de luchar contra
la mentira en la Iglesia
Cardenal Burke
Brújula cotidiana,
16-02-2021
El mejor término
para describir el estado actual de la Iglesia es confusión; confusión que a
menudo roza el error. La confusión no se limita a una u otra doctrina o
disciplina o aspecto de la vida de la Iglesia: afecta a la identidad misma de
la Iglesia.
La confusión tiene
su origen en una falta de respeto a la verdad, o en la negación de la verdad, o
en la pretensión de no conocer la verdad, o en la falta de declaración de la
verdad conocida. En su confrontación con los escribas y fariseos en la Fiesta
de los Tabernáculos, Nuestro Señor habló claramente de aquellos que promueven
la confusión, negándose a reconocer la verdad y a decir la verdad. La confusión
es obra del Maligno, como enseñó Nuestro Señor mismo, cuando dijo estas
palabras a los escribas y fariseos: “¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque
no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis
cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no
se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira,
dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. Pero
a mí, como os digo la verdad, no me creéis” (Jn 8, 43-45).
La cultura de la
mentira y la confusión que genera no tiene nada que ver con Cristo y su Esposa,
la Iglesia. Recuerda la advertencia de Nuestro Señor en el Sermón de la
Montaña: “Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’; ‘no, no’: que lo que pasa de aquí
viene del Maligno” (Mt 5,37).
¿Por qué es
importante que reflexionemos sobre el estado actual de la Iglesia, marcado por
tanta confusión? Cada uno de nosotros, como miembro vivo del Cuerpo Místico de
Cristo, está llamado a librar el buen combate contra el mal y el Maligno, y a
mantener la carrera del bien, la carrera de Dios, con Cristo. Cada uno de
nosotros, según su vocación en la vida y sus dones particulares, tiene la
obligación de disipar la confusión y manifestar la luz que sólo proviene de
Cristo, que está vivo para nosotros en la Tradición viva de la Iglesia.
No debería
sorprender que en el estado actual de la Iglesia, los que se aferran a la
verdad, que son fieles a la Tradición, sean tachados de rígidos y de tradicionalistas
porque se oponen a la agenda de confusión imperante. Los autores de la cultura
de la mentira y la confusión los presentan como si fueran pobres y deficientes,
como enfermos que necesitan una cura.
En realidad, sólo
queremos una cosa, y es poder declarar, como San Pablo al final de sus días
terrenales: “Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento
de mi partida es inminente. He combatido la buena batalla, he llegado a la meta
en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la
justicia que aquel Día me entregará el Señor, el Juez justo; y no solamente a
mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su manifestación” (2
Tim 4, 6-8).
Es por amor a
nuestro Señor y a su presencia viva con nosotros en la Iglesia que luchamos por
la verdad y la luz que siempre trae a nuestras vidas.
Además del deber
de combatir la falsedad y la confusión en nuestra vida cotidiana, como miembros
vivos del Cuerpo de Cristo, tenemos el deber de dar a conocer nuestras
preocupaciones por la Iglesia a nuestros pastores: el Romano Pontífice, los
obispos y los sacerdotes que son los principales colaboradores de los obispos
en el cuidado del rebaño de Dios. El canon 212, uno de los primeros
cánones del Título I, “De las obligaciones y derechos de todos los fieles”, del
Libro II, “Del pueblo de Dios”, del Código de Derecho Canónico dice:
Ҥ 1. Los fieles,
conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por
obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto
representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como
rectores de la Iglesia.
§ 2. Los fieles tienen derecho a manifestar a
los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y
sus deseos.
§ 3. Tienen el derecho, y a veces incluso el
deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de
manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al
bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la
integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y
habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.
Las fuentes del
canon 212, que es nuevo en el Código de Derecho Canónico, son las enseñanzas
del Concilio Ecuménico Vaticano II, especialmente el n. 37 de la Constitución
Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, y el n. 6 del Decreto sobre el
Apostolado de los Laicos, Apostolicam Actuositatem.
Como señala la
legislación canónica, los fieles laicos están llamados a dar a conocer sus
preocupaciones por el bien de la Iglesia, incluso haciéndolas públicas,
respetando siempre el oficio pastoral tal y como fue constituido por Cristo en
la fundación de la Iglesia a través de su ministerio público, especialmente por
su Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y el Envío del Espíritu Santo en
Pentecostés. En efecto, las intervenciones de los fieles laicos con sus
pastores para la edificación de la Iglesia no sólo no disminuyen el respeto por
el oficio pastoral, sino que, de hecho, lo confirman (cf. Lumen Gentium n. 37).
Desgraciadamente, hoy, por parte de algunos en la Iglesia, la expresión
legítima de la preocupación por la misión de la Iglesia en el mundo por parte
de los fieles laicos se juzga como una falta de respeto al oficio pastoral.
El de por sí
enorme desafío que presenta una secularización cada vez más creciente y
agresiva se hace aún más enorme por varias décadas de falta de catequesis
sólida en la Iglesia. Sobre todo, en nuestro tiempo, los fieles laicos esperan
que sus pastores expongan claramente los principios cristianos y su fundamento
en la tradición de la fe, tal como se transmite en la Iglesia en una línea
ininterrumpida.
Una manifestación
alarmante de la actual cultura de la mentira y la confusión en la Iglesia es la
confusión sobre la propia naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo.
Hoy escuchamos cada vez más a menudo que todos los hombres son hijos de Dios y
que los católicos tienen que relacionarse con las personas de otras religiones
y de ninguna religión como si fueran hijos de Dios. Ésta es una mentira
fundamental y fuente de una de las confusiones más graves.
Todos los hombres
han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero desde la caída de nuestros
primeros padres, con la consiguiente herencia del pecado original, los hombres
sólo pueden llegar a ser hijos de Dios en Jesucristo, Dios Hijo, a quien Dios
Padre envió al mundo para que los hombres volvieran a ser sus hijos por medio
de la fe y el Bautismo. Sólo a través del sacramento del Bautismo nos
convertimos en hijos de Dios, en hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito.
En nuestras relaciones con las personas de otras religiones o sin religión
ninguna debemos mostrarles el respeto que merecen quienes han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, pero, al mismo tiempo, debemos dar testimonio de la
verdad del pecado original y de la justificación por el Bautismo. De lo
contrario, la misión de Cristo, su encarnación redentora y la continuación de
su misión en la Iglesia carecen de sentido.
No es cierto que
Dios quiera una pluralidad de religiones. Envió a su único Hijo al mundo para
salvar al mundo. Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, es el único Salvador del
mundo. En nuestras relaciones con los demás, debemos dar siempre testimonio de
la verdad sobre Cristo y la Iglesia, para que los que siguen una religión falsa
o no tienen religión alguna reciban el don de la fe y busquen el Sacramento del
Bautismo.
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