Es Jesús mismo quien lo niega
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
18_01_2024
“Me gusta pensar
que el infierno está vacío, espero que así sea”, estas son las palabras del Papa Francisco en el
programa italiano Che Tempo Che Fa del domingo por la noche. “Lo que voy a
decir no es un dogma de fe, sino algo personal mío”, dijo el Papa.
No ha declarado
que el infierno no existe, no ha asegurado que esté vacío, no ha abogado por la
apocatástasis; sin embargo, en esas palabras aparentemente legítimas se
concentra todo el drama que vive la Iglesia desde hace más de medio siglo.
En otra entrevista de hace dos mil años, más genuina y menos mediática, cuando
Nuestro Señor se dirigía a Jerusalén, “un hombre le preguntó: ‘Señor, ¿son
pocos los que se salvan?’” (Lc 13, 23). La respuesta a esta pregunta pone de
relieve toda la distancia, no de tiempo ni de espacio sino de sentido, que
existe entre Jesucristo y su vicario: “Esforzaos por entrar por la puerta
estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar por ella, pero no lo
conseguirán”.
El Señor, que es
la misericordia hecha carne, no intenta apagar la inquietud de salvación del
corazón del hombre, sino que incluso parece confirmarla: muchos no entrarán.
Por eso, vosotros que me escucháis, vosotros que me interrogáis, esforzaos por
entrar.
El siguiente
pasaje del Evangelio de Lucas, considerado el Evangelio de la misericordia por
la presencia de las tres parábolas de la oveja perdida, la moneda perdida y el
hijo pródigo, es aún más fuerte: “Cuando el dueño de la casa se levante y
cierre la puerta, estando fuera, empezaréis a llamar a la puerta, diciendo:
‘Señor, ábrenos’. Pero él os responderá: ‘No os conozco, no sé de dónde sois’.
Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en
nuestras plazas’. Pero él declarará: ‘Os digo que no sé de dónde sois. Apartaos
de mí, agentes de iniquidad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes
cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de
Dios y a vosotros os echarán fuera” (Lc 13,25-28). No se trata en absoluto del
único pasaje. En el Evangelio de San Mateo encontramos una advertencia similar:
“Entrad por la puerta estrecha porque ancha es la puerta y ancho el camino que
lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero ¡qué estrecha
es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida, y qué pocos son los
que lo encuentran!” (Mt 7, 13-14). Una vez más, el contraste es patente: muchos
se pierden, pocos encuentran el camino de la vida.
Por eso San Pablo,
el Apóstol que se desvivió por proclamar que la salvación de Dios es posible no
sólo para los judíos sino también para los gentiles, él mismo, en una carta que
se distingue por su amor y consolación, exhorta así a los cristianos de
Filipos: “Esperad vuestra salvación con temor y temblor” (Flp 2,12). Con temor
y temblor: ¿por qué? Porque, fiel a la enseñanza del Señor, sabía muy bien que
una amplia categoría de pecados cierra la puerta de entrada en el reino: “No os
engañéis: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,
ni los maldicientes, ni los rapaces heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6,
9-12). Nada de ilusiones a este respecto, justificadas por una mal entendida
misericordia de Dios, nada de falsa tranquilidad basada en que los
condicionamientos de todo tipo harían casi imposible pecar.
San Agustín, en el
libro XXI de su obra maestra De Civitate Dei, ya se vio obligado a reprender
las falsas enseñanzas de los “origenistas misericordiosos” que entendían las
palabras evangélicas a su manera, sugiriendo la hipótesis de la salvación
universal. Estos, “defendiendo su propia causa, intentan casi ir contra las
palabras de Dios con una misericordia, por así decirlo, superior a la suya”
(XXI, 24. 1). Misericordia
maiore conantur. El siglo XX fue el siglo en el que estos “conatos” se
convirtieron en el pensamiento teológico dominante. Ya en 1948, un Louis Bouyer
treintañero constataba el hundimiento de la dimensión escatológica en la vida
cristiana y, en particular, el vaciamiento de la realidad del infierno y del
peligro concreto de condenación eterna: “mantenemos un infierno para
legitimarnos con textos incluso demasiado claros; pero, en privado,
tranquilizamos a la gente asegurándoles que nadie corre el riesgo de ir allí”.
Y ahora ya ni
siquiera en privado. Hay una gran diferencia entre la esperanza de que mucha
gente se salve y que el infierno esté vacío; la misma diferencia abismal entre
trabajar generosa e incansablemente por la conversión propia y ajena, y por
otro lado predicar continuamente “excusas” para el pecado. La misión, la
predicación sobre la vida eterna, la vida ascética, la lucha sin cuartel contra
el mal en todas sus formas, la continua llamada al arrepentimiento y a la
penitencia, la indicación de las exigencias de los mandamientos de Dios son
consecuencias de lo primero; la continua afirmación de los condicionamientos
psicológicos, sociales, culturales, la moralidad de los casos y circunstancias
individuales, la búsqueda de soluciones para que todos reciban sacramentos y
bendiciones sin apelación alguna a la conversión, son manifestaciones de lo
segundo.
Un lector siempre
muy atento e inteligente ha “desbloqueado” al autor de este artículo el
recuerdo de un pasaje de la “Leyenda del Gran Inquisidor” de la novela “Los
hermanos Karamazov”. El diálogo entre el Gran Inquisidor y Jesucristo, que
regresó al mundo y fue inmediatamente arrestado tras realizar el milagro de la
resurrección de una niña, se centra en la pretensión de construir un orden
mejor que el que había hecho el Hijo de Dios. Y en ese mundo mejor no podía
faltar esa misericordia maiore de la que hablaba san Agustín, una misericordia
capaz de una salvación supuestamente más universal que la deseada por Cristo:
“Les permitiremos pecar, son débiles, les falta la fuerza y de esta manera nos
amarán como hijos, les diremos que todo pecado será redimido si se comete con
nuestro permiso, que les permitimos pecar porque les amamos y que cargaremos
con el castigo y nos amarán como bienhechores (...). Está profetizado que Tú
volverás con Tus elegidos, con Tu pueblo fuerte y altivo, pero diremos que
ellos se salvaron sólo a sí mismos, mientras que nosotros los salvamos a todos
(...) y diremos: ‘Júzganos si puedes y te atreves’. Yo también aspiraba a estar
entre el número de Tus elegidos, los fuertes, pero volví a mí mismo y me uní a
los que corregían Tu obra. Dejé a los orgullosos y volví a los humildes, para
que los humildes fueran felices”. Así el Gran Inquisidor.
Si el Redentor de
los hombres anuncia que muchos acabarán allí donde están el llanto y el
rechinar de dientes, ¿por qué declaras que te gustaría pensar que el Infierno
está vacío? Si el Apocalipsis anuncia
que los que no estén inscritos en el libro de la vida serán arrojados al
estanque de fuego (cf. Ap 20:15), ¿por qué “esperar” que este estanque esté
vacío? La esperanza teologal se basa
en la fe, y la fe se basa en las palabras del Señor, en la Revelación de Dios. Por
tanto, la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) se apoya en el anuncio
evangélico de la salvación que, en Cristo, se ofrece a todos, de que Dios
“quiere que todos los hombres se salven” (1Tm 2,4) y por eso nos ha dado a
todos la gracia en Cristo; pero también en el hecho de que “muchos, como ya os
he dicho muchas veces, y ahora con lágrimas en los ojos repito, se comportan
como enemigos de la cruz de Cristo: pero la perdición será su fin” (Flp
3,18-19).
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