No perdáis
fácilmente la cabeza…
Infocatólica,
19/02/21
Ha comenzado,
entonces, la terceraa década del tercer milenio del calendario cristiano, de la
historia de la Iglesia católica. ¿Qué ve y experimenta en estos nuestros días
un católico europeo que está en unión con la Iglesia?
¡Un incalculable
éxodo masivo de la Iglesia! Las ramas del «árbol de la Iglesia» son atravesadas
por las fuertes ráfagas de viento de un espíritu de época anticristiano y
contrario a Dios, y barre implacablemente las hojas marchitas: abandonos
masivos de la Iglesia, apostasía de la fe en una dimensión que habría sido
inimaginable incluso en medio de las dictaduras del siglo XX.
Ahora bien, ya no
son solo los tibios e indiferentes «cristianos de fachada» los que abandonan la
Iglesia, sino también los –no pocos– que protestan contra un aparato «Iglesia»
entregado al espíritu de la época: el secretariado de la Conferencia episcopal
alemana, el Comité central de los católicos alemanes, las academias católicas,
etc. ¿El aparato que gira despreocupadamente en torno a sí mismo ha de ser
considerado como la Iglesia de Jesucristo?
Hay muchos que,
desilusionados y desconcertados, ya no reconocen el rostro de su Iglesia. No
pocos buscan un hogar espiritual en las comunidades tradicionalistas. ¿De qué
otra forma, si no, podría explicarse que justo el crecimiento y florecimiento
de dichas comunidades ocurre sin la contribución de los millones provenientes
del impuesto eclesial y que además sus seminarios estén llenos? ¿Qué es, pues,
lo que está en marcha en el catolicismo alemán?
¿Pero acaso Jesús
mismo no alude a la desaparición de la fe, a la arbitrariedad moral, al
«enfriamiento de la fe» cuando menciona las señales de su próxima venida?
Muchos ven esto paralizados de miedo y con desconcierto.
¿Cómo –se
preguntan muchos– se pudo llegar tan lejos? Miremos por el espejo retrovisor
hacia los siglos pasados de la historia de la Iglesia alemana. No se trata aquí
de nostalgia. Se trata de una mirada sobria y crítica. No anhelamos la «Casa
plena de gloria» [mención a una famosa canción religiosa alemana alusiva a la
Iglesia], sabiendo que, entre tanto, la tormenta ya no solo «golpea los muros»
[alusión a la misma canción], sino que pasa bramando fuertemente por en medio de
la casa.
Naturalmente, es
verdad que una vez los católicos –bajo la guía de sus obispos– se mantuvieron
generalmente firmes y fieles frente a los regímenes ateos y totalitarios en el
este y el occidente de Europa. Al colapsar Alemania, la Iglesia católica fue
también la única estructura social que permaneció intacta.
Pero igualmente
cierto es que dos décadas después se reactivaron los virulentos gérmenes del
modernismo, que habían estado entre bambalinas desde finales del siglo XIX. Las
dos guerras mundiales y la resistencia contra las ideologías de la época solo
interrumpieron los debates teológicos con el modernismo. Esto se hizo evidente
cuando Pío XII abordó el tema en su encíclica Humani generis (1950), la cual
suscitó una categórica resistencia, particularmente en Alemania. Ese desarrollo
culminó casi dos décadas después en las furiosas protestas que con maneras
vulgares se hicieron contra la encíclica Humane vitae, escrita por Paulo VI en
1968, el annus fatalis de la Iglesia y la cultura alemanas.
En seguida, los
teólogos morales apoyaron –con solo dos notables excepciones– el rechazo a la
encíclica. Este rechazo correspondía a la creciente incomprensión con la que se
volvía a hablar en contra del celibato sacerdotal en amplios círculos
eclesiales. Con frecuencia, las comunidades parroquiales reaccionaban
aplaudiendo espontáneamente cuando un sacerdote comunicaba su deseo de casarse.
Si a esto se suma que, desde entonces, en muchas iglesias reina el caos
litúrgico, y los textos litúrgicos de la Iglesia son reemplazados por
discutibles textos propios, que los sacerdotes celebran misas inventadas por
ellos mismos, y que incluso cambian las palabras de la consagración, entonces
queda claro que la disolución y el desbarajuste penetraron en el corazón de la
Iglesia alemana. Uno piensa involuntariamente en las palabras de Jesús sobre
«la abominación de la desolación […] erigida en el lugar santo», como una señal
del fin (Mt 24, 15 ss).
Se incrementan los
síntomas de la autodestrucción
Frente a todo
esto, en lugar de caer en un piadoso alarmismo que cree vislumbrar ya en el
horizonte los relámpagos del juicio final, lo que hay que hacer es mirar hacia
el tesoro de experiencias de la Iglesia.
Basta con recordar
los sucesos que se dieron comenzando el siglo XIX: el colapso de las
estructuras eclesiales por la secularización, diócesis sin obispos durante
varias décadas, el olvido del sacramento de la Confirmación; la huida del cargo
de muchos sacerdotes, particularmente de religiosos; seminarios vacíos. Y, además,
sacerdotes que, entregados totalmente a las ideas de la Ilustración
racionalista, se consideraban a sí mismos educadores del pueblo, funcionarios
eclesiásticos, trabajadores sociales.
Desorden
litúrgico; más tarde, los «ensayos litúrgicos» (como en el caso de Ludwig Busch
[1803]); disminución de la asistencia a la Misa y de la práctica sacramental,
eran lo común a comienzos del siglo XIX. La elección de los temas de la
predicación revela la pérdida de fe en amplios círculos del clero. En Navidad,
por ejemplo, se predicaba sobre la asistencia en los partos y el cuidado de los
lactantes; en la Pascua, sobre el renacer de la naturaleza luego del invierno.
También se aprovechaba el momento para exponer problemas relacionados con la
cría de las ovejas (Cordero pascual), y sobre el peligro de enterrar a personas
aparentemente muertas. En Pentecostés (vendaval y lenguas de fuego) se
recomendaba el uso del pararrayos inventado por Benjamín Franklin.
Y ahora la
pregunta: ¿no experimentamos hoy en día algo semejante? ¿No son menos a-teos el
medio ambiente, la migración, las selvas tropicales, la transformación
energética, y los conflictos sociales como temas de la predicación? ¿No están,
por ello, fuera de lugar en el púlpito?
También el amplio
desplome de la práctica religiosa que experimentamos hoy en día no es, en
absoluto, nada nuevo. En aquel entonces, como hoy en día, es consecuencia de
una predicación –verdaderamente a-tea– que banaliza y desvirtúa el Evangelio,
tal como se escucha hoy en los púlpitos.
No obstante, el
siglo XIX fue testigo no solo del fin del régimen revolucionario de París, sino
también del florecimiento casi inesperado de la vida religiosa, que tuvo su
origen en Francia. En alusión a los miles que fueron ejecutados por la revolución
francesa a causa de su fe, se citaban de buena gana las palabras de Tertuliano
sobre la sangre de los mártires como semilla para nuevos cristianos.
Surgieron,
entonces, numerosas comunidades religiosas. Solo en el pontificado de Pío IX
(1846-1878) fueron más de cien (¡), que se dedicaron a la transmisión de la fe,
a la educación, al cuidado de los enfermos y a la misión fuera de Europa. La
vida monástica también experimentó una nueva primavera. Un desarrollo
impresionante en una Europa cuyos dirigentes estaban obnubilados por un
inaudito avance científico e industrial, pero también por las corrientes
materialistas y ateas de la filosofía. Esa Europa, que se había emancipado de
sus raíces cristianas con aquella arrogancia producida por el entusiasmo en el
progreso, sucumbió en las batallas de la Primera guerra mundial y su gran
despliegue de material bélico. No obstante, ya en las negociaciones de paz de
1918 se dibujaban en el horizonte las catástrofes del siglo XX.
Hasta aquí el
pasado. ¿Y el futuro?
Si pensamos en
ellos, deberíamos seguir la exhortación del apóstol Pablo, que, al dirigirse a
los cristianos de Tesalónica, escribe: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os
alarméis…» (2 Ts 2, 2). Así, pues, si miramos con sobriedad y serenidad el
momento actual, y miramos hacia el mañana, podremos reconocer el presente con
todas sus tribulaciones, pero también en su transitoriedad.
No olvidemos lo
que Jesús dice a su Iglesia acerca del futuro. Sus palabras no tienen ningún
tono triunfalista. Por el contrario, habla de persecuciones, de cargar la cruz,
y de muertes violentas; sí, incluso de catástrofes que estremecerán el cosmos.
Nada diferente es
el mensaje de la Virgen María, «autenticado» por el indudable «milagro del sol»
ocurrido el 13 de octubre de 1917 en Fátima. Es evidente: la Iglesia, el
«misterioso cuerpo de Cristo», tiene que hacer también el camino de Cristo,
que, terminando en la eternidad, pasa por el Gólgota. Solo el cielo sabe en qué
punto, en qué curva de este camino nos encontramos hoy. El futuro esplendoroso
y glorioso de la Iglesia comienza solo con el día del juicio final, y se hará
realidad en la Jerusalén celestial. Esta es la meta. El Apocalipsis de san Juan
es el que anuncia su gloria con fascinantes imágenes. Desde entonces, nos encontramos
en camino hacia allá.
El cristiano que
no quiera perder la orientación tiene una brújula confiable en el Catecismo de
la Iglesia católica, que fue promulgado por el papa Juan Pablo II, y escrito
bajo la dirección del entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de
la fe, Joseph Ratzinger. Fue publicado en 1992 y traducido a varias lenguas,
entre ellas al latín.
Aquí, entonces,
encontramos la doctrina de la Iglesia, que en el proceso de transmisión y bajo
la guía del Espíritu Santo, tomó forma en las Sagradas Escrituras y en la
tradición. La vida de la fe, la liturgia, la pastoral deben orientarse por
estas normas si quieren «permanecer en la verdad», tal como lo formulan el
evangelio y las cartas del apóstol san Juan. Si seguimos esta brújula, podemos
estar seguros de no perder la meta.
A esto se suma el
esfuerzo que durante toda la vida debe hacer el cristiano para corresponder a
esas normas morales en su vida diaria tanto en la familia, en el trabajo como
en la sociedad.
Respecto a la
actual situación de la Iglesia, caracterizada por una confusión en la doctrina
de la fe y la arbitrariedad moral individual, etc., se evidencia la importancia
que tiene un sólido conocimiento de la doctrina de la Iglesia y sus
orientaciones para la vida moral, sacramental y litúrgica.
Es evidente que al
aspirar a corresponder a estas exigencias se den tensiones y conflictos en un
entorno que se muestra crítico con Roma. No obstante, en tales circunstancias
se requiere, además de un claro testimonio de la verdad, un estilo propio del
debate intraeclesial que corresponda a las exigencias del Evangelio. ¡El
servicio a la verdad en el amor –también el amor a los enemigos– es lo único
que persuade!
El lector habrá
podido notar que en estos últimos párrafos se habla de la fe, la esperanza y el
amor: las virtudes teologales. Se llaman así, porque la capacidad para creer,
para esperar y para amar son gracias de Dios, que le son infundidas al hombre
redimido en el sacramento del Bautismo. La fuerza que nos dan nos capacitan
para resistir las múltiples contrariedades, hasta que el Señor vuelva. Hasta
entonces, hay que tener en cuenta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os
alarméis …» (2 Ts 2, 1-3).
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