centros de investigación se han modificado genéticamente algunos embriones durante el proceso de fecundación in vitro. Desde diversas instancias se solicita la clonación de embriones humanos con fines terapéuticos, o al menos así se dice. Debemos rendirnos ala evidencia: la clonación reproductiva de seres humanos es técnicamente posible, y será muy difícil evitar que algún grupo de científicos, empujados por un deseo prometeico de traspasar una frontera hasta ahora considerada inviolable, se decidan a clonar un ser humano. A la repugnancia que ahora nos produce esta consideración, acabará sucediendo en la opinión pública primero una especie de resignación ante los hechos consumados, y después, una decidida aceptación. Hemos llegado así al borde de los escenarios futuristas descritos por Aldous Huxley, hace más de 60 años en su conocida obra Brave New World, Un mundo feliz, donde los seres humanos son producidos, sometidos a precisos controles de cualidad, y ya no engendrados.
El hastío producido por el desarrollo implacable de la técnica, que invade todos los dominios de la vida humana, no ha logrado impedir la difusión de una mentalidad que considera al hombre como objeto, y no como sujeto, y por tanto, capaz de ser manipulado o modificado para adaptarlo a los estándares de producción. En un mundo así, los débiles, los enfermos, los ancianos, los que no poseen un cuerpo hermoso, están destinados a una progresiva marginación. La aprobación de la eutanasia activa en Holanda, es sólo el primer paso de un proceso que acabará imponiéndola en los demás países para eliminar, so capa de humanidad, los elementos menos productivos del sistema económico y que más recursos consumen. Está por otra parte la desintegración del modelo familiar. La aprobación de leyes reguladoras de las parejas de hecho en toda Europa, y cuyo último e inconfesado fin es el de equiparar las uniones entre homosexuales al matrimonio monoparental. El aumento espectacular de matrimonios deshechos, de uniones irregulares, con hijos procedentes de diversos padres... todo tiene un profundo impacto en la sociedad. La visión antropológica de la compiementariedad de sexos, entre el hombre y la mujer, cede a la ideología del género, tal y como se presentó en la cumbre mundial de Pekín (1995): cada uno configura su propia orientación y comportamiento sexual libremente, sea heterosexual, homosexual o bisexual, como un derecho ejercido libremente.
Inútil decir que para la Iglesia se trata de un desafío epocal. La desintegración de la persona, irá dejando a los bordes del camino seres maltrechos y heridos, a quienes la Iglesia habrá de recoger con infinito amor: personas que se declaran abiertamente homosexuales, producto de complejas situaciones familiares y afectivas, y de la educación ambiental, para quienes será necesario hallar un espacio en la Iglesia, sin renunciar a la verdad acerca del hombre. Nos hallaremos cada vez más con más personas que han sufrido un proceso de maduración personal deficiente, marcados por profundas carencias afectivas y emotivas. Acaso niños creados en laboratorio, a quienes no dejaremos de acoger, aun cuando denunciemos a quienes recurren a las técnicas de clonación para traerlos al mundo. Y al mismo tiempo, la presión será cada vez mayor contra quien ose desafiar la medida social impuesta, es decir, contra las familias, unidas, estables y abiertas a la vida, a toda la vida, desde su concepción hasta su fin natural.
A este hombre del siglo XXI, prófugo, vagabundo de afecto, es a quien hay que anunciar el misterio de la íntima comunidad de personas en Dios Trinidad, la Encarnación del Hijo en el seno de una familia, la llamada a la comunión con los demás en la familia de los hijos de Dios, desarrollando un proyecto de vida en un matrimonio o en la vida comunitaria.

4. Ser cristiano en el mundo de la economía globalizada

Nuestro recorrido por las tareas que la Iglesia debe afrontar, nos pone ante una pregunta formidable: ¿cómo ser cristiano en un mundo globalizado?
Un vistazo somero a los periódicos y a las agendas culturales nos confirma que «globalización» es la palabra de moda en los foros y seminarios de discusión internacional. La globalización económica y cultural es un fenómeno sumamente complejo que estamos tratando de descifrar. Prueba de esta complejidad es lo que se ha dado en llamar «el pueblo de Seattle», la contestación radical a la globalización, que paradójicamente es un producto de la globalización misma, pues ha logrado amalgamar elementos tan heterogéneos como los pueblos nativos americanos, movimientos anarquistas, sectas orientales, desocupados y sin tierra, procedentes de todo el planeta, y ello gracias al principal motor de la globalización, que es la Internet.
Por eso el juicio acerca de la globalización ha de ser prudente. Contiene elementos muy positivos, que facilitarán enormemente el intercambio entre pueblos diversos, y también -¿por qué no?- el anuncio del Evangelio. El riesgo es el de una homogenización, no sólo lingüística, diseñada por unos pocos y difundida a través de medios de comunicación potentísimos que lo invaden todo, que sería una amenaza para la libertad.
Para la Iglesia, el compromiso principal en la hora actual está en la defensa de los débiles, especialmente de los nuevos esclavos que la globalización está produciendo. Estamos ante un fenómeno migratorio sin precedentes en la historia de la humanidad. El descenso de la natalidad en Europa y el aumento de la demanda de mano de obra, hacen necesaria la llegada de trabajadores extranjeros. Según datos recientes, se calcula que para el año 2050, un país como España tendrá cerca de 13 de millones de trabajadores extranjeros.
Estamos ante un proceso de cambio social y cultural de incalculables proporciones, que debe hacernos reaccionar. Se ha dicho que la Iglesia perdió la clase obrera en los siglos xix y xx, abandonándola en manos de movimientos revolucionarios, por no haber sabido movilizar los recursos de que disponía en favor de los trabajadores explotados, que es justamente lo que pedía Federico Ozanam. La experiencia de los errores del pasado debería ayudarnos a no ignorar el drama de los millares de trabajadores que cruzan cada mes el Estrecho en embarcaciones de fortuna buscando simplemente huir del espectro del hambre. ¿Sabrá la Iglesia estar al lado de los nuevos esclavos del siglo XXI? ¿Pasará la Iglesia del siglo XXI a estos nuevos bárbaros, y dar lugar a una nueva síntesis capaz de fecundar con nuevos valores la cultura europea decadente? He aquí el desafío.

5. Las nuevas sociedades multiculturales

Esto nos lleva directamente a otro gran compromiso de la hora actual: la presencia de la Iglesia en una sociedad multicultural y pluralista. El imparable flujo de emigrantes procedentes de ambientes culturales diferentes, no sólo provocará un profundo cambio social, sino también cultural. El respeto a la identidad cultural de los recién llegados no puede ponerse en discusión. Este derecho sin embargo es correlativo al respeto por la identidad cultural del pueblo de acogida, que no puede menospreciarse en aras de una mal entendida tolerancia. De otro modo se estarían reproduciendo, a la inversa, la destrucción cultural cometida con frecuencia en el pasado por colonizadores europeos en otros pueblos. Europa tiene su propia identidad cultural. No es una tabla rasa en la que se parte de cero, o por usar la expresión de Alain Finkielkraut, el área «pic-nic» de la autopista, donde cada uno aporta su propia comida. Europa tiene su propia identidad, en cuya forja el Cristianismo no ha sido sólo un factor accidental.
El mensaje de Año Nuevo del Santo Padre, dedicado precisamente al diálogo entre las culturas, ofrece al respecto pautas iluminadoras. Nos exige ser a la vez audaces en el diálogo intercultural, sin renunciar a la propia identidad. Es importante para países como Francia, España, Italia, amenazados de una actitud de entreguismo que renuncia a priori y sin condiciones a su propia identidad cultural, como ignorando su propio pasado. Un país que renuncia a su propia memoria colectiva, está condenado a vivir bajo la dictadura de lo social, que es el imperio del presente, en el que los muertos no tienen voz y sólo cuentan los vivos. De todas las necesidades del alma humana -escribe Simone Weil, ninguna es tan vital como el pasado, que no consiste en querer vivir en otra época, sino en conservar un vínculo y escapar a la tiranía del presente.
Cuando ala base del modelo pluralista existe únicamente una concepción relativista de los valores, la democracia se ve amenazada en sus mismos fundamentos. La democracia tal y como la conocemos, ha surgido sobre la base de un sistema de valores impregnado, en mayor o menor medida, por una concepción cristiana del hombre y de la sociedad. Nuestras democracias en Europa están enfermas, precisamente por su patética desvinculación del sistema de referencia a partir del cual han sido engendradas. Es urgente devolver un alma a nuestras democracias, propiciar un profundo rearme ético que tenga en cuenta sus raíces profundas. La Iglesia, como experta en humanidad y conocedora a fondo del corazón humano, tiene mucho que decir en la tarea de formar una conciencia cívica y política. No es el sueño nostálgico de un protagonismo perdido, sino la conciencia del papel que tiene que desempeñar en el sistema democrático.

6. La revolución informática

Llegamos así a la revolución informática, la llamada tercera revolución, que está transformando a marchas agigantadas nuestro modo de acceso al mundo. En muy pocos años, hemos asistido a un desarrollo impresionante de las técnicas de comunicación a distancia, y ala creación de una red mundial, Internet. Paul Ricoeur, el infatigable buscador del sentido de las cosas, hace un diagnóstico implacable del mal de nuestro tiempo: hay una hipertrofia de los medios y una atrofia de los fines. Hay demasiados medios para los escasos y raquíticos fines que se proponen en nuestra sociedad. Tenemos mucha información, sabemos más, pero esta información no nos hace más sabios, ni por tanto, mejores.
A nadie se le oculta que estos valores positivos, estas promesas, se presentan de la mano de formidables amenazas y desafíos no sólo para la Iglesia, sino para el hombre. ¿No es significativo que «El Gran Hermano» haya sido el programa más visto en buena parte de los países de Europa Occidental, y que la omnipresente vigilancia de las cámaras haya sido protagonista de diversos films? Parece como si en nuestros tiempos se cumpliera realmente lo que Berkely afirmara: esse est percipi. Lo que no se percibe a través de los medios, es como si no existiera.
La Iglesia vive en este mundo, usando estos medios de comunicación. No puede prescindir de ellos, pues su misión primera y esencial es comunicar una Buena Noticia. Es posible establecer una simbiosis fecunda en la que la Iglesia del recuerdo, de la sabiduría y del gozo puede salvar a los medios de la transitoriedad, la dispersión y el ocio sin sentido; y a su vez, los medios pueden aportar a la Iglesia frescura, atención al mundo contemporáneo y un modo atractivo y agradable de comunicar el anuncio de Jesucristo. La Iglesia, que es comunicadora por excelencia, puede aprender mucho de los medios de comunicación. Los medios, que viven de lo efímero, pueden aprender de la Iglesia, que es experta en humanidad.

7. La tutela del medio ambiente

El desarrollo de la economía y el agotamiento de ciertos recursos naturales ha colocado en primer plano la urgencia por la conservación del medio ambiente. El cambio climático, el efecto invernadero, el avance de la desertización, han dejado de ser problemas teóricos para convertirse en una preocupación de todos. Es una nueva conciencia ecológica, llena de incoherencias, pues al mismo tiempo que nos preocupa la contaminación y pérdida de ambientes naturales, y soñamos con el encanto de una vida en contacto con la naturaleza, estamos dispuestos a hacer bien poco por renunciar a las comodidades responsables del desgaste medioambiental: no queremos renunciar a las autopistas, ni a la calefacción en invierno, ni al aire acondicionado en verano.
Para la Iglesia, esta nueva conciencia ecológica es un desafío y una oportunidad: conducir al hombre hacia la trascendencia, enseñándole a recorrer el camino que parte de la experiencia de la creación y desemboca en el conocimiento del creador, superando la tentación de divinizar la Tierra. La Escritura y el ejemplo de algunos santos, cuyo paradigma es San Francisco de Asís, ofrecen puntos de apoyo para esta evangelización de la ecología.

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