sobre algunos aspectos de la Iglesia hoy en
día.
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 07/06/22
El título de esta
nota tiene origen en una imagen elocuente empleada por el cardenal africano
Robert Sarah, que fue prefecto de la Congregación del Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos; «misericordiado» tan pronto como fue posible,
sin escandalizar demasiado, jubilando un miembro de la curia romana. Su
Eminencia, autor de libros de una profundidad teológica, y una dimensión
espiritual poco frecuentes, comparó la desastrosa situación actual de la
Iglesia católica, con la que debió enfrentarse Pío X: el modernismo, que el
Papa Sarto describió, y condenó en la encíclica Pascendi Dominici gregis, y el
decreto Lamentabili sane exitu: aquello, en comparación con los restos actuales
del posconcilio, fue un simple resfrío. Me permito el atrevimiento de proyectar
esa imagen: la Iglesia de hoy padece una severa pulmonía. Paso al análisis de
los síntomas.
Actualmente, al
menos según lo que se determina ex auctoritate superiori, no hay en la Iglesia
ni kérygma, ni didajé. Quedan, sin duda, sobrevivientes de tiempos mejores, los
pontificados de San Juan Pablo II, y de Benedicto XVI. Pero en la intención
«oficial», ya no se llama a la conversión a quienes están fuera de ella, ni se
amaestra a los fieles que necesitan y desean crecer en la Fe. Temas
fundamentales del Credo y la catequesis católica, han desaparecido de la
predicación ordinaria: Dios en su Unidad, y Trinidad; Jesucristo, verdadero
Dios, y verdadero hombre; la Redención; el pecado y la gracia; los Mandamientos
(el sexto, especialmente, es cosa del pasado); la Esperanza en la vida eterna;
el demonio, y sus ardides; el peligro y la amenaza de una condenación eterna;
y, en general, el contenido felizmente expresado en el Catecismo de la Iglesia
Católica. Esas verdades debemos esperarlas, y recibirlas, de los pastores
evangélicos; que no se avergüenzan de mostrarse cristianos, y proponen con celo
el camino del seguimiento del Señor. Habrá que disculparles cierto
fundamentalismo en la interpretación de la Sagrada Escritura (que conocen al
dedillo); y, en algunos casos, una exaltación carismática que agobia un tanto.
Pero, gracias a Dios, estos hermanos cristianos proclaman el mensaje del Reino
(es una lástima que no tengan ni la Eucaristía, ni la Virgen María). Ejercen su
ministerio a través de programas en los medios de comunicación, de los cuales
la Iglesia Católica carece totalmente. No sé si son muchos los católicos que
pasan al evangelismo; lo cierto es que las dimensiones de la Iglesia se achican
en muchos países, concretamente, en la Argentina.
¿Qué es lo que hoy
interesa a la predicación católica, de acuerdo con las orientaciones oficiales?
Los «nuevos paradigmas»: mejorar la vida de la gente, en este mundo; el cuidado
de la Madre Tierra; las injusticias sociales; el «cambio climático»; la
deforestación de la Amazonia. En grandes líneas, digamos: los criterios de un
Nuevo Orden Mundial, financiado por el imperialismo internacional del dinero.
La Santa Sede, cede; en febrero de 2019 adhirió al documento sobre la
Fraternidad Universal, firmado en Abu Dhabi. La masonería, de parabienes.
Otro síntoma de la
pulmonía: la devastación de la liturgia, que ha seguido a la debacle
posconciliar. Los avisos sensatos, contenidos en la constitución Sacrosanctum
Concilium, no fueron tenidos en cuenta. El itinerario seguido por las reformas
que impuso la Santa Sede, especialmente la creación de una nueva Misa, que no
suele llamarse Santo Sacrificio de la Misa, sino más bien «celebración
eucarística», no ha reconocido que la verdadera reforma es siempre una
restauración. El eximio liturgista Klaus Gamber ha mostrado cómo se
desarrollaron orgánicamente los ritos de la Iglesia, sin romper nunca con la
Tradición. La pretensión reciente (lleva ya medio siglo) implica un «orgullo
creativo» de efectos penosos. Si deseamos referirnos al Rito Romano, debemos
reconocer que se constituyó sustancialmente a fines del siglo IV, por obra del
Papa San Dámaso; recibió adiciones de San Gregorio Magno (fines del siglo VI),
y fue definido después del Concilio de Trento por la Bula Quo Primum, de San
Pío V. Este es el Santo Sacrificio de la Misa, cuya última versión es de 1962,
el Misal de Juan XXIII. La verdadera reforma es la recuperación de las formas
originales, como lo hizo San Pío X, con el Canto Gregoriano.
Benedicto XVI
sabía muy bien que nunca había sido abolida la tradicional Misa Latina, y la
habilitó nuevamente como forma extraordinaria del Rito Romano, para respetar,
con auténtico sentido pastoral, a los sacerdotes que la celebraban, y a los
fieles que participaban de ella con frutos espirituales innegables. Fue una
decisión sapientísima, como podía esperarse de un gran teólogo, que es a la vez
un hombre de Dios. Esta obra ha sido destruida por una medida draconiana,
despótica, el motu proprio Traditionis custodes. Fue este documento un pésimo
úkase, arbitrario e ideológico, ajeno al desarrollo orgánico de la Iglesia. El
obispo Rob Mutsaerts ha escrito, con razón, que «la Liturgia no es un juguete
de los papas, sino la herencia de la Iglesia».
La devastación
litúrgica no es reconocida por la Santa Sede, que ha abrazado un progresismo
chato, y mal disimulado. San Vicente de Lerins, en su Commonitorio Primero, ha
señalado cómo la doctrina, la disciplina, y en general todas las realidades
eclesiales se desarrollan homogéneamente. Así es cómo la verdad se puede
expresar nove, con términos nuevos, actualizados, pero no puede ser reemplazada
por nova, por cosas nuevas. O sea, permanece el mismo dogma, con el mismo
sentido, y la identidad del contenido de la Fe.
El relativismo se
ha impuesto casi oficialmente; ya no se puede esperar que se defina con
claridad lo que hay que creer, y los errores de los que debemos guardarnos. Lo
sabemos porque, gracias a Dios, contamos con el Catecismo de la Iglesia
Católica; punto de referencia que nos libera de las contradicciones en las que
incurre la «autoridad superior», en la que debería apoyarse la seguridad de los
fieles, en especial, los más sencillos, los pobres. Además, Dios, Cristo, el
Misterio de la Redención, la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, parecen
atrapados en las fauces de la Razón Práctica kantiana. El moralismo ocupa el
lugar del dogma de la Fe. Sobre este aspecto de la problemática actual habría
mucho que decir, sobre todo porque se trata de una moral reductiva; que
desconoce la amplitud de la Ley de Dios.
Otro síntoma de la
pulmonía es el cambio producido en los últimos nueve años en el método de
discernimiento: se usan dos pesas, y dos medidas, todo para los partidarios del
progresismo, en sus diversas variantes (digo «partidarios» porque se trata de
una parte, de una visión parcial de la realidad cristiana) pero ni justicia
para quienes aman la Gran Tradición eclesial, y deciden atenerse a ella en su
vida personal, y en la participación o en la conducción de la comunidad
cristiana. El método de «discernimiento» aquí evocado, sale brutalmente
expresado por el general Juan Domingo Perón, tres veces presidente de la
Argentina: «Para los amigos, todo; para los enemigos, ni justicia».
Es así como
descubrimos por qué hay sacerdotes cancelados (ya circula este nombre),
eliminados de la lista por los obispos que se enfilan en las nuevas
orientaciones romanas. Las conferencias episcopales son el instrumento para
imponer una uniformidad según la cual la fraternidad es, simplemente, una bella
palabra para ostentar. Se ignora, y se abandona a su suerte, a los obispos que
son coherentes con todo lo que implica la Sucesión Apostólica. Los episcopados
suelen ser instrumentos de una politización eclesial. Podemos llamar obispos
cancelados, a los liquidados antes de tiempo, sin esperar que llegue la
guillotina de los 75 años. No importa si las diócesis que presiden son
florecientes, y ellos gozan del amor de los fieles; muchas veces la deslealtad,
las denuncias, y conflictos internos juegan un papel. Y para juzgar de esas
situaciones, falta una sincera objetividad.
Monseñor Aguer en
el retiro que les predicó a sacerdotes de Arecibo, Puerto Rico (Febrero de
2019).Se ha atribuido muchas veces a las mujeres el hábito de la murmuración,
pero en realidad se trata de un vicio típicamente clerical. Cancelados han
sido, entre otros, los obispos de Ciudad del Este (Paraguay), y San Luis
(Argentina). El más reciente ha sido Mons. Daniel Fernández Torres, obispo de
Arecibo (Puerto Rico), que fue depuesto porque, con toda dignidad, se negó a
renunciar como se lo solicitaba el Delegado Apostólico. Hace tres años prediqué
allá los Ejercicios Espirituales al clero de la diócesis; y pude comprobar,
personalmente, lo que es una Iglesia particular bien conducida. ¿Será uno de
los próximos cancelados Mons. Dominique Rey, obispo de Fréjus-Toulon; a quien
le acaban de ordenar, desde Roma, suspender tres semanas antes de la fecha
prevista las ordenaciones de seis diáconos, y cuatro sacerdotes?
Ante el panorama
que he tratado de describir, puede uno preguntarse qué hacer, qué medicina
tomar, buscando curar la pulmonía. Respondo: hay que clamar; no reclamar al
oficialismo eclesial, aun si se advierten y se sufren errores e injusticias,
sino clamar a Dios. En la Sagrada Escritura, sobre todo en los Libros
Proféticos, encontramos numerosos casos, en los que el pueblo de Israel clamó
al Señor, su clamor llegó a los oídos del Dios Todopoderoso, y Misericordioso,
y Él respondió a quienes le rogaban con humildad y confianza. Muchos salmos
contienen clamores, en especial las lamentaciones individuales, y las
colectivas.
Ante la
persistencia de la pulmonía que afecta a la Iglesia, clamemos al Médico
celestial. La oración se torna clamor cuando no se advierte que el desarrollo
de la enfermedad concede un alivio; ese clamor ha de ser sostenido por una Fe
sin vacilaciones. Creemos que la respuesta divina puede concedernos una nueva
etapa de salud y lozanía, de gratitud y alegría, para cumplir mejor el mandato
del Señor. En Isaías 30, 19, leemos: «Sí, pueblo de Sión que habitas en
Jerusalén, ya no tendrás que llorar. Él se apiadará al oír tu clamor; apenas te
escuche, te responderá». El refrán popular asegura que «no hay mal que dure
cien años»; y en los malos tiempos no solamente corresponde sobrellevar con
paciencia y serenidad lo que el Señor permite para nuestro bien, sino también
mirar al futuro con Esperanza. Me refiero a la Esperanza teologal, por la cual
«nos colgamos» de la Voluntad de Dios, como lo hacemos al rezar el
Padrenuestro: Hágase tu Voluntad, así en la Tierra, como en el Cielo.
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