por Joseph Ratzinger
INFOVATICANA | 09 abril,
2020
Les ofrecemos una meditación
de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, sobre el ‘lavatorio delos pies’, que se
conmemora hoy en la liturgia del Jueves Santo. El texto fue publicado en el
libro El camino pascual (BAC, 1990) y en internet por Mercaba.
En esta meditación quisiera
interpretar un aspecto de la visión del misterio pascual que hallamos en el
Evangelio de Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el
Evangelio de Juan se divide en dos partes:
a) un libro de los signos:
c.2-12;
b) un libro de la gloria:
c.13-21.
En esta distribución, sin
duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el misterio pascual.
Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos días,
cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria».
1. En esta estructura, el
capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del mismo
expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado
de la vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre
la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un acto único, en
el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y
realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más
bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la mesa, de
abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al
culto, a la familiaridad con Dios.
El lavatorio de los pies
representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de
Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el
inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de
la muerte humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la
otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el
verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y revelan
el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único
lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la
comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del relato
del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse, incluso por el camino del
sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que por su misma esencia es
purificación, es decir, liberación del hombre. Esta visión que nos ofrece San
Juan contiene, además, algunos aspectos complementarios:
a) Si las cosas son así, la
única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que se hace posible
en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de apokatástasis
general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y que
destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de
rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo
semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere
ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las
cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría
(Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El
servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa
por el hondón de la aguja (Mc 10,25).
b) Pero hay otro tipo de
rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del
hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe el peligro que San Pablo
llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste
este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no
quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están
sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene
necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a
que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo
de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que
murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser
cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer.
2. Vemos así que, a través
de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista interpreta no sólo la
cristología y la soteriología, sino también la antropología cristiana. Para
ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora tres puntos.
a) Además de la vida y de la
muerte de Jesús, esta visión comprende también los sacramentos del bautismo y
de la penitencia, que nos sumergen en las aguas del amor de Jesús: la vida y la
muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el
lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a
la mesa de la vida.
b) En esta escena se
interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí» constante al
amor, la fe como acto central de la vida del espíritu.
c) De estos dos puntos se
desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los
pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos,
dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar
el lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo,
pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de
lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una
simple aplicación moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico
mismo. El amor se recibe únicamente amando.
Según el Evangelio de Juan,
el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este es el «mandato
nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura íntima
de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de
relieve que San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los
hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la
comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados. Jn/A-H: No faltan
teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una
limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es
cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos
complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio final. A-H/C:
Pero, entendido en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible
unidad, Juan expresa una verdad muy importante: el amor en abstracto nunca
tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas,
construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye
partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y
singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad
no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con la
fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el
verdadero arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos
de la nueva ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe.
Volviendo al Evangelio,
podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy
concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la
estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han
de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que
únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la
nueva ciudad.
3. Quisiera añadir a esta
meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del lavatorio de los pies;
con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona explica la tensión de su vida
entre contemplación y servicio cotidiano.
a) En una primera
consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras del Señor: “Uno que
se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio»
(/Jn/13/10). El Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es
decir, bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene
necesidad de lavarse los pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los
pies, siempre necesario después de haberse bañado, después del bautismo? Así
responde el Santo Doctor: sin duda, el bautismo nos ha limpiado enteramente,
incluso los pies. Estamos «limpios»; pero, mientras vivimos aquí abajo, nuestros
pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos afectos humanos, sin los
cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con los
cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos
alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos
engañaríamos a nosotros mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr.
XXXVI 468). Pero el Señor está en presencia de Dios y, en virtud de su
intercesión, nos lava los pies día tras día en el momento en que nuestros
labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando
rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y
nos lava los pies.
b) San Agustín reflexiona
inmediatamente después sobre otro texto de la Escritura, tomado del Cantar de
los Cantares, en el que encuentra unos versículos -a primera vista enigmáticos,
según él- sobre el tema del lavatorio de los pies. En el capítulo 5 del Cantar
hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y duerme, pero
su corazón vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme,
hermana mía!» La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a
vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?»
Aquí comienza la reflexión
del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el
Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero -dice San
Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si
van a abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que
conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja,
San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor, para resolver el
dilema entre su deseo de oración, de silencio, de intimidad con Dios y las
exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones, de la vida pastoral.
El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos que
buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir
exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo
siga su camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama
a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la
puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras fuera crece la
iniquidad y el amor de la multitud se enfría…»
Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y
grita: «Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos
las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos
inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque
aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos
en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid. LVII. 2-6
p. 470ss)
Así interpreta San Agustín
su propia situación. Después de la conversión quiso fundar un monasterio,
abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a
la verdad, a la contemplación. Pero en el 391, cuando fue ordenado sacerdote en
contra de sus deseos el Señor vino a desbaratar este reposo, llamó a su puerta
y desde entonces no había día que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y
predica mi Nombre». Agustín llegaría a comprender que esta llamada que
escuchaba a diario era realmente la voz de Jesús, que Jesús le impulsaba a
ponerse en contacto con las miserias de la gente (por aquel tiempo, el Santo
Obispo hacía también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por
paradójico que esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia
Jesús, como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la
generosa respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me
levanto y abro. ¡Oh, Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas,
porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a
nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos
humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y,
por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de
orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han
ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta (Ibid. LVII,
6, p.472).
Joseph
Ratzinger
EL
CAMINO PASCUAL
BAC
POPULAR MADRID-1990. Págs. 114-120
Publicado
por Mercaba.org.
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