El Vaticano es el único que no se da cuenta
Riccardi Cascioli
Brújula coditiana,
24-10-2022
El refuerzo del
poder en manos de Xi Jinping no es una noticia muy tranquilizadora, pero la
forma en que se está produciendo mientras concluye el XX Congreso del Partido
Comunista Chino es muy preocupante y presagia tiempos muy turbulentos. Con
graves repercusiones también para la Iglesia en China.
Pero vayamos por
orden: el sábado 22 de octubre concluyó el Congreso del Partido Comunista,
que había comenzado el 17 de octubre, con la reelección de XI Jinping como
secretario del Partido para un tercer mandato, algo que nunca había ocurrido en
la era post-Mao. Pero su elección va acompañada de un dominio político y una
centralización del poder en torno a su persona que va mucho más allá de lo
esperado.
En este sentido,
es significativo el hecho de que durante la sesión de clausura su predecesor Hu
Jintao, sentado a su izquierda, es invitado y luego escoltado a la salida por
dos funcionarios, mientras que Xi ni siquiera se digna a mirar la escena.
Aunque posteriormente se difundió una “versión oficial” que hablaba de una
indisposición de Hu, el vídeo de la escena (no emitido por la televisión china)
da una impresión completamente diferente. Y el ex presidente incluso se las
arregla para decir unas palabras a Xi mientras lo sacan.
Una humillación
que sirve de aperitivo a los nombramientos del Comité Central del Partido y,
especialmente, de la Comisión Permanente del Politburó, anunciados ayer. De los
seis miembros de la Comisión Permanente, además de Xi Jinping, que dirigirán
China durante los próximos cinco años, sólo dos permanecen en la Comisión: los
demás han sido sustituidos por hombres leales a Xi, independientemente de su
experiencia y competencia. Así lo demuestra también la sustitución del primer
ministro: en lugar de Li Keqiang, que ya ni siquiera formará parte del Comité
Central, llega el secretario del Partido en Shanghái, Li Qiang, responsable del
largo y dramático cierre total de Shanghái la pasada primavera, que creó
enormes problemas alimentarios (y de otro tipo) a sus 25 millones de
habitantes. También ha quedado claro, por los discursos y las enmiendas a la
Constitución del Partido, que lo único verdaderamente fundamental para el
futuro próximo será la obediencia total a Xi Jinping: una vuelta al maoísmo
pero con una China mucho más poderosa e influyente en el tablero internacional.
Por tanto, el
desarrollo económico y las competencias específicas pasan a un segundo plano,
ya que los últimos acontecimientos internacionales y la cuestión del estatus de
Taiwán auguran tiempos muy turbulentos para el líder chino, que requieren
unidad política y una capacidad militar cada vez más eficaz. Esto también queda
claro en el extenso informe de Xi al Congreso, en el que -como señala el New
York Times- han desaparecido dos expresiones que en las últimas décadas siempre
se repetían en los informes de los sucesivos líderes, incluido Xi: China “se
encuentra en un periodo de importantes oportunidades estratégicas”; y “la paz y
el desarrollo siguen siendo los temas de este tiempo”.
El significado era
claro: a saber, que no había riesgo de conflicto real y, por tanto, China podía
concentrarse en el crecimiento económico y en el fortalecimiento de su posición
internacional. La situación ha cambiado claramente en los últimos meses,
especialmente con la invasión rusa de Ucrania y la implicación de Occidente, y
Xi Jinping advierte que se avecinan “tormentas peligrosas” y se prepara para
ello. La inclusión entonces en los Estatutos del Partido de la “oposición
decidida a disuadir a los separatistas que buscan la ‘independencia de Taiwán’”
insinúa dónde podría originarse otra crisis internacional.
Por lo tanto, la
nueva dirección del PCCh se prepara para una temporada de conflictos, incluidos
los militares (la modernización del ejército y el adoctrinamiento de sus
cuadros son una prioridad), y por eso establece la lealtad y la obediencia
totales a Xi Jinping como requisito fundamental para acceder a los salones del
poder. Se prohíbe cualquier forma de disidencia, incluso encubierta.
Paradójicamente, esto también podría resultar ser la debilidad del nuevo
emperador, porque la pérdida de sus habilidades en la economía, además de
restringir aún más su libertad, podría socavar el crecimiento que en los
últimos años ha permitido, en cualquier caso, mantener a raya las tensiones
internas.
En cualquier caso,
la evolución cada vez más totalitaria de los dirigentes chinos arroja una luz
aún más siniestra sobre el acuerdo entre China y la Santa Sede para el
nombramiento de obispos, cuya renovación por otros dos años se acaba de
anunciar oficialmente el 22 de octubre. ¿Se puede pensar razonablemente que
el líder Xi Jinping elimina cualquier posibilidad remota de disidencia interna
dentro del Partido Comunista y luego hará concesiones de cualquier tipo a la
Santa Sede?
Es mucho más
probable, por no decir seguro, que se muestre aún más inflexible y decidido en
la sinización de la Iglesia china después de que, habiendo emprendido este
camino, no haya encontrado resistencia por parte del Vaticano. Recordemos que,
según la normativa aprobada en 2020, incluso la Iglesia católica debe
“adherirse a la dirección del Partido Comunista de China, adherirse al principio
de independencia y autogobierno y aplicar los valores del socialismo”. Además, fue
el propio Xi Jinping, en diciembre de 2021, hablando en la Conferencia Nacional
de Asuntos Religiosos, quien aclaró que la “sinización de las religiones” debe
entenderse como el control del Partido Comunista Chino sobre todas las
religiones, y no la inclusión de los valores y tradiciones chinas en las
prácticas religiosas. No son sólo palabras, porque en los cuatro años de
vigencia del acuerdo, la persecución contra los católicos ha aumentado.
Si este es el
escenario, las esperanzas expresadas por el Secretario de Estado del Vaticano,
el cardenal Pietro Parolin, en una entrevista con Vatican News para justificar
la renovación del Acuerdo parecen estar fuera de la realidad. Parolin habla de
“la esperanza concreta de poder asegurar a las comunidades católicas chinas,
incluso en un contexto tan complejo, la guía de pastores dignos e idóneos para
la tarea encomendada”. A la vista de lo que está ocurriendo en Pekín, más que
“esperanza concreta” parece “fantareligión”: está claro que, incluso más de lo
que hemos visto hasta ahora, el criterio fundamental de cualquier candidato al
episcopado será la lealtad absoluta y probada al Partido Comunista y a Xi
Jinping. Y ya sólo esto los hará indignos e incapaces.
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