pero seguir a los
lefebvrianos no es la solución
Luisella Scrosatti
Brújula cotidiana,
17_08_2023
La grave y
prolongada crisis que vivimos en la Iglesia católica, que salió a la luz con
claridad durante los años del actual pontificado, ha llevado a muchos fieles a
buscar orillas consideradas más seguras. Los años de la pandemia han agudizado
aún más la situación, sobre todo desde el punto de vista litúrgico: obligación
de mascarillas, cintas adhesivas en la nave de la iglesia, imposición de la
Comunión en la mano, gel, guantes e hisopos, entre otras ideas imaginativas de
los sacerdotes que competían por tener la parroquia más aséptica del planeta,
ha llevado a muchos a la exasperación.
Como náufragos en
busca de tierra firme, es comprensible que muchos fieles hayan comenzado a
frecuentar capillas en las que no sólo había una apariencia de normalidad, sino
también una liturgia celebrada de manera digna y solemne. Las capillas de la
Fraternidad Sacerdotal San Pío X (FSSPX) sin duda han sido este oasis para
muchos. Y por esto debemos dar crédito a sus sacerdotes.
Sin embargo,
muchos no conocen la situación de la FSSPX porque no han considerado el
problema o porque, a pesar de haber oído hablar de algunas “irregularidades”,
fueron asegurados de que serían católicos por viejos fieles de estas capillas y
por sus sacerdotes. La confusión también se vio alimentada por algunas
declaraciones de estimados obispos y prelados que intentaron minimizar la
gravedad de la situación de la Fraternidad, calificándola como una simple
irregularidad canónica. La situación que se ha creado, junto con las peticiones
de algunos lectores, nos obligan a dedicar una serie de artículos al doloroso
tema vinculado a la FSSPX.
Porque la verdad
lamentablemente es muy diferente a como se presenta. La Fraternidad, fundada
por el arzobispo Marcel Lefebvre (1905-1991), arzobispo emérito de Tulle, fue
erigida canónicamente como Pía Unión, es decir, como una asociación pública de
fieles, en Friburgo el 1 de noviembre de 1970, por el arzobispo François
Charrière (1893 -1976), obispo de Lausana-Ginebra-Friburgo por un período de
prueba de seis años. Esta configuración canónica significaba que la Fraternidad
no podía incardinar sacerdotes y dependía de la autoridad del arzobispo
Charrière. El 21 de noviembre de 1974, después de una visita apostólica
ordenada por Pablo VI, durante la cual los dos visitantes habrían hecho
reiteradas afirmaciones erróneas o heréticas, Monseñor Lefebvre publicó la famosa
Declaración en la que rechazaba “la Roma de tendencia neomodernista y
neoprotestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después
del Concilio, en todas las reformas que de él se derivaron” y afirmó el
"rechazo categórico a aceptar la reforma” litúrgica.
El 6 de mayo de
1975, el sucesor de Monseñor Charrière, Monseñor Pierre Mamie (1920-2008),
suprimió la FSSPX, con la aprobación de Pablo VI. El 23 de julio de 1976
Monseñor Lefebvre fue suspendido a divinis por haber ordenado sacerdotes sin
las dimisorias legítimas; y durante los años restantes de su vida, Lefebvre
continuó ejerciendo su ministerio, incluyendo las ordenaciones sacerdotales,
sin tener en cuenta la suspensión que le prohibía ejercer cualquier acto
derivado del poder de orden.
El 30 de junio de 1988, la decisión más grave: la
ordenación de cuatro obispos contra la prohibición expresa del Papa Juan Pablo
II, que costó a ellos y al obispo consagrante la excomunión latæ sententiæ
reservada a la Sede Apostólica, según el can. 1387. Es importante subrayar algunos detalles. En primer
lugar, la Santa Sede, por mediación del cardenal Joseph Ratzinger, había
propuesto a monseñor Lefebvre la posibilidad de tener un obispo para la FSSPX,
elegido entre los sacerdotes de la misma, que sería ordenado a mediados de
agosto de 1988. Lefebvre en un principio aceptó, pero al día siguiente retiró
su consentimiento al acuerdo. Segundo: las ordenaciones episcopales no se
llevaron a cabo simplemente sin el mandato pontificio, sino contra la voluntad
del Papa, que había prohibido formalmente a monseñor Lefebvre proceder a las
ordenaciones, a través de un monitum enviado por el Cardenal Prefecto de la
Congregación para los Obispos el 17 de junio de 1988. Finalmente, la excomunión
prevista se “activó” en sí misma: por lo tanto, no es propiamente una sanción
infligida por el Papa, sino una sanción que el arzobispo Lefebvre y los cuatro
obispos ordenados por él se autoinfligieron de alguna manera.
En el Motu Proprio Ecclesia Dei Adflicta, Juan Pablo
II explicó que este acto había sido “una desobediencia al Romano Pontífice en
materia gravísima y de capital importancia para la unidad de la Iglesia”; una
desobediencia “que lleva consigo un verdadero rechazo del Primado romano” y por
tanto “constituye un acto cismático”. El Papa hizo entonces un llamamiento a “permanecer
unidos al Vicario de Cristo en la unidad de la Iglesia católica”, y que “dejen
de sostener de cualquier forma que sea esa reprobable forma de actuar. Todos deben saber que la adhesión formal al
cisma constituye una grave ofensa a Dios y lleva consigo la excomunión
debidamente establecida por la ley de la Iglesia”, según la norma del can.
1364.
La FSSPX, por su
parte, siempre se ha defendido de la acusación de cisma, haciendo una
distinción: Monseñor Lefebvre no habría cometido un acto cismático, ya que no
quería transmitir ningún poder de jurisdicción, sino solo el poder de orden
episcopal. De esta manera, no habría usurpado ese poder que pertenece sólo al
Papa (jurisdicción), sino que habría comunicado el poder del Orden que
pertenece a todo obispo y no sólo al Papa. Este último se transmite con el rito
de ordenaciones sagradas, mientras que la jurisdicción por mandato del Sumo
Pontífice. Sobre la base de esta distinción, las consagraciones episcopales
conferidas por monseñor Lefebvre no habrían sido un acto cismático ‒ ya que el
cisma se verificaría en donde se quisiera transmitir lo que sólo el Papa puede
dar ‒, sino más bien un acto de desobediencia, aunque necesario del estado de
necesidad provocado por la crisis de la Iglesia.
El argumento no se
sostiene. La prerrogativa del primado de Pedro no es simplemente transmitir
jurisdicción, sino decidir quién puede ser admitido en el Colegio Episcopal y
quién no; en fin, el primado de Pedro incluye también el derecho exclusivo de
nombrar al obispo (que puede concretarse de diversas formas). En la exhortación
Ad Apostolorum principis (29 de junio de 1958), Pío XII recordaba que “los
sagrados cánones sancionan clara y explícitamente que corresponde únicamente a
la sede apostólica juzgar la idoneidad de un eclesiástico para la dignidad y
misión episcopal y que le corresponde al Romano Pontífice nombrar libremente
obispos (...) en consecuencia los obispos no propuestos o confirmados por la
Santa Sede, y de hecho elegidos y consagrados en contra de sus disposiciones
explícitas, no pueden gozar de ningún poder ni de magisterio ni de jurisdicción
(...) y los actos de poder de orden, colocados por tales eclesiásticos, aunque
válidos... son gravemente ilícitos, es decir, pecaminosos y sacrílegos”.
Pío XII confirmó que “ninguna persona o asamblea, sea
de sacerdotes o de laicos, puede asumir el derecho de nombrar obispos; nadie
puede conferir legítimamente la consagración episcopal si antes no tiene
certeza de la existencia del oportuno mandato apostólico”; y subrayó un
principio fundamental, de gran importancia para la cuestión que nos interesa:
“Las necesidades espirituales de los fieles no se satisfacen violando las leyes
de la Iglesia”.
Estas “leyes de la
Iglesia” no deben entenderse como un mero derecho eclesiástico, sino como
expresión de un derecho divino conferido a Pedro y a sus legítimos sucesores.
Pío IX lo explicó claramente, en su condena a la iglesia armenia: “Hemos
sentido que no debemos callarnos sobre Nuestro derecho a hacer algunas
elecciones incluso fuera de las tres propuestas, (...) ya que los derechos y
privilegios que le fueron conferidos a Cristo Dios pueden ser impugnados, pero
no abolidos; y no está en poder de ningún hombre renunciar a un derecho divino,
cuando a veces, por voluntad de Dios, se ve obligado a ejercerlo” (Encíclica
Quartus supra, § 32).
Por lo tanto, el
nombramiento de obispos es a todos los efectos un derecho divino conferido al
Papa “por el mismo Cristo Dios”. Ahora bien, las consagraciones realizadas por
Lefebvre fueron un acto cismático en todos los aspectos, ya que usurparon un
poder que sólo pertenece al Papa por derecho divino, a saber, el de nombrar
obispos, y no simplemente el de conferirles jurisdicción. La distinción hecha
por la FSSPX es, de hecho, no pertinente. Y, como veremos, incorrecta.
(continuará)
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