Autor: Santiago MARTÍN,
sacerdote FM
Católicos-on-line, marzo de
2020
Gabriel García Márquez
escribió en 1985 “El amor en los tiempos del cólera”, según parece basada en la
historia de amor entre sus propios padres. La tesis de fondo es que el amor es
más fuerte que la enfermedad y la muerte. Y si eso es así con el amor humano,
infinitamente más lo es con el amor de Dios. En tiempos del cólera, o en
tiempos de peste, o ahora en tiempos del coronavirus, de lo único que no
podemos dudar los católicos es del amor de Dios. Además, estando en Cuaresma,
¿podemos dudar de que nos ama, cuando le vemos camino de Jerusalén, dispuesto a
ser crucificado para darnos la vida más importante, la eterna?
Es hora, por lo tanto, de
mirar a Dios y de renovar nuestra fe en su poder y en su amor. Y también de
recordar que la muerte, si es que llega ahora o si nos dan una prórroga y
vivimos unos años más, no es el final del camino. Hemos desterrado la muerte de
nuestro horizonte, como si por ello ésta dejara de existir. Esta pandemia la ha
vuelto a colocar ante nuestra mirada, con toda su crudeza, y el mundo entero ha
entrado en pánico. No se trata de frivolizar ante lo que está sucediendo, ni de
tomárselo a la ligera, pero creo que para un creyente la posibilidad de
enfermar y morir no debe ser un hecho tan extraordinario que nos lleve a
volvernos locos. Repito: Hay vida eterna, y es Cristo quien nos la ha ganado
pagando el precio de su sangre. Esta es nuestra esperanza -San Pablo dice en la
primera carta a los Tesalonicenses que la esperanza es el yelmo que debemos
ponernos en la cabeza para que la razón no desvaríe- y en ella debemos
apoyarnos en momentos así. Por lo tanto, hay que mirar al cielo, aunque con los
pies en la tierra. Hay que ser muy respetuosos con las medidas que exigen las
autoridades sanitarias, pero sin olvidar que nuestra vida está en manos de Dios
y que él es más poderoso que cualquier virus. No respetar esas medidas,
pensando que Dios hará milagros y no nos pasará nada, es tentar al Señor y esa
tentación ya la rechazó Jesús en el desierto, pero volvernos locos de pánico es
perder de vista el poder de Dios y abandonar la confianza en Él.
Creo, lo digo humildemente y
sin deseo de criticar a nadie en una hora tan compleja como ésta, que eso es lo
que la Iglesia debe hacer. Al principio, en muchas diócesis del norte de
Italia, se cerraron las iglesias; luego se impuso el sentido común y se
permitió a los fieles que acudieran a ellas, aunque no había misas abiertas al
público, pero sí la posibilidad de ir a rezar; muchos sacerdotes, siempre
respetando las leyes, han estado escuchando confesiones y dando la comunión de
forma individual. En otros sitios, como Madrid por ejemplo, se permiten las
misas y las Iglesias están abiertas, pero se pide a los sacerdotes que velen
para que sólo se llene un tercio del aforo, a la vez que se dispensa del
cumplimiento del precepto dominical. En Polonia, se ha pedido a los ancianos y
a los niños que no vayan al templo. El Santo Padre ha lamentado que en algunos
sitios se tomen medidas drásticas y ha dicho que no siempre eso es lo mejor,
sin embargo en su Diócesis de Roma no le habían hecho caso y habían ordenado el
cierre de todos los templos; afortunadamente, después de las palabras del Papa
han rectificado y se han abierto algunos de ellos.
Por lo tanto, prevención y
obediencia a lo que recomienden las autoridades, sí; histeria, no. Dios quiere
estar a nuestro lado en estos momentos y los templos, salvo excepciones por
causas gravísimas, deben estar accesibles a los fieles, aunque no haya misas.
Miremos al cielo, revistámonos con el yelmo de la esperanza y pongamos nuestra
confianza en la Divina Misericordia, a la vez que cumplimos las leyes para
evitar la propagación de la epidemia. Y pidámosle a San José que siga cuidando
de la Iglesia, como ha hecho siempre.
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