Autor: Santiago MARTÍN,
sacerdote FM
La Conferencia Episcopal
alemana ha celebrado esta semana su asamblea plenaria, en la que ha salido
elegido, como era previsible, un obispo en la línea de la inmensa mayoría de
los prelados que componen esa Conferencia. Monseñor Batzing, obispo de Limburgo,
quizá no sea tan radical como otros, pero se ha mostrado decidido a seguir
adelante con el Sínodo y con la aplicación de lo que en él se apruebe. Veremos
si consigue desactivar alguna de las propuestas más enfrentadas con la
tradición, como la de la ordenación de mujeres o la aprobación de las
relaciones homosexuales.
También en esta misma plenaria ha sido reelegido el
secretario general, el P.Langendorfer, jesuita, que había renunciado y
advertido que no quería seguir; le han vuelto a nombrar, advirtiendo eso sí que
está de forma temporal hasta que encuentren un sustituto, que posiblemente será
una sustituta, pues muchos desean que ese cargo lo ocupe una mujer.
Pero la atención del mundo y
de la Iglesia no estaba esta semana puesta en Alemania, sino en la epidemia del
coronavirus. Ya dije la semana pasada que en el norte de Italia se habían
suprimido las misas para evitar el contagio, pero que los centros comerciales,
el metro, los bares e incluso el museo de la catedral de Milán estaban
abiertos.
Pues bien, ya se han producido los primeros conflictos. Varios
sacerdotes han celebrado misa y la gente ha ido. Uno de ellos, que tenía dos
misas en su parroquia, ha celebrado cinco para que la gente pudiera estar más
distanciada entre sí; a pesar de eso, el obispado correspondiente le ha abierto
una investigación acusándole de desobediencia; el cura no se ha callado y ha
dicho que si le tienen que castigar que le castiguen pero que él no es un
funcionario sino un sacerdote y tiene el deber de dar apoyo espiritual a sus
fieles, precisamente cuando más lo necesitan.
En otro caso, ha sido la
policía la que ha acudido a la iglesia durante la misa y ha evacuado el templo,
llevando ante el juez al sacerdote que, por lo demás, cumplía las normas que ha
impuesto el Gobierno italiano y que exigen que la gente esté separada entre sí
un metro para evitar el contagio. Vuelvo a repetir: se está cayendo no sólo en
el disparate sino también en la violación de los derechos de los fieles, que
tienen el derecho a recibir los sacramentos, cumpliendo eso sí las medidas de
precaución que determinan en cada caso las autoridades sanitarias.
Suprimir el
acceso a los sacramentos, ¿no es un acto de clericalismo? ¿Ha pensado alguien
el dolor que representa para muchas personas no poder comulgar? Se está
abriendo la mano para que puedan comulgar personas que no pueden hacerlo y, en
cambio, se priva de la comunión a quien tiene derecho a ello. Vuelvo a
preguntar, ¿no es eso clericalismo? Hay que poner condiciones para evitar los
contagios, pero es absurdo que puedas ir a un bar a tomarte un capuchino y no
puedas ir al templo a rezar o a comulgar.
Menos mal que hay todavía
obispos sensatos. Uno de ellos es monseñor Roland, obispo de Aras, la tierra de
San Juan María Vianney, que ha publicado un aviso en la web de su diócesis
diciendo que allí no se van a cerrar las iglesias ni a suprimir las misas.
Incluso ha añadido que cada uno podrá comulgar como quiera, en la boca o en la
mano. “Me niego a ceder al pánico colectivo”, ha afirmado, señalando que más
que temer a la epidemia del coronavirus habría que temer a la epidemia de miedo
que a tantos está contagiando.
Precaución y respeto a las normas sanitarias sí,
pero histeria no. Y mucho menos violación de los derechos de los fieles a poder
acudir ante el Sagrario, a nutrirse de la Eucaristía y a recibir el perdón de
sus pecados. Como dice monseñor Roland en su carta, en situaciones mucho más
serias, en las grandes plagas, los cristianos se reunieron para hacer oración,
para ayudar a los enfermos, asistir a los moribundos y enterrar a los muertos.
Ni se apartaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes. Quizá es porque
tenían más fe en el poder de Dios y en la existencia de la vida eterna.
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