año de huida de la Iglesia Católica. Aun así,
sigue siendo la única verdadera
Luisella Scrosatti
Brújula cotidiana,
09-02-2023
Estamos inmersos
en una dramática crisis de fe, desgraciadamente alimentada también por la cúpula
de la Iglesia, que está llevando a muchos fieles a ceder a la tentación de
otros caminos, desde la ortodoxia al sedevacantismo, pasando por las
comunidades lefevrianas. Pero estas posturas no tienen nada de católicas, y en
este artículo explicamos por qué.
La lámpara se ha
puesto bajo el celemín y hay oscuridad en todas partes. Y en la oscuridad hay
confusión, desorientación, miedo. Por lo tanto, es absolutamente comprensible
que en esta situación, en cuanto uno ve una llama encendida, extienda la mano
para disfrutar un poco de esa luz y ese calor.
La tremenda crisis
de fe que estamos viviendo es, en efecto, una gran prueba, más aun cuando
parece estar alimentada por ese mismo centro de unidad que encuentra su razón
de ser en confirmar a los hermanos (cf. Lc 22,32) y no en seguir todo “viento
de doctrina” (Ef 4,14). Una crisis que hace que los católicos aprueben
cualquier acto, palabra y escrito del Pontífice por el simple hecho de que
proviene del Papa, o que reconsideren el ministerio petrino de una manera que
no es católica.
Por un lado, se
olvida que el Papa no es la Iglesia, sino el centro de unidad de la Iglesia.
Que el Papa no es un monarca absoluto, como si pudiera actuar legítimamente
incluso destruyendo la Iglesia. Que el Papa no es la fuente de la verdad, sino
el primero que tiene que obedecer a la verdad revelada. Que la referencia
última no es su voluntad, sino la voluntad de Dios, hacia la que se dirigen
Papa, obispos, sacerdotes y fieles. Y por eso la tradición teológica prevé el
caso en que se puede y se debe resistir a las órdenes injustas del Papa, a sus
enseñanzas o disposiciones objetivamente contrarias al bien de la Iglesia y a
la verdad.
En el segundo
lado, hay un amplio abanico de situaciones en juego diferentes entre sí: la
transición a la autocefalia ortodoxa, las diversas posturas que consideran
vacante la Sede, formaciones que reconocen oficialmente al pontífice legítimo
pero que se consideran la última instancia de las decisiones doctrinales y que han
dado lugar a una jerarquía autocéfala de facto nacida de ordenaciones sin
mandato pontificio y que de hecho se mantiene canónicamente independiente de la
Sede romana. La enorme confusión está causando que los católicos, incluso entre
los sacerdotes, se busquen unos a otros para recuperar el sentido de la fe.
La posición
católica entiende la sucesión petrina dentro de la sucesión apostólica, pero
con una singularidad: la de la sucesión del jefe del colegio apostólico. En los
Evangelios queda claro que Pedro no es simplemente uno de los Doce; dentro del
colegio apostólico es la cabeza, por voluntad de Cristo, y es la roca sobre la
que se construye la Iglesia. Esto es algo que generalmente reconocen los
ortodoxos, mientras que carecen del hecho de la sucesión petrina; pueden
aceptar que sólo a Pedro le fue concedido este primado, mientras que rechazan
la sucesión lineal de los sucesores de Pedro, aceptando sólo la sucesión del
colegio apostólico al colegio episcopal. Por tanto, el centro de la unidad de
la Iglesia no se encontraría en los sucesores de Pedro, sino en Cristo mismo y
en el Espíritu Santo.
No se trata de
negar esta última afirmación, sino de reflexionar sobre la necesaria
“visibilidad” y “encarnación” de las cuatro notae de la Iglesia que profesamos
en el Credo, y que son sus propiedades indefectibles.
La Iglesia es
visiblemente apostólica en el colegio episcopal; en los sucesores de los
apóstoles se encarna su apostolicidad.
Es visiblemente
católica (kath'olon, es decir, según la totalidad) en su universalidad y en la
plenitud de la verdad y de los medios de gracia; su presencia en todos los
rincones de la tierra, su Magisterio y los sacramentos encarnan su catolicidad.
Es visiblemente
santa porque, santificada por Cristo, se santifica: es decir, posee medios
visibles de santificación y frutos visibles de santificación; de ahí el sentido
de las canonizaciones, que manifiestan la encarnación de la santidad. ¿Dónde
podemos ver a la Iglesia visiblemente una? ¿Dónde se materializa esta unidad?
En la unidad del primado de Pedro, que tiene la tarea de “presidir esta
comunión universal; de mantenerla presente en el mundo como unidad visible y
encarnada” (Benedicto XVI, Homilía, 29 de junio de 2006). Sin la sucesión
petrina, la palabra “una” no encontraría su expresión visible y tangible. Sin
la sucesión petrina, Pedro no transmitiría nada “propio” y esa piedra sobre la
que se funda la Iglesia seguiría siendo una reliquia histórica.
A su vez, el
colegio episcopal es identificable precisamente por su comunión con el sucesor
de Pedro, y no puede existir como colegio sin él. El carácter sacramental del
orden episcopal remite, a su vez, a la comunión jerárquica. Por tanto, si un
obispo rechaza el primado, subvierte el sentido del sacramento que se le ha
conferido. Y es por esta razón que, para una ordenación episcopal, es necesario
(no ad validitatem, sino ad liceitatem) que haya un mandato papal, o que éste
sea, en situaciones de grave necesidad para la Iglesia, al menos presunto.
Además, el sucesor
de Pedro, siendo “principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto
de los obispos como de la multitud de los fieles” (LG, 23), está en estrecha
relación con el sacramento de la unidad, es decir, la Eucaristía. Por tanto, la
comunión con el Papa “es una exigencia intrínseca de la celebración del
Sacrificio eucarístico” (Ecclesia de Eucharistia, 39).
Es Cristo quien ha
querido que su Iglesia sea una, y ha querido que esta unidad sea claramente
visible y tangible, que tenga una referencia cierta e identificable. Y estamos
obligados a esta voluntad expresa del Señor. No hay razón en el mundo que nos
autorice a contradecir esta voluntad Suya. Por eso, en la estructura de la
Iglesia, aparte de la flexibilidad de ciertas formas organizativas, nunca puede
faltar la expresión concreta de esta unidad. Tampoco puede faltar esta
referencia concreta a la unidad en sus “partes”: diócesis, comunidades,
monasterios, institutos.
La autocefalia del
mundo ortodoxo es una de esas formas que contradice la voluntad de Cristo. No
negamos los innumerables elementos de verdad, bondad y belleza, pero tampoco se
puede callar que la falta de reconocimiento del primado petrino es un grave
problema, causa de los innumerables problemas de unidad en él. El teólogo
ortodoxo Alexander Schmemann señaló, por ejemplo, que desde el punto de vista
canónico, el principio afirmado de la plena catolicidad de cada iglesia local,
unida en torno a su obispo, no se aplica de hecho, ya que el poder de
jurisdicción del obispo lo recibe del primado (de forma similar a como, en la
Iglesia católica, el obispo lo recibe del Papa). Este problema está en el
origen de los diversos cismas y tensiones en torno a la cuestión de la
Diáspora.
Luego está toda la
vertiente del sedevacantismo, que teoriza la Sede vacante por herejía desde Juan
XXIII (para otros desde Pablo VI), o en su versión más reciente, que no
reconoce a Francisco como papa. Las
justificaciones de estas posturas son claramente diversas, pero el efecto es
que la Iglesia universal ha estado sin su centro de unidad desde un tiempo
mínimo de casi diez años (para quienes consideran “sólo” a Francisco un
antipapa) hasta un máximo de más de sesenta. En este periodo de tiempo, con el
Papa desaparecido, no se puede hacer nada de valor para la Iglesia universal,
que permanece, en cierta medida, suspendida.
La historia de la
Iglesia ha conocido un tiempo máximo de sede vacante de 1006 días, es decir, el
tiempo transcurrido entre la muerte del beato Clemente IV y la elección del
beato Gregorio X; se necesitaron casi tres años para elegir un nuevo papa,
porque los cardenales reunidos en cónclave en Viterbo, en el Palacio de los
Papas, no se ponían de acuerdo. Fue
una situación única y extraña que llevó a los habitantes de Viterbo a reducir
su comida y a destapar el techo de la sala para intentar acelerar la elección.
En cualquier caso, se trató de algo motivado por el momento de unas elecciones.
Fueron situaciones similares se produjeron con la Sede vacante durante algo más
de dos años que llevaron a la elección de Juan XXII y después de Celestino
V. Otro caso se refiere a la elección de
Martín V, que puso fin al Cisma de Occidente tras dos años de antipapas.
El problema del
sedevacantismo radica en que, en el fondo, ya no se sabe cómo acabar con la
situación de Sede vacante: unos eligen papa reuniendo a unos cuantos fieles,
otros esperan a uno “católico” (y no está claro quién decide sobre la
integridad doctrinal del recién elegido). Mientras tanto, la Iglesia como
universal permanece inerte, vaciando esencialmente de sentido la promesa del
Señor de que las puertas del infierno no prevalecerían.
Luego queda la
posición de los que reconocen formalmente al pontífice reinante, lo mencionan
en el Canon de la Misa, y, aunque no están en una situación de autocefalia, ya
que los obispos no reclaman ninguna jurisdicción, están en una de
autorreferencialidad sustancial. Es el caso de la Fraternidad Sacerdotal San
Pío X (FSSPX) y de la llamada “Resistencia”, fundada por monseñor Richard
Williamson, uno de los cuatro obispos consagrados por Lefebvre en 1988.
El problema de
esta postura no radica en las críticas vertidas contra determinados documentos
del Vaticano II o contra la reforma litúrgica, críticas que fueron consideradas
legítimas por la propia Santa Sede en el momento de las conversaciones bilaterales
con la FSSPX, sino en que “por prudencia” se considera que todo el Magisterio
de la Iglesia, desde el Vaticano II inclusive hasta el Papa Francisco, carece
de autoridad magisterial real. De ahí el rechazo de las encíclicas, del
Catecismo de la Iglesia Católica, del nuevo Código de Derecho Canónico, de los
“nuevos” santos canonizados, así como la prohibición de la participación activa
en la “nueva misa” y, para todo sacerdote, el uso de partículas consagradas en
la “nueva misa”. Además, se niegan categóricamente a aceptar la invitación a
situarse en el horizonte de la “hermenéutica de la reforma en continuidad” y de
la “reforma de la reforma”. Aun así, la Santa Sede no es la última instancia
que definirá la herejía u ortodoxia de susodicha “autorreferencialidad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario