domingo, 27 de octubre de 2024

LA CRISTIANDAD Y LOS JUDIOS

 

Fernando Romero Moreno

 NDA, 20/10/2024 

 

Desde los comienzos de la Iglesia, pero especialmente a partir de una serie de levantamientos de la plebe contra los judíos hacia el siglo XII, los Papas emitieron documentos (bulas) que establecían la posición oficial del Papado con respecto al tratamiento con los judíos. Las palabras Sicut Judaeis (“Como los judíos”) fueron utilizadas por primera vez por el papa Gregorio I (590-604) en una carta dirigida al obispo de Nápoles. Alrededor de 598, en reacción a incidentes entre cristianos y judíos en Palermo, el papa Gregorio incorporó enseñanzas de san Agustín acerca de los judíos al derecho romano. Bajo esta expresión (Sicut Judaeis), entonces, se siguieron publicando periódicamente advertencias en el trato con los judíos, como por ejemplo, la bula papal del papa Calixto II en 1120 que prohibía a los cristianos, bajo pena de excomunión, perseguirlos injustamente, intentar que se conviertieran por la fuerza (y según enseñara Santo Tomás de Aquino más tarde, ni siquiera bautizar a los niños contra la voluntad de sus padres), impedir que practiquen su culto, odiar ni despreciar por motivos religiosos o raciales, e incluso estableció que se los podía recibir en los reinos o repúblicas cristianas, siempre y cuando se comprometieran a no judaizar a la comunidad política ni a la Iglesia. De allí la importancia de ciertas medidas de prudencia que la Iglesia Católica estableció a lo largo de los siglos para las relaciones entre judíos y cristianos (hasta 1965).

 

De esto se derivan derechos y restricciones propios, e incluso una especial y suma consideración por parte de la Iglesia y de los Estados cristianos. Eso explica que, aun reconociendo que el judaísmo talmúdico y cabalístico ha tenido en todas las épocas un papel importante en los movimientos que socaban el orden cristiano, la Iglesia siempre haya defendido para él un trato especial. San Pablo decía lo siguiente sobre los judíos: “En orden al Evangelio son enemigos por ocasión de vosotros; más con respecto a la elección son muy amados por causa de sus padres” (Rom 11, 28).

 

Esta enseñanza y el mismo derecho natural, llevaron, por ejemplo, a que la Iglesia condenara el antisemitismo por un decreto del Santo Oficio del 25 de marzo de 1928, el nacionalsocialismo mediante una encíclica de Pío XI en 1937 y otros errores semejantes (racismo y totalitarismo de estado) en una comunicación de la Sagrada Congregación de Estudios y Seminarios sobre Racismo, Panteísmo Vitalista y Totalitarismo de Estado, el 13 de abril de 1938. Pero que también y con la misma firmeza a que condenara las herejías judaizantes, las falsas conversiones, la tolerancia laxa en la convivencia y trato con los judíos por parte de los cristianos, etc. Esto último ayuda a entender también por qué el término “judeocristianismo” (salvo para referirse a las primeras comunidades cristianas provenientes del judaísmo y que conservaron por un tiempo prácticas fundadas en la Ley de Moisés) es, de mínima, ambiguo, y, de máxima, heterodoxo y/o herético.

Si por judeocristianismo se quiere hacer referencia a lo que el cristianismo ha conservado como válido y necesario del Antiguo Testamento, el término es redundante. Si, en cambio, se fomenta con esa expresión un sincretismo o un cristianismo judaizado, el término es erróneo. En cualquiera de los dos casos, lo que cuadra es hablar de cristianismo y punto. Entre otras cosas porque el judaísmo postbíblico no es, desde lo religioso, la continuación del Israel bíblico sino su corrupción, hecha sobre todo por influencia de los fariseos.

 

El Nuevo Israel es, como explica San Pablo, el Cristianismo. De más está decir que la Fe Católica es incompatible con el antijudaísmo teológico de Marción, además de serlo con el ya mencionado antijudaísmo racista del nacionalsocialismo y con el odio o el desprecio a los judíos. Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia ha intentado moderar el lenguaje, entablar un diálogo que permita acortar distancias innecesarias y evitar toda forma de discriminación injusta. Las buenas intenciones de los Papas al respecto no nos impiden reconocer que se ha extendido desde 1965 una mayor o menor heterodoxia y heteropraxis en relación a este tema.

sábado, 26 de octubre de 2024

LA IMAGEN CRISTIANA DEL HOMBRE

 

Benedicto XVI

Infocatólica, 22/10/24

 

Este artículo fue redactado entre Navidad y Epifanía de 2019-2020. El Papa emérito solicitó que su publicación se realizara únicamente tras su fallecimiento. Se ha publicado en el tercer volumen de la revista italiana del Proyecto Veritas Amoris

 

La atmósfera que se extendió ampliamente en la cristiandad católica tras el Concilio Vaticano II fue concebida inicialmente de manera unilateral como una demolición de los muros, como «derribar las fortalezas», de tal manera que en ciertos círculos, se comenzó a temer el fin del catolicismo, o incluso a esperarlo con alegría.

 

La firme determinación de Pablo VI y la igualmente clara, pero alegremente abierta, de Juan Pablo II, lograron nuevamente asegurarle a la Iglesia – hablando humanamente – su propio espacio en la historia futura. Cuando Juan Pablo II, quien provenía de un país dominado por el marxismo, fue elegido Papa, algunos pensaron que un Papa proveniente de un país socialista debía ser necesariamente un Papa socialista, y por lo tanto llevaría a cabo la reconciliación del mundo como una «reductio ad unum» del cristianismo y el marxismo. La insensatez de esta postura se hizo evidente rápidamente, apenas se vio que un Papa proveniente de un mundo socialista conocía perfectamente las injusticias de ese sistema, y fue así como pudo contribuir al sorprendente giro que ocurrió en 1989 con el fin del gobierno marxista en Rusia.

 

Sin embargo, se volvió cada vez más evidente que el declive de los regímenes marxistas estaba lejos de haber constituido una victoria espiritual del cristianismo. La secularización radical, al contrario, se revela cada vez más como la visión dominante auténtica, privando cada vez más al cristianismo de su espacio vital.

 

Desde sus inicios, la modernidad comienza con el llamado a la libertad del hombre: desde el énfasis de Lutero en la libertad del cristiano y desde el humanismo de Erasmo de Rotterdam. Pero fue solo en la época de trastornos históricos tras dos guerras mundiales, cuando el marxismo y el liberalismo se extremaron dramáticamente, que surgieron dos nuevos movimientos que llevaron la idea de libertad a un radicalismo inimaginable hasta entonces.

 

De hecho, ahora se niega que el hombre, como ser libre, esté de algún modo vinculado a una naturaleza que determine el espacio de su libertad. El hombre ya no tiene naturaleza, sino que «se hace» a sí mismo. Ya no existe una naturaleza humana: es él quien decide lo que es, hombre o mujer. Es el hombre quien produce al hombre y quien decide así el destino de un ser que ya no proviene de las manos de un Dios creador, sino del laboratorio de invenciones humanas. La abolición del Creador como abolición del hombre se convirtió entonces en la auténtica amenaza para la fe. Este es el gran desafío que se presenta hoy a la teología. Y solo podrá enfrentarlo si el ejemplo de vida de los cristianos es más fuerte que el poder de las negaciones que nos rodean y nos prometen una falsa libertad.

 

La conciencia de la imposibilidad de resolver un problema de este tamaño solo a nivel teórico no nos exime, sin embargo, de tratar de proponer una solución al nivel del pensamiento.

 

Naturaleza y libertad parecen, en un primer momento, oponerse de manera irreconciliable: sin embargo, la naturaleza del hombre es pensamiento, es decir, es creación, y como tal, no es simplemente una realidad privada de espíritu, sino que lleva en sí misma el «Logos». Los Padres de la Iglesia – y en particular Atanasio de Alejandría – concibieron la creación como coexistencia de la «sapientia» increada y la «sapientia» creada. Aquí tocamos el misterio de Jesucristo, quien une en sí la sabiduría creada e increada y quien, como sabiduría encarnada, nos llama a estar juntos con Él.

 

Así, la naturaleza – que es dada al hombre – ya no es distinta de la historia de la libertad del hombre y lleva en sí dos momentos fundamentales.

 

Por un lado, se nos dice que el ser humano, el hombre Adán, comenzó mal su historia desde el principio, de tal forma que el hecho de ser humano, la humanidad de cada uno, lleva consigo un defecto original. El «pecado original» significa que toda acción individual está previamente inscrita en una vía errónea.

 

A esto se añade, sin embargo, la figura de Jesucristo, del nuevo Adán, que pagó por adelantado la redención para todos nosotros, ofreciendo así un nuevo comienzo en la historia. Esto significa que la «naturaleza» del hombre está, de alguna manera, enferma, que necesita corrección («spoliata et vulnerata»). Esto la coloca en oposición con el espíritu, con la libertad, tal como lo experimentamos continuamente. Pero en términos generales, también está ya redimida. Y esto en un doble sentido: porque en general ya se ha hecho lo suficiente por todos los pecados y porque al mismo tiempo, esta corrección siempre puede ser otorgada a cada uno en el sacramento del perdón. Por un lado, la historia del hombre es la historia de faltas siempre nuevas; por otro lado, la curación siempre está disponible. El hombre es un ser que necesita sanación, perdón. El hecho de que este perdón exista como realidad y no solo como un bello sueño pertenece al corazón de la imagen cristiana del hombre. Ahí es donde la doctrina de los sacramentos encuentra su justo lugar. La necesidad del Bautismo y de la Penitencia, de la Eucaristía y del Sacerdocio, al igual que el sacramento del Matrimonio.

 

A partir de aquí, la cuestión de la imagen cristiana del hombre puede entonces abordarse concretamente. Ante todo, es importante la observación expresada por San Francisco de Sales: no existe «una» imagen del hombre, sino muchas posibilidades y muchos caminos en los cuales se presenta la imagen del hombre: de Pedro a Pablo, de Francisco a Tomás de Aquino, del hermano Conrado al cardenal Newman, y así sucesivamente. Donde indudablemente hay un cierto énfasis que habla en favor de una predilección por los «pequeños».

 

Naturalmente, también convendría examinar en este contexto la interacción entre la «Torá» y el Sermón de la Montaña, sobre lo cual ya he hablado brevemente en mi libro sobre Jesús.

 

 

viernes, 25 de octubre de 2024

SI LA IGLESIA APOYARA


 a un antipapa ya estaría acabada

 

Luisella Scrosati

Brújula cotidiana,  25_10_2024

 

En el primer artículo dedicado al estudio publicado por el sacerdote carmelita Giorgio Maria Faré, intentamos mostrar cómo las referencias históricas que él citaba para argumentar que la adhesión pacífica universal (APU) era contradicha por hechos deducidos de la historia de la Iglesia, son incorrectas. En el segundo artículo, hemos defendido la APU contra la acusación de ser contraria al derecho canónico y la afirmación de que, en cualquier caso, no se aplicaría al actual pontificado. En la presente contribución vamos a intentar comprender el significado profundo de esta doctrina que la Iglesia enseña como definitiva (hecho dogmático), mostrar lo que implicaría una posible negación de la misma y, finalmente, disipar los recurrentes malentendidos sobre su contenido.

 

Comencemos por el primer punto. Ya le hemos dedicado un artículo, pero merece la pena volver sobre él. ¿Qué entendemos por APU? En primer lugar, se trata de una verdad conectada con la Revelación divina, hasta el punto de que debe ser sostenida de manera plena e irrevocable; el vínculo entre la APU y la Revelación es tan estrecho que la Iglesia “blinda” la primera, enseñándola definitivamente y considerándola un hecho dogmático, todo ello para proteger al segundo. Dicho de otro modo: si el primero (que no es un dogma, sino un hecho dogmático) cayera, el segundo (dogma) también caería, como ocurre con todas aquellas verdades necesariamente conectadas con la Revelación, tanto si tienen una conexión lógica como si tienen una relación histórica con ésta.

 

La APU afirma, resumiéndolo mucho, que la adhesión de la Iglesia universal a Fulanito como papa es el signo infalible de que efectivamente es el papa. Esta adhesión tiene dos caras: una positiva, que se da en el hecho de que es aceptado por los cardenales electores, luego por el episcopado y finalmente por los miembros de la Iglesia; otra negativa, en el sentido de que hay ausencia de impugnación de la elección. Todos los autores que hablan de ello tienen muy claro que no tiene por qué tratarse de una unanimidad matemática (ya lo mencionamos aquí).

 

Ahora bien, el punto clave de la APU es el siguiente: la aceptación universal de los obispos y fieles de un papa como legítimamente elegido es prueba cierta de que es papa. La razón reside en el hecho de que la Iglesia, en su conjunto, no puede equivocarse al reconocer a su cabeza, el Vicario de Cristo. El cardenal Charles Journet explica: “La aceptación pacífica universal de la Iglesia que se une actualmente al elegido como cabeza a la que se somete es un acto por el que la Iglesia compromete su destino. Es, por tanto, un acto en sí mismo infalible e inmediatamente reconocible como tal” (L'Église du Verbe Incarné, I, 1955, p. 624). En efecto, la Iglesia posee su nota de infalibilidad in docendo e in credendo incluso sobre los llamados hechos dogmáticos, estrechamente relacionados con la Revelación. Si la Iglesia pudiera adherirse universalmente a uno que no es el verdadero Papa, tendría como consecuencia que sería erróneo para ella adherirse a uno que no es su cabeza, someterse a uno que no tiene poder de jurisdicción, y creer erróneamente una enseñanza que podría ser definitoria o incluso ex cathedra.

 

El jesuita Louis Billot, creado cardenal por san Pío X, explicó que la adhesión pacífica universal está íntimamente relacionada con la doble promesa de Cristo: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18) y “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); estos son los dos pasajes evangélicos que establecen la infalibilidad de la Iglesia y su indefectibilidad. Así, afirma Billot: “Puesto que la adhesión de la Iglesia a un falso Pontífice equivaldría a su adhesión a una falsa regla de fe, dado que el Papa es la regla de fe viva que la Iglesia debe seguir y que de hecho sigue siempre [... ]”, es posible que existan dudas sobre la legitimidad del papa elegido, como es posible que el período de la sede vacante se prolongue más de lo normal, mientras que, en cambio, en virtud de sus promesas, Dios “no puede permitir que toda la Iglesia acepte como pontífice a quien no lo es verdadera y legítimamente. Por tanto, cuando el papa es aceptado por la Iglesia y unido a ella como la cabeza al cuerpo, ya no está permitido plantear dudas sobre un posible defecto en la elección o la falta de una condición necesaria para la legitimidad” (Tractatus De Ecclesia Christi, II, 1909, p. 620).

 

Este texto -al que podrían añadirse muchos otros de diversos teólogos- da contenido a lo que pretendía expresar la Nota doctrinal de 1998, enseñando que la legitimidad del pontífice aceptada por la Iglesia es una verdad vinculada a la Revelación y que, por tanto, debe sostenerse de manera cierta y definitiva, cualesquiera que sean las dudas que puedan surgir. San Alfonso María de Ligorio iba exactamente en la misma línea: “No importa que en los siglos pasados algún pontífice haya sido elegido ilegítimamente, o se haya inmiscuido fraudulentamente en el pontificado; basta con que posteriormente haya sido aceptado por toda la Iglesia como papa, pues con tal aceptación ya se ha hecho legítimo y verdadero pontífice. Pero si durante algún tiempo no hubiera sido verdaderamente aceptado universalmente por la Iglesia, entonces durante ese tiempo la sede papal estaría vacante” (Verità della fede, en Opere di S. Alfonso Maria de Liguori, VIII, Turín, 1880, p. 720).

 

Veamos ahora lo que no es la aceptación pacífica universal, para evitar malentendidos y para mayor claridad. En primer lugar, no es la APU la que “hace al papa” como si se tratara de un plebiscito de carácter político. El Papa es investido de su autoridad directamente por Jesucristo: los cardenales nominan, el candidato acepta, pero es el Señor quien le da autoridad sobre toda la Iglesia. La APU, en cambio, es la manifestación de que él es el papa, es decir, es el efecto de la intervención de Jesucristo que ha dado a la Iglesia un nuevo sucesor del apóstol Pedro y su vicario. Por tanto, la APU no es la causa de la legitimidad del papa, sino el signo infalible, el efecto cierto de la causa, que es precisamente la investidura por el Señor Jesús. Puesto que vemos el efecto (aceptación pacífica universal) estamos infaliblemente seguros de la causa (pontífice legítimo).

 

Segundo punto: la APU no es un signo seguro de Fulano sea papa siempre y cuando la elección haya sido legítima, sino que es el efecto de una elección válida y punto. Y así lo ha recogido también el derecho canónico: cualquier disputa sobre la idoneidad de la persona elegida o los procedimientos canónicos cae ante la APU. Esto no supone en modo alguno un conflicto entre derecho y teología, sino que los sitúa en el orden correcto: los cardenales disponen de los instrumentos legales para comprobar que todo se ha hecho correctamente y, en su caso, impugnar la elección; pero en cuanto la Iglesia, incluidos los cardenales electores, acepta a Fulano como papa, el asunto queda cerrado: tenemos el efecto, por tanto, también tenemos la causa.

 

Tercer malentendido: la APU no me dice que el papa al que se adhiera la Iglesia vaya a ser un buen papa, ni siquiera que vaya a ejercer adecuadamente su papel de regla de fe. Menos aún implica que el papa será regla de la fe sea cual sea el modo en que se exprese. Todos los criterios teológicos relativos al tipo de asentimiento requerido para los diversos pronunciamientos, según el grado de cada uno, permanecen intactos. Por tanto, la APU no conduce a una actitud “papista” según la cual todo lo que diga o escriba el Papa debe ser creído y ejecutado.

 

En cuarto lugar, se objeta que la APU no es un dogma, sino una opinión teológica. Que la APU no es un dogma está clarísimo y, sin embargo, tampoco es una mera opinión teológica, sino un hecho dogmático. Esta doctrina se considera cierta por parte de todos los teólogos y de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que comentando nada menos que la Professio fidei, la ha colocado con autoridad precisamente entre los hechos dogmáticos, a los que se debe un consentimiento cierto e irrevocable. También hemos visto (aquí y aquí) cómo se incluyó entre las condiciones establecidas por Martín V para la readmisión de los lolardos y husitas arrepentidos en la Iglesia. Además, el hecho es que la negación de la APU tendría consecuencias devastadoras para la infalibilidad de la Iglesia, como se ha visto anteriormente.

jueves, 24 de octubre de 2024

LA ACEPTACIÓN UNIVERSAL DEL PAPA


 siempre es válida

 

Luisella Scrosati

 

Brújula cotidiana,  22_10_2024

 

Un conocido carmelita italiano y director espiritual de un nutrido grupo de fieles, el padre Giorgio Maria Faré, ha sido el último en denunciar la validez de la elección del papa Francisco y, siendo sacerdote, también ha anunciado que ya no celebra misa en comunión con el Papa. Recientemente ha explicado su postura en una larguísima homilía que ha leído el pasado domingo 13 de octubre, y en un artículo de unas treinta páginas (además de la bibliografía) titulado Non consegnerò il Leone. El caso de la Declaratio de Benedicto XVI: un análisis canónico-histórico, creando una considerable desorientación entre los fieles. En esencia, el sacerdote carmelita aporta una serie de argumentos para apoyar una postura que resume de la siguiente manera: “Benedicto XVI nunca renunció realmente y, por lo tanto, el Papa Francisco no es Papa”. En nuestro análisis, al que dedicaremos varios artículos con el tiempo, se tendrá en cuenta el texto y no el audio, por la sencilla razón de que, por regla general, un texto escrito permite al autor expresar sus pensamientos de forma más extensa, completa y argumentada.

 

Un primer aspecto que llama negativamente la atención es el breve espacio que el padre Faré dedica a la aceptación pacífica y universal del Papa por parte de la Iglesia como confirmación de la legitimidad de su elección: poco más de veinte líneas y apenas cuatro notas. El autor extrae un primer argumento de una disertación del abogado Guido Ferro Canale, publicada el 26 de junio de 2015, en pleno revuelo agitado por el libro de Antonio Socci, “Non è Francesco” (No es Francisco), publicado en octubre del año anterior. Ferro Canale sostenía que la aceptación de la Iglesia sería un argumento incluso contrario al derecho canónico: la ley dispondría la nula elección del papa en determinadas condiciones, mientras que en cambio la pacifica et universali adhæsio afirma que incluso en esas condiciones, si hay tal adhesión, la elección sería válida.

 

Faré parece hacer suya esta tesis, reportando, de nuevo sobre la base de Ferro Canale, un ejemplo histórico que sería la prueba de cómo “la adhesión universal no siempre ha sido una garantía de la veracidad del Papa”, a saber, el caso del “antipapa Juan XXIII (c.a.1370 -1419) cuyo nombre permaneció en el Anuario Pontificio durante 500 años antes de ser borrado”.

 

Este artículo está dedicado a este pretexto histórico: ¿es realmente el caso de Juan XXIII, nacido Baldassarre Cossa, la prueba de que la universalis adhæsio no es fiable? Cuando el cardenal Cossa fue elegido, el 17 de mayo de 1410, para sustituir al antipapa pisano Alejandro V, que había muerto dos semanas antes, Gregorio XII (que resultó ser el papa legítimo), apoyado por algunos obispos, aún vivía. Abdicó solamente cinco años después para permitir que el Concilio de Constanza eligiera a un nuevo papa. Así pues, Gregorio y los suyos no aceptaron la elección de Cossa como legítima. Tampoco la aceptaron los cardenales ligados a la obediencia del antipapa Benedicto XIII. Por lo tanto, de la elección de Juan XXIII se puede decir todo excepto que fue aceptada por la Iglesia pacífica y universalmente.

 

El hecho de que hasta 1946 su nombre apareciera en el Anuario Pontificio no prueba en absoluto una adhesión pacífica de la Iglesia. En primer lugar porque su legitimidad no fue en absoluto aceptada; por ejemplo, la entrada “Jean XXIII” en el Dictionnaire de Théologie Catholique (t. VIII/I, col. 641-644), que data de 1924, reconoce que su legitimidad estaba lejos de ser universalmente aceptada: “Aunque la jerarquía católica, órgano oficial del Vaticano, lo considera el sucesor número 212 de San Pedro, esta afirmación es incierta”. Y esto no es sorprendente, porque, como ya se ha demostrado, la elección de Cossa no fue en absoluto universalmente reconocida, sino descaradamente impugnada; aunque tenía a la mayoría de los obispos y cardenales de su lado, otros obispos y cardenales, incluidos dos que eran considerados papas, no aceptaron su elección. Por lo tanto, es más que evidente que las pruebas aportadas por Ferro Canale y retomadas por el padre Faré no apoyan en absoluto la insostenibilidad de la adhesión pacífica universal.

 

Otro grave error se comete justo antes, cuando el autor reivindica el hecho de que no puede ser considerado cismático en virtud del principio de papa dubius, papa nullus. Según este principio, cuando surgen dudas sobre la legitimidad de una elección por parte de los cardenales, no es posible acusar de cisma a quienes comparten estas dudas y, por tanto, creen que tal papa no es realmente tal. El autor cita una declaración del jesuita Franz Xaver Wernz en su apoyo: “No se puede considerar cismáticos a quienes se niegan a obedecer al Romano Pontífice porque desconfían de su persona o creen que ha sido elegido de manera dudosa a causa de rumores generalizados, como sucedió tras la elección de Urbano VI”. La cita, tomada del nº 398 del tomo VII del Ius Canonicum de Wernz-Vidal, es un clásico de la literatura sedevacantista y también es invocada por quienes creen que la Sede está vacante desde la época de Juan XXIII (refiriéndose al Papa Roncalli).

 

Reconstruyamos el contexto completo de la declaración de Wernz-Vidal. Los dos canonistas están tratando del delito de cisma y, por lo tanto, están exponiendo qué constituyentes son necesarios para que se produzca tal delito y cuáles no implican cisma. Entre los que no constituyen esencialmente cisma, encontramos la desobediencia a las leyes eclesiásticas y la duda sobre la legítima elección del Papa, si está motivada por “rumores” no especificados. El ejemplo dado es más que suficiente para aclarar lo que se entiende por estos rumores: la elección de Urbano VI. ¿Qué ocurrió con el obispo Bartolomeo Prignano, elegido el 8 de abril de 1378? Que, apenas cuatro meses después de la clausura del cónclave, su elección fue impugnada por casi todos los cardenales electores (y para que conste, la elección de Urbano VI resultaría en cambio válida). Los dos canonistas, por tanto, afirman que en el caso de una elección impugnada por los cardenales, la duda sobre la legitimidad del pontífice no incurre en el delito de cisma, por la duda suscitada.

 

Como es fácil suponer, esta afirmación concuerda perfectamente con la doctrina relativa a la aceptación pacífica universal: si la elección es abiertamente impugnada por los cardenales o, al menos, por los obispos legítimos, no hay obligación de considerar legítimo a tal papa y, por tanto, la duda suscitada no constituye cisma. No es así, sin embargo, en el caso de una elección universal y pacíficamente aceptada. El padre Faré sostiene -y éste constituye su segundo argumento- que en el caso de Bergoglio no existe tal aceptación. Este será el segundo tema del próximo artículo.

 

LA OPOSICIÓN

 


 de sacerdotes y laicos no basta para declarar ilegítimo al Papa

Luisella Scrosati

 

Brújula cotidiana, 24_10_2024

 

En el artículo anterior, dedicado a Non consegnerò il Leone (No entregaré a León), del padre Giorgio Maria Faré, habíamos dejado abiertas dos objeciones del mismo sacerdote: que la doctrina de la adhesión pacífica y universal (APU) de la Iglesia contradice el derecho canónico; y que en todo caso esta doctrina no se aplicaría a la situación actual.

 

Empecemos por lo segundo y veamos la explicación de Faré: “Incluso si se considerase válido el principio [de la APU, ed.], no sería aplicable al caso que nos ocupa porque presupone una profunda comunión y consenso en el seno de la propia Iglesia, elementos actualmente invalidados por la presencia de numerosas voces discordantes que persisten en el tiempo, por minoritarias que sean”. Estas voces discordantes harían por tanto imposible hablar de un consenso pacífico universal. Además, los fieles que se adhieran a Bergoglio como Papa, o al menos una parte de ellos, lo harían influidos por un “consenso desinformado” debido a la “censura mediática y eclesiástica”. Del mismo modo, la adhesión de los cardenales también podría, según Faré, no ser libre por estar “condicionada por el chantaje o el miedo”.

 

Analicemos cada una de estas afirmaciones. Desgraciadamente, es un grave malentendido de la doctrina de la APU sostener que sólo se aplica cuando existe una “comunión profunda” no especificada con el Pontífice, o no hay voces discordantes persistentes. En realidad, la APU simplemente requiere que ninguno de los cardenales electores, o al menos del colegio episcopal, haya planteado dudas sobre la legitimidad de la elección del Pontífice en su momento y, por tanto, se haya negado a respaldar a Fulano como Pontífice. Que haya laicos o sacerdotes que impugnen este hecho -años después de que se hubiera cerrado el cónclave, además-, no invalida en absoluto el principio de la adhæsio, que no requiere una cualidad particular de “comunión y consenso” en la Iglesia, que por otro lado es una condición muy difícil de evaluar y no depende de la presencia o ausencia de un supuesto temor por parte de los cardenales, criterio no menos problemático de verificar. Que haya que referirse a la duda de los cardenales y del cuerpo episcopal que no se adhieren en su totalidad al Papa, y no al disenso “diferido” de un grupo de simples fieles, lo confirma también, como se ha visto en el artículo anterior, el caso de Urbano VI, que Faré, citando un texto de derecho canónico, relata. La elección de Urbano VI, en efecto, fue impugnada por la casi totalidad de los cardenales electores y, por tanto, en ese caso evidentemente no se puede hablar de tal adhæsio.

 

Supongamos ahora que las voces discordantes genéricas, hipotizadas por el autor, bastaran para cuestionar legítimamente la elección de un papa. Deberíamos concluir de ello que ningún papa lo sería a partir de Roncalli, puesto que las voces discordantes de los sedevacantistas y de las diversas ramas sedevacantistas persisten y crecen con el tiempo. Del mismo modo, también tendríamos que asumir que ninguna elección papal estaría a salvo de la posibilidad de impugnación por parte de grupos potencialmente adversos y, por tanto, rara vez habría certeza de la legitimidad de un papa. Una situación que el propio Faré ciertamente no aceptaría. Y es precisamente por esta razón que la Iglesia enseña la doctrina cierta de la APU como un hecho dogmático.

 

Entonces, volvamos a las dos cosas: o esta doctrina queda sustancialmente anulada, ya que bastarían “voces discordantes y persistentes” de laicos o sacerdotes para poner en duda la legitimidad del Pontífice reinante, con las consecuencias antes mencionadas y dejando a la Iglesia perpetuamente a merced de disputas entre canonistas, periodistas y diversos grupos; o se refiere al “disenso” no de cualquier voz, sino de la voz de los directamente implicados en la elección del Papa, a saber, los cardenales, y de los que comparten con el Papa, como colegio, el poder supremo en la Iglesia, al que ciertamente pueden asociarse también los presbíteros y los fieles. Una posible impugnación por su parte es, de hecho, fácil de constatar y salvaguarda contra ampliaciones indebidas de “disidencia” que harían cuestionable la legitimidad del Papa en cuestión.

 

El argumento de que los fieles no podrían haber desarrollado dudas sobre la validez de la elección debido a la supuesta censura de los medios de comunicación (¿de qué censura hablamos? ¡Internet está lleno de personas que no reconocen a Bergoglio como Papa!); tampoco tiene sentido recurrir a un hipotético temor de los cardenales que dista mucho de ser demostrable y que, entre otras cosas, han negado los cardenales con los que la Brújula Cotidiana ha podido contactar en los últimos años sobre esta cuestión, y que han desmentido categóricamente que existan elementos para sostener la invalidez de la elección del Papa Francisco. Como veremos en un próximo artículo, esta postura parte de una incomprensión y desautorización de la doctrina relativa a la APU.

 

Veamos ahora la objeción de una supuesta contradicción de esta doctrina con el derecho canónico. Esto es lo que afirma Faré: “Como ha demostrado el jurista Ferro Canale [cf. Disertación en punto de Derecho Canónico sobre la tesis de Socci y la respuesta de Boni, n.d.a.], este principio –que, recuerdo, no es una norma jurídica- está en contradicción con el Derecho Canónico”. Primera consideración: las normas jurídicas previstas para la validez del cónclave son precisamente el instrumento que tienen los cardenales para vigilar la corrección de la elección del Papa; lo que significa que pueden impugnar la legitimidad de una elección precisamente con base en ellas. Además, también son el instrumento para dirimir la cuestión cuando falta la adhæsio; algo que no siempre es fácil, como lo demuestra el hecho de que en el curso de la historia de la Iglesia varios pontífices han sido incluidos en la lista de papas y, tras un análisis posterior, fueron expulsados. Pero se trataba precisamente de casos de elecciones impugnadas por cardenales y obispos, que no reconocían a Fulano como papa y que por tanto fueron un obstáculo a la adhesión universal y pacífica.

 

La doctrina de la APU no anula estos instrumentos jurídicos, sino que simplemente afirma que cuando la Iglesia universal representada por sus pastores legítimos da la adhesión al elegido reconociéndolo como Papa, esto significa que se han cumplido todos los requisitos o, según por ejemplo el teólogo cardenal Louis Billot, que de hecho se han sanado los posibles problemas.

 

Ahora bien, es sorprendente que se plantee la tesis de que la APU representa un estorbo peligroso para el derecho canónico hasta el punto de que se considere necesario sacrificarlo. Es bastante evidente que, de este modo, la “razón canónica” se separa por completo e incluso se pone en rumbo de colisión con la dogmática. Porque la Nota Doctrinal de 1998 de la Congregación para la Doctrina de la Fe, comentando y aclarando la Professio fidei de 1989, expresa lo siguiente con respecto a la APU: “Con referencia a las verdades unidas a la revelación por necesidad histórica, que se deben sostener definitivamente, pero que no se pueden declarar como divinamente reveladas, se pueden indicar como ejemplos la legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o la celebración de un concilio ecuménico, las canonizaciones de los santos (hechos dogmáticos); la declaración de León XIII en la Carta Apostólica Apostolicæ Curæ sobre la invalidez de las ordenaciones anglicanas”. Así pues, los fieles están obligados a asentir plena e irrevocablemente a aquellas verdades relacionadas con la Revelación que la Iglesia propone como tales. Y entre éstas se encuentra precisamente la cuestión de la legitimidad del Papa universal y pacíficamente reconocida por la Iglesia. Sostener, por lo tanto, que la APU es contrario al derecho canónico equivale a afirmar que una enseñanza que la Iglesia propone creer de manera definitiva sería de hecho perjudicial para el derecho. La posición de Faré exige, por tanto, que lo que la Iglesia pide que se acepte con pleno e irrevocable consentimiento sea, en cambio, rechazado, para no perjudicar al derecho; y, por tanto, que ese consentimiento que se da de forma definitiva sea, de hecho, revocable. Esto crea un grave cortocircuito potencialmente extensible también a otras enseñanzas que la Iglesia exige que se crean definitivamente, como la prohibición de ordenar mujeres, la condena de la eutanasia, la condena de la contracepción, etc.

 

Dudar de que el Papa que la Iglesia ha reconocido como tal -ya que ningún cardenal u obispo ha impugnado la validez de la elección de Bergoglio- sea de hecho el Papa, es sostener que lo que la Iglesia propone a los fieles como enseñanza definitiva es de hecho revocable, haciendo saltar por los aires toda la estructura de la enseñanza magisterial de la Iglesia. En el próximo artículo examinaremos más detenidamente el contenido, el significado y la contundencia de la APU.

 

 

martes, 22 de octubre de 2024

JUAN PABLO II, SANTO


Memoria Litúrgica, 22 de octubre

Por: P. Jürgen Daum | Fuente: Catholic.net

 

CCLXIV Papa

Martirologio Romano: En Roma, en la basílica de San Pedro, san Juan Pablo II, papa, que gobernó la Iglesia por veintisiete años, llevando su presencia misionera a todos los puntos de la tierra, alimentando la doctrina con abundantes y esclarecidos documentos, y convocando a todos los hombres de nuestra época a abrir sus puertas al Redentor. († 2005)

 

Fecha de beatificación: 1 de mayo de 2011, por S.S. Benedicto XVI

Fecha de canonización: 27 de abril de 2014, por S.S. Francisco

 

Breve Biografía

 

Karol Wojtyla nace el 18 de mayo de 1920, en Wadowice, a unos pocos kilómetros de Cracovia, una importante ciudad y centro industrial al norte de Polonia.

 

Su padre, un hombre profundamente religioso, era militar de profesión. Enviudó cuando Karol contaba apenas con nueve años. De él -según su propio testimonio- recibió la mejor formación: «Bastaba su ejemplo para inculcar disciplina y sentido del deber. Era una persona excepcional».

 

De joven el interés de Karol se dirigió hacia el estudio de los clásicos, griegos y latinos. Con el tiempo fue creciendo en él un singular amor a la filología: a principios de 1938 se traslada junto con su padre a Cracovia para matricularse en la universidad Jaghellonica y cursar allí estudios de filología polaca.

 

Sin embargo, con la ocupación de Polonia por parte de las tropas de Hitler, hecho acontecido el 1 de septiembre de 1939, sus planes de estudiar filología se verían definitivamente truncados.

 

En esta difícil situación, y con el fin de evitar la deportación a Alemania, Karol busca un trabajo. Es contratado como obrero en una cantera de piedra, vinculada a una fábrica química, de nombre Solvay.

 

También en aquella difícil época Karol se iniciaba en el "teatro de la palabra viva", una forma muy sencilla de hacer teatro: la actuación consistía esencialmente en la recitación de un texto poético. Las representaciones se realizaban en la clandestinidad, en un círculo muy íntimo, por el riesgo de verse sometidos a graves sanciones por parte de los nazis.

 

Otra importante ocupación de Karol por aquella época era la ayuda eficaz que prestaba a las familias judías para que pudiesen escapar de la persecución decretada por el régimen nacionalsocialista. Poniendo en riesgo su propia vida, salvaría la vida de muchos judíos.

 

A principios de 1941 muere su padre. Karol contaba por entonces con 21 años de edad. Este doloroso acontecimiento marcará un hito importante en el camino de su propia vocación: «después de la muerte de mi padre -dirá el Santo Padre en diálogo con André Frossard-, poco a poco fui tomando conciencia de mi verdadero camino. Yo trabajaba en la fábrica y, en la medida en que lo permitía el terror de la ocupación, cultivaba mi afición a las letras y al arte dramático. Mi vocación sacerdotal tomó cuerpo en medio de todo esto, como un hecho interior de una transparencia indiscutible y absoluta. Al año siguiente, en otoño, sabía ya que había sido llamado. Veía claramente qué era lo que debía abandonar y el objetivo que debía alcanzar "sin una mirada atrás". Sería sacerdote».

 

Habiendo escuchado e identificado con claridad el llamado del Señor, Karol emprende el camino de su preparación para el sacerdocio, ingresando al seminario clandestino de Cracovia, en 1942. Dadas las siempre difíciles circunstancias, el hecho de su ingreso al seminario -que se había establecido clandestinamente en la residencia del Arzobispo Metropolitano, futuro Cardenal Adam Stepan Sapieha- debía quedar en la más absoluta reserva, por lo que no dejó de trabajar como obrero en Solvay. Años de intensa formación transcurrieron en la clandestinidad hasta el 18 de enero de 1945, cuando los alemanes abandonaron la ciudad ante la llegada de la "armada roja".

 

El 1 de noviembre de 1946, fiesta de Todos los Santos, llegó el día anhelado: por la imposición de manos de su Obispo, Karol participaba desde entonces -y para siempre- del sacerdocio del Señor. De inmediato el padre Wojtyla fue enviado a Roma para continuar en el Angelicum sus estudios teológicos.

 

Dos años más tarde, culminados excelentemente los estudios previstos, vuelve a su tierra natal: «Regresaba de Roma a Cracovia -dice el Santo Padre en Don y Misterio- con el sentido de la universalidad de la misión sacerdotal, que sería magistralmente expresado por el Concilio Vaticano II, sobre todo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium. No sólo el obispo, sino también cada sacerdote debe vivir la solicitud por toda la Iglesia y sentirse, de algún modo, responsable de ella».

 

Como Vicario fue destinado a la parroquia de Niegowic, donde además de cumplir con las obligaciones pastorales propias de la parroquia, asumió la enseñanza del curso de religión en cinco escuelas elementales.

 

Pasado un año fue trasladado a la parroquia de San Florián. Entre sus nuevas labores pastorales le tocó hacerse cargo de la pastoral universitaria de Cracovia. Semanalmente iba disertando -para la juventud universitaria- sobre temas básicos que tocaban los problemas fundamentales sobre la existencia de Dios y la espiritualidad del ser humano, temas que eran necesarios profundizar junto con la juventud en el contexto del ateísmo militante, impuesto por el régimen comunista de turno en el gobierno de Polonia.

 

Dos años después, en 1951, el nuevo Arzobispo de Cracovia, mons. Eugeniusz Baziak, quiso orientar la labor del padre Wojtyla más hacia la investigación y la docencia. No sin un gran sacrificio de su parte, el padre Karol hubo de reducir notablemente su trabajo pastoral para dedicarse a la enseñanza de Ética y Teología Moral en la Universidad Católica de Lublín. A él se le encomendó la cátedra de Ética. Su labor docente la ejerció posteriormente también en la Facultad de Teología de la Universidad Estatal de Cracovia.

 

Nombrado Obispo por el Papa Pío XII, fue consagrado el 23 de setiembre de 1958. Fue entonces destinado como Obispo auxiliar a la diócesis de Cracovia, quedando a cargo de la misma en 1964. Dos años después, la diócesis de Cracovia sería elevada al rango de Arquidiócesis por el Papa Pablo VI.

 

Su labor pastoral como Obispo estuvo marcada por su preocupación y cuidado para con las vocaciones sacerdotales. En este sentido, su infatigable labor apostólica y su intenso testimonio sacerdotal dieron lugar a una abundante respuesta de muchos jóvenes que descubrieron su llamado al sacerdocio y tuvieron el coraje de seguirlo.

 

Asimismo, ya desde entonces destacaba entre sus grandes preocupaciones la integración de los laicos en las tareas pastorales.

 

Mons. Wojtyla tendrá una activa participación en el Concilio Vaticano II. Además de sus intervenciones, que fueron numerosas, fue elegido para formar parte de tres comisiones: Sacramentos y Culto Divino, Clero y Educación Católica. Asimismo formó parte del comité de redacción que tuvo a su cargo la elaboración de la Constitución pastoral Gaudium et spes.

 

Es creado Cardenal por el Papa Pablo VI en 1967, un año clave para la Iglesia peregrina en tierras polacas. Fue entonces que la Sede Apostólica puso en marcha su conocida Ostpolitik, dando inicio a un importante "deshielo" a nivel de las frías relaciones entre la Iglesia y el Estado comunista. El flamante Cardenal Wojtyla asumiría un importante papel en este diálogo, y sin duda respondió a esta difícil y delicada tarea con mucho coraje y habilidad. Su postura -la postura en representación de la Iglesia- era la misma que había sido tomada también por sus ejemplares predecesores: la defensa de la dignidad y derechos de toda persona humana, así como la defensa del derecho de los fieles a profesar libremente su fe.

 

Su sagacidad y tenacidad le permitieron obtener también otras significativas victorias: tras largos años de esfuerzos, en contra de la persistente oposición de las autoridades, tuvo el gran gozo de inaugurar una iglesia en Nowa Huta, una "ciudad piloto" comunista. Los muros de esta iglesia, cual símbolo silente y a la vez elocuente de la victoria de la Iglesia sobre el régimen comunista, habían sido levantados con más de dos millones de piedras talladas voluntariamente por los cristianos de Cracovia.

 

En cuanto a la pastoral de su arquidiócesis, el continuo crecimiento de la cuidad planteaba al Cardenal muchos retos. Ello motivó a que con habitual frecuencia reuniese a su presbiterio para analizar las diversas situaciones, con el objeto de responder adecuada y eficazmente a los desafíos que se iban presentando.

 

En 1975 asiste al III Simposio de Obispos Europeos. Allí en el que se le confía la ponencia introductoria: «El obispo como servidor de la fe». Ese mismo año dirige los ejercicios espirituales para Su Santidad Pablo VI y para la Curia vaticana. Las pláticas que dio en aquella ocasión fueron publicadas en un libro titulado Signo de contradicción.

 

II. Sucesor de Pedro

Elegido pontífice el 16 de octubre de 1978, escogió los mismos nombres que había tomado su predecesor: Juan Pablo. En una hermosa y profunda reflexión, hecha pública en su primera encíclica (Redemptor hominis), dirá él mismo sobre el significado de este nombre:

 

«Ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él (el entonces electo Cardenal Albino Luciani) declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo -un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado- divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios. A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo XX y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia (...). Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II».

 

"No tengáis miedo"

Fueron éstas las primeras palabras que S.S. Juan Pablo II lanzó al mundo entero desde la Plaza de San Pedro, en aquella memorable homilía celebrada con ocasión de la inauguración oficial de su pontificado, el 22 de octubre de 1978. Y son ciertamente estas mismas palabras las que ha hecho resonar una y otra vez en los corazones de innumerables hombres y mujeres de nuestro tiempo, alentándonos -sin caer en pesimismos ni ingenuidades- a no tener miedo "a la verdad de nosotros mismos", miedo "del hombre ni de lo que él ha creado": «¡no tengáis miedo de vosotros mismos!». Desde el inicio de su pontificado ha sido ésta su firme exhortación a confiar en el hombre, desde la humilde aceptación de su contingencia y también de su ser pecador, pero dirigiendo desde allí la mirada al único horizonte de esperanza que es el Señor Jesús, vencedor del mal y del pecado, autor de una nueva creación, de una humanidad reconciliada por su muerte y resurrección. Su llamado es, por eso mismo, un llamado a no tener miedo a abrir de par en par las puertas al Redentor, tanto de los propios corazones como también de las diversas culturas y sociedades humanas.

 

Este llamado que ha dirigido a todos los hombres de este tiempo, es a la vez una enorme exigencia que él mismo se ha impuesto amorosamente. En efecto, «el Papa -dice él de sí mismo-, que comenzó Su pontificado con las palabras "!No tengáis miedo!", procura ser plenamente fiel a tal exhortación, y está siempre dispuesto a servir al hombre, a las naciones, y a la humanidad entera en el espíritu de esta verdad evangélica».

 

Desde "un país lejano"

«Me han llamado de una tierra distante, distante pero siempre cercana en la comunión de la Fe y Tradición cristianas». Fueron estas, al inicio de su pontificado, las palabras del primer Papa no italiano desde Adriano VI (1522).

 

Juan Pablo II nació en Polonia, una extraordinaria nación que por su fidelidad a la fe, puesta en el crisol de la prueba muchas veces, llegó a ser considerada como un "baluarte de la cristiandad", de allí el "Semper fidelis" con que orgullosamente califican los católicos polacos a su patria. La personalidad de S.S. Juan Pablo II está sellada por la identidad y cultura propias de su Polonia natal: una nación con raíces profundamente católicas, cuya unidad e identidad, más que en sus límites territoriales, se encuentra en su historia común, en su lengua y en la fe católica.

 

Su origen, al mismo tiempo, lo une a los pueblos eslavos, evangelizados hace once siglos por los santos hermanos Cirilo y Metodio. Será casualmente «recordando la inestimable contribución dada por ellos a la obra del anuncio del Evangelio en aquellos pueblos y, al mismo tiempo, a la causa de la reconciliación, de la convivencia amistosa, del desarrollo humano y del respeto a la dignidad intrínseca de cada nación», que su S.S. Juan Pablo II proclamó a los santos Cirilo y Metodio copatronos de Europa, junto a San Benito. A ellos, dicho sea de paso, está dedicada su hermosa encíclica Slavorum apostoli, en la que hace explícita esta gratitud: «se siente particularmente obligado a ello el primer Papa llamado a la sede de Pedro desde Polonia y, por lo tanto, de entre las naciones eslavas».

 

Una nación probada en su fe

El nuevo Papa era un hombre que había podido conocer «desde dentro, los dos sistemas totalitarios que han marcado trágicamente nuestro siglo: el nazismo de una parte, con los horrores de la guerra y de los campos de concentración, y el comunismo, de otra, con su régimen de opresión y de terror». A lo largo de aquellos años de prueba, la personalidad de Karol fue forjada en el crisol del dolor y del sufrimiento, sin perder jamás la esperanza, nutrida en la fe. Esta experiencia vivida en su juventud nos permite comprender su gran «sensibilidad por la dignidad de toda persona humana y por el respeto de sus derechos, empezando por el derecho a la vida». Su encíclica Evangelium vitae es la expresión magisterial más firme y acabada de esta profunda sensibilidad humana y pastoral.

 

Gracias a aquellas dramáticas experiencias que vivió en aquellos tiempos terribles «es fácil entender también mi preocupación por la familia y por la juventud». Esta preocupación, por su parte, ha hallado su más amplia expresión magisterial en la encíclica Familiaris consortio.

 

Improntas del pontificado de Juan Pablo II

La vida cristiana y la Trinidad: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo

 

El Papa Juan Pablo II ha querido hacer evidente desde el inicio de su pontificado la relación existente -aunque quizá tantas veces olvidada o relegada- de la vida de la Iglesia (y de cada uno de sus hijos) con la Trinidad, dedicando sus primeras encíclicas a profundizar en cada una de las tres personas de la Trinidad: una a Dios Padre, rico en misericordia (1980); otra al Hijo, Redentor del mundo (1979); y otra al Espíritu Santo, Señor y dador de vida (1986). Este es el misterio central de la fe cristiana: Dios es uno solo, pero a la vez tres Personas. Recuerda así las bases de la verdadera fe, y con ello el fundamento de la auténtica vida de la Iglesia y de cada uno de sus hijos: en efecto, no se entiende la vida del cristiano si no es en relación con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Comunión de Amor.

 

"Totus Tuus"... un Papa sellado por el amor a la Madre

Totus Tuus, o Todo tuyo (con evidente referencia a María), fue el lema ele-gido por Su Santidad Juan Pablo II al asumir el timón de la barca de Pedro. De este modo se consagraba a Ella, se acogía a su tierno cuidado e intercesión, invitándola a sellar con su amorosa presencia maternal la entera trayectoria de su pontificado. Con ocasión de la Eucaristía celebrada el 18 de octubre de 1998, a los veinte años de su elección y a los 40 años de haber sido nombrado obispo, reiterará en la Plaza de San Pedro ese "Totus Tuus" ante el mundo católico.

 

En otra ocasión había dicho él mismo con respecto a esta frase: «Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente radicada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y la Redención. Así pues, redescubrí con conocimiento de causa la nueva piedad mariana, y esta forma madura de devoción a la Madre de Dios me ha seguido a través de los años: sus frutos son la Redemptoris Mater y la Mulieris dignitatem».

 

Otro signo de su amor filial a Santa María es su escudo pontificio: sobre un fondo azul, una cruz amarilla, y bajo el madero horizontal derecho, una "M", también amarilla, representando a la Madre que estaba "al pie de la cruz", donde -a decir de San Pablo- en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo. En su sorprendente sencillez, su escudo es, pues, una clara expresión de la importancia que el Santo Padre le reconoce a Santa María como eminente cooperadora en la obra de la reconciliación realizada por su Hijo.

 

Su escudo se alza ante todos como una perenne y silente profesión de un amor tierno y filial hacia la Madre del Señor Jesús, y a la vez, es una constante invitación a todos los hijos de la Iglesia para que reconozcamos su papel de cooperadora en la obra de la reconciliación, así como su dinámica función maternal para con cada uno de nosotros. En efecto, «entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, "acoge entre sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su "yo" humano y cristiano: "La acogió en su casa". Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella "caridad materna", con la que la Madre del Redentor "cuida de los hermanos de su Hijo", "a cuya generación y educación coopera" según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo».

 

La profundización de la teología y de la devoción mariana -en fiel continuidad con la ininterrumpida tradición católica- es una impronta muy especial de la persona y pontificado del Santo Padre.

 

Hombre del perdón; apóstol de la reconciliación

Quizá muchos jóvenes desconocen el atentado que el Santo Padre sufrió aquel ya lejano 13 de mayo de 1981, a manos de un joven turco, de nombre Alí Agca. Entonces, guardándolo milagrosamente de la muerte, se manifestó la Providencia divina que le concedía a su elegido una invalorable ocasión para experimentar en sí mismo el dolor y sufrimiento humano -físico, sicológico y también espiritual- para poder mejor asociarse a la cruz del Señor Jesús y solidarizarse más aún con tantos hermanos dolientes. Fruto de esta experiencia vivida con un profundo horizonte sobrenatural será su hermosa Carta Apostólica Salvifici doloris.

 

Aquel hecho fue también una magnífica oportunidad para mostrar al mundo entero que él, fiel discípulo del Maestro, es un hombre que no sólo llama a vivir el perdón y la reconciliación, sino que él mismo lo vive: una vez recuperado, en un gesto auténticamente cristiano y de enorme grandeza de espíritu, el Santo Padre se acercó a su agresor -recluido en la cárcel- para ofrecerle el perdón y constituirse él mismo en un testimonio vivo de que el amor cristiano es más grande que el odio, de que la reconciliación -aunque exigente- puede ser vivida, y de que éste es el único camino capaz de convertir los corazones humanos y de traerles la paz tan anhelada.

 

Servidor de la comunión y de la reconciliación

El deseo de invitar a todos los hombres a vivir un proceso de reconciliación con Dios, con los hermanos humanos, consigo mismos y con la entera obra de la creación ha dado pie a numerosas exhortaciones en este sentido. Ocupa un singular lugar su Exhortación Apostólica Post-Sinodal Reconciliatio et paenitentiae -sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy (se nutre de la reflexión conjunta que hicieron los obispos del mundo reunidos en Roma el año 1982 para la VI Asamblea General del Sínodo de Obispos)-, y tiene un peso singularmente importante la declaración que hiciera en el Congreso Eucarístico de Téramo, el 30 de junio de 1985: «Poniéndome a la escucha del grito del hombre y viendo cómo manifiesta en las circunstancias de la vida una nostalgia de unidad con Dios, consigo mismo y con el prójimo, he pensado, por gracia e inspiración del Señor, proponer con fuerza ese don original de la Iglesia que es la reconciliación».

 

La preocupación social de S.S. Juan Pablo II

La encíclica Centessimus annus, que conmemora el centésimo año desde el inicio formal del Magisterio Social Pontificio con la publicación de encíclica Rerum novarum de S.S. León XIII, se ha constituido en el último gran aporte de S.S. Juan Pablo II en lo que toca a dicho Magisterio. En ella escribía: «... deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el gran Papa (León XIII) y con su "inmortal Documento". Es también mi deseo mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda».

 

Indudablemente enriquecido por su propia experiencia como obrero, y en su particular cercanía con sus compañeros de labores, la gran preocupación social del actual Pontífice ya había encontrado otras dos ocasiones para manifestarse al mundo entero en lo que toca al magisterio: la encíclica Laborem exercens, sobre el trabajo humano, y la encíclica Sollicitudo rei socialis, sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y de los pueblos.

 

La nueva evangelización: tarea principal de la Iglesia

Desde el inicio de su pontificado el Papa Juan Pablo II ha estado empeñado en llamar y comprometer a todos los hijos de la Iglesia en la tarea de una nueva evangelización: «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión».

 

Pero, como recuerda el Santo Padre, «si a partir de la Evangelii nuntiandi se repite la expresión nueva evangelización, eso es solamente en el sentido de los nuevos retos que el mundo contemporáneo plantea a la misión de la Iglesia» ... «Hay que estudiar a fondo -dice el Santo Padre- en qué consiste esta Nueva Evangelización, ver su alcance, su contenido doctrinal e implicaciones pastorales; determinar los "métodos" más apropiados para los tiempos en que vivimos; buscar una "expresión" que la acerque más a la vida y a las necesidades de los hombres de hoy, sin que por ello pierda nada de su autenticidad y fidelidad a la doctrina de Jesús y a la tradición de la Iglesia».

 

En esta tarea el Papa Juan Pablo II tiene una profunda conciencia de la necesidad urgente del apostolado de los laicos en la Iglesia, preocupación que se refleja claramente en su Encíclica Christifideles laici y en el impulso que ha venido dando al desarrollo de los diversos Movimientos eclesiales. Por eso mismo, en la tarea de la nueva evangelización «la Iglesia trata de tomar una conciencia más viva de la presencia del Espíritu que actúa en ella (...) Uno de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es, ciertamente, el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado y sigo señalando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres».

 

Pero S.S. Juan Pablo II no entiende la nueva evangelización simplemente como una "misión hacia afuera": la misión hacia adentro (es decir, la reconciliación vivida en el ámbito interno de la misma Iglesia) ha sido también destacada por el Santo Padre como una urgente necesidad y tarea, pues ella es un signo de credibilidad para el mundo entero. Desde esta perspectiva hay que comprender también el fuerte empeño ecuménico alentado por el Santo Padre, muy en la línea del rumbo marcado por los pontífices precedentes y por los Padres conciliares.

 

"Que todos sean uno"

El Santo Padre, como Cristo el Señor hace dos mil años, sigue elevando también hoy al Padre esta ferviente súplica: «¡Que todos sean uno (Ut unum sint)… para que el mundo crea!». Como incansable artesano de la reconciliación, el actual Sucesor de Pedro ha venido trabajado desde el inicio de su pontificado por lograr la unidad y reconciliación de todos los cristianos entre sí, sin que ello signifique de ningún modo claudicar a la Verdad: «El diálogo -dijo Su Santidad a los Obispos austriacos, en 1998-, a diferencia de una conversa-ción superficial, tiene como objetivo el descubrimiento y el reconocimiento co-mún de la verdad. (…) La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes. Quien abandona esta base común elimina de todo diálo-go en la Iglesia la posibilidad de conver-tirse en diálogo de salvación. (…) nadie puede desempeñar since-ramente un papel en un proceso de diá-logo si no está dispuesto a exponerse a la verdad y a crecer en ella».

 

Renovado impulso a la catequesis

Como dice el Santo Padre, la Encíclica Redemptoris missio quiere ser -después de la Evangelii nuntiandi- «una nueva síntesis de la enseñanza sobre la evangelización del mundo contemporáneo».

 

Por otro lado, la Exhortación Apostólica Catechesi tredendae es un intento -ya desde el inicio de su pontificado- de dar un nuevo impulso a la labor pastoral de la catequesis.

 

El Santo Padre, desde que asumió su pontificado, ha mantenido las catequesis de los miércoles iniciadas por su predecesor Pablo VI. En ellos ha desarrollado principalmente el contenido del "Credo".

 

En este mismo sentido el Catecismo de la Iglesia Católica -aprobado por el Santo Padre en 1992- ha querido ser «el mejor don que la Iglesia puede hacer a sus Obispos y a todo el Pueblo de Dios», teniendo en cuenta que es un «valioso instrumento para la nueva evangelización, donde se compendia toda la doctrina que la Iglesia ha de enseñar».

 

El Papa peregrino

Quizá más de uno se ha preguntado sobre el sentido de los numerosos viajes apostólicos que ha realizado el Santo Padre (más de doscientos, contando sus viajes al exterior como al interior de Italia):

 

«En nombre de toda la Iglesia, siento imperioso el deber de repetir este grito de san Pablo («Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!»). Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera; y precisamente el contacto directo con los pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido aún más de la urgencia de tal actividad a la cual dedico la presente Encíclica (Redemptoris missio)».

 

Asimismo dirá el Papa de sus numerosas visitas a las diversas parroquias: «la experiencia adquirida en Cracovia me ha enseñado que conviene visitar personalmente a las comunidades y, ante todo, las parroquias. Éste no es un deber exclusivo, desde luego, pero yo le concedo una importancia primordial. Veinte años de experiencia me han hecho comprender que, gracias a las visitas parroquiales del obispo, cada parroquia se inscribe con más fuerza en la más vasta arquitectura de la Iglesia y, de este modo, se adhiere más íntimamente a Cristo».

 

S.S. Juan Pablo II y los jóvenes

Desde 1985 la Iglesia ha visto surgir las Jornadas Mundiales de los Jóvenes. Su génesis -recuerda el Santo Padre- fue el Año Jubilar de la Redención y el Año Internacional de la Juventud, convocado por la Organización de las Naciones Unidas en aquel mismo año:

 

«Los jóvenes fueron invitados a Roma. Y éste fue el comienzo. (...) El día de la inauguración del pontificado, el 22 de octubre de 1978, después de la conclusión de la liturgia, dije a los jóvenes en la plaza de San Pedro: "Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza"».

 

Maestro de ética y valores

También en nuestro siglo, y con sus particulares notas de gravedad, el Santo Padre ha notado con paternal preocupación como el hombre ha "cambiado la verdad por la mentira". Consecuencia de este triste "cambio" es que el hombre ha visto ofuscada su capacidad para conocer la verdad y para vivir de acuerdo a esa verdad, en orden a encontrar su felicidad en la plena realización como persona humana. La publicación de la Encíclica Veritatis splendor constituye la plasmación de un testimonio ante el mundo del esplendor de la Verdad. En ella se descubren las enseñanzas de quien fuera un notable profesor de ética, que en su calidad de Sumo Pontífice sale al encuentro del relativismo moral a que ha llegado la cultura de hoy: «Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta sólo es posible gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano… La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo… Él es "el Camino, la Verdad y la Vida". Por esto la respuesta decisiva de cada interrogante del hombre, en particular de sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el Concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…"». A lo largo de toda su encíclica el Santo Padre, con desarrollos magistrales, se ocupa de presentar un horizonte ético -en íntima conexión con la verdad sobre el hombre- para el pleno desarrollo de la persona humana en respuesta al designio divino.

 

Incansable Servidor de la fe y de la Verdad

A los veinte años de su elevación al Solio Pontificio, el Papa Juan Pablo II -como un incansable Maestro de la Verdad- ha dado a conocer al mundo entero su decimotercera encíclica: Fides et ratio, fe y razón. En ella presenta en forma positiva la búsqueda de la verdad que nace de la naturaleza profunda del ser humano. Sale al paso de múltiples errores que actualmente obstaculizan el acceso a la verdad, y más aún a la Verdad última sobre Dios y sobre el hombre que como don gratuito Dios mismo ha ofrecido a la humanidad entera a través de la revelación. La verdad, la posibilidad de conocerla, la relación entre razón y fe, entre filosofía y teología son temas que va tocando en respuesta a la situación de enorme confusión, de relativismo y subjetivismo en la que se encuentra inmersa nuestra cultura de hoy.

 

Trabajando por la consolidación de los frutos del Concilio Vaticano II

El Santo Padre ha sido un incansable artesano que ha trabajado, a lo largo de los ya veinte años de su fecundo pontificado, en favor de la profundización y consolidación de los abundantísimos frutos suscitados por el Espíritu Santo en el Concilio Vaticano segundo. Al respecto ha dicho él mismo: «Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber "discernirlos" atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del "príncipe de este mundo". Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium».

 

Con S.S. Juan Pablo II hacia el tercer milenio

El Papa Juan Pablo II, mediante su Carta apostólica Tertio millenio adveniente, ha invitado a toda la cristiandad a prepararse para lo que será una gran celebración y conmemoración: tres años han sido dedicados por deseo explícito del Sumo Pontífice a la reflexión y profundización en torno a cada una de las Personas divinas del Misterio de la Santísima Trinidad: 1997 ha sido dedicado al Hijo, 1998 al Espíritu Santo y 1999 al Padre. De este modo la Iglesia se prepara a celebrar con un gran Jubileo los dos mil años del nacimiento de Jesucristo, el Hijo eterno del Padre que -de María Virgen y por obra del Espíritu Santo- «nació del Pueblo elegido, en cumplimiento de la promesa hecha a Abraham y recordada constantemente por los profetas».

 

De Él, y del cristianismo, nos ha recordado en su misma Carta el Papa: «Estos (los profetas de Israel) hablaban en nombre y en lugar de Dios. (…) Los libros de la Antigua Alianza son así testigos permanentes de una atenta pedagogía divina. En Cristo esta pedagogía alcanza su meta: Él no se limita a hablar "en nombre de Dios" como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo. (…) El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana».

 

Este acontecimiento histórico central para la humanidad entera, acontecimiento por el que Dios que se hace hombre para decir «la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia», es lo que la Iglesia se prepara a celebrar con un gran Jubileo, y de este modo se prepara a trasponer el umbral del nuevo milenio. Su Santidad, el "dulce Cristo sobre la tierra", como icono visible del Buen Pastor va a la cabeza de la Iglesia que peregrina en este tiempo de profundas transformaciones, constituyéndose para todos sus hijos e hijas que con valor quieren escucharle y seguirle, en roca segura y guía firme … "¡No tengáis miedo!"… son las palabras que también hoy brotan con insistencia de los labios de Pedro, hombre de frágil figura, pero elegido y fortalecido por Dios para sostener el edificio de la Iglesia toda con una fe firme y una esperanza inconmovible.

 

(Lo que sigue es un artículo titulado «S.S. Juan Pablo II: "Profeta del sufrimiento"», cuyo autor es Mons. Cipriano Calderón Polo)

 

«S.S. Juan Pablo II, es en esta etapa final del segundo milenio, el Pastor universal del pueblo de Dios, guía segura para atravesar el "umbral de la esperanza" que nos introducirá en el tercer milenio de la evangelización...

 

«¿Cómo se presenta al mundo de hoy el Papa en esta encrucijada decisiva de la historia? «Su imagen característica es ahora la de profeta del sufrimiento, un sacerdote, un evangelizador que realiza en su amable persona la doctrina que él mismo ha explicado en la carta apostólica Salvifici doloris (11 de febrero de 1984) y en tantos discursos sobre el significado del dolor humano.

 

«Juan Pablo II, en las celebraciones litúrgicas, en las audiencias, en los viajes apostólicos, en todas sus actividades, aparece como un icono del sufrimiento, dando a la Iglesia un testimonio formidable de la fuerza evangelizadora del dolor físico y moral.

 

«En su persona de Vicario de Cristo se cruzan las debilidades físicas: esas "debilidades del Papa" a las que él mismo se refirió el día de Navidad de 1995 desde la ventana de su despacho; las penas y dolores cada vez más crecientes de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, de todos los pueblos, especialmente de aquellos más pobres de América Latina, África y Asia; los sufrimientos de toda la Iglesia, que naturalmente se acumulan en el vértice de la misma. Y a todo ello se une la fatiga pastoral producida por una entrega sin reservas al ministerio petrino, al que el Papa Wojtyla sigue ofreciendo generosamente todas sus energías, sin dejarse rendir por la edad o por los quebrantos de salud.

 

«El Santo Padre camina hacia el año 2000, al frente de la humanidad, llevando la cruz de Jesús. Así se parece más al divino Redentor.

 

«Él mismo lo ha hecho notar en una alocución dominical -Ángelus- pronunciada desde su habitación del hospital Gemelli: "¿Cómo me presentaré yo ahora -comentaba- a los potentes del mundo y a todo el pueblo de Dios? Me presentaré con lo que tengo y puedo ofrecer: con el sufrimiento. He comprendido -decía- que debo conducir a la Iglesia de Cristo hacia el tercer milenio, con la oración, con múltiples iniciativas (como la que actualmente está viviendo toda la Iglesia: un trienio de preparación propuesto en su carta Tertium millenium adveniente); pero he visto que esto no basta: necesito llevarla también con el sufrimiento"».

 

Nació al Reino de Dios, el 2 de abril de 2005, El 28 de junio del mismo año se inició su causa para la beatificación, misma que se realizó el 1 de mayo, Segundo Domingo de Pascua del año 2011, Día de la Divina Misericordia, en ceremonia presidida por S.S. Benedicto XVI.

 

Oración para implorar favores por intercesión de

San Juan Pablo II

 

¡Oh San Juan Pablo, desde la ventana del Cielo dónanos tu bendición!

 

Bendice a la Iglesia, que tú has amado, servido, y guiado, animándola a caminar con coraje por los senderos del mundo para llevar a Jesús a todos y a todos a Jesús.

 

Bendice a los jóvenes, que han sido tu gran pasión. Concédeles volver a soñar, volver a mirar hacia lo alto para encontrar la luz, que ilumina los caminos de la vida en la tierra.

 

Bendice las familias, ¡bendice cada familia!

 

Tú advertiste el asalto de Satanás contra esta preciosa e indispensable chispita de Cielo, que Dios encendió sobre la tierra. San Juan Pablo, con tu oración protege las familias y cada vida que brota en la familia.

 

Ruega por el mundo entero, todavía marcado por tensiones, guerras e injusticias. Tú te opusiste a la guerra invocando el diálogo y sembrando el amor: ruega por nosotros, para que seamos incansables sembradores de paz.

 

Oh San Juan Pablo, desde la ventana del Cielo, donde te vemos junto a María, haz descender sobre todos nosotros la bendición de Dios. Amén.

 

Primer milagro: La beatificación

El milagro que permitió la beatificación del Papa Juan Pablo II fue la sanación de la religiosa francesa Marie Simon-Pierre, que padecía de Párkinson, la enfermedad que durante años padeció el extinto Pontífice.

 

Marie Simon PierreMarie Simon-Pierre, nacida en 1962, perteneciente a la congregación de las Hermanitas de las Maternidades Católicas, trabaja actualmente en la maternidad de la Sainte Félicité, en el distrito número 15 de París.

 

A Marie-Simon-Pierre le diagnosticaron los trastornos neurológicos propios de esa enfermedad en junio de 2001. A continuación, podrán leer el testimonio de la Hermana Marie Simon Pierre:

 

"Estaba enferma de Parkinson. Me fue diagnosticado en junio de 2001. La enfermedad me había afectado toda la parte derecha del cuerpo, causándome una serie de dificultades. Después de tres años, de una fase inicial lentamente progresiva de la enfermedad, se agravaron los síntomas, se acentuaron los temblores, la rigidez, los dolores y el insomnio.

 

Desde el 2 de abril de 2005, comencé a empeorar de semana en semana, me debilitaba de día en día, no conseguía escribir -soy zurda- y, si intentaba hacerlo, lo que escribía era difícilmente legible. No conseguía conducir el coche, salvo en trayectos muy breves, porque mi pierna izquierda se bloqueaba a veces durante mucho rato y la rigidez no me permitía conducir. Para desarrollar mi trabajo en el ámbito hospitalario necesitaba además siempre mucho tiempo. Estaba totalmente exhausta. Después del diagnóstico, me era difícil ver a Juan Pablo II en televisión; pero me sentía muy cercana a él en la oración, y sabía que podía entender lo que yo vivía. Admiraba su fuerza y su coraje, que me estimulaban a no rendirme y a amar este sufrimiento. Sólo el amor habría dado sentido a todo ello. Era una lucha cotidiana, pero mi único deseo era vivirla en la fe, y de aceptar con amor la voluntad del Padre.

 

Era la Pascua de 2005, y deseaba ver a nuestro Santo Padre en televisión, porque en mi interior sabía que sería la última vez que iba a poder hacerlo. Durante toda la mañana me preparé para aquel encuentro (él me mostraba lo que yo sería al cabo de algunos años). Era muy duro para mí, que era tan joven... Pero un imprevisto no me permitió verlo.

 

La tarde del 2 de abril de 2005, estaba reunida toda la comunidad para participar en la vigilia de oración en la plaza de San Pedro, transmitida en directo por la televisión francesa de la diócesis de Paría (KTO), cuando fue anunciada la muerte de Juan Pablo II se me vino el mundo encima. Había perdido al amigo que me entendía y que me daba la fuerza de seguir adelante.

 

Notaba en aquellos días la sensación de un gran vacío, pero sentía la certeza de su presencia viva. El 13 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Fátima, el Papa Benedicto XVI anunció oficialmente el comienzo de la Causa de beatificación y canonización del Siervo de Dios Juan Pablo II. A partir del 14 de mayo, las hermanas de todas las comunidades francesas y africanas de mi Congregación pidieron la intercesión de Juan Pablo II para mi curación. Rezaron incansablemente, hasta que llegó la noticia de la curación. Yo estaba de vacaciones en aquellos días. El 26 de mayo, concluido el tiempo de descanso, volví a la comunidad, totalmente exhausta a causa de la enfermedad. Si crees, verás la gloria de Dios: éste es el fragmento del evangelio de San Juan que me acompaña desde el 14 de mayo. Y el 1 de junio: "¡No puedo más! Debo luchar para mantenerme en pie y andar". El 2 de junio, por la tarde, fui a hablar con mi Superiora, para pedirle que me dispensara de toda actividad laboral. Me pidió que resistiese todavía un poco, hasta el regreso de Lourdes, en agosto, y añadió: "Juan Pablo II no ha dicho todavía la última palabra".

 

Seguramente, él estaba presente en aquel encuentro, que se desarrolló en la paz y en la serenidad. Luego, la Superiora me dio una estilográfica y me pidió que escribiera "Juan Pablo II". Eran las 17 horas. A duras penas, escribí "Juan Pablo II". Ante la caligrafía ilegible, permanecimos largo rato en silencio... Y la jornada prosiguió como de costumbre. Tras la oración de la tarde, a las 21 horas, pasé por mi oficina para volver después a mi habitación. Sentí el deseo de coger una estilográfica y escribir, como si alguien me dijera: "Coge tu estilográfica y escribe…". Era entre las 21:30 y 21:45. La caligrafía era claramente legible, ¡sorprendente! Me tendí sobre la cama, estupefacta. Habían pasado exactamente dos meses desde el regreso de Juan Pablo II a la Casa del Padre... Me desperté a las 4:30, sorprendida de haber podido dormir. Me levanté de la cama. Mi cuerpo ya no estaba dolorido, había desaparecido la rigidez e interiormente ya no era la misma. Luego sentí una llamada interior y un fuerte impulso a caminar para ir a rezar ante el Santísimo Sacramento. Bajé a la capilla y permanecí en oración. Sentí una profunda paz y una sensación de bienestar, una experiencia demasiado grande, como un misterio, difícil de explicar con palabras.

 

Después, siempre ante el Santísimo Sacramento, medité los misterios de la luz, de Juan Pablo II. A las 6 de la mañana, salí para unirme a mis hermanas en la capilla, para un momento de oración, seguido de la celebración eucarística. Tenía que recorrer unos 50 metros y, en aquel instante, al caminar, me di cuenta de que mi brazo izquierdo se balanceaba, ya no estaba inmóvil a lo largo del cuerpo. Noté también una ligereza y una agilidad física desconocidas para mí desde hacía mucho tiempo.

 

Durante la celebración eucarística, me sentí colmada de alegría y de paz. Era el 3 de junio, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Al salir de Misa, estaba segura de que estaba curada... "Mi mano ya no tiembla. Me voy de nuevo a escribir". A mediodía dejé de tomar las medicinas.

 

El 7 de junio, como estaba previsto, fui al neurólogo que me atendía desde hacía 4 años. Se quedó sorprendido, también él, al constatar la imprevista desaparición de todos los síntomas de la enfermedad, a pesar de que había interrumpido el tratamiento cinco días antes de la visita. Al día siguiente, la Superiora General confió a todas nuestras comunidades la acción de gracias, y toda la Congregación inició una novena de gratitud a Juan Pablo II.

 

He interrumpido todo tipo de tratamiento. He reanudado el trabajo con normalidad, no tengo dificultad alguna para escribir, y conduzco incluso larguísimas distancias. Me parece haber renacido; es una vida nueva, porque nada es como antes. Hoy puedo decir que el amigo que dejó nuestra tierra está ahora muy cercano a mi corazón. Ha hecho crecer en mí el deseo de la adoración del Santísimo Sacramento y el amor por la Eucaristía, que tienen un lugar de privilegio en mi vida de cada día.

 

Esto que el Señor me ha concedido vivir por intercesión de Juan Pablo II es un gran misterio, difícil de explicar con palabras... Pero nada es imposible para Dios. Realmente es cierto: "Si crees, verás la gloria de Dios".

 

Se trata del casos más impresionante de curación atribuído al difunto Papa, según declaró en Roma, Monseñor Slawomir Oder, encargado del proceso de canonización.

 

La religiosa francesa Marie Simon Pierre revela detalles inéditos de su curación obtenida por intercesión de Juan Pablo II en el siguient VÍDEO.

 

Segundo milagro: La canonización

"Le pedimos a nuestro Papa Juan Pablo que nos ayudara a pedirle a Dios que me ayudara", expresó Floribeth Mora, la beneficiaria del milagro confirmado por la Santa Sede y que permitió la canonización del Papa polaco.

 

Según informó el diario español La Razón, esta mujer que vive en la localidad de Tres Ríos de Cartago (Costa Rica), "es la protagonista del milagro que llevó a los altares al Papa polaco, Flory -como la llaman sus familiares y amigos- superó un aneurisma cuando ya estaba desahuciada por los médicos".

 

Todo comenzó el 8 de abril de 2011 al despertar. "Me dio un dolor de cabeza tan fuerte que pensé que me reventaría la cabeza. Le pedí a mi esposo que me llevara al hospital porque me sentía bastante mal. Cuando llegué me encontraba muy mal por los vómitos y el dolor de cabeza", relata Mora en un testimonio escrito por ella misma hace un año, recogido ahora por La Razón y confirmado a este diario por uno de los partícipes del milagro.

 

Aquella vez se le diagnosticó estrés y presión alta. Sin embargo, su estado de salud no mejoraba y tras un posterior análisis en un hospital en San José le dijeron "que tenía un pequeño derrame de sangre en mi cerebro, luego me hicieron un TAC y descubrieron que se trataba de un aneurisma cerebral en el lado derecho". En otro centro, tras varios intentos por cerrar el goteo de sangre que sufría en su cerebro, el equipo médico que la atendió tuvo que desistir al encontrarse la dilatación en un lugar de difícil acceso.

 

Luego de unos días en observación, las limitaciones del sistema sanitario costarricense impidió que fuera operada. "Se cerraban así mis posibilidad de sobrevivir a tan fatal diagnóstico", recuerda Mora, madre de cuatro hijos, abuela de cuatro nietos y esposa de un ex oficial de la Policía.

 

Le dijeron que le quedaba un mes de vida. Sin embargo, a pesar de la desesperación que en un primer momento tuvieron en su familia, "nos llenamos de mucha fe, pero no puedo negar el miedo tan grande que sentía al ver lo que me estaba sucediendo".

 

Cuando aún no se cumplía un mes, se realizó en la Plaza de San Pedro la beatificación de Juan Pablo II. Aquel 1 de mayo de 2011 Benedicto XVI destacaba de su predecesor: "Durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio".

 

Mientras, como todos los domingos, la familia de Floribeth acudió a Misa a la parroquia. Acudieron al centro del barrio porque se estaba celebrando una procesión. "En ese momento estaba pasando una carroza con la imagen de Jesús Sacramentado y sentí un frío en el cuerpo. Me bajé del coche y fui hasta allí". Entonces, el sacerdote que acompañaba a la procesión declamaba una oración: "¡Oh, Señor! Hay una sanación".

 

"Le pedimos a nuestro Papa Juan Pablo que nos ayudara a pedirle a Dios que me ayudara". Y en ese preciso instante, algo empezó a cambiar. "Salí de ese parque con la fe de que yo fui la sanada", expresó.

 

Días después fue al Santuario de la Virgen de Ujarrás para rezar, consciente de que el templo había recibido un relicario con muestras de sangre del nuevo Beato. "De nuevo, un milagro", apostilla. Sin embargo, cuando llegó ya había terminado la exposición. Sin embargo, el P. Dónald Solano hizo una excepción. "Me la enseñó y la toqué. Seis meses después me hicieron otro examen en el cerebro y me indicaron que el aneurisma había desaparecido para la honra y la gloria de mi Dios", afirmó Floribeth.

 

Según publicó el diario "La Nación" de Costa Rica, el neurocirujano Alejandro Vargas Román, que atendió a Floribeth Mora durante su enfermedad, confirmó que no encontró explicación científica a la desaparición repentina del aneurisma que padecía cuando analizaron exámenes posteriores a aquel 1 de mayo de 2011.

 

Vargas reveló que funcionarios de la Santa Sede le consultaron sobre los detalles del caso durante la fase diocesana del proceso de canonización. "Médicamente, en teoría, nunca les va a desaparecer un aneurisma a las personas porque es una dilatación. Científicamente yo no le tengo ninguna explicación del por qué desapareció", expresó el médico, que vivió en primera persona lo ocurrido en el hospital Calderón Guardia.