Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica,
05/07/22
Es bien conocida
la presencia y la importancia que tiene la figura del ángel en la obra poética
de Rainer Maria Rilke. Presento un ejemplo elocuentísimo. La primera de las
Elegías de Duino (Duineser Elegien) comienza aproximadamente así (cito de
memoria): «¿Quién me oiría en la multitud de los ángeles si yo gritara?». Y
también, a continuación: «Si un ángel nos estrechara contra sí nos destruiría
por su existencia más fuerte» (seine stärkeren Dasein). Allí afirma, entonces,
que «todo ángel es terrible» (jeder Engel ist schrecklich). Terrible, es
decir, que causa terror, difícil de soportar, atroz, muy grande. No se lo puede
mirar, sino que ante él se baja la cabeza.
El poeta, con su
obra, de una belleza sobrecogedora, nos invita a asumir hoy la realidad
misteriosa del mundo invisible porque Dios, como confesamos en el Credo niceno,
es el «Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible».
Pero una antropología pretensiosa, en el pensamiento moderno, ha llevado al
materialismo y al ateísmo. Solo existiría lo que se puede ver y tocar.
La Tradición
bíblica, desde el Antiguo Testamento, y su desarrollo propiamente cristiano, ha
llevado a creer sinceramente en los ángeles, y a dedicarles nuestra devoción
como compañeros en la alabanza de Dios, tal como se expresa cabalmente en el
final de los prefacios de las misas. Desde niños se nos ha inculcado (así lo ha
hecho la Iglesia de siempre) la convicción de que un ángel nos acompaña,
personalmente, a cada uno. Basta recordar la bella oración: Angele Dei qui
custos es mei, me tibi commíssum pietáte supérna, illumina, custodi, rege et
guberna. Al «Ángel de la guarda» le pedimos luz, protección y orientación. Esa
cercanía no anula su terriblez, como que estamos tratando con habitantes de
otro mundo, el superior, al cual solo podemos acercarnos temblando.
En la teología
católica se puede justificar la afirmación poética: «Todo ángel es terrible».
Santo Tomás de Aquino lo presenta en su tratado de los ángeles en la Suma
Teológica. Sobre todo en la cuestión 50, artículo 4. Los ángeles no están
constituidos por materia y forma, sino que son seres puramente espirituales, y
difieren en la especie: cada uno de ellos es una especie. No hay dos ángeles de
la misma especie, como los seres humanos; cada uno de nosotros no es la especie
humana, sino un individuo de ella. Cada ángel es una especie, un mundo, ante el
cual el hombre se pierde.
Rilke en su obra
poética muestra la soledad humana, y su postura de admirada veneración de la
realidad angélica, que es otro mundo, el invisible, otro modo de existencia en
la creación. La fe bíblica –judeo-cristiana-, presenta como certeza la realidad
angélica. San Agustín ha observado que estos seres creados por Dios para su
servicio son espíritu, y solo corresponde llamarlos ángeles cuando son enviados
a los hombres portando un mensaje divino, o según la misión recibida, para
hacer presente a Dios. Así corresponde según el sentido del término griego
ángelos (en realidad, en lugar de la n hay dos gamma). El verbo correspondiente
es angélo, que significa «hacer oficio de mensajero», «llevar un mensaje», y
también «declarar».
La tradición
bíblica, continuada en la liturgia eclesial, establece que el universo angélico
consta de nueve coros; varios de ellos son invocados al final de los prefacios
de las misas, para aclamar al Dios tres veces Santo; el cristiano que celebra
la Eucaristía se une a ellos para proclamar y adorar la santidad de Dios
(«¡Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos; llenos están el
cielo y la tierra de tu gloria!»).
Los serafines son
los espíritus que constituyen el primer coro; su actividad es el amor
contemplativo y ardiente de Dios, que es fuego abrasador.
Los querubines se
caracterizan por la plenitud de la ciencia; también orientada a la
contemplación. Se llaman tronos a los espíritus que conocen las razones de las
obras divinas. Las dominaciones descubren que las cosas constituyen un sistema
(lo cual permite reconocer la sabiduría del Creador). Los ángeles que ocupan o
constituyen el último coro son los que están en comunicación continua con el
mundo, al cual son enviados para manifestar los planes de Dios.
En el Antiguo
Testamento, la presencia del ángel suele ser identificada como el ángel del
Señor, que es el Señor mismo, a quien el ángel hace presente. No me es posible
detenerme ahora en un estudio de la presencia angélica en la Primera Alianza;
me limito a algunos textos del Nuevo Testamento, en especial los Evangelios,
donde se expresa la relación de los ángeles con Jesús.
Es precisamente en
el servicio de Cristo donde encontramos la terriblez de la naturaleza y del
oficio de los ángeles. Los discípulos del Señor no pueden posar la mirada en
ellos. Los ángeles anuncian la resurrección de Cristo; aparece en el relato de
Marcos como un joven (neanískos) sentado a la derecha del sepulcro vacío,
vestido de blanco (stolēn leukēn). Las mujeres que habían ido al sepulcro
quedaron conmovidas y horrorizadas (ekthambeisthe). El ángel las tranquiliza:
«no se asusten» (mē ekthambeisthe). En el Evangelio de Mateo la resurrección de
Jesús se expresa como el descenso del ángel del Señor desde el cielo (angelos
gar Kyriou katabas ex ouranou), que aparta la gran piedra que cerraba el
sepulcro, y se sienta sobre ella (Mt 28, 2). La terriblez del ángel se expresa
en su aspecto, que es como un rayo (ōs astrapē), y su vestido como la nieve, de
una blancura deslumbrante. Según el relato joánico, la Magdalena vio en el sepulcro
dos ángeles vestidos de blanco, sentados como en el lugar de la cabeza, y otro
en el de los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús, como midiendo su
ausencia. Solícitos le preguntaron: Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20, 13) (Gynai,
ti klaieis?).
Además de los
relatos de la resurrección, otros pasajes de los Evangelios presentan ángeles
al servicio de Jesús. Por ejemplo, en el episodio de la tentación en el
desierto. En la tercera tentación (según Mateo es la segunda), el diablo cita
el salmo 90 (91): Invita al Señor a arrojarse al vacío desde el pináculo del
templo de Jerusalén. El Salmo presenta la confianza de quien habita bajo la
protección del Altísimo, a la sombra del Omnipotente. La promesa es: «Envió a
sus ángeles para que te cuiden en todos tus caminos». Jesús sabe, por supuesto,
que eso puede cumplirse, pero tal espectáculo sería contrario a su condición
encarnada de obediente al Padre.
En Mateo 4, 11 se
dice que acabadas las tentaciones, los ángeles se acercaron para servirlo
(angeloi prosēlthon kai diēkonoun auto). El breve relato marcano afirma que en
el desierto, durante las tentaciones, Jesús «vivía entre las bestias y los
ángeles le servían» (kai ēn meta tōn thēriōn, kai hoi angeloi diēkonoun autō).
La oración en el huerto de Getsemaní, después de la Última Cena es, según
Lucas, una agonía, con sudor de sangre (ōsei thromboi aimatos katabainontes epi
tēn gēn), pero se le apareció un ángel que lo confortaba (ōphthē de autō
angelos ap ouranou enischuōn auton) (Lc 22, 43). Por último, me interesa citar
la escena de la Ascensión del Señor, que puede leerse en los Hechos de los
Apóstoles. Jesús se despidió de los once, les dio el mandato de la
evangelización universal: «ser testigos» suyos (la martyría) y, ante sus ojos
se fue elevando al cielo hasta que una nube lo ocultó a su mirada. Entonces dos
varones vestidos de blanco (la clásica presentación de los ángeles) les dicen
que dejen de mirar hacia arriba, que el Jesús que acaba de serles arrebatado,
volverá como lo vieron subir (eléusetai) (Hch 1, 11).
Muchas otras
manifestaciones angélicas preparan o rodean el misterio de la Encarnación. Por
ejemplo, la aparición a Zacarías para comunicarle el nacimiento de Juan, el
futuro Bautista. No deja de observarse la reacción de Zacarías ante la
terriblez del ángel: «Se turbó» y quedó con gran temor (etarachthē zacharias idōn
kai phobos epepesen ep auton) (Lc 1, 12). El anuncio a María registra
simplemente la perplejidad de la jovencísima Virgen: se turbó (dietarachthē)
ante el saludo del ángel Gabriel que la declaraba kecharitōmenē, perfectamente
agraciada, llena de gracia. Se quedó, así, pensando en el significado del
saludo (dielogizeto) (Lc 1, 29). El ángel la tranquilizó: «no tengas miedo» (mē
phobou) (Lc 1, 30). Todavía la lúcida Virgen plantea una objeción al anuncio
angélico de que sería la Madre del Hijo del Altísimo: «¿cómo será esto, si yo
no tengo relaciones con ningún hombre?». Traducción correcta, popularmente
comprensible del hebraísmo: «no conozco varón» (andra ou ginōskō) (Lc 1, 34).
Entonces, el ángel Gabriel le revela el misterio de la concepción y nacimiento
virginales, por obra del Espíritu Santo. Sigue la humilde aceptación: «que se
cumpla en mí lo que has dicho» porque «soy la servidora (esclava) del Señor»
(Idou hē doulē Kyriou) (Lc 1, 38).
En el contexto del
nacimiento de Jesús, hay que señalar el papel de los ángeles en el anuncio a
los pastores: el ángel del Señor, en toda su terriblez, apareció de pie junto a
ellos y la gloria (dóxa) del Señor los rodeó con su luz; como correspondía, se
espantaron (ephobēthēsan phobon megan) (Lc 2, 9). Los calma la clásica fórmula: «no teman» (mē
phobeisthe); entonces se precipita la presencia, junto al ángel mensajero, del
ejército celestial, plēthos stratias ouraniou (Lc 2, 13), para alabar a Dios
con el ¡Gloria!, que nosotros repetimos en la Misa. Esa alabanza nuestra,
cuando la recitamos en la celebración eucarística según está indicado, se une a
la terriblez de los ángeles que se asoman a la tierra (Lc 2, 13s). No es mi intención
–no cabría en los límites de un artículo- citar exhaustivamente los textos que
indican la mensajería angélica a la Tierra. Solo me permito, y me complazco, en
una cita más tomada de los Hechos de los Apóstoles. Allí se registra una
persecución de Herodes a la Iglesia naciente. Buscando complacer a los judíos,
encarceló a Pedro. La escena presenta al jefe de los Apóstoles durmiendo entre
dos soldados que lo custodiaban. El ángel del Señor (ángelos Kyríou) se hizo
presente en el calabozo, y lo llenó de luz, sacudió a Pedro, lo hizo vestir y
calzar mínimamente, y le mandó seguirlo; el Apóstol lo hizo, creyendo que todo
era una visión subjetiva suya. Pasaron los puestos de guardia y, al llegar a la
puerta que llevaba a la ciudad, esta se abrió automatē (Hch 12, 10). Ya fuera,
Pedro reconoció que todo era real, y se dirigió a la casa de María, madre de
Marcos, donde la comunidad reunida oraba por él. Llamó a la puerta, y salió a
abrir una muchacha llamada Rodé, que al reconocer la voz de Pedro no abrió la puerta,
sino que llena de alegría volvió al interior para anunciar la presencia del
Apóstol. Los que estaban adentro le dijeron: «estás loca; debe ser su ángel»
(ho angelos estin autou) (Hch 12, 15). Traigo a consideración este dato porque
vale para afirmar la doctrina: cada discípulo tiene su ángel, la doctrina del
Ángel de la Guarda. En el mismo contexto se narra la muerte de Herodes, que se
presentaba como un dios, usurpando la gloria divina: epátaxen autón ángelos
Kyríou (Hch 12, 23), lo hirió el Ángel del Señor, y murió comido por gusanos.
Santo Tomás, que
conocía muy bien la Sagrada Escritura, se sintió obligado a interpretar las
apariciones de los ángeles que se presentaban con aspecto humano; son vistos
por todos según una visión corporal, que está fuera del vidente, como una
presencia objetiva; lo que los videntes ven no es otra cosa más que un cuerpo.
Ahora bien, los ángeles son seres puramente espirituales, no tienen un cuerpo
naturalmente unido a ellos. La solución que el Aquinate encuentra y expone
en su tratado de los ángeles, en la Suma Teológica (I. q.52 a.2c) es que asumen
un cuerpo. Asumen cuerpos por nosotros, para que conversando familiarmente con
ellos (habría que añadir; una vez superada la conmoción que causa la terriblez)
demuestran la sociedad inteligible que los hombres esperan alcanzar, con ellos,
en la vida futura. En la respuesta a la primera objeción responde que en el
Antiguo Testamento los ángeles asumieron cuerpos como un indicio en figura de
que el Verbo de Dios asumiría, realmente, un cuerpo humano.
¿Cómo puede
explicarse la asunción de un cuerpo por el ángel? En la respuesta a la segunda
objeción que se plantea, I. 52, 2 ad 2, Tomás aventura: por el poder divino se
forma en los ángeles un cuerpo sensible, que sea útil para representar las
facultades inteligibles. ¿De dónde sale, o cómo se forma el cuerpo asumido? Lo
asumen del aire, que condensado por el poder divino puede adquirir figura y
color, como las nubes. Los sentidos de un cuerpo representan las facultades
espirituales del ángel; por ejemplo, por los ojos se designa el poder
cognoscitivo del ángel, y por los otros sentidos, otras facultades. En la
respuesta a la cuarta dificultad (ad 4) dice que, propiamente, los ángeles no
hablan por medio de los cuerpos asumidos, sino que se trata de algo semejante
al hablar; se forman en el aire sonidos que son semejantes a las voces humanas.
Por supuesto, no estamos obligados a aceptar estas curiosas explicaciones del
siglo XIII, pero es de admirar el esfuerzo por explicar, dar razón de los datos
de la Escritura.
Los ejemplos que
he presentado de los Evangelios, y los otros textos, muestran que la afirmación
de Rilke: «todo ángel es terrible» procede no sólo de una arbitraria
imaginación poética, sino que tiene su base bíblica, en la fe cristiana.
¿Quién habla hoy
en la Iglesia de estas realidades misteriosas? ¿No están ausentes de la
predicación y la catequesis? ¿Quién cree en ellas? El Símbolo de la fe afirma
que un solo Dios, Padre Omnipotente, es el «Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible»; es decir, también del mundo de los ángeles.
La Iglesia actual continúa entrampada en el dominio de la Razón Práctica, en
un moralismo jesuítico de inspiración kantiana. Agradezcamos a Rilke la
penetración y actualidad de su poesía.
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