levantada la excomunión, el cisma permanece
Luisella Scrosatti
Brújula cotidiana
19_08_2023
La referencia a la
exhortación Ad Apostolorum principis de Pío XII, que citamos en el artículo
anterior, no es ciertamente la única reivindicación por parte del Magisterio de
la prerrogativa exclusiva de los sucesores de Pedro para poder nombrar,
consagrar (generalmente a través de otros) y enviar a los obispos. Tres
aspectos distintos que forman parte de la primacía del Papa.
Ante la pretensión
de la Asociación Patriótica China de “elegir obispos por iniciativa propia,
afirmando que tal elección sería indispensable para procurar el bien de las
almas con la debida prontitud” y ante la concesión de la consagración episcopal
a algunos eclesiásticos “contra una advertencia explícita y severa dirigida a
los interesados por esta Sede Apostólica”, Pío XII no se limitó a recordar
las leyes eclesiásticas y censurar la sumisión de estos católicos al régimen
comunista chino, sino que reivindicó para la Sede Apostólica un derecho divino
preciso, que incluye el mismo nombramiento de los obispos. Es en virtud de este
derecho divino, protegido por el derecho canónico, que el Papa descartó la
posibilidad de que cualquier circunstancia, incluida la “debida preocupación
por el bien de las almas”, hiciera lícito el nombramiento de obispos y su
consagración contra la voluntad del Papa.
Pío IX, como hemos
visto, al verse obligado a enfrentarse a las quejas de la iglesia armenia por
haber rechazado el conjunto de nombres propuesto por ella para la consagración
episcopal, no fue menos. E incluso Pío VI, en un Breve, muy lleno de
testimonios de la Sagrada Tradición al respecto, reiteró “la obligación que
tienen los Obispos de pedir y traer de vuelta del Romano Pontífice la confirmación”
de los nombramientos episcopales, a aquellos obispos que habían firmado la
Exposición sobre los Principios de la Constitución del Clero de Francia durante
el régimen jacobino.
Lo dicho sería más
que suficiente para comprender que en ningún caso es lícito proceder a un
nombramiento episcopal contra la opinión de la Sede Apostólica, precisamente
porque esta prerrogativa pertenece por derecho divino sólo a los legítimos
sucesores de Pedro. Por eso Pío XII, en la misma exhortación, aplicó a las ordenaciones
episcopales ilícitas la frase del Evangelio de Juan (10,1): “El que no entra
por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ese es
ladrón y salteador”. El obispo que nombra y consagra nuevos obispos contra la
voluntad del Papa está robando una prerrogativa que no le pertenece. Y nadie,
ni siquiera el Papa, tiene la facultad de contradecir la ley divina por ningún
motivo.
Por tanto, el
argumento según el cual el arzobispo Marcel Lefebvre no sería cismático porque
no quería transmitir la jurisdicción, sino sólo el poder de las órdenes, no se
sostiene, porque incluso el nombramiento episcopal y la consagración están
reservados a la Sede Apostólica; que entonces tiene también la prerrogativa de
confirmar o no confirmar la consagración. De hecho, corresponde únicamente al
Jefe del Colegio aceptar a un obispo en el Colegio o rechazarlo.
Lamentablemente, el arzobispo Lefebvre ha usurpado la primacía papal en todos
los ámbitos.
El argumento
anterior también es inaceptable por otra razón: el poder de orden y el poder de
jurisdicción ciertamente se distinguen entre sí, pero no son separables. Como
mostró P. L.-M. De Blignières (en Réflexions sur l'épiscopat «autonome»,
Supplemente doctrinal n. 2 à «Sedes Sapientiæ», junio de 1987, descargable
aquí), “el episcopado implica una relación con la regencia de la Iglesia que le
es esencial”. Siguiendo la enseñanza de Santo Tomás, el episcopado se distingue
del presbiterio en que “no dirige órdenes a Dios, sino al cuerpo místico de
Cristo” (Summa Theologiæ, Suppl. q. 38, a. 2, ad. 2). La plenitud del
sacerdocio conferido al obispo implica que está esencialmente ordenado para
gobernar la Iglesia. Nos referimos al artículo para las oportunas citas en las
que basan estas declaraciones y recordamos una: “ un grande número de
documentos litúrgicos, en la oración de consagración episcopal, indican el
‘carisma’ del obispo como ‘gracia espiritual del líder’” (J. Lecuyer, citado en
Réflexions sur l 'episcopat «autonome», nota 22).
Es por ello que el
Pontificio prevé que se solicite el mandatum apostólico antes de proceder a los
ritos de consagración. La ordenación episcopal comunica una aptitud para
gobernar la Iglesia y por tanto una aptitud para la jurisdicción, aunque en
términos concretos no todos los obispos ejercen jurisdicción. Un obispo sin
destinación alguna para el gobierno de la Iglesia, privado voluntariamente de
esta destinación, es esencialmente una contradicción; y un obispo que transmite
un “episcopado autónomo” (es decir, que quiere transmitir sólo la potestad del
orden), como el candidato que lo recibe, está dividiendo algo que Dios quiso
unir y por tanto, de nuevo, actúa contra la ley divina.
En cualquier caso,
hipotetizando absurdamente la posibilidad de separar la potestad de orden de la
de jurisdicción, debe admitirse, sin embargo, que incluso para la sola
consagración interviene siempre la prerrogativa del Papa para nombrar al
candidato.
El caso es que,
sin querer transmitir jurisdicción alguna, las consagraciones de 1988 se realizaron
precisamente con el fin de escapar a la jurisdicción del Papa, que aquellas
consagraciones legalmente prohibían. La FSSPX también ha optado por permanecer
en esta independencia para “mantener la Tradición”. Por noble que sea el
objetivo, no deja de ser un acto cismático; porque el cisma no fue jamás
definido como la voluntad de comunicar algo que pertenece al Papa (como la
jurisdicción), sino como “la negativa de la sumisión al Sumo Pontífice o de la
comunión con los miembros de la Iglesia sujetos a él” (CIC, can 751, también
CIC/1917, canon 1325 y Summa Theologiæ II-II, q. 39, a. 1).
Este paso es
crucial. En primer lugar, un cisma no es el rechazo teórico de la primacía de
Pedro (esto sería una herejía), sino la negativa práctica a someterse a su autoridad,
cuando se ejerce legítimamente; un cisma consiste en el hecho de estar separado
del gobierno de la Iglesia Católica, lo cual es una condición obligatoria para
pertenecer a la Iglesia. Ahora bien, la FSSPX ha rechazado esta autoridad no
sólo al realizar y aprobar las consagraciones episcopales de 1988, sino al
seguir retirándose del gobierno del Pontífice y de los obispos en comunión con
él, sin tener en cuenta las sanciones canónicas (todos los sacerdotes de la
Fraternidad quedan suspendidos a divinis y por tanto no pueden ejercer
legítimamente su ministerio), negándose a cualquier protocolo de
regularización.
Una gravísima
usurpación de la autoridad del Papa y del Ordinario es la Comisión Canónica de
San Carlo Borromeo, con la cual la FSSPX se atribuye la facultad de quitar
censuras, pronunciarse sobre la validez de los matrimonios, dispensar votos,
usurpar derechos que sólo pertenecen al Ordinario o a la Santa Sede. El propio
Lefebvre, que teóricamente no quería trasmitir la jurisdicción, en una carta
escrita al entonces Superior General, Franz Schmidberger, el 15 de enero de
1991, declaraba explícitamente, con referencia a la citada Comisión, que era
necesario “establecer autoridades suplentes” por todo el tiempo en el que “las
actuales autoridades romanas están sumidas en el ecumenismo y el modernismo y
sus decisiones y el nuevo Código de Derecho Canónico están influidos por estos
falsos principios”. Lefebvre pretendía esencialmente dar a la FSSPX la
jurisdicción necesaria para los actos anteriores, contradiciéndose y usurpando
las prerrogativas de la Sede Apostólica y de los legítimos Ordinarios.
Los miembros de la
FSSPX también se niegan a comunicarse in sacris con los que están en comunión
con el Papa y el obispo local, incluso cuando se trata del antiguo rito de la
Misa. La Fraternidad erige iglesias, seminarios, monasterios y consagra altares
sin tener en cuenta la autoridad legítima del obispo local sobre estos asuntos.
En pocas palabras, la FSSPX se organizó precisamente para ser independiente de
la jurisdicción del Papa y de los obispos legítimos; pero el verdadero nombre
de esta total independencia de la autoridad del papa y del obispo local es
“cisma”.
Tampoco desaparece
el cisma por el hecho de que Benedicto XVI, el 21 de enero de 2009, haya
levantado la excomunión de los cuatro obispos consagrados por Lefebvre ‒
Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson (ya no miembro
de la FSSPX) y Alfonso de Galarreta ‒ explicando el sentido de este acto, a
saber, quitar el “malestar espiritual manifestado por los interesados a causa
de la sanción de excomunión”, para favorecer “las necesarias conversaciones con
las autoridades de la Santa Sede” sobre los asuntos pendientes (en ese
momento).
La remisión de una
excomunión no pone fin por sí misma a un cisma; un cisma termina cuando
desaparecen las posiciones cismáticas, como las brevemente enumeradas
anteriormente, que en cambio persisten en la FSSPX y, por lo tanto, demuestran
un incumplimiento. Un ejemplo: el 7 de diciembre de 1965, Pablo VI levantó las
excomuniones que pesaban sobre los ortodoxos desde el cisma de 1054. Este acto
obviamente no puso fin al cisma, porque los ortodoxos aún no reconocen ni en
teoría ni en practicar las prerrogativas del Papa. No es una contradicción:
estos pontífices querían eliminar los impedimentos canónicos a la plena
comunión, para que las realidades en cuestión pudieran dar pasos concretos para
entrar en comunión con la Iglesia católica. Pero estos pasos no fueron dados.
La negativa del entonces Superior General de la FSSPX, Monseñor Bernard Fellay,
de aceptar el protocolo de acuerdo, así como el hecho de que nada ha cambiado
en sus posiciones, deja a la Fraternidad en una situación cismática.
En el próximo
artículo intentaremos comprender por qué los sacerdotes de la FSSPX realizan un
ministerio ilícito y cuáles son las consecuencias de esta actitud.
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