del Sínodo que ponen en peligro a la Iglesia
Stefano Fontana
Brújula cotidiana,
12-10-2022
El camino sinodal
sobre la sinodalidad, que terminará en 2023 con el sínodo real de los obispos
después de la larga “fase de escucha”, tiene varios agujeros negros que lo
hacen muy problemático y requiere no pecar de ingenuos.
El primero de
estos agujeros negros es que su realización no tiene nada de sinodal. El
documento final del sínodo de Estados Unidos afirma que ha participado el 0,01%
de los fieles en la fase de escucha. En la práctica, un pequeño grupo que sólo
se escuchaba a sí mismo y hablaba por encima de sí mismo. Quien aprieta el
acelerador es el Papa Francisco, y lo hace de forma no sinodal, sino
imperativa. Su pontificado se caracteriza por nada menos que 53 motu proprio,
más que los de sus dos predecesores juntos. Los obispos están “encajonados”
entre él y las conferencias episcopales, y la sinodalidad está impidiendo la
colegialidad. Los nombramientos en la cúspide de la dirección del Sínodo
demuestran ya un deseo de dirigirlo o incluso de determinarlo. Al fin y al
cabo, éste fue también el caso de los sínodos anteriores, empezando por la
Madre de todos los sínodos, el de la familia en 2014/2015. Que la sinodalidad
es una calle de sentido único lo demuestran las consignas que se repiten
servilmente en los documentos finales de los sínodos diocesanos y la
bibliografía de referencia que se proporciona a los participantes. Entre todo
ello, me gustaría señalar la biografía de la diócesis de Padua, marcada
completamente por el progresismo: sobre esa base, el resultado del sínodo de
Padua ya se podía adivinar.
Incluso los
teólogos más partidarios del sínodo, como mons. Giacomo Canobbio, señalan la
contradicción de un sínodo sobre la sinodalidad impulsado de forma centralista.
En el número actual de “Studia Patavina” Canobbio capta “una trampa incluso en
la enseñanza/comportamiento del Papa Francisco: por un lado quiere involucrar a
todos en el proceso sinodal, por otro sigue siendo él quien determina los
caminos de las Conferencias Episcopales, incluida la italiana”. Esta prisa por
quemar las etapas de la sinodalidad por imposición arroja una luz política
ambigua sobre todo el proceso en curso y confirma que se trata de una sinodalidad
decidida e impuesta a priori.
Un segundo agujero
negro se refiere a la actitud de escucha, planteada como fundamental en esta
fase de preparación del sínodo. Todo el mundo ve que es una escucha defectuosa
en la medida en que ya está orientada a escuchar ciertas cosas y no otras.
También es una escucha instrumental para llevar las cosas a donde uno quiere
que las lleven. Además, la actitud de escucha se ve comprometida por una
confusión entre el sensus fidei de los fieles y la categoría de pueblo propia
de la correspondiente “teología del pueblo”. Esta problemática conexión ha sido
teorizada por Francisco en varias ocasiones. El sensus fidei o
“instinto/sentido de la fe”, según Francisco, se produce con el soplo del
Espíritu y hace que los fieles bautizados gocen de una cierta connaturalidad
con las realidades divinas de la que se deriva una sabiduría en el
discernimiento. En ello basa la necesidad de escuchar dentro de la Iglesia,
para evitar el verticismo y el clericalismo.
A esto asocia
luego la teología del pueblo, ya que una cierta asistencia connatural del
Espíritu Santo existiría también fuera de la Iglesia, en el pueblo como pueblo.
Por ello, la escucha debe dirigirse también a los distantes. Por pueblo se
entiende la humanidad, el mundo, para que haya un paralelismo entre la Iglesia
y el mundo, una igualdad en la escucha. La idea se ajusta ciertamente a muchas
corrientes de la teología contemporánea, pero no por ello no es motivo de
preocupación. El peligro de pensar en el pueblo en un sentido sociológico se
avecina y el paso a afirmar que el soplo del Espíritu está presente en las
reivindicaciones LGBT de hoy es inmediato. Sobre esta base, el sínodo tiene un
fundamento profundamente equivocado.
El tercer agujero
negro es que quiere introducir la democracia liberal moderna en la Iglesia. El
mencionado Giacomo Canobbio lo ha afirmado claramente: “Imaginar que la
verificación [¡sic!] del sensus fidelium no abre la puerta a formas de
democratización de la Iglesia es caer en una forma de espiritualización de la
vida eclesial”. Para que la sinodalidad –continúa Canobbio- se traduzca en
decisiones en un sínodo, “no se pueden dejar de lado las experiencias tomadas
de las sociedades democráticas”. Desde su punto de vista tiene razón: si la
democracia verifica [¡sic!] el sensus fidelium, entonces la Iglesia debe ser
democrática. Hoy, las decisiones de los sínodos se ponen en manos del obispo o
del papa, pero la perspectiva es la de una nueva sinodalidad, en la que las
decisiones de los sínodos, tomadas democráticamente, ya no tendrán que
remitirse al Papa o al obispo, porque en este caso se volvería a caer en el
clericalismo; “si sigue siendo él [el Papa] quien diga la última palabra, se
corre el riesgo de allanar el camino a nuevos verticismos”. La votación democrática
atestiguaría la presencia del Espíritu Santo en las decisiones sinodales. Una
promoción radical de la democracia procesal moderna, que se remonta nada menos
que a las exigencias de la Encarnación, pero que en realidad es un
historicismo.
Si juntamos estos
tres agujeros negros, uno se pregunta si la Iglesia que saldrá del sínodo sobre
la sinodalidad seguirá siendo la Iglesia católica. La alarma es grande, aunque
muy pocos lo digan.
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