a la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio
Publicada con fecha 29 de agosto de
2016 (Fiesta de la decapitación de San Juan Bautista, martirizado por haber
sostenido la verdad acerca del matrimonio), aunque hecha pública solo en el mes
de setiembre. Firmada en un primer momento por 80 personalidades católicas
entre las que se cuentan cardenales, obispos, estudiosos, sacerdotes y
personalidades de primer orden. La declaración se estructura en 27 afirmaciones
doctrinales avaladas por numerosos textos del magisterio católico de los
últimos siglos. Por su claridad, concisión y solidez, puede considerarse lo
mejor que se ha publicado hasta el momento sobre este tema, y una luz
refulgente en medio de las tinieblas de nuestro que van haciéndose,
lamentablemente cada día más espesas.
Declaración de
fidelidad a la enseñanza de la Iglesia
sobre el matrimonio y
a su ininterrumpida disciplina
«El matrimonio sea tenido por todos en
honor» (Heb 13, 4)
Vivimos en una época en la cual
numerosas fuerzas buscan destruir o deformar el matrimonio y la familia.
Efectivamente, ideologías secularistas sacan ventaja de esta situación
agravando de esta manera la crisis de la familia, consecuencia de un proceso de
decadencia cultural y moral. Dicho proceso conduce a los católicos a adaptarse
a nuestra sociedad neo-pagana. El «conformarse a la mentalidad de este siglo»
(Rom 12, 2) es frecuentemente favorecido por una falta de fe –y, por tanto, de
espíritu sobrenatural para aceptar el misterio de la Cruz de Cristo–, o bien
por la ausencia de oración y penitencia.
El diagnóstico hecho por el Concilio
Vaticano II sobre los males que aquejan las instituciones del matrimonio y de
la familia es hoy más que nunca válida: «la dignidad de esta institución no
brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por
la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por
el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación» (Concilio
Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 7/12/1965, n. 47).
Hasta hace poco tiempo, la Iglesia
Católica ha constituido el bastión del verdadero matrimonio y de la familia,
pero ahora se han difundido errores contra estas dos divinas instituciones en
los ambientes católicos, especialmente después de los Sínodos Ordinario y
Extraordinario del 2014 y del 2015 respectivamente y después de la publicación
de la Exhortación Apostólica post-sinodal Amoris Laetitia.
Ante esta ofensiva, los signatarios se
sienten moralmente obligados a declarar su resolución de permanecer fieles a
las inmutables enseñanzas sobre la moral y sobre los sacramentos del
Matrimonio, de la Reconciliación y de la Eucaristía, como también a su perenne
y durable disciplina respecto a dichos sacramentos.
I.
Sobre la castidad, el matrimonio y los derechos de los padres
1. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que toda forma de convivencia more uxorio
(como marido y mujer) fuera del matrimonio válido, contradice en modo grave la
voluntad de Dios expresada en sus mandamientos y, por lo tanto, no puede
contribuir al progreso espiritual de los que la practican ni a al progreso
espiritual de la sociedad.
«Por su índole natural, la institución
del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la
procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su
corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal
ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6)… esta íntima unión, como mutua
entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena
fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad… Por ello los esposos
cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y
como consagrados por un sacramento especial» (Concilio Vaticano II,
Constitución Pastoral Gaudium et spes, 7/12/1965, n. 48).
2. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que el matrimonio y el acto conyugal tienen
finalidad a la vez procreativa y unitiva; y que todos y cada uno de los actos
conyugales deben ser abiertos al don de la vida. Además declaramos que esta
enseñanza es definitiva e irreformable.
«Queda excluida toda acción que, o en
previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación.
«Tampoco se pueden invocar como
razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos,
el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos
fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la
única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un
mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande,
no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque
con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o
social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho
voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado
por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (Pablo VI, Encíclica Humanae
vitae, 25/07/1968, n. 14).
3. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la así llamada educación sexual es un
derecho primario y básico de los padres, la cual debe ser siempre efectuada
bajo su guía atenta, ya sea en el hogar o en los centros educativos por ellos
escogidos y controlados.
«Peligroso en sumo grado es, además,
ese naturalismo que en nuestros días invade el campo educativo en una materia
tan delicada como es la moral y la castidad. Está muy difundido actualmente el
error de quienes, con una peligrosa pretensión e indecorosa terminología,
fomentan la llamada educación sexual, pensando falsamente que podrán inmunizar
a los jóvenes contra los peligros de la carne con medios puramente naturales y
sin ayuda religiosa alguna; acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada
e incluso pública iniciación e instrucción preventiva en materia sexual, y, lo
que es peor todavía, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, para
acostumbrarlos, como ellos dicen, y para curtir su espíritu contra los peligros
de la pubertad» (Pío XI, Encíclica Divini Illius Magistri, 31/12/1929, n. 49).
«Corresponderá a vosotras ante
vuestras hijas, al padre ante vuestros hijos, alzar con delicadeza el velo de
la verdad, dando una respuesta prudente, justa y cristiana a sus preguntas e
inquietudes» (Pío XII, Alocución a las madres de familia de la Acción Católica
italiana, 26/10/1941).
«Esta (la opinión pública) se ha
encontrado, en este campo, pervertida por una propaganda que no dudamos llamar
funesta, incluso cuando a veces emana de fuentes católicas y pretende actuar
sobre católicos y, aún más, cuando los que la promueven no parecen poner en
duda che, a su vez, están engañados por el espíritu del mal...Me refiero aquí a
escritos, libros y artículos concernientes la iniciación sexual... Los mismos
principios que en su su Encíclica Divini Illius Magistri nuestro predecesor Pío
XI ha tan sabiamente ilustrado al respecto de la educación sexual y cuestiones
conexas son –¡triste señal de los tiempos!– puestos de lado con un gesto
despreciativo y una sonrisa: «Pío XI, se dice, la escribió hace veinte años,
para su tiempo. ¡Cuánto camino ya hemos recorrido desde
entonces!»...Uníos...sin timidez o respeto humano, para interrumpir y parar
esta campaña» (Pío XII, Discurso a numerosos grupos de padres de familia
procedentes de varias diócesis de Francia, 18/09/1951).
«La educación sexual, derecho y deber
fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita,
tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos.
En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela
tiene que observar cuando coopera en la educación sexual, situándose en el
espíritu mismo que anima a los padres. En este contexto es del todo
irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la
auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el
«significado esponsal» del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una
atención y cuidado especial –discerniendo los signos de la llamada de Dios– a
la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que
constituye el sentido mismo de la sexualidad humana. Por los vínculos estrechos
que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores éticos, esta
educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales como
garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la
sexualidad humana» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio,
22/11/1981, n. 37).
«Se recomienda respetar el derecho del
niño o del joven a retirarse de toda forma de instrucción sexual impartida
fuera de casa. Nunca han se ser penalizados ni discriminados por tal decisión
ni ellos ni los demás miembros de su familia» (Pontificio Consejo para la
Familia, Sexualidad Humana: Verdad y Significado – Orientaciones educativas en
familia, 8/12/1995, n. 120).
«En la enseñanza de la doctrina y de
la moral católica acerca de la sexualidad, se deben tener en cuenta las
consecuencias del pecado original, es decir, la debilidad humana y la necesidad
de la gracia de Dios para superar las tentaciones y evitar el pecado» (ib., n.
123).
«No se ha de presentar ningún material
de naturaleza erótica a los niños o a los jóvenes de cualquier edad que sean,
ni individualmente ni en grupo. Este principio de decencia salvaguardia la
virtud de la castidad cristiana. Por ello, al comunicar la información sexual
en el contexto de la educación al amor, la instrucción ha de ser siempre
«positiva y prudente», «clara y delicada». Estas cuatro palabras, usadas por la
Iglesia Católica, excluyen toda forma de contenido inaceptable de la educación
sexual» (ib., n. 126).
«Los padres deben prestar atención a
los modos en que se transmite a sus hijos una educación inmoral, según métodos
promovidos por grupos con posiciones e intereses contrarios a la moral
cristiana. No es posible indicar todos los métodos inaceptables: se presentan
solamente algunos más difundidos, que amenazan a los derechos de los padres y
la vida moral de sus hijos. En primer lugar los padres deben rechazar la
educación sexual secularizada y antinatalista, que pone a Dios al margen de la
vida y considera el nacimiento de un hijo como una amenaza. La difunden grandes
organismos y asociaciones internacionales promotores del aborto, la
esterilización y la contracepción. Tales organismos quieren imponer un falso
estilo de vida en contra de la verdad de la sexualidad humana» (ib., nn.
135-6).
4. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la consagración definitiva de una
persona a Dios mediante una vida de perfecta castidad es objetivamente más
excelente que el matrimonio ya que constituye una especie de matrimonio
espiritual por el cual el alma se desposa con Cristo. La sagrada virginidad fue
recomendada por nuestro divino Redentor y por San Pablo como un estado
complementario pero objetivamente más perfecto que el matrimonio.
«Esta doctrina, que establece las
ventajas y excelencias de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio, fue
puesta de manifiesto, como lo llevamos dicho, por nuestro Divino Redentor y por
el Apóstol de las Gentes; y asimismo en el santo Concilio Tridentino fue
solemnemente definida como dogma de fe divina y declarada siempre por unánime
sentir de los Santos Padres y doctores de la Iglesia. Además, así nuestros
Antecesores, como también Nos, siempre que se ha ofrecido la ocasión, una y
otra vez la hemos explicado y con gran empeño recomendado. Sin embargo, puesto
que no han faltado recientemente algunos que han atacado, no sin grave peligro
y detrimento de los fieles, esta misma doctrina tradicional en la Iglesia, Nos,
por deber de conciencia, hemos creído oportuno volver sobre el asunto en esta
Encíclica y desenmascarar y condenar los erros, que con frecuencia se presentan
encubiertos bajo apariencias de verdad» (Pío XII, Encíclica Sacra virginitas,
25/03/1954, n. 32).
II.
Sobre las convivencias, las uniones de personas del mismo sexo y el matrimonio
civil después del divorcio.
5. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la unión irregular entre un hombre y una
mujer convivientes o la de dos individuos del mismo sexo, no puede nunca ser
comparada al matrimonio; que tales uniones no pueden ser consideradas
moralmente lícitas ni reconocidas por la ley y sostenemos que es falso afirmar
que se trata de formas de familia que pueden ofrecer una cierta estabilidad.
«Tal es y tan singular la naturaleza
propia de este contrato, que en virtud de ella se distingue totalmente, así de
los ayuntamientos propios de las bestias, que, privadas de razón y voluntad
libre, se gobiernan únicamente por el instinto ciego de su naturaleza, como de
aquellas uniones libres de los hombres que carecen de todo vínculo verdadero y
honesto de la voluntad, y están destituidas de todo derecho para la vida
doméstica. De donde se desprende que la autoridad tiene el derecho y, por lo
tanto, el deber de reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón y a la
naturaleza, impedirlas y castigarlas» (Pío XI, Encíclica Casti Connubii,
31/12/1930).
«No se puede poner [la familia] en el
mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse
de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del
compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como
comunidad de vida y de amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los
esposos, abierta a la vida» (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el
II encuentro de políticos y legisladores de Europa, 23/10/1998).
«Conviene comprender las diferencias
sustanciales entre el matrimonio y las uniones fácticas. Esta es la raíz de la
diferencia entre la familia de origen matrimonial y la comunidad que se origina
en una unión de hecho. La comunidad familiar surge del pacto de unión de los
cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una
creación del poder público, sino una institución natural y originaria que lo
precede. En las uniones de hecho, en cambio, se pone en común el recíproco
afecto, pero al mismo tiempo falta aquél vínculo matrimonial de dimensión
pública originaria, que fundamenta la familia» (Pontificio Consejo para la
Familia, Declaración sobre Familia, Matrimonio y «Uniones de hecho»,
26/07/2000, n. 9).
6. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que las uniones irregulares de convivientes
católicos no casados en la Iglesia o divorciados «recasados» civilmente (por lo
tanto, no casados a los ojos de Dios), contradicen radicalmente el matrimonio
cristiano y no pueden expresar el bien del mismo, ni parcialmente ni en modo
análogo, debiendo ser consideradas formas de vida pecaminosas o bien ocasiones
permanentes de pecado grave. Más aun, es falso afirmar que pueden constituir
una ocasión positiva puesto que contienen elementos constructivos que conducen
al matrimonio, ya que, aunque presentan semejanzas materiales, un matrimonio
válido y una unión irregular son dos realidades completamente diversas y
opuestas: una es conforme a la voluntad de Dios, la otra la transgrede y, por
tanto, es pecaminosa.
«Muchos reivindican hoy el derecho a
la unión sexual antes del matrimonio, al menos cuando una resolución firme de contraerlo
y un afecto que en cierto modo es ya conyugal en la mente de los novios piden
este complemento, que ellos juzgan connatural; sobre todo cuando la celebración
del matrimonio se ve impedida por las circunstancias, o cuando esta relación
íntima parece necesaria para la conservación del amor. Semejante opinión se
opone a la doctrina cristiana, según la cual todo acto genital humano debe
mantenerse dentro del matrimonio... En efecto, el amor de los esposos queda
asumido por el matrimonio en el amor con el cual Cristo ama irrevocablemente a
la Iglesia (cfr. Ef 5,23-32), mientras la unión corporal en el desenfreno
profana el templo del Espíritu Santo, en el que el mismo cristiano se ha
convertido» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de
ciertas cuestiones de ética sexual – Persona humana, 29/12/1975, n. 7).
«Puede establecerse y comprenderse la
diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme
que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un
compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que
se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que
corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del
cónyuge, de la prole y de la misma sociedad» (Juan Pablo II, Discurso a los
miembros del Tribunal de la Rota Romana, 21/01/1999, n. 5).
7. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que las uniones irregulares no pueden
satisfacer los requisitos objetivos de la Ley de Dios. No pueden ser
consideradas moralmente buenas ni recomendadas como prudentes y como
cumplimiento gradual de la Ley divina, incluso para aquellos que no están en
condiciones de comprender, apreciar y cumplir plenamente los requisitos de esta
Ley. La pastoral de la «ley de la gradualidad» exige una ruptura decidida con
el pecado, junto con una progresiva aceptación completa de la voluntad y
exigencias de Dios.
«Si los actos son intrínsecamente
malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden
atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente
malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona:
«En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa
peccata sunt) –dice san Agustín–, como el robo, la fornicación, la blasfemia u
otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos
buenos (bonis causis), ya no serían pecados o –conclusión más absurda aún– que
serían pecados justificados?». Por esto, las circunstancias o las intenciones
nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un
acto subjetivamente honesto o justificable como elección» (Juan Pablo II,
Encíclica Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 81).
«A veces parece incluso que, con todos
los medios, se intenta presentar como «regulares» y atractivas –con apariencias
exteriores seductoras– situaciones que en realidad son «irregulares» (Juan
Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2/02/1994, n. 5).
III.
Sobre la Ley Natural y la conciencia individual
8. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, en el proceso profundamente personal de
asumir una decisión, la ley moral natural no es una mera fuente de inspiración
subjetiva, sino que es la ley eterna de Dios participada por la persona humana.
La conciencia no es la fuente arbitraria del bien y del mal, sino que es la
noción de cómo una acción debe adecuarse a un requisito extrínseco al hombre,
es decir, a la objetiva e inmediata exigencia de una ley que debemos llamar
natural.
«La ley natural está escrita y grabada
en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que
la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar» … La
fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos
derechos y sancionar ciertos comportamientos … «La ley natural es la misma ley
eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin
que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del
universo» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 44,
citando a León XIII, Encíclica Libertas Praestantissimum y a Sto. Tomás de
Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2).
9. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que una conciencia bien formada, capaz de
discernir correctamente situaciones complejas, no llegará jamás a la conclusión
de que, dadas las limitaciones de la persona, su permanencia en una situación
que objetivamente contradice la comprensión cristiana del matrimonio pueda ser
la mejor respuesta al Evangelio. Presumir que la debilidad de una conciencia
individual sea el criterio de la verdad moral es inaceptable e imposible de
incorporar en la praxis de la Iglesia.
«Las obligaciones fundamentales de la
ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus
relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en todas partes donde se
encuentre el hombre; las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo
mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia
del orden sobrenatural constituido por el divino Redentor. De las relaciones
esenciales entre el hombre y Dios, entre hombre y hombre, entre los cónyuges,
entre padres e hijos; de las relaciones esenciales en la comunidad, en la
familia, en la Iglesia, en el Estado, resulta, entre otras cosas, que el odio a
Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, la negación
de la fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el
adulterio y la fornicación, el abuso del matrimonio, el pecado solitario, el
robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la
defraudación del salario justo (cfr. Stg 5,4), el acaparamiento de los víveres
de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la bancarrota
fraudulenta, las injustas maniobras de especulación, todo ello está gravemente
prohibido por el Legislador divino. No hay motivo para dudar. Cualquiera que
sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer» (Pío XII,
Discurso sobre los errores de la moral de situación, 18/04/1952, n. 10).
«En cambio, cuando nuestros actos
desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión
de las personas, causando daño» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor,
6/08/1993, n. 51).
«Los preceptos negativos de la ley
natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en
toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una
determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección
de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad
de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con
el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que
vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí
mismos, la dignidad personal y común a todos» (ib., n. 52).
«Incluso en las situaciones más
difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sagrado
mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente,
la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y
se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio» (ib., n.
102).
10. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que el Sexto Mandamiento y la
indisolubilidad matrimonial no deben considerarse meros ideales a alcanzar. Se
trata en cambio de preceptos de Nuestro Señor Jesucristo que nos ayudan a
superar las dificultades con su gracia y mediante nuestra constancia.
«Es en la cruz salvífica de Jesús, en
el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado
del Redentor (cfr. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y la
fuerza para observar siempre la ley santa de proporcionado, graduado a las –se
dice– posibilidades concretas del hombre: según un «equilibrio de los varios
bienes en cuestión». Pero, ¿cuáles son las «posibilidades concretas del
hombre»? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia,
o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la
redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado
la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra
libertad del dominio de la concupiscencia... El mandamiento de Dios ciertamente
está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del
hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el
pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu»
(Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 103, citando su
Discurso a los participantes en un curso sobre la procreación responsable,
1/03/1984).
«En este contexto se abre el justo
espacio a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a la
comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa
comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias.
Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y
pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud
de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien …
Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a
dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las
prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por
confundir todos los juicios de valor» (ib. 104).
11. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la conciencia que admite que una
situación determinada no corresponde objetivamente a la exigencia evangélica
sobre el matrimonio, no puede honestamente concluir que permanecer en tal
situación pecaminosa sea la respuesta más generosa que se pueda dar a Dios, ni
que ello sea lo que Dios le está pidiendo por ahora, ya que ambas conclusiones
negarían la omnipotencia de la gracia para atraer a los pecadores a la plenitud
de la vida cristiana.
«Nadie, empero, por más que esté
justificado, debe considerarse libre de la observancia de los mandamientos;
nadie debe usar de aquella voz temeraria y por los Padres prohibida bajo
anatema, que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar para el hombre
justificado. Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa
que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas; sus
mandamientos no son pesados (s. Agustín, De natura et gratia, 43, 50), su yugo
es suave y su carga ligera (Mt 11, 30). Porque los que son hijos de Dios aman a
Cristo y los que le aman, como Él mismo atestigua, guardan sus palabras (Jn.
14, 23) cosa que, con el auxilio divino, pueden ciertamente hacer… Porque Dios,
a los que una vez justificó por su gracia no los abandona, si antes no es por
ellos abandonado. Así, pues, nadie debe lisonjearse a sí mismo en la sola fe,
pensando que por la sola fe ha sido constituído heredero y ha de conseguir la
herencia» (Concilio de Trento, Decreto sobre la Justificación, cap. 11).
«Puede haber situaciones en las cuales
el hombre –y en especial el cristiano– no pueda ignorar que debe sacrificarlo
todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo
recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo. Pero la madre de los
Macabeos y sus hijos, las santas Perpetua y Felicitas –no obstante sus recién
nacidos–, María Goretti y otros miles, hombres y mujeres, que venera la
Iglesia, ¿habrían, por consiguiente, contra la situación, incurrido inútilmente
–y hasta equivocándose– en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; y ellos,
con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad contra la nueva
moral» (Pío XII, Discurso sobre los errores de la moral de situación,
18/04/1952, n. 11).
«Las tentaciones se pueden vencer y
los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos
da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él
conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha
dado licencia de pecar» (Si 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en
determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es
imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia,
expresada así por el concilio de Trento» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis
splendor, 6/08/1993, n.102).
12. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, a pesar de la diversidad de
situaciones, el discernimiento personal y pastoral no puede nunca conducir a los
divorciados «recasados» civilmente a concluir, en buena conciencia, que sus
uniones adulterinas puedan ser moralmente justificadas por la «fidelidad» a la
nueva pareja, que sea imposible retirarse de una unión adulterina, o que,
haciéndolo, se expongan a nuevos pecados faltando a la fidelidad cristiana en
relación al conviviente adulterino. No se puede hablar de fidelidad en una
unión ilícita que viola el Mandamiento divino y el vínculo indisoluble del
matrimonio. El concepto de lealtad entre adúlteros en su mutuo pecado es
blasfemo.
«A la ética de situación oponemos Nos
tres consideraciones o máximas. La primera: Concedemos que Dios quiere ante
todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere, además, la
obra buena. La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien
(cfr. Rom 3,8). Pero esta ética obra –tal vez sin darse cuenta de ello– según
el principio de que «el bien santifica los medios» (Pío XII, Discurso sobre los
errores de la moral de situación, 18/04/1952, n. 11).
«Algunos han propuesto una especie de
doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto,
sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración
existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la
situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general
y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está
calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura
en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del
precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que
decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base
se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales
contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica
creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en
todos los casos, por un precepto negativo particular» (Juan Pablo II, Encíclica
Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 56).
13. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que los divorciados que se han «recasado»
civilmente y que, por razones muy serias, como la educación de los hijos, no
pueden satisfacer el grave deber de la separación, están moralmente obligados a
vivir como «hermano y hermana» y a evitar dar escándalo. En particular, ello
significa excluir aquellas manifestaciones de intimidad propias de las parejas
casadas, puesto que serían de suyo pecaminosas y, además, darían escándalo a la
propia prole que podría concluir que están legítimamente casados, o que el
matrimonio cristiano no es indisoluble o, aún más, que tener relaciones
sexuales con una persona que no es el cónyuge legítimo no es pecado. Dada la
delicadeza de su situación, ellos deben ser particularmente cuidadosos con las
ocasiones de pecado.
«La reconciliación en el sacramento de
la penitencia –que les abriría el camino al sacramento eucarístico– puede darse
únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de
la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente
que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, –como, por ejemplo, la
educación de los hijos– no pueden cumplir la obligación de la separación,
«asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los
actos propios de los esposos» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris
Consortio, 22/11/1981, n. 84).
IV.
Sobre el discernimiento, la responsabilidad, el estado de gracia y el estado de
pecado
14. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que aquellos divorciados civilmente
«recasados» que escogen esta situación con pleno conocimiento y consentimiento
de la voluntad no son miembros vivos de la Iglesia ya que se encuentran en
estado de pecado grave, que les impide la posesión y el aumento de la caridad.
Además debemos recordar que el Papa San Pío V, en su bula Ex omnibus
afflictionibus contra los errores de Michael du Bay, llamado Bayo, condenó la
siguiente opinión moral: «El hombre que vive en pecado mortal o bajo pena de
condenación eterna puede poseer la verdadera caridad» (Denz. 1070).
«Según el Doctor Angélico, para vivir
espiritualmente, el hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio
de la vida, que es Dios, en cuanto es el fin último de todo su ser y obrar.
Ahora bien, el pecado es un desorden perpetrado por el hombre contra ese
principio vital. Y cuando «por medio del pecado, el alma comete una acción
desordenada que llega hasta la separación del fin último –Dios– al que está
unida por la caridad, entonces se da el pecado mortal; por el contrario, cada
vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de
Dios, entonces el pecado es venial» (Summa Teologicae I-II, q. 72, a. 5). Por
esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad
con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza eterna,
mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado mortal»
(Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 2/12/1984,
n. 17).
«El divorcio es una ofensa grave a la
ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos,
de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de
salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de
contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad
de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de
adulterio público y permanente: «No es lícito al varón, una vez separado de su
esposa, tomar otra; ni a una mujer repudiada por su marido, ser tomada por otro
como esposa» (S. Basilio Magno, Moralia, regula 73)» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2384).
15. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que no existe una vía intermedia entre estar
en gracia de Dios y estar privado de ella a causa del pecado mortal. La vía de la
gracia y del crecimiento espiritual para quien vive en estado objetivo de
pecado consiste en el abandono de tal situación y en el retorno al camino de
santificación que da gloria a Dios. Ningún «aproximación pastoral» puede
justificar o alentar a las personas a permanecer en el estado de pecado, que se
opone a la Ley divina.
«Pero queda siempre firme el principio
de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la
caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte
no existe una vía intermedia» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica
Reconciliatio et paenitentia, 2/12/1984, n. 17).
««Se deberá evitar reducir el pecado
mortal a un acto de ‘opción fundamental’» –como hoy se suele decir– contra
Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del
prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en
efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo,
elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. (…) El hombre se
aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser
radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría
teológica, como es concretamente la «opción fundamental» entendida de tal modo
que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de
pecado mortal» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6 Agosto 1993, n.
70; citando Reconciliatio et paenitentia, n. 17).
16. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, dado que Dios es omnisciente, la ley
natural y la ley revelada prevén todas las situaciones particulares,
especialmente cuando prohíben acciones específicas en toda y cualquier
circunstancia, señalándolas como «intrínsecamente malas» (intrinsece malum).
«Se preguntará de qué modo puede la
ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso
particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez.
Ella lo puede y ella lo hace, porque, precisamente a (ilusa de su universalidad,
la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos
particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy
numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia
del simple fiel percibe inmediatamente y con plena certeza la decisión que se
debe tornar» (Pío XII, Discurso sobre los errores de la moral de situación,
18/04/1952, n. 9).
«Existen actos que, por sí y en sí
mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente
ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente
conocimiento y libertad, son siempre culpa grave» (Juan Pablo II, Exhortación
Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 2/12/1984, n. 17).
«La razón testimonia que existen
objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque
contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los
actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados
intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien
actúa, y de las circunstancias. … La Iglesia, al enseñar la existencia de actos
intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol
Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los
idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces
heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10)» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis
splendor, 6/08/1993, nn. 80-81).
17. Nosotros
reiteramos la verdad de que la complejidad de las situaciones y los varios
grados de responsabilidad de los casos –debidos a factores que pueden disminuir
la capacidad de tomar decisiones– no permite a los pastores concluir que
aquellas personas que se encuentran en situaciones irregulares no estarían en
un estado objetivo de manifiesto pecado grave, ni tampoco presumir, en el fuero
externo, que aquellos que se encuentran en tales uniones y que no ignoran las
reglas del matrimonio, no se hayan privado a sí mismos de la gracia
santificante.
«Este hombre puede estar condicionado,
apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede
estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición
personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar,
en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y
culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra
experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta
verdad con el fin de descargar en realidades externas –las estructuras, los
sistemas, los demás– el pecado de los individuos. Después de todo, esto
supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan
–aunque sea de modo tan negativo y desastroso– también en esta responsabilidad
por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e
intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa»
(Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 2/12/1984,
n. 16).
«Siempre es posible que al hombre,
debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar
determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga
determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el
mal» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 52).
18. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, puesto que el hombre está dotado de
libre arbitrio, todo acto moral culpable y voluntario que efectúa debe serle
imputado en cuanto autor, y que no existiendo prueba en contra, se debe suponer
su imputabilidad. La imputabilidad exterior no debe ser confundida con el
estado interno de la conciencia. No obstante el principio «de internis neque
Ecclesia iudicat» (la Iglesia no juzga lo que es interno; sólo Dios puede
hacerlo), la Iglesia puede sin embargo juzgar actos que son directamente
contrarios a la Ley de Dios.
«Pero, aun cuando sea necesario creer
que los pecados no se remiten ni fueron jamás remitidos sino gratuitamente por
la misericordia divina a causa de Cristo; no debe, sin embargo, decirse que se
remiten o han sido remitidos los pecados a nadie que se jacte de la confianza y
certeza de la remisión de sus pecados y que en ella sola descanse, como quiera
que esa confianza vana y alejada de toda piedad, puede darse entre los herejes
y cismáticos, es más, en nuestro tiempo se da y se predica con grande ahínco en
contra de la Iglesia Católica. Mas tampoco debe afirmarse aquello de que es
necesario que quienes están verdaderamente justificados establezcan en sí
mismos sin duda alguna que están justificados» (Concilio de Trento, Decreto
sobre la justificación, cap. 9).
«Cometida la infracción externa, se
presume la imputabilidad, a no ser que conste lo contrario» (Código de Derecho
Canónico, can. 1321, §3).
«Todo acto directamente querido es
imputable a su autor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1736).
«El juicio sobre el estado de gracia,
obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración
de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave,
abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado
pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede
mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se
refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la
comunión eucarística a los que «obstinadamente persistan en un manifiesto
pecado grave» (Juan Pablo II, Encíclica Ecclesiae de Eucharistia, 17/04/2003,
n. 37).
V.
Sobre los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía
19. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, tratando con penitentes, los confesores
deben asistirles en el examen sobre los deberes específicos de los
Mandamientos, ayudándoles a alcanzar un arrepentimiento suficiente y a acusarse
plenamente de los pecados graves, así como deben aconsejarles abrazar la vía de
la santidad. De esta manera el confesor está obligado a amonestar a los
penitentes ante trasgresiones serias y objetivas de la Ley de Dios,
asegurándose de que ellos deseen verdaderamente la absolución y el perdón de
Dios y de que estén resueltos a re-examinar y corregir su conducta. Aun cuando
las recaídas frecuentes no constituyan por sí mismas motivo para negar la
absolución, ésta no puede ser dada sin un suficiente arrepentimiento y la firme
resolución de evitar el pecado después del sacramento.
«La verdad que viene del Verbo y debe
llevarnos a él, explica por qué la confesión sacramental debe brotar e ir
acompañada no de un mero impulso psicológico, como si el sacramento fuera un
sucedáneo de terapias precisamente psicológicas, sino del dolor fundado en
motivos sobrenaturales, porque el pecado viola la caridad hacia Dios, sumo
Bien, ha causado los sufrimientos del Redentor y nos produce la pérdida de los
bienes eternos. (...)
«Por desgracia hoy no pocos fieles, al
acercarse al sacramento de la penitencia, no hacen la acusación completa de los
pecados mortales en el sentido –que acabo de recordar– del concilio de Trento
y, en ocasiones, reaccionan ante el sacerdote confesor, que cumpliendo su deber
interroga con vistas a la necesaria integridad, como si se permitiera una
indebida intromisión en el sagrario de la conciencia. Espero y pido a Dios que
estos fieles poco iluminados queden convencidos, también en virtud de esta
enseñanza, de que la norma por la que se exige la integridad específica y
numérica, en la medida en que la memoria honradamente interrogada permite
conocer, no es un peso que se les impone arbitrariamente, sino un medio de
liberación y de serenidad.
«Además, es evidente por sí mismo que
la acusación de los pecados debe incluir el propósito serio de no cometer
ninguno más en el futuro. Si faltara esta disposición del alma, en realidad no
habría arrepentimiento, pues éste se refiere al mal moral como tal y, por
consiguiente, no tomar posición contraria respecto a un mal moral posible sería
no detestar el mal, no tener arrepentimiento. Pero al igual que éste debe
brotar ante todo del dolor de haber ofendido a Dios, así el propósito de no
pecar debe fundarse en la gracia divina, que el Señor no permite que falte
nunca a quien hace lo que puede para actuar de forma correcta. (…)
«Por lo demás, conviene recordar que
una cosa es la existencia del propósito sincero, y otra el juicio de la
inteligencia sobre el futuro. En efecto, es posible que, aun en la lealtad del
propósito de no volver a pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la
debilidad actual susciten el temor de nuevas caídas; pero eso no va contra la
autenticidad del propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada
por la oración, de hacer lo que es posible para evitar la culpa» (Juan Pablo
II, Carta a la Penitenciaría Apostólica, 22/03/1996, nn. 3-5).
20. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que los divorciados «recasados» civilmente
que no se han separado, sino que permanecen en el estado de adulterio, no
pueden ser nunca considerados por los confesores u otros pastores de almas en
estado objetivo de gracia, capaces de crecer en la vida de la gracia y de la
caridad y en condiciones de recibir la absolución en el sacramento de la
Penitencia, y de ser admitidos a la sagrada Eucaristía, a menos que expresen
contrición por su estado de vida y firmemente resuelvan abandonarlo, aun en el
caso de que subjetivamente estos divorciados puedan no sentirse culpables –o no
completamente culpables– de la propia situación objetivamente pecaminosa, a
causa de factores condicionantes o mitigantes.
«Me refiero a ciertas situaciones, hoy
no raras, en las que se encuentran algunos cristianos, deseosos de continuar la
práctica religiosa sacramental, pero que se ven impedidos por su situación
personal, que está en oposición a las obligaciones asumidas libremente ante
Dios y la Iglesia. (…)
«Basándose en estos dos principios
complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en
estas situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por otros
caminos, pero no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía,
hasta que no hayan alcanzado las disposiciones requeridas.
«Sobre esta materia, que aflige
profundamente también nuestro corazón de pastores, he creído deber mío decir
palabras claras en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, por lo que
se refiere al caso de divorciados casados de nuevo, o en cualquier caso al de cristianos
que conviven irregularmente» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica
Reconciliatio et paenitentia, 2/12/1984, n. 34).
«Se reprueba cualquier uso que
restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a sólo uno o más
pecados considerados más significativos» (Juan Pablo II, Motu Proprio
Misericordia Dei, 7/04/2002, n. 3).
«Está claro que no pueden recibir
validamente la absolución los penitentes que viven habitualmente en estado de
pecado grave y no tienen intención de cambiar su situación» (ib., n.7 c).
21. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, en relación a los divorciados
«recasados» civilmente y que viven abiertamente more uxorio –como marido y
mujer– ningún discernimiento personal y pastoral responsable puede afirmar que
están en condiciones de recibir la absolución sacramental y la admisión a la
Eucaristía, bajo el pretexto de que, debido a una responsabilidad disminuida,
no existiría una falta grave. La razón de esto es que su eventual falta de
conciencia formal no puede ser materia de dominio público, mientras que la
forma externa de su estado de vida contradice el carácter indisoluble del
matrimonio cristiano y de la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, la cual
es significada y realizada en la Sagrada Eucaristía.
«La Iglesia, no obstante, fundándose
en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión
eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no
pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente
la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la
Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a
la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la
doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 22/11/1981, n. 84).
«Durante los últimos años, en varias
regiones se han propuesto diversas soluciones pastorales según las cuales
ciertamente no sería posible una admisión general de los divorciados vueltos a
casar a la Comunión eucarística, pero podrían acceder a ella en determinados
casos, cuando según su conciencia se consideraran autorizados a hacerlo. Así,
por ejemplo, cuando hubieran sido abandonados del todo injustamente, a pesar de
haberse esforzado sinceramente por salvar el anterior matrimonio, o bien cuando
estuvieran convencidos de la nulidad del anterior matrimonio, sin poder
demostrarla en el foro externo, o cuando ya hubieran recorrido un largo camino
de reflexión y de penitencia, o incluso cuando por motivos moralmente válidos
no pudieran satisfacer la obligación de separarse.
«En algunas partes se ha propuesto
también que, para examinar objetivamente su situación efectiva, los divorciados
vueltos a casar deberían entrevistarse con un sacerdote prudente y experto. Su
eventual decisión de conciencia de acceder a la Eucaristía, sin embargo,
debería ser respetada por ese sacerdote, sin que ello implicase una
autorización oficial.
«En estos casos y otros similares se
trataría de una solución pastoral, tolerante y benévola, para poder hacer
justicia a las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar. Aunque
es sabido que análogas soluciones pastorales fueron propuestas por algunos
Padres de la Iglesia y entraron en cierta medida incluso en la práctica, sin
embargo nunca obtuvieron el consentimiento de los Padres ni constituyeron en
modo alguno la doctrina común de la Iglesia, como tampoco determinaron su
disciplina. (…)
«Fiel a la palabra de Jesucristo, la
Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era
válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar
civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley
de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras
persista esa situación» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los
Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística
por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14/09/1994, nn.
3-4).
«Recibir el cuerpo de Cristo siendo
públicamente indigno constituye un daño objetivo a la comunión eclesial; es un
comportamiento que atenta contra los derechos de la Iglesia y de todos los
fieles a vivir en coherencia con las exigencias de esa comunión. En el caso
concreto de la admisión a la sagrada Comunión de los fieles divorciados que se
han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros
hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la
indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando ese
comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún, precisamente
es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más necesaria la
acción de los Pastores, tan paciente como firme, en custodia de la santidad de
los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la recta
formación de los fieles» (Pontificio Consejo para los Textos Legislativo,
Declaración sobre la admisibilidad a la Sagrada Comunión de los divorciados que
se han vuelto a casar, 24 Junio 2000, n. 1).
22. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que tener en conciencia una certeza
subjetiva sobre la invalidez de un matrimonio previo por parte de los
divorciados «recasados» que han obtenido un matrimonio civil –aunque la Iglesia
aún considere válido el matrimonio previo–, no es nunca suficiente, por sí
misma, para excusar a alguien del pecado material de adulterio o para permitir
ignorar la norma canónica y las consecuencias sacramentales que comporta el
vivir como pecador público.
«La errada convicción de poder acceder
a la Comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone
normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en
último término, basándose en la propia convicción, sobre la existencia o no del
anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión (cfr. Enc. Veritatis
Splendor, 55). Sin embargo, dicha atribución es inadmisible (cfr. Código de
Derecho Canónico, can. 1085 § 2). El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de
la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor
importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad
pública. (…)
«Por lo tanto el juicio de la
conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una
relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la
mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en
conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que
el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento»
(Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia
Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles
divorciados que se han vuelto a casar, 14/09/1994, nn. 7-8).
23. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que el «Bautismo y la Penitencia son
medicinas purgativas, sumistradas para sanar la fiebre del pecado, mientras
este sacramento (la sagrada Eucaristía) es una medicina suministrada para
reforzar y no debe ser dada sino a aquellos que están libres del pecado» (Sto.
Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 80, a.4, ad 2). Aquellos que reciben
la sagrada Eucaristía están verdaderamente participando del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo y deben encontrarse en estado de gracia. Los divorciados
«recasados» civilmente que, por lo tanto, llevan públicamente un modo de vida
pecaminoso, se arriesgan a cometer un sacrilegio recibiendo la sagrada
Comunión. Para ellos la sagrada Comunión no constituiría una medicina, sino más
bien un veneno espiritual. Si un celebrante les aprueba una Comunión indigna
querrá decir que o no cree en la Presencia Real de Cristo o no cree en la
indisolubilidad del matrimonio o en la ilicitud moral de vivir more uxorio
–como marido y mujer– fuera del matrimonio válido.
«Hay que recordar que la Eucaristía no
está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del Sacramento
de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los
que están en plena comunión con la Iglesia» (Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos, Carta circular sobre la integridad del
Sacramento de la Penitencia, 20/03/2000, n. 9).
«La prohibición [de dar la Comunión a
los pecadores públicos] establecida en ese canon (can. 915), por su propia
naturaleza, deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las leyes
eclesiásticas positivas: éstas no pueden introducir cambios legislativos que se
opongan a la doctrina de la Iglesia. El texto de la Escritura en que se apoya
siempre la tradición eclesial es éste de San Pablo: «Así, pues, quien come el
pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre
del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y
beba del cáliz: pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su
propia condenación» (1 Co 11, 27-29). (...)
«Toda interpretación del can. 915 que
se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el
Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es
claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley
(cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para
relativizar o desvirtuar los preceptos.
«La fórmula «y los que obstinadamente
persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo
que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres
condiciones que deben darse son: a) el pecado grave, entendido objetivamente,
porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad
subjetiva; b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una
situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del
fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante,
advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental
gravedad eclesial; c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave
habitual.
«Sin embargo, no se encuentran en
situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a
casar que, no pudiendo por serias razones –como, por ejemplo, la educación de
los hijos– «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de
vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de
los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese
propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de
que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su
condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta,
sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo. (…)
«Pero cuando se presenten situaciones
en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles,
el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea
públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el
momento oportuno las razones que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo
también con firmeza, sabedor del valor que semejantes signos de fortaleza
tienen para el bien de la Iglesia y de las almas. (…)
«Teniendo en cuenta la naturaleza de
la antedicha norma (cfr. n. 1), ninguna autoridad eclesiástica puede dispensar
en caso alguno de esta obligación del ministro de la sagrada Comunión, ni dar
directivas que la contradigan» (Pontificio Consejo para los Textos Legislativo,
Declaración sobre la admisibilidad a la Sagrada Comunión de los divorciados que
se han vuelto a casar, 24/06/2000, nn. 1-4).
24. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que, según la lógica del Evangelio, las
personas que mueren en estado de pecado mortal, sin haberse reconciliado con
Dios, están condenadas al infierno para siempre. En el Evangelio Jesús habla
frecuentemente del peligro de la condenación eterna.
«Si (los fieles católicos) no
responden (a la gracia) con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse,
serán juzgados con mayor severidad» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium,
21/11/1964, n. 14).
«El pecado mortal es una posibilidad
radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de
la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de
gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la
exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que
nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin
embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio
sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1861).
VI.
Sobre la actitud materna y pastoral de la Iglesia
25. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la enseñanza clara de la verdad es una
obra de misericordia y caridad eminente, puesto que la primera tarea de
salvación de los Apóstoles y de sus sucesores es obedecer el mandamiento
solemne del Salvador: «Id, pues, enseñad a todas las gentes... enseñándoles a
observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).
«La doctrina católica nos enseña que
el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones
erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o practica
ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el
celo por su mejoramiento intelectual y moral no menos que en el celo por su
bienestar material… Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero»
(Pío X, Carta Apostólica Notre charge Apostolique, 25/08/1910, n. 24).
«La Iglesia (es) siempre igual a sí
misma, como Cristo la quiso y la auténtica tradición la ha perfeccionada»
(Pablo VI, Homilía 28/10/1965).
«No menoscabar en nada la saludable
doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto
debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor
dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino para
salvar, El fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con
las personas» (Pablo VI, Encíclica Humanae vitae, 25/06/1968, n. 29).
«La doctrina de la Iglesia, y en
particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los
preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas
veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las
situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y
de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la
condición maternal de la Iglesia. Ésta –se dice– no muestra comprensión y
compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse
jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de
Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la
norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el
árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la
naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la
norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder
las exigencias de radicalidad y de perfección» (Juan Pablo II, Encíclica
Veritatis splendor, 6/08/1993, n. 95; citando Familiaris consortio n. 33).
26. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que la imposibilidad de dar la absolución y
la sagrada Comunión a los católicos que viven manifiestamente en un estado
objetivo de pecado grave, por ejemplo, a los que conviven o a los divorciados
«recasados» civilmente, procede de la solicitud materna de la Iglesia, ya que
Ella no es la propietaria de los sacramentos sino la « fiel administradora de
los misterios de Dios» (cfr. 1Co 4, 1).
«Como maestros y guardianes de la
verdad salvífica de la Eucaristía, debemos, queridos y venerados Hermanos en el
Episcopado, guardar siempre y en todas partes este significado y esta dimensión
del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo. (…) No obstante debemos
vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no se
convierta para nosotros en un acto rutinario y a fin de que no lo recibamos
indignamente, es decir, en estado de pecado mortal. (…) No podemos, ni siquiera
por un instante, olvidar que la Eucaristía es un bien peculiar de toda la
Iglesia. Es el don más grande que, en el orden de la gracia y del sacramento,
el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa. Y, precisamente
porque se trata de tal don, todos debemos, con espíritu de fe profunda,
dejarnos guiar por el sentido de una responsabilidad verdaderamente cristiana.
(…) La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia, como sacramento de su
unidad. Y, por consiguiente, la Iglesia tiene el riguroso deber de precisar
todo lo que concierne a la participación y celebración de la misma» (Juan Pablo
II, Carta Dominicae Cenae, 24/02/1980, nn. 4-12).
«Esto no significa que la Iglesia no
sienta una especial preocupación por la situación de estos fieles que, por lo
demás, de ningún modo se encuentran excluidos de la comunión eclesial. Se
preocupa por acompañarlos pastoralmente y por invitarlos a participar en la
vida eclesial en la medida en que sea compatible con las disposiciones del
derecho divino, sobre las cuales la Iglesia no posee poder alguno para
dispensar» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la
Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14/09/1994, n. 6).
«En la acción pastoral se deberá
cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de
discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de
Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio
como don del Creador. Será necesario que los pastores y toda la comunidad de
fieles sufran y amen junto con las personas interesadas, para que puedan
reconocer también en su carga el yugo suave y la carga ligera de Jesús. Su carga
no es suave y ligera en cuanto pequeña o insignificante, sino que se vuelve
ligera porque el Señor –y junto con él toda la Iglesia– la comparte. Es tarea
de la acción pastoral, que se ha de desarrollar con total dedicación, ofrecer
esta ayuda fundada conjuntamente en la verdad y en el amor» (ib., n. 10).
«La celebración del sacramento de la
Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido
diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma
estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención
del ministro –solamente un Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve,
atiende y cura en el nombre de Cristo–, los actos del penitente: la contrición,
la confesión y la satisfacción» (Juan Pablo II, Carta Apostólica Misericordia
Dei, 7/04/2002, proem.).
VII.
Sobre la validez universal del Magisterio constante de la Iglesia
27. Nosotros
reiteramos firmemente la verdad de que las cuestiones doctrinales, morales y
pastorales relativas a los sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia y del
Matrimonio deben ser resueltas con intervenciones del Magisterio y que éstas,
por su propia naturaleza, excluyen las interpretaciones que contradigan ese
Magisterio o deducir consecuencias prácticas diversas, suponiendo que cada
nación o región pueda buscar soluciones acomodadas a la propia cultura,
sensibilidad y necesidades locales.
«El fundamento sobre el que se fundan
estas nuevas ideas es que, con el fin de atraer más fácilmente a aquellos que
disienten de ella, la Iglesia debe adecuar sus enseñanzas más conforme con el
espíritu de la época, aflojar algo de su antigua severidad y hacer algunas
concesiones a opiniones nuevas. Muchos piensan que estas concesiones deben ser
hechas no sólo en asuntos de disciplina, sino también en las doctrinas
pertenecientes al «depósito de la fe». Ellos sostienen que sería oportuno, para
ganar a aquellos que disienten de nosotros, omitir ciertos puntos del
magisterio de la Iglesia que son de menor importancia, y de esta manera
moderarlos para que no porten el mismo sentido que la Iglesia constantemente
les ha dado.
«No se necesitan muchas palabras,
querido hijo, para probar la falsedad de estas ideas si se trae a la mente la
naturaleza y el origen de la doctrina que la Iglesia propone. El Concilio
Vaticano (Constitución Dei Filius, cap. IV) dice al respecto: «La doctrina de
la fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta, como una invención filosófica,
para ser perfeccionada por el ingenio humano, sino que ha sido entregada como
un divino depósito a la Esposa de Cristo para ser guardada fielmente y
declarada infaliblemente. De aquí que el significado de los sagrados dogmas que
Nuestra Madre, la Iglesia, declaró una vez debe ser mantenido perpetuamente, y
nunca hay que apartarse de ese significado bajo la pretensión o el pretexto de
una comprensión más profunda de los mismos» (León XIII, Carta Testem
benevolentiae, 22/02/1899).
«Recordaos sin embargo que en nuestro
Oficio Apostólico debemos rechazar y refutar las opiniones de la moderna
filosofía y de la prudencia civil, por las cuales el curso de las cosas humanas
hoy es llevado allí donde non lo permiten las prescripciones de la Ley Eterna.
Ahora bien, haciendo de esta manera no estamos deteniendo el progreso del
género humano sino, por el contrario, impidiendo que precipite en la ruina»
(Pío X, Alocución consistorial, 9/11/1903).
«Conocéis también la suma importancia
que tiene para la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano,
que en el campo de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la
Iglesia y hablen del mismo modo» (Pablo VI, Encíclica Humanae vitae,
25/07/1968, n. 28).
«La Iglesia, «columna y fundamento de
la verdad» (1Tm 3, 15), «recibió de los Apóstoles [...] este solemne mandato de
Cristo de anunciar la verdad que nos salva» (Concilio Vaticano II, Lumen
gentium 17). «Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los
principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su
juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los
derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas»
(Código de Derecho Canónico, can. 742, §2)» (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2032).
«Corresponde al Magisterio universal,
en fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición, enseñar e interpretar
auténticamente el depósito de la fe. Por consiguiente, frente a las nuevas
propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la
obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al
respecto» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la
Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14/09/1994, n. 4).
VIII.
La siempre joven voz de los Padres de la Iglesia
«Sucede que mientras [los pastores de
almas] gozan con ser apremiados por inquietudes mundanas, ignoren los bienes
interiores que deberían enseñar a los otros. Por lo que seguramente también la
vida de los súbditos se apaña…De hecho, cuando la cabeza está enferma también
los miembros pierden vigor y, en la búsqueda del enemigo, no sirve a nada que
el ejército siga con agilidad si el que lo guía ha perdido el camino. (…) Los
súbditos no pueden ver la luz de la verdad porque, cuando los intereses
terrenos han ocupado los sentidos de los pastores, el polvo soplado por el
viento de la tentación enceguece los ojos de la Iglesia» (San Gregorio Magno,
Regula pastoralis, II, 7).
«Cuando por digna causa y según las
leyes de la Iglesia hay suficiente razón para enfrentar la penitencia, aun así
es frecuente que ella venga evitada a causa de enfermedad, es decir, por la
vergüenza y el temor de perder el placer, ya que la buena reputación de los
hombres da más placer que la justicia que los lleva a humillarse en penitencia.
Por lo tanto, la misericordia de Dios es necesaria no solo cuando un hombre se
arrepiente, sino también para llevarlo a arrepentirse» (San Agustín,
Enchiridion de fide, spe et caritate, 82).
«El arrepentimiento es la renovación
del bautismo. El arrepentimiento es un contrato con Dios para una segunda vida.
El arrepentimiento es un comprador de la humildad. El arrepentimiento es la
condenación de una despreocupada autoindulgencia. El arrepentimiento es hijo de
la esperanza y es renuncia a la desesperación. El arrepentimiento es un
prisionero indultado. El arrepentimiento es la reconciliación con el Señor
mediante la práctica de las buenas obras que se oponen a los pecados. El
arrepentimiento es la purificación de la conciencia. El arrepentimiento levanta
a los caídos, golpea a la puerta del Cielo, la cual se abre ante la humildad»
(San Juan Clímaco, Scala Paradisi, 25).
Conclusión
Mientras nuestro mundo neopagano
declara un ataque general contra la divina institución del matrimonio y las
plagas del divorcio y de la depravación sexual se difunden por todas partes,
incluso dentro de la vida de la Iglesia, nosotros, los que abajo firmamos,
obispos, sacerdotes y fieles católicos, consideramos que es nuestro deber y
nuestro privilegio afirmar, con una sola voz, nuestra fidelidad a las
inmutables enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y a su ininterrumpida
disciplina, así como ha sido recibida de los Apóstoles. Efectivamente, solo la
claridad de la verdad hará libre a las personas (cfr. Jn 8, 32) y permitirá que
ellas encuentren la verdadera alegría del amor, viviendo una vida según la
sabiduría y la voluntad salvífica de Dios, en otras palabras, evitando el
pecado como fue maternalmente pedido por Nuestra Señora en Fátima en 1917.
29 de agosto de 2016, Fiesta de la
decapitación de San Juan Bautista, martirizado por haber sostenido la verdad
acerca del matrimonio
Lista de los primeros
firmantes
- Prof.
Wolfgang Waldstein, Catedrático emérito de la Universidad de Salzburgo,
miembro de la Pontificia Academia para la Vida, Austria.
- Su
Eminencia, el cardenal Jãnis Pujats, Arzobispo emérito de Riga, Letonia.
- Su
Excelencia, Mons. Athanasius Schneider, Obispo auxiliar de Astana,
Kazajistán.
- Prof.
Josef Seifert, Docente de Filosofía,Academia Internacional de
Filosofía-Instituto de Filosofía Edith Stein IAP-IFES; Rector fundador de
la Academia Internacional de Filosofía del Principado de Liechtenstein,
Austria.
- Dr.ª
Anca-Maria Cernea, Presidenta de la Fundación Ioan Barbus, Rumanía.
- Dr.
Vincent-Jean-Pierre Cernea, Rumanía.
- Prof.
P. Efrem Jindráček O.P., Vicedecano de la Facultad de Filosofía de la
Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum), Roma, Italia.
- Su
Eminencia, el cardenal Carlo Caffarra, Fundador y primer presidente del
Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la
Familia, Arzobispo emérito de Bolonia, Italia.
- Su
Eminencia, el cardenal Raymond Leo Burke, Patrono de la Soberana Orden
Militar y Hospitalaria de Malta, Vaticano.
- Rvdo.
Don Nicola Bux, Docente en laFacultad Teológica Pugliese, Italia.
- Su
Excelencia, Mons. Andreas Laun, Obispo auxiliar de Salzburgo, Austria.
- Su
Excelencia, Mons. Juan Rodolfo Laise, Obispo emérito de San Luis,
Argentina.
- Rvdo.
P. Antonius Maria Mamsery, Superior General de los Misioneros de la Santa
Cruz, Singida, Tanzania.
- Rvdo.
P. Giovanni M. Scalese B., Ordinario para Afganistán.
- Rvdo.
Dr. José María Iraburu, Profesor emérito de Teología Espiritual en la
Facultad de Teología del Norte de España; presidente de la Fundación
Gratis Datey editor del diario InfoCatólica, España.
- Mons.
Juan Claudio Sanahuja, Doctor en Teología, profesor de teología moral de
los sacramentos, periodista, Argentina.
- Prof.ª
Dra. Alma von Stockhausen, Docente de filosofía y fundadora de la Academia
Gustav-Siewerth en Weilheim-Bierbronnen, Alemania.
- Prof.
Dr. Rudolf Hilfer, Facultad de Física y Matemática, Instituto de Física
Informática,Universidad de Stuttgart, Alemania.
- Adolpho
Lindenberg, cofundador de la Sociedad Brasileña de Defensa de la
Tradición, Familia y Propiedad (TFP)y Presidente del Instituto Plinio
Corrêa de Oliveira, Brasil.
- John Smeaton, Director ejecutivo de la Society
for the Protection of Unborn Children(SPUC) y cofundador de Voice of the
Family,Reino Unido.
- Prof.
Ettore Gotti Tedeschi, Docente, economista y banquero, expresidente del
IOR, Italia.
- Prof.
Massimo de Leonardis, Director del departamento de Ciencias Políticas de laUniversidad
del Sagrado Corazón, Milán, Italia.
- Conde
Giorgio Piccolomini,Italia.
- Condesa
Felicitas Piccolomini, Italia.
- Prof.
Tommaso Scandroglio, Docente de Ética y Bioética de la Universidad
Europea, Italia.
- Prof.
Giovanni Turco, Docente de Filosofía del Derecho Público, Universidad de
Udine, Italia.
- S.A.I.R.
Príncipe Luiz di Orleans-Braganza, Jefe de la Casa Imperial, Brasil.
- Prof.ª
Isobel Camp, Docente de Filosofía de laPontificia Universidad de Santo
Tomás (Angelicum) de Roma, Reino Unido.
- Duque Paul von Oldenburg, Alemania.
- Duquesa
Pilar von Oldenburg, Alemania.
- Príncipe
Carlo Massimo, Italia.
- Princesa
Elisa Massimo, Italia.
- Prof.
Paolo Pasqualucci, Catedrático emérito de Filosofía del Derecho en la
Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Perugia, Italia.
- Prof.
Corrado Gnerre, Escritor y docente de Ciencias Religiosas, Italia.
- Prof.
John Laughland, Escritor y doctor en Filosofía, Reino Unido.
- S.A.I.R.
Príncipe Bertrand de Orleans-Braganza, Brasil.
- Prof.
Robert Lazu, Escritor y doctor en Filosofía, Rumanía.
- Prof.
David Magalhães, Docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Coimbra, Portugal.
- Prof.
Enrico Maria Radaelli, Escritor, director de investigación del
Departamento de Metafísica de la belleza y de la Filosofía del arte de la
International Science and Commonsense Association (ISCA), Italia.
- Rvdo.
P. Brian Harrison, Profesor emérito de Teología de la Pontificia
Universidad Católica de Puerto Rico y docente residencial del Centro de
Estudios de los Oblatos de la Sabiduría, Estados Unidos.
- Prof.
Roberto de Mattei, Docente de Historia Moderna y Contemporánea en
laUniversidad Europea de Roma, Italia.
- Rvdo.
P. Marc Hausmann, Profesor de Filosofía, Austria.
- Rvdo.
P. Alfredo Morselli, Teólogo y escritor, Italia.
- Embajador
Emilio Barbarani, Italia.
- Embajador
Héctor Riesle, Chile.
- Archiduquesa
Alexandra von Habsburg de Riesle, Austria-Chile.
- Rvdo.
P. Fernando Palacios, Doctor en Derecho Canónico, España.
- James
Bogle, Expresidente de la Federación Internacional Una Voce, Reino Unido.
- John-Henry
Westen, Cofundador y director de LifeSiteNews, Canadá.
- Luis
Fernando Pérez Bustamante, Director del diario InfoCatólica, España.
- Maria
Guarini, Directora del sitio-web Chiesa e post-Concilio, Italia.
- Dr.
Caio Xavier da Silveira, Cofundador de la TFP brasileña y presidente de
laFédération Pro Europa Christiana, Francia.
- Prof.
Gianandrea de Antonellis, Presidente del Institut Européen de Recherches,
Etudes et Formation (IEREF), Italia.
- Dr.
Mauro Faverzani, Coordinador editorial de la revista mensualRadici
Cristiane, Italia.
- Prof.
Federico Catani, Escritor y doctor en Ciencias Religiosas, Italia.
- Prof.
Guido Vignelli, Escritor e investigador sobre el tema de la Familia,
Italia.
- Dr.ª Maria Madise, Coordinadora de Voice of the
Family, Estonia.
- Cristina
Siccardi, Escritora e historiadora, Italia.
- Mario
Navarro da Costa, Director de la Oficina de representación de la TFP en
Washington, Estados Unidos.
- Mathias
von Gersdorff, Escritor y conferenciante, Alemania.
- Marquesa
Gabriella Spalletti Trivelli Coda Nunziante, Italia.
- Virginia
Coda Nunziante, presidenta de Famiglia Domani, Italia.
- Prof.
Raúl del Toro, Docente de órgano y organista, España.
- Prof.ª
María Arratíbel, Docente de música, España.
- Daniel
Iglesias Grèzes, secretario del Centro Cultural Católico «Fe y Razón»,
Uruguay.
- Prof.
Pedro Luis Llera Vázquez, Director de Colegio católico, España
- David
González Cea(firma como Alonso Gracián), Filósofo tomista y escritor,
España.
- José
Miguel Arráiz, Ingeniero, catequista, escritor y fundador
deApologeticaCatolica.org, Venezuela.
- Antonello
Brandi, presidente dePro Vita Onlus, Italia.
- Suzanne
Pearson, Delegada de la Liga de Oración del Beato Emperador Carlos,
Estados Unidos.
- Paul
N. King, Presidente y fundador del Paulus Institute para la Propagación de
la Liturgia Sagrada, Estados Unidos.
- Donna
Fitzpatrick Bethell, Presidenta del consejo directivo del Christendom
College, exsubsecretaria del Ministerio de Energía, Estados Unidos.
- Alessandra
Nucci, escritora y directora de la Revista Una Voce Grida, Italia.
- Prof.
Néstor Martínez Valls, Licenciado en Filosofía, docente y escritor,
cofundador delCentro Cultural Católico «Fe y Razón», Uruguay.
- Prof.
Javier Paredes, Catedrático de Historia Contemporánea, Universidad de
Alcalá, España.
- Hon.
Justin Shaw, Escritor, Reino Unido.
- Sra.
Caroline Shaw, Reino Unido.
- Bruno
Moreno, Licenciado en Física y en Estudios Eclesiásticos; escritor y
editor deVita Brevis, España.
- Juan
José Romero, Ingeniero, editor y consultor de comunicación, España.
- Alberto
Zelger, Presidente del Centro Cultural Nicolò Stenone, Italia
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